Fueron diez o quince minutos de incertidumbre. La realidad me puso
ahí, con los brazos en jarra y los ojos clavados en ese triste abanico de
alternativas que me devolvía el placard. Y entonces me acordé de aquella época
gloriosa.
Mi viejo laburaba en una de las empresas de la corpo, la misma a
la que el relator uruguayo le pegaba todos los fines de semana porque, según
sus mismas palabras, tenía secuestrados los goles del torneo de primera. Si
nunca me compré un decodificador trucho para ver todos los partidos fue
justamente porque mi viejo laburaba ahí.
Al pedo tanto recato, porque a la corpo el mercado ilegal le importaba tres belines. No
le movía la aguja del negocio ni medio centímetro. El fútbol vivía una época
dulce y había anunciantes de todos los colores que garpaban fortunas por acompañar
al impresentable de Araujo, que ya desde aquellos tiempos se divertía
maltratando a Tití Fernández, que sigue siendo el mismo gordito boludo que se deja maltratar.
Muchos de estos anunciantes pagaban una parte con vouchers de
canje, que después se repartían entre los gerentes para que pudieran renovarse
el vestidor. Y mi viejo, un buena onda total, nos pasaba casi todo a mis
hermanos y a mí.
La primera vez me ligué un voucher de Christian Dior, con una
cifra que triplicaba el presupuesto de pilcha que usaba en todo un año. El
papel me quemaba la mano, era una cosa tremenda.
Mi viejo me recomendó que fuera al boliche de Christian Dior que
está en la calle Florida, y que pidiera ver los jetra que vendían en el piso de
arriba.
Ese año yo estaba cursando el primer año de la facultad y era todo
lo zaparrastroso que puede ser un pibe que está cursando el primer año de la
facultad. Además, la elegancia no era mi fuerte. Ni antes ni ahora.
Así que caí con mis jeans gastados, zapatillas ídem, remera afuera
del pantalón y mochilita colgada en un solo hombro. El boliche no bajaba de los
ochenta metros cuadrados y brillaba por todos lados. El flaco que me atendió
calzaba un traje cruzado del carajo, se había perfumado como para tirar una
semana y me clavó un paneo vertical que subió y bajó como cinco veces. A la
mirada despectiva sólo le faltó una seña para aclararme que Chemea quedaba
enfrente.
- Busco un traje como para mí.
Me miró desconfiado y me hizo seña para que lo siguiera hasta el
fondo del local.
- Acá están los más económicos, y si tenés una extensión de
tarjeta los podés abonar en cuotas.
- No, pa, quiero ver los de arriba.
Otro paneo violento, esta vez acompañado de una risita sobradora
que no pudo contener mientras le hacía gestos al colega que miraba todo desde
la otra punta del boliche.
- Yo creo que como para usted son éstos.
- Y yo creo que me tenés que mostrar los de arriba, te copás?
Le dolió. Nos fuimos arriba y me probé como quince trajes. El tipo
me hacía muchas preguntas que me superaban, como por ejemplo si lo iba a usar
para eventos de antes de las siete de la tarde o para la noche. Me mostró uno
azul y mandé que lo veía muy para exámenes de exactas y que yo en realidad
estudiaba una carrera humanística. Cara de orto.
El traje que me llevé me duró quince años, siempre impecable a
pesar de las mil batallas. Tuve que cederlo, con todo el dolor de mi alma,
cuando un día el botón del pantalón me pidió a gritos que le diera un respiro.
Lo único que guardo de aquella época es una corbata que compré al
año siguiente solamente porque se la había visto a macaya, otro que se llenaba
el placard a fuerza de vouchers.
Nunca más un Dior ni nada que se le parezca, qué picardía.
Turco volvé, tenés cuerda para rato.
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Turco volvé, tenés cuerda para rato.
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