Nicolás Bolasini |
Cuesta imaginarse qué fue lo que le
nubló el sentido común a esos padres cuando entraron al boliche y decidieron
comprarle al nene adolescente una batería profesional. No sé, podrían haberle
regalado un triángulo, un arpa, un oboe.
Cuesta imaginar a esta gente preguntándole al vendedor cuál es el instrumento que más chances tiene de romperles la paciencia a todos los vecinos de la manzana.
Cuesta, de verdad.
Si me decís que el pibito es la reencarnación de Moro, el mítico baterista de Serú Giran, capaz que te la tomo. Pero bastaron tres días de violencia desatada contra los platillos indefensos para descubrir un nivel de desafinación digno de entrar en el Guinness.
Algo hay que reconocerle al pequeño
entusiasta: no es fácil estar pegándole a la batería durante horas sin repetir
un solo ritmo acompasado. Eso es para pocos. No recuerdo haber sido testigo de
semejante falta de coordinación desde la última vez que intenté tirar la
bicicleta de Ronaldinho y terminé con un esguince leve de tobillo frente a la
carcajada socarrona de propios y rivales.
El chico es un baterista solitario, no
hay banda que lo acompañe. Imposible que haya banda. Imposible que alguien
pueda seguir ese ritmo inconexo, despiadado e impetuoso. Mirá que yo de borrego
tenía un amigo que era un canto a la desentonación. Un tipo que si se
desmayaba, en lugar de volver en sí volvía en do. El tipo le metía mucha
actitud pero era un de-sas-tre. Bueno, capaz que mi amigo hubiera congeniado
bien con este mocoso, lástima la diferencia generacional.
Me pongo en el lugar de los padres y, de verdad, trato de encontrarle alguna explicación a esta suerte de pérdida transitoria de la capacidad de discernir. Y entonces se me ocurre que, tal vez, la movida fue una forma sutil -o no tanto- de demostrarnos que todavía no terminaron de darle un cierre a aquella época de guerra fría en la que nos vimos envueltos por una enredadera.
Sí, por una enredadera. Les cuento.
En el fondo de nuestro jardín tenemos un paredón gigante. Si lo dejábamos así, blanco radiante, los días de mucho sol no te podés ni asomar que el reflejo se te mete en los ojos como el limón cuando se lo querés chantar a las milanesas. Por eso fue que decidimos clavarle una ampelopsis que lo cubriera por completo. Desde el punto de vista estético es un golazo, porque el verde vegetación combina con cualquier cosa, pero tiene la contra de crecer como si estuviera corriendo una carrera contra el tiempo.
Fuera de broma, las enredaderas son
como los hijos: cuando te querés acordar se zarparon con la altura y te obligan
a meter un par de cambios.
Con los pibes, por ejemplo, tenés que
estar atento para renovarle el calzado más o menos a tiempo. No es recomendable
esperar a que los deditos del pie coqueteen con el límite de lo tolerable y
alcancen su máximo nivel de contorsión cuando se flexionan hacia la planta del
pie por falta de un espacio físico suficiente para estirarse.
De igual forma, tampoco es lo más
acertado dejar crecer la enredadera y que se enrosque de manera violenta en el
ventilador del extractor del aire que el vecino puso en su techo.
Es cuestión de no dormirse y evitar
consecuencias que son, cuanto menos, molestas. En el primer caso, te puede
pasar de encontrártelo un día a tu hijo avanzando a paso de pingüino y con
algunos gestos evidentes de incomodidad, señal inequívoca de que tal vez sea
hora de jugarse con unos pepés del
talle que corresponde.
La misma capacidad de distracción te
puede llevar a que te olvides de meterle tijera a la enredadera y la cosa
termina con el vecino trepado al techo de su casa, arrancando la planta que
asfixia su dispositivo de aire y desparramando insultos para los cuatro
costados, especialmente para el nuestro.
En nuestro caso, y para evitar una
escalada de violencia injustificada, finalmente decidimos sacrificar la
enredadera. Al principio fue un momento duro, había algo que nos faltaba. Pero
con el tiempo nos fuimos acostumbrando y, hoy, cada vez que nos acordamos con
mi mujer se nos dibuja una sonrisa melancólica. Sonrisa que se ve bruscamente
interrumpida por una detonación, otra, otra y otra. El pibe arrancó de vuelta a
darle a los platillos y se lo nota especialmente virulento.
Sin perder la calma y como cada vez
desde que empezó este calvario, nos disponemos a cerrar las ventanas para
evitar que esa sucesión de explosiones nos conduzcan a un irremediable e
inconveniente ataque de histeria. Queremos que todo sea paz y armonía. Ya
sembramos una semilla de tolerancia, buena onda y respeto por el prójimo. Ahora
sólo hay que esperar que crezca. La enredadera.