Dibujo de José Chomón Jantus
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Casi dos meses duró
la negociación. Fue durísima. Pero cuando finalmente tuve el visto bueno de la
patrona y se lo conté a mi hijo, al pibe se le transformó la cara y estaba que
no podía más de la emoción. Emoción que en pocos días se convirtió en una
ansiedad intratable.
Consejo: si llevas a tu hijo a la cancha por primera vez, contáselo la noche
anterior, no cuatro días antes. Yo sé lo que te digo.
El equipo lleva gente, mucha gente, y lo recomendable era platea. Pero el
presupuesto no daba así que me la jugué con dos populares. Mi mujer se está
enterando ahora.
Durante esos días ya no sabía de qué disfrazarme para calmar ansiedades, hasta
que llegó el sábado del partido. A las seis de la mañana lo tenía al pibe
parado al lado de mi cama, ya empilchado con camiseta, gorro, vincha y bandera.
En una bolsa de consorcio había metido los diarios de las últimas dos semanas,
para hacer papelitos, y ya preguntaba con qué se podía pintar la cara. El
partido arrancaba a las cuatro de la tarde.
Un almuerzo ligerito, donde el borrego casi ni probó bocado de los nervios que
tenía, y enfilamos para la cancha como para llegar un par de horas antes, cosa
de no fumarnos la marea humana de los que llegan sobre el pucho.
Apenas supe que lo iba a llevar a la cancha, encaré un fino laburito mental
para que durante el partido no me dejara llevar por el improperio fácil, algo
que sale casi automático cuando nos calzamos el traje de hinchas. La
preocupación era evitar dar el perfil de enajenado, y que después el chico les
contara a los amiguitos que su papá es peor que el Tano Pasman.
Pero no hubo caso. Lo que pensaba no insultar en la cancha me salió, todo
junto, cuando vi aparecer al trapito que me mangueó los veinte pesitos de rigor
para poder estacionar. Mi hijo me miró con los ojos que se le saltaban de las
órbitas y ahí nomás me di cuenta de que, al menos por un par de meses, no tenía
más crédito para corregirle el vocabulario. Y encima los veinte pesitos se
fueron igual.
Mientras hacíamos la fila para entrar, el pibe acusó sed y sacamos la gaseosa.
Pero con apenas dos tragos en el buche, se armó rondita alrededor nuestro y no
quedó otra que pasar la botellita. Todavía estamos esperando que vuelva.
Ya ubicados en un rincón de la popular y con una hora por delante para que arrancara el partido, mi hijo ya tenía un agite que ni te cuento. Saltaba, cantaba, movía como loco la bandera.
Media hora después, el entusiasmo empezó a apagarse. Semáforo en amarillo.
Fuimos a dar una vuelta por la tribuna, como operativo distracción, y pasamos
por la parrilla, que llevaba un cartel gigante, “ISO 9000”. Y en letra chica,
bien abajo, “record: el parrillero iso 9000 hamburguesas en un solo partido”.
A mí me robó una sonrisa, pero el pibe ya mostraba un gesto preocupante. La
salida de los equipos lo levantó un poco pero, al toque, de vuelta la cara de
circunstancia.
Me la vi venir e hice todo lo posible para distraerlo. Le canté bien fuerte el
hit del momento, lo subí a los hombros, revoleé la camiseta y hasta creo que
tiré un pasito de los Wachiturros.
El pibe miraba con cara de nada el número grotesco que le estaba haciendo. El
griterío infernal no fue suficiente y lo escuché clarito. Fue como una
trompada.
- Me quiero ir a casa.
Fueron minutos de tensión. Yo mirando el partido y el pibe mirándome fijo, cada
vez más empacado. Hasta que clavamos un gol y el pibito se dio vuelta como una
media. Me chantó un abrazo como para ponerlo en un cuadro y terminamos a los
besos con todos los que teníamos a mano.
Cinco minutos le duró la emoción. Cuando la masa todavía festejaba, el tipito
fue por la revancha:
- Me quiero ir a casa.
Durante todo lo que siguió hasta el pitazo final, lo mantuve a un paquete de
garrapiñadas cada diez minutos, uno atrás del otro. Evité la hamburguesa y casi
se me indigesta con las garrapas, una picardía.
Consejo dos: si llevás a tu hijo a la cancha por primera vez, caéte sobre el
comienzo del partido. Y por las dudas cargále algún jueguito al teléfono
inteligente.