Mameluco está de vuelta. Lo deportaron por haber sido el autor intelectual de una trifulca que arrojó el escalofriante resultado de catorce griegos empalados, ocho barras argentinos con mordeduras y un hincha de Platense envuelto en un escándalo amoroso que involucraba a uno de los milicos sudafricanos que se metieron a separar.
El proceso que le siguieron para darle el raje fue una boludez al lado de todo lo que vivió en esos treinta días, los últimos veinte en el hospital.
Antes de depositarlo en el aeropuerto, las autoridades le preguntaron si quería buscar sus pertenencias pero prefirió que no. M’Busaka lo quería de vuelta en la posada para que fuera su mano derecha en un nuevo emprendimiento que el morocho estaba por parir: lucha de eunucos en el barro. Había hecho la convocatoria por Internet y en dos días ya tenía sesenta inscriptos, entre ellos un conocido personaje televisivo que ahora es jurado en un impresentable programa -supuestamente de entretenimiento- que de una manera inexplicable se mantiene en el aire hace bocha de años. Pum para abajo.
Mameluco no tenía ni doce horas de aterrizado en nuestro país y ya se había puesto en campaña para conseguirse una changa que le permitiera empezar a levantar el rojo carmesí que tenía en la cuenta bancaria. Antes tuvo que recurrir a un diseñador amigo que a puro Photoshop le armó algunas fotos donde aparecía en la cancha, envuelto en banderas y alentando a la selección. Porque no tenía ninguna chance de que su mujer le creyera esa sarta de barbaridades que había vivido en Sudáfrica. Las fotos terminaron amorosamente enmarcadas sobre la chimenea de su casa hipotecada.
Después de su experiencia en Sudáfrica, Mameluco terminó tomándole el gustito a esto de ser una especie de colaborador periodístico y se embaló como loco. Por eso no dudó un segundo cuando de una conocida revista le ofrecieron un laburito que no pudo rechazar.
Al día siguiente de su llegada al país, Mameluco salió bien temprano de su casa, tratando de no hacer el menor ruido. Así y todo su hijo lo interceptó a mitad de camino y le preguntó qué onda el souvenir que prometió traerle de Sudáfrica. Mameluco le respondió que estaba en la valija que se había extraviado y que tuviera un poco de paciencia.
Mientras caminaba a la estación del tren, pensaba de qué carajo se iba a disfrazar cuando su hijo le reclamara otra vez por su souvenir. La solución apareció ya estando él arriba del tren cuando vio aparecer un vendedor ambulante por la puerta del vagón. El tipo ofrecía unas jabulani imitación medio pelo pero bastante bien de pinta. Si a los jugadores profesionales la original les parecía chota, no había razón para que su hijo sospechara algo si le caía con una de éstas.
El detalle era que Mameluco no tenía una moneda. Había que pensar rápido. El vendedor hizo la rutina de siempre, que consiste en caminar todo el vagón dejando la bola a la ida para levantarla a la vuelta. Cuando el pibe estaba en la otra punta del vagón, Mameluco aprisionó bien el esférico con las dos gambas y le chantó la punta de la birome. En diez segundos la había desinflado por completo y se la guardó en la mochila. Cuando volvió el vendedor, Mameluco lo saludó con sonrisita y un ademán buena onda con la cabeza. El tipo se le quedó parado al lado por unos instantes, desconfiado, pero Mameluco se puso a silbar la Marsellesa mientras miraba por la ventana.
Mameluco llegó a la estación y se sentó en un banco a esperar porque le habían dicho que un remis lo iba a levantar para llevarlo al destino. En eso estaba cuando se puso a mirar la cartelera que tenia enfrente, las típicas donde todo el mundo pega afiches y papelitos tipo clasificados de barrio, todos encimados. Le llamó la atención uno que aparecía desde el fondo, un toque tapado por otros y en donde llegó a leer: busco perra de catorce años, cariñosa, blanquita, recompensaré. Hay cada pervertido, pensó.
Le dio un poco de calor cuando vio aparecer a un gordo de saco arremangado con un cartel gigante que tenía escrito su nombre. Mameluco lo saludó rápido y le dijo que ya podía guardar el cartel. Se fueron raudos hacia el auto y Mameluco no tuvo que darle ninguna indicación para que lo llevara a la zona se conflicto. Tampoco tuvo que rogarle para que le diera charla. Mameluco le tiró un poco de la lengua para conocer su opinión sobre el asunto que lo llevaba hacia allí y el tipo se despachó de lo lindo. Que los empresarios son todos iguales, que no tienen vergüenza, que con tal de hacerse unos mangos son capaces de arrasar lugares históricos de gran significación para la gente que habita el lugar desde tiempos inmemoriales.
La perorata del remisero duró unos cuarenta minutos. El viaje quince. Mameluco se lo fumó tranqui y hasta con cierto entusiasmo porque lo consideraba una fuente confiable. Ahora, cuando el flaco arrancó con que aquel sitio sagrado había sido habitado por los comanches, Mameluco empezó a dudar. Y cuando vio los restos del Rocinante Rosado en tetra que agonizaban junto al embrague, ahí sí pensó que quizá no era tan buena idea tomarlo como fuente confiable.
Llegaron al acampe y el remisero se saludó con beso con los tres o cuatro que le salieron al encuentro mientras se golpeaba el pecho con puño apretado onda los banco a muerte.
Aquello era una suerte de toldería bastante decente. Había un grupo de personas tomando sol a la vera de una laguna, untándose unos a otros con hawaiian tropic y leyendo números viejos de la Condorito. Otros cebaban mate y fumaban sustancias que a Mameluco no le eran extrañas pero que tampoco eran de su consumo diario.
