La tarde libre en Düsseldorf nos vino
de diez después de pegar un viaje que de punta a punta duró casi un día entero.
Hacer el desplazamiento con trasbordos es especialmente duro cuando el trayecto
más jodido es el que hace Tigre-Ezeiza, por obra de un grupito de subnormales
que cortaron la General Paz.
En el grupo algunos usaron esa tarde
libre para meter ducha y al sobre con camisón y gorro. Otros fuimos por la
heroica y aprovechamos para conocer un poco la ciudad.
Caminando por el centro histórico nos
topamos con un bolichito típico de estos lares. Vereda llena de mesas que no
son más que un par de caballetes con una tabla encima, a la altura del pecho.
La gente se pide su birrita y se la embucha de dorapa, buena onda.
Muy pintoresca la escena pero la idea
del grupete era acomodarnos en una buena silla y probar hasta dónde aguanta el
organismo a fuerza de meterse una birra atrás de la otra, mechando con algún
plato autóctono.
Cuestión que al final nos decidimos
por otro boliche que se caía de la pinta. Lo atendía un viejo con barba blanca,
sacado de Heidi, que balbuceaba algunas palabras en español para caerle bien a
la monada. Nos sentamos en las mesitas que ocupaban parte de la peatonal, que
venía empedrada y angosta, de cuento, así que prácticamente la copamos.
Arrancamos con la primera ronda y al
toque nos pedimos la segunda. Éramos número puesto para convertirnos en el
centro de atención de la gente que había salido a dar la vuelta al perro. No
sólo porque éramos ocho morochos naufragando en una marea de perfectos
exponentes de la raza superior, sino también porque la carga etílica empezaba a
hacer fuerza para arrebatarnos el sentido común.
El golpe de timón fue pasar al sólido
para hacer base. El abuelo de Heidi nos sugirió un plato de lo más rimbombante: Wiener Schnitzel mit Kartoffeln. Sonaba tan bien que lo pedimos
todos. El plato cool resultó ser una milanga con fritas. La misma que te podés
pedir en La Farola de Olivos sin necesidad de comerte un piquete en la Gral
Paz, hacer más de diez mil kilómetros y fumarte a dos octogenarias contándose
la vida mutuamente durante las doce horas de vuelo. Igual estaba buena.
Llegó un momento en que tuvimos que acabar con ese espectáculo dantesco, así que decidimos levantar el muerto y
cambiar de aire.
Cada uno se fue por su lado y yo
enfilé para el lado del río Rin, que según me habían dicho tiene una costanera
que la rompe. Pero antes me topé con unas señoras bastante mayorcitas que
conversaban en círculo en el medio de una plaza, como si fuera la típica charla
motivacional antes de cualquier partido de fútbol. Ni en pedo me acuerdo el
nombre de la plaza, sólo sé que empezaba con ge y terminaba con hache. Y que en
el medio tenía unas veintiocho letras más o menos.
Lo que estaban haciendo las señoras
era prepararse para un partido de bochas. No había cancha delimitada, valía
revolear el bochín para cualquier lado, y las pelotas no eran de madera sino de
una especie de acero brillante. Me fui arrimando como quien no quiere la cosa y
me las quedé mirando porque le ponían mucha onda, la misma que le pueden poner
al bridge por ejemplo.
Las tipas me empezaron a pispear como
medio desconfiadas y yo ya me imaginaba dando explicaciones en la comisaría.
Entonces me hice el canchero y les quise tirar saludito en su propio idioma,
pero en lugar de guten morgen me salió algo parecido a viggo mortensen.
Aunque sobria, la risa de las señoras
sirvió para aflojar el ambiente y hasta me invitaron a jugar un partidito. O al
menos eso interpreté yo. Justo ahí apareció otro del grupo y armamos desafío
sudacas contra raza superior.
Como buenos caballeros las dejamos
mover a ellas. La más emperifollada de todas tiró el bochín con movimiento
armónico casi profesional y al toque dejó la primera bocha pegada al bochín.
Tremendo. Mi compañero me hizo gesto de “hacéte cargo” y entonces me dispuse a
cumplir mi mejor papel.
La primera bocha de pedo no se fue al
canal que cortaba el parque. La segunda no fue tan desastrosa pero igual quedó
lejos. La tercera arrimó un toque pero seguíamos abajo. Llegó el turno de mi
compañero, que con las dos primeras no logró mejor performance y entonces todo
quedó supeditado a lo que hiciera con la tercera y última bocha del día.
El movimiento no pudo ser más torpe
pero fue de una efectividad a prueba de todo. Ni planificado durante tres horas
habría logrado lo que se logró. De manera violenta, el macaco arrojó la bocha
con tal fuerza que impactó de lleno en el bochín y lo sacó despedido unos
veinte metros, para dejarlo pegado a mi primer lanzamiento. Su bocha se hundió
en el canal.
La cara de las señoras -derrotadas y
con el juego de bochas diezmado- era para ponerla en un cuadrito y exhibirlo en
el Wallraff-Richartz. A nosotros no nos dieron las gambas para abandonar la
escena.