Es un sueño absolutamente real.
Somos un montón de gente y todos queremos ocupar la
primera fila. Como si fuéramos jugadores de fútbol que picamos juntos a una
pelota dividida, hacemos lo imposible para meter el hombro y ganar la posición.
Nadie se quiere perder este momento.
La gente sigue llegando de a miles. Caras iluminadas,
caras emocionadas, caras que reflejan una ansiedad imposible de disimular. Y a
medida que llegan, se van poniendo de un lado y otro hasta formar una suerte de
pasarela triunfal. Un corredor humano como el que ya es una costumbre en
algunos espectáculos deportivos, donde los que pierden aplauden al ganador, que
recorre esos metros con algo de pudor por tener tantos ojos encima.
Se hace un silencio ensordecedor y la protagonista
aparece en escena. Avanza con un paso rejuvenecido, casi deslizándose por el
aire, con una agilidad a la que no nos tenía acostumbrados en estos últimos
tiempos. Sonríe con una sonrisa increíble y nos fuerza a traer recuerdos
imborrables de un pasado no tan lejano. Ella es feliz y nosotros somos felices
con ella. Felices por ella.
Nos duelen las manos de tanto aplaudir. Se nos
acalambra la mandíbula de tanto sonreír. Nos pican un poco los ojos porque la
lágrima rebelde se asoma una y otra vez.
La protagonista no afloja el paso y avanza decidida.
Hasta que se frena en seco, con la vista clavada al final del corredor humano.
Son algunos segundos de incertidumbre. Nuestra y de ella. Somos miles pero eso
no es obstáculo para que se tome un momento y nos regale, a cada uno, una
mirada que nos hace temblar las piernas. Una mirada que es amor. Una mirada que
es invitación a que aprovechemos todo lo bueno –buenísimo- que tenemos. Una
mirada que es ánimo a seguir construyendo hasta que nos toque recorrer nuestro propio
corredor humano.
Nosotros no sabemos cómo devolverle la mirada y
entonces quedamos un poco embobados, mientras ella vuelve a arrancar y sigue
avanzando a paso firme y decidido.
Sobre el final del corredor, hay alguien que la espera
con los brazos abiertos. Empilcha elegante, como durante toda su existencia, y
la pose es la de un dandy de otra época.
Me acuerdo entonces de una de las últimas escenas de
Titanic, cuando Rose imagina a Jack esperándola al final de la escalera que
lleva a primera clase, vestido con frac y de punta en blanco, mientras el resto
de los pasajeros le abren el paso entre aplausos y asentimientos.
Pero esto no es una película. Es un sueño, sí, pero es
un sueño absolutamente real. Y el que espera al final del corredor no tiene la
facha de Di Caprio pero le sobran atributos para ser uno de los seres más
íntegros, cariñosos, gentiles y humanos que haya tenido el privilegio de
conocer jamás. Su solo recuerdo me dibuja una mueca de felicidad.
La protagonista llega al final del corredor y se topa
con el protagonista, su protagonista, para moldearse en un abrazo entrañable.
Él la invita a pasar a la primera clase de las primeras clases.
Se van juntos, de la mano, pero no desaparecen.
Porque, ya despierto, miro a mi alrededor y los veo en todos lados. En la
familia, en los valores legados, en las ganas de vivir y dejar un surco por el
que muchos puedan caminar.
Raquel y Guillo. Guillo y Raquel. Me tiemblan los
dedos de sólo tipearlos. Los voy a extrañar, los estoy extrañando. Gracias por
todo. Por lo que ya podemos ver y por lo que vamos a ir descubriendo cuando
intentemos ser un poco de todo lo mucho que fueron ustedes. Hasta siempre.