La semana pasada me crucé en la calle
con un viejo profesor de historia del colegio de cuando estábamos en
secundaria, hace algunos añitos. Ponéle que se llamaba Manuel Pigna. Si me preguntas qué onda eran sus clases, ni
me acuerdo. Pigna era un profesor de reparto, siempre bajo la sombra del verdadero profesor protagonista, Jorge
Vilches.
Lo único que recuerdo del
flaco es la final de un torneo de fútbol que nos puso frente a frente porque mi
equipo jugaba contra el combinado de profesores. Lo mejor de ese torneo era
justamente la posibilidad de cruzarte con el equipo de profesores porque dentro
de la cancha se diluían las diferencias y podía pasar cualquier cosa. Era la
oportunidad perfecta para saldar algún asunto pendiente.
La previa de ese partido
fue tremenda. Durante la semana se calentó el cruce con pintadas en la
cartelera y chicanas en cada pasillo. La secundaria entera se puso de nuestro
lado.
El partido se jugó un
viernes a la tarde. Las clases se cortaron al mediodía y la gente se quedó sólo
para presenciar un encuentro que, a esa altura, prometía convertirse en un
espectáculo épico.
Ese día fue lo más cerca
que estuve de sentirme un profesional del balompié. Apenas pisamos la cancha,
sentimos el apoyo de la masa embravecida que, a grito pelado, imploraba por ver
a los profesores mordiendo el polvo de la derrota. Saludamos con brazos
extendidos y hasta se escapó alguna que otra atrevida señal de la cruz.
Nuestro equipo era sólido
pero no brillaba. Ganamos con lo justo la fase de grupos, cuartos y semifinal.
El chico Diehl y yo compartíamos la delantera. Una dupla de temer, entre los
dos habíamos hecho todos los goles del equipo en el torneo. El Pichi Canale era
nuestra cuota de marca y oxígeno durante los noventa minutos y se repartía el
mediocampo con Nacho Paz, tal vez el único distinto que teníamos en el plantel.
En la última línea lo teníamos a Javi Fernández Cronenbold, que era una
garantía de tres o cuatro murras fuertes por partido, capaz de inhibir
cualquier intento de pisada o caño firuletero. Y en el arco, el gran Pájaro
Gómez Álzaga, que podía aparecerse con un nivel de 2,5 de fernet en sangre y lo
mismo te volaba de un palo a otro. El resto estaba de relleno.
Del lado de enfrente
recuerdo que atajaba Iván Pittaluga, que todavía espera el llamado de Platense.
Abajo jugaban el negro Quijano, el amigo Manuel, Nacho Guillón y Eduardo Sappia.
En el medio creo que jugaba un hermano de Manuel y Gerardo Tumini.
Del resto ni me acuerdo.
El partido fue parejísimo.
Trabado, mucho pelotazo, pura fricción. Pero promediando el segundo tiempo, un
despeje desde nuestra defensa cayó en la cabeza del chico Diehl, que supo leer
la jugada en una milésima de segundo. El tipo se acomodó de espaldas, se
despegó del suelo y, con dos marcas encima, la peinó suave para dejármela
boyando en el borde del área. Cerré los ojos y le entré de lleno con todo el
empeine. Nunca la vi entrar. Sólo sentí que la tribuna se nos caía encima. Hubo
invasión de cancha y el réferi tardó como cinco minutos en hacerla desocupar.
Faltaban quince minutos y
los profesores tenían una calentura imposible de describir. Perdían contra unos
pendejos insoportables, tenían a la gente en contra y encima, cada vez que
podíamos, revoleábamos la pelota a la quinta de Güemes y tenía que pasar un
rato para recuperarla.
Pigna jugaba de
lateral derecho, al lado del negro Quijano. Krupoviesa era Gandhi con
sobredosis de Rivotril al lado de este pibe. Pero especialmente después del
gol, adoptó una mirada asesina que te ponía los pelos de punta. Por eso el tipo
perdió toda compostura cuando no tuve mejor idea que tirarle un caño y
despertar la ovación en las gradas imaginarias. Era mi momento, señores, no me
lo quería perder por nada del mundo.
En la jugada siguiente, en
una bola dividida, llegué un segundo antes que él y me agarró de lleno con la
rodilla a la altura del muslo. Volé. Literal. Mi cuerpo dibujó una parábola en
el aire y lo primero que apoyé fue la mano derecha, que hizo un crujido leve, y
atrás todo el cuerpo encima. Me quedé un rato en el piso agarrándome la muñeca
y Manuel se me puso al lado, sacando a relucir su impecable y respetuoso
lenguaje académico:
- Levantáte, cagón, no
hagas tiempo. No tenés nada. Levantáte y jugá como un hombre.
Cinco minutos nos separaban
del final del partido. Me levanté como pude y seguí jugando. No me dolía tanto.
Me fui de defensor para alejarme de esa fiera encolerizada y me dediqué a
reventar cada pelota que me pasaba cerca. Con el pitazo final, la gente se nos
vino encima y casi que nos levantaron en andas. Pigna y compañía se fueron
masticando su bronca y mirándome con un odio indescriptible.
El diagnóstico fue fractura
del escafoide, una lesión muy puta porque es un hueso chiquito que tarda como
tres meses en cicatrizar. El lunes, en el colegio, me lo crucé a Pigna en el
patio cuando izábamos la bandera. Yo lo miraba fijo y le mostraba el yeso. El
tipo corría la mirada. El resto del día lo busqué por todos lados pero logró
esquivarme. Otro profe me contó después que el tipo se quería matar. No sólo
porque me había lesionado sino también porque se tuvo que comer todas las
gastadas que hubo las semanas siguientes.
Nunca más lo vi a Pigna.
Hasta el otro día, cuando me lo crucé en la calle. Me hubiera encantado tomarme
una cerveza y hablar de aquellos tiempos. Pero el flaco o no me reconoció o se
sigue haciendo el boludo porque todavía sangra por la herida.