Mameluco sentía que estaba a las puertas de una nota periodística del carajo. Una nota que lo iba a poner en carrera para llegar a codearse con los morales solá, los grondona y por qué no los graña. Mameluco se meó de sólo pensarlo.
To be continued
El proceso que le siguieron para darle el raje fue una boludez al lado de todo lo que vivió en esos treinta días, los últimos veinte en el hospital.
Antes de depositarlo en el aeropuerto, las autoridades le preguntaron si quería buscar sus pertenencias pero prefirió que no. M’Busaka lo quería de vuelta en la posada para que fuera su mano derecha en un nuevo emprendimiento que el morocho estaba por parir: lucha de eunucos en el barro. Había hecho la convocatoria por Internet y en dos días ya tenía sesenta inscriptos, entre ellos un conocido personaje televisivo que ahora es jurado en un impresentable programa -supuestamente de entretenimiento- que de una manera inexplicable se mantiene en el aire hace bocha de años. Pum para abajo.
Mameluco no tenía ni doce horas de aterrizado en nuestro país y ya se había puesto en campaña para conseguirse una changa que le permitiera empezar a levantar el rojo carmesí que tenía en la cuenta bancaria. Antes tuvo que recurrir a un diseñador amigo que a puro Photoshop le armó algunas fotos donde aparecía en la cancha, envuelto en banderas y alentando a la selección. Porque no tenía ninguna chance de que su mujer le creyera esa sarta de barbaridades que había vivido en Sudáfrica. Las fotos terminaron amorosamente enmarcadas sobre la chimenea de su casa hipotecada.
Después de su experiencia en Sudáfrica, Mameluco terminó tomándole el gustito a esto de ser una especie de colaborador periodístico y se embaló como loco. Por eso no dudó un segundo cuando de una conocida revista le ofrecieron un laburito que no pudo rechazar.
Al día siguiente de su llegada al país, Mameluco salió bien temprano de su casa, tratando de no hacer el menor ruido. Así y todo su hijo lo interceptó a mitad de camino y le preguntó qué onda el souvenir que prometió traerle de Sudáfrica. Mameluco le respondió que estaba en la valija que se había extraviado y que tuviera un poco de paciencia.
Mientras caminaba a la estación del tren, pensaba de qué carajo se iba a disfrazar cuando su hijo le reclamara otra vez por su souvenir. La solución apareció ya estando él arriba del tren cuando vio aparecer un vendedor ambulante por la puerta del vagón. El tipo ofrecía unas jabulani imitación medio pelo pero bastante bien de pinta. Si a los jugadores profesionales la original les parecía chota, no había razón para que su hijo sospechara algo si le caía con una de éstas.
El detalle era que Mameluco no tenía una moneda. Había que pensar rápido. El vendedor hizo la rutina de siempre, que consiste en caminar todo el vagón dejando la bola a la ida para levantarla a la vuelta. Cuando el pibe estaba en la otra punta del vagón, Mameluco aprisionó bien el esférico con las dos gambas y le chantó la punta de la birome. En diez segundos la había desinflado por completo y se la guardó en la mochila. Cuando volvió el vendedor, Mameluco lo saludó con sonrisita y un ademán buena onda con la cabeza. El tipo se le quedó parado al lado por unos instantes, desconfiado, pero Mameluco se puso a silbar la Marsellesa mientras miraba por la ventana.
Mameluco llegó a la estación y se sentó en un banco a esperar porque le habían dicho que un remis lo iba a levantar para llevarlo al destino. En eso estaba cuando se puso a mirar la cartelera que tenia enfrente, las típicas donde todo el mundo pega afiches y papelitos tipo clasificados de barrio, todos encimados. Le llamó la atención uno que aparecía desde el fondo, un toque tapado por otros y en donde llegó a leer: busco perra de catorce años, cariñosa, blanquita, recompensaré. Hay cada pervertido, pensó.
Le dio un poco de calor cuando vio aparecer a un gordo de saco arremangado con un cartel gigante que tenía escrito su nombre. Mameluco lo saludó rápido y le dijo que ya podía guardar el cartel. Se fueron raudos hacia el auto y Mameluco no tuvo que darle ninguna indicación para que lo llevara a la zona se conflicto. Tampoco tuvo que rogarle para que le diera charla. Mameluco le tiró un poco de la lengua para conocer su opinión sobre el asunto que lo llevaba hacia allí y el tipo se despachó de lo lindo. Que los empresarios son todos iguales, que no tienen vergüenza, que con tal de hacerse unos mangos son capaces de arrasar lugares históricos de gran significación para la gente que habita el lugar desde tiempos inmemoriales.
La perorata del remisero duró unos cuarenta minutos. El viaje quince. Mameluco se lo fumó tranqui y hasta con cierto entusiasmo porque lo consideraba una fuente confiable. Ahora, cuando el flaco arrancó con que aquel sitio sagrado había sido habitado por los comanches, Mameluco empezó a dudar. Y cuando vio los restos del Rocinante Rosado en tetra que agonizaban junto al embrague, ahí sí pensó que quizá no era tan buena idea tomarlo como fuente confiable.
Llegaron al acampe y el remisero se saludó con beso con los tres o cuatro que le salieron al encuentro mientras se golpeaba el pecho con puño apretado onda los banco a muerte.
Aquello era una suerte de toldería bastante decente. Había un grupo de personas tomando sol a la vera de una laguna, untándose unos a otros con hawaiian tropic y leyendo números viejos de la Condorito. Otros cebaban mate y fumaban sustancias que a Mameluco no le eran extrañas pero que tampoco eran de su consumo diario.
Mameluco sentía que estaba a las puertas de una nota periodística del carajo. Una nota que lo iba a poner en carrera para llegar a codearse con los morales solá, los grondona y por qué no los graña. Mameluco se meó de sólo pensarlo.
To be continued
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