De tal palo, mejor astilla




Jornada increíble en el campo de unos amigos. Grandes, medianos y chicos en cantidades, disfrutando a pleno el solo hecho de estar en el medio de la nada sin hacer nada. O casi nada.

Uno de los pendejos se le animó a un eucalipto de treinta metros y decidió treparlo. Y trepó. Y trepó. Y siguió trepando. Hasta perderse entre las ramas que ya casi ni se lo veía.

Parecía gustarle quedarse en las alturas, o al menos eso pensábamos los que nos habíamos quedado al nivel del mar. Pero cuando se escuchó el primer alarido enseguida nos dimos cuenta de que tan a gusto el pendejo no estaba.

La reacción primaria fue hacerme bien el boludo porque me imaginaba por dónde venía el asunto. Pero enseguida vino el segundo alarido y la patrona que me puso cara de “esto es cosa de hombres, ocupáte”.

Me acerqué a paso cansino y arrancó un diálogo que, por la distancia que nos separaba, fue algo subidito de tono:

- ¿Qué pasa?

- No me puedo bajar.

- ¿Y quién te mandó a subir tan alto?

- Nadie. Me subí porque quise.

- Era una pregunta retórica.

- ¿Una qué?

- Nada. Bancá ahí que me subo.

El primer gran desafío que tuve que enfrentar fue la primera rama. La primera, ¿podés creerlo? Una puta rama que arrancaba a casi metro y medio del suelo, por lo cual debía proveerme de alguna ayuda externa que me sirviera de plataforma intermedia. Hace veinticinco años, época que te saltaba un metro ochenta bajo la atenta mirada del Beto Alzamora, hubiera alcanzado la rama pegando un saltito sin siquiera tomar carrera. Este año, claramente no.

Miré para los cuatro costados pero a simple vista no había nada que me pudiera servir. Y para colmo, el grupete de personas en ese momento decidió que en lugar de charlar, caminar o tomar sol, sería más divertido ver cómo me las arreglaba para enfrentar tan tremenda cruzada y se dedicaron a observarme.

Mientras la transpiración empezaba a hacer estragos, me acerqué al grupete y agarré mi silla, siempre mirando al suelo para evitar cualquier contacto visual que me distrajera de mi empresa.

Aunque puse la silla bien pegada al tronco del eucalipto, todavía quedaba un trechito largo entre el punto de apoyo y la primera rama. Imposible para mi orgullo pensar en ese momento en otra alternativa, así que cerré los ojos, apreté los dientes y revoleé la gamba de manera aparatosa. Todo lo que conseguí fue pasar la pierna derecha por arriba de la rama, pero no de manera completa, de modo que la otra gamba me quedó colgando mientras hacía una fuerza increíble para que no se me soltaran las manos. Volver de un papelón semejante se me habría hecho muy cuesta arriba.

Con un esfuerzo sobrehumano logré subir la gamba que había quedado suspendida y gracias a todos los santos del cielo pude afirmarme sobre esa primera rama. Esa, puta, primera, rama.

Lo que me quedaba por delante no era un desafío menor. Necesitaba idear un plan para transitar esos veinte metros que me separaban del borrego, porque no es lo mismo pesar lo que pesa un pendejo de siete que pesar lo que pesa un pendejo de cuarenta. El objetivo era claro: nada de depositar todo el peso sobre un mismo punto. Había que dosificar para evitar que cualquier fractura de rama, que no fueron pocas en ese duro trajín, terminara en un descalabro fenomenal. Paso a paso dijo Mostaza, y así fue.

En la media hora siguiente logré subir unos cinco metros. A esa velocidad de cero coma cero diez kilómetros por hora, el pendejo iba a pasar su cumpleaños y navidad arriba del árbol. Así que no me quedó otra que apurar el paso y tomar algunos riesgos de más. Y así fue que logré subir otros cinco metros en un tiempo mucho menor. Feliz y satisfecho.

Fue en ese momento que lo sentí pasar como una exhalación. Yo nunca había levantado la mirada porque iba muy concentrado en ver bien dónde apoyaba cada pie. Por eso no me percaté de que el pendejo al final se cansó de esperar que su padre superhéroe llegara a salvarlo y decidió bajar por las suyas.

Apenas me pasó por al lado, con una destreza que casi me deprimió por completo, le pegué un grito por insolente. El tipito me miró con cara de nada y desembuchó sin hacerse problema:

- Al final pude bajar, pa, no te preocupes.

No, claro, qué me voy a preocupar. El pendejo se deslizó por las ramas y en menos de diez segundos  ya estaba en tierra firme, mientras yo lo miraba desde lo alto abrazado al tronco como un koala.

El que casi pasa cumpleaños y navidad arriba del árbol fui yo, la puta madre.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario