Desde La Cumbre (I)
Después
de casi quince años volví al Río Pintos y el reencuentro tuvo tres momentos
Rexona.
El
primero fue que me había olvidado lo jodido que es el camino. Tanto me había
olvidado que me dejé la Hammer en Buenos Aires y nos vinimos con el uno punto
cuatro. Fue casi una hora y media de tensión con la mirada clavada en esa
superficie irregular tratando de evitar que una piedra en sobrerelieve nos
dejara como subibaja o que la correntada de alguno de los doce vados
atravesados nos pusiera a la deriva. Una hora y media en que los borregos,
furiosos representantes de la era de la impaciencia, soltaran cada cinco
minutos: "espero que todo este rato metidos en el auto valga la
pena". Tremendo.
El
segundo momento Rexona se dio cuando llevé a los chicos hasta el rápido donde
antaño nos tirábamos y eramos arrastrados río abajo con una virulencia para
nada despreciable. Para llegar hasta ahí había que andar a los saltitos de
piedra en piedra, dejándose llevar por el instinto para no pisar la piedra equivocada.
Cuatro caídas aparatosas en cincuenta metros fue la manera que encontró el paso
del tiempo de gritarme " in your face".
El
tercer momentum fue cuando no tuve mejor idea que llevar a los pibes a un
cementerio abandonado que hay al lado del río. Tumbas rotas, algún que otro
hueso desparramado y una maleza de metro y medio que le daba mayor tenebrosidad
al asunto. Ni idea de qué año es el cementerio pero yo les tiré que tiene más
de trescientos años y que los espíritus siguen dando vueltas por el lugar. No
contento con eso, los llevé hasta una especie de sarcófago y les saqué fotos al
lado de un jonca roto que todavía llevaba algunos huesos. Los pibes posaron
levantando dedo índice, como quien se saca una foto con un ídolo. Fue en ese
momento que llegó Trinidad Jantus y puso las cosas en su lugar. Y mientras me
liquidaba con la mirada, los juntó a los tres y los hizo rezar un par de
plegarias por las almas de esos difuntos. De ahí la diferencia de postura de
los pibes entre la primera y la segunda foto.
Por
lo primero, sí, valió la pena. Río espectacular, visita al mirador, excelente
día en familia y con nuestros amigos Matias Ocampo y Lourdes Magneres e hijos.
Por
lo segundo, nada que un poco de hielo no pueda resolver.
Por
lo tercero, los tengo a los dos menores metidos sacudiéndome un repertorio de
preguntas metafisicas que me están dejando al borde del offside.
Las
vacaciones arrancaron a full.
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Desde La Cumbre (II)
Hace
treinta y tres años toda la familia Pizarro hacíamos una especie de entrada
triunfal a un pueblo hasta ese momento desconocido para nosotros: San Marcos
Sierras. Un pueblo que se convirtió en pueblo fantasma cuando el tren dejó de
funcionar y que en los años sesenta o setenta se llenó de hippies. Si querés
data más precisa podés consultar en wikipedia.
San
Marcos Sierras nos recibió con los brazos abiertos porque eramos once monos
apiñados adentro de una combi volkswagen, tal vez uno de los símbolos más
emblemáticos de aquella época de hacer el amor y no la guerra.
Apenas
llegamos a la plaza principal, donde hay una iglesia de mil setecientos y pico,
mi viejo arrimó la combi a la vereda y preguntó a una pareja dónde quedaba la
bajada al río Quilpo. Los pibes eran dos hippies furiosos que cargaban con el
récord mundial de cantidad de meses consecutivos sin tocar un jabón.
Los
tipos dijeron que nos mostraban el camino a cambio de llevarlos hasta su
campamento. Fueron doce cuadras tremendas, con todos nosotros tratando de tomar
aire por unas ventanillas que no se abrían más de diez centímetros, mientras
los flacos nos hablaban pausado, todo paz y amor, mientras se rascaban a cuatro
manos el criadero de piojos que tenían en la azotea. La indicación de los
hippies fue perfecta y esa fue la primera de muchas visitas al Río Quilpo.
Hoy
volvimos al lugar. Lo que nos encontramos fue a los hijos de aquella generación
de hippies. Y a sus amigos. A los reales y a los virtuales que seguramente
conocieron por internet en el foro de fanáticos de La Playa, la película de Di
Caprio. Pero a diferencia de su generación anterior, estos se volcaron al río
de manera violenta y coparon todos los campings con sus rastas, sus guitarras y
sus ganas locas de experimentar lo que hoy vende el marketing turístico: si
queres ser un autentico hippie, visitar el río Quilpo es un must.
Pero
nosotros, que llegamos para jugar con las algas y no para fumarnoslas,
encontramos un hueco piola para meternos en el río y la pasamos bomba, tomando
el asunto como una experiencia pintoresca. Y cerramos la jornada comprando un
par de salames regionales y un bidón de Nopucid para un despioje masivo.
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Desde La Cumbre (III)
Ya
estaba a mitad de camino y no había vuelta atrás. Mi única alternativa era
finiquitar, lo más decorosamente posible, esa travesía que muy boludamente me
había puesto entre ceja y ceja sin que nadie me obligara ni me ofrecieran guita
a cambio.
Lo
del no retorno era básicamente por dos motivos. Uno, porque había una multitud
de gente con los ojos fijos en cada paso que daba. Y dos, porque la superficie
de la piedra presentaba una inclinación de unos cuarenta y cinco grados y era
prácticamente lisa. Un mal movimiento podía hacerme rodar cuesta abajo de
manera estrepitosa, con serios riesgos de contusiones óseas y lesiones graves
al orgullo.
Si
tuviera que definir la postura que tenia en ese momento, diría que era una
especie de cangrejo al que le pesaba el orto. Palmas bien abiertas hacia abajo,
intentando convertirlas en ventosas para evitar deslizamientos, y los pies
buscando cualquier desnivel en la roca para usarlo de apoyo. El quetedije bien
pegado a la superficie, dando saltitos porque un deslizamiento al ras de la roca
podía encontrarse con algún sobrerelieve inesperado, con resultados nefastos.
Así
estuve unos quince minutos, recorriendo los tres metros que me separaban del
extremo superior de la cascada, que estaba cubierta de verdín y hacía aún más
difícil la travesía.
Cuando
llegué a posición final, durante algunos segundos me aferré con todo a una
piedra que tenía a mi derecha y a una rama que sobresalía a mi izquierda. Las
piernas no estaban en una posición del todo confortable, de modo que los
abdominales empezaron a trabajar en un nivel de exigencia considerable.
Ya
no había más tiempo de meditación y me dejé llevar por la corriente, que me
hizo rebotar dos veces hacia los costados y me escupió violentamente por el
salto de agua que tenía unos tres o cuatro metros de altura.
Cuando
pude volver a la superficie después de hundirme un par de metros, la catarata
me dio de lleno en la nuca y volvió a hundirme sin darme tiempo a renovar el
aire.
Finalmente
pude salir a flote con un terrible picor en la base de la nariz por la cantidad
de agua que entró como torrente por las fosas nasales. Pero la caricia al ego
llegó con el aplauso sostenido que me dedicó el público que se había ido
juntando para ver el desenlace de semejante demostración de deporte extremo. La
última vez que me habían aplaudido así fue cuando se me perdió un hijo en la
playa y apareció una multitud con el borrego en andas.
Así
fue mi regreso, después de quince años, a las cascadas de Olaen, atractivo que
por lo visto ha ido ganando fama durante todo este tiempo y hoy se convirtió en
una sucursal de la Playa Bristol, con una densidad de cinco o seis personas por
metro cuadrado. Con Trini, Matias, Lour -y la tropa numerosa que nos sigue a
todas partes-, tuvimos que apelar al ingenio para encontrar un hueco donde
instalarnos.
Fue otra jornada de disfrute, con una dosis extra de adrenalina
por ver a los pendejos trepando por piedras imposibles y saltando al agua desde
las alturas.
El
pronóstico dice que se acerca un frente de tormenta a La Cumbre. La estaríamos
necesitando.
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Desde La Cumbre (IV)
Le
pregunté a mi amigo Roberto Nogaró cuál es el lugar más barato de La Cumbre
para llevar a comer a los pibes y me recomendó uno que, además, me encantó
porque su nombre es bien autóctono y responde a las raíces más profundas y
tradicionales de las sierras cordobesas: Dream Catcher.
Pero
cuando fuimos a preguntar, el amable encargado me batió:
- El
lugar no es tan grande. La verdad que no me conviene meter tantos chicos porque
termino dejando afuera otros clientes que consumen más.
No
te sabría decir qué me impactó más. Si el sincericidio del muchacho o la poca
fe que le tiene a mis nenes, capaces de entrarle a cualquier comestible como
oruga a la chaucha.
Terminamos
en un boliche a la vuelta. No estuvo nada mal. Los pendejos salieron chochos y
nosotros pudimos tachar el casillero "salir a comer afuera" de la
lista que bautizamos "Actividades Esenciales y Obligatorias para que la
Tropa Se Vuelva Con Sensación de Auténticas Vacaciones", tambien conocida
como GURCSWERIL por sus siglas en eslovaco.
Cuando
barajábamos las diferentes opciones gastronómicas, una de ellas era un
restaurante que hoy se llama Casa Caraffa. No me acuerdo cómo se llamaba hace
veintipico años pero lo que sí recuerdo muy bien fue aquella vez que caímos a
comer ahi todos los hermanos varones Pizarro.
El
boliche tenía su ritmo para despachar la comida pero lo compensaba con un
sistema piola para amenizar la espera: te dejaba unos juegos de ingenio que
había que resolver antes de que el pedido llegara a la mesa. Era muy común que
la comida terminara enfriándose un toque porque los comensales no querían dejar
inconcluso el desafío lúdico.
Ese
día, el viejo se la jugó y pidió una parrillada para los cuatro. Cuando el mozo
ya había tomado el pedido y encaraba para la cocina, mi hermano José -que para
ese entonces debería andar por los seis o siete años- lo interceptó agarrándolo
de la manga. Si la actitud de frenarle el paso le cayó como el culo al mozo, ni
se imaginan cuando el pendejo le hizo su pedido tan particular:
-
Que los chorizos no sean recalentados por favor.
La
cara del mozo se desfiguró. No podía concebir semejante insolencia de parte de
un borrego que todavía no se ataba solo los cordones. Y haciendo un esfuerzo
dantesco para no mandarlo a la recalcada cdsm, el tipo respondió con calma
sobreactuada:
-
Acá todo se hace en el momento, nada se recalienta.
Si,
nada salvo él.
Lo
que el mozo no sabía era que mi hermano forma parte de los anales de la
medicina, capitulo casos insólitos. El pibe es alérgico al chorizo recalentado,
así como lees. Cada vez que lo morfa se le brotan los codos y el cuello y no le
dan las uñas para rascarse.
Me
hubiera encantado aclarárselo al mozo en ese momento, porque nos habríamos
evitado el torneo de escupitajos que, no tengo dudas, esa noche se armó en la
cocina del restaurante.
Pasó
el desafío gastronómico vacaciones 2016 y ahora tenemos que ver cómo nos vamos
a arreglar para tachar el próximo casillero: cabalgata y/o campamento y/o
escalada de montaña. Ya les contaré.
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Desde La Cumbre (V)
Desde
que llegamos a La Cumbre, prácticamente todas las noches fueron increíbles.
Cielo estrellado, airecito fresco serrano. Prácticamente, porque la última se
fue todo al carajo: tormenta eléctrica, frío y lluvia torrencial.
¿A
que no saben cuándo salimos con los varones de campamento…?
La
movida formaba parte del capítulo “aventura” que toda salida de vacaciones debe
tener sí o sí. Capítulo que arrancó los otros días cuando llevamos a los
pendejos a una especie de EucaTigre que pusieron en la Estancia del Rosario.
Allí, los niños pudieron experimentar en vivo lo que es tirarse por una
tirolesa, hace tiro al blanco con arcos profesionales y caminar sobre puentes
colgantes. Volvieron tan copados que les dijimos que el próximo verano, si se
portan bien, van a poder hacer todo eso ellos mismos y no mirar cómo lo hacen
otros chicos.
La
idea original del campamento era hacerlo en el cerro Uritorco. Con Matias
Ocampo estuvimos varios días convenciendo a los pibes de que era el lugar
perfecto porque podíamos convertirnos en testigos de un hecho histórico como
ver algún ovni en vivo y en directo. Trinidad Jantus, Lourdes Magneres y el
resto de las mujeres se quedaban en la casa. Felices.
Después
de varios días de lobby intenso, finalmente los convencimos. Los pendejos
estaban que se salían de la vaina y se fabricaron cuchillos y arcos para
enfrentar a los alienígenas. Para nosotros fue como cuando ya tenés un regalo
de navidad para un hijo porque agarraste una oferta y entonces hacés todo lo
humanamente posible para rumbear su interés para ese lado para que el regalo
calce lo mejor posible. Sí señor, nuestro plan iba de pelos.
El
mismo día que los convencimos, pasamos por el cerro después de una excursión al
río. Pasamos básicamente para averiguar qué opciones de acampe teníamos. Nos
encontramos con que había una sola: armar la carpa en el camping inmundo que
está en la base del cerro -junto a otras diez mil personas que buscan redención
espiritual visitando este lugar-, gatillando casi tres gambas por persona si
sumabas la entrada al cerro y el camping. Tres gambas, sí, y no incluye ninguna
vuelta en ovni ni foto con alienígena ni un paquete de doritos firmado por la
rubia que tuvo una experiencia con el mahallá. No había ninguna chance de
encarar con la carpa para ese lado.
Hubo
que enfrentar otro laburo de lobby, esta vez para convencerlos de que en
realidad no era el Uritorco el mejor lugar para hacer el campamento. Les
contamos entonces historias macabras de niños chupados por ovnis que sufrieron
toda clase de tormentos físicos y psicológicos, e incluso les mostramos videos
de José de Ser y el Chango persiguiendo seres extraños en los senderos del
cerro. Nuestra estrategia logró el resultado inverso porque los pibes tenían
más ganas que antes de ir al cerro. Finalmente cortamos por lo sano y les
dijimos que no había más lugar.
Rumbeamos
entonces para el dique El Cajón. Un lugar que increíblemente no recibe tanta
gente a pesar de tener costas de piedras muy lindas e ideales para pasar el día
o, justamente, para levantar una carpa y hacer un campamento. Éramos seis y
teníamos una carpa para seis que amablemente nos prestó Rafael Pizarro.
La
noche fue larga. Arrancó con un fogón encendido con troncos y ramas de la única
variedad de árbol que hay en el lugar: espinillo. Tengo una colección de
espinas de este fucking árbol clavadas en brazos y piernas. Después vino un
morfi tranqui alrededor del fuego, que quisimos condimentar con una ronda de
cuentos de terror. Arranqué yo. No soy buen cuentista pero en un minuto ya
había creado una atmósfera en la que los pendejos se meaban del cagazo, así que
tuve que darme vuelta en el aire y terminar el cuento como si fuera un chiste.
Hubo risas nerviosas y el menor que se me pegó a una gamba. “Tengo cuiqui” me
soltó. Y nunca más se me separó de al lado.
El
clima no ayudó a bajar los niveles de turbación en los gurises. La noche empezó
a encapotarse jodido y desde donde estábamos se veía la punta del Uritorco y
era justo ahí donde la tormenta armó un show de refusilos que iluminaban el
cielo a cada segundo. No se venía un carajo más allá del fogón. Los patos que
había en el lago cantaban rarísimo como si estuvieran alborotados porque se
acercaba la tormenta. También se escuchaban algunas chicharras trasnochadas y
algún que otro búho. A cada ruido, los pendejos preguntaban y nosotros
respondíamos. Hasta que se escuchó una especie de risa diabólica. Ni Matias
Ocampo ni yo sabíamos qué carajo había sido eso. Y los borregos captaron
nuestro inseguro intercambio de miradas. Ahí ya fue un descalabro y los enanos
pidieron meternos en la carpa. Menos mal que les hicimos caso, porque en quince
minutos se largó un diluvio tremendo, con tormenta eléctrica que nos sacudía
cada quince segundos. Sólo faltaba Noé adentro de esa carpa.
La
tormenta duró casi dos horas. La carpa aguantó once puntos. Los pendejos
estaban tan cansados que se durmieron al toque. Los únicos dos despiertos
fuimos Matias Ocampo y yo, que no pegamos un ojo básicamente por dos razones:
porque la superficie distaba mucho del Piero cuatro capas al que estamos
acostumbrados, y porque todavía nos preguntábamos qué mierda había sido esa
carcajada tenebrosa en medio de la oscuridad.
La
cosa terminó tranqui. Costó un huevo la movida pero ya tachamos otro casillero
de la lista “Actividades Esenciales y Obligatorias para que la Tropa Se Vuelva
Con Sensación de Auténticas Vacaciones”. Nos volvemos satisfechos para Buenos
Aires.
Y
será hasta la próxima.
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Desde La Cumbre (VI)
El
anterior iba a ser el último post desde La Cumbre, pero justo antes de armar
los bolsos y rajarnos de vuelta para nuestras casas, hicimos la pasadita
obligada por un ahumadero que veíamos, cada vez que salíamos de la casa, sobre
la ruta que va de La Cumbre a Los Cocos. Y el dueño del boliche, solito, con
cuatro o cinco intervenciones me armó el post número seis.
Ahumadero
La Cumbre es un local que desde la ruta no te dice mucho. Fuimos básicamente
porque queríamos completar la colección de embutidos que nos llevamos de
souvenir. Para nosotros fue suficiente leer que había ciervo, jabalí, truchas,
jamón serrano y otros componentes básicos de la dieta que nos permite mantener
la presión y el colesterol en niveles normales.
Fuimos
con la flaca (mi hija) y Matias Ocampo. En la entrada no te recibe nadie.
Pasando el cartel de bienvenida, sólo tenés que avanzar por un sendero que en
un momento pasa por un puentecito con una inscripción muy pintoresca:
"Puente de los deseos – Sendero de los duendes". Quise poner a prueba
la mitología del lugar pidiendo un deseo muy particular: quiero irme de acá
lleno de exquisiteces sin poner un solo peso. Claramente no funcionó.
Seguimos
por el sendero hasta la puerta de una construcción que parecía sacada de El
Señor de los Anillos. Entramos muy discretamente y nos encontramos con un
ambiente relativamente grande, con el mobiliario casi todo en madera y la luz
apenas entraba por unos ventanales decorados con escudos ingleses.
Sobre
unas mesas en forma de U, se exhibían quesos, salames, jamones y otras delicias
ahumadas que enseguida hicieron que los estímulos visuales y olfatorios
umbrales llegaran hasta el hipotálamo, generando segregación abundante de
saliva vagal. Se nos hizo agua la boca.
En
eso apareció el encargado, un pelado de cabeza brillosa y mirada inquisidora.
Matias, que es un gentlemam, enseguida entabló conversación con el tipo. Lo
primero que me llamó la atención fue su manera pausada de hablar, dándole a
cada palabra un peso que le daba una solidez muy agradable. Parecía un locutor
de radio.
La
primera perlita la tiró cuando Matías le preguntó si hace mucho tiempo que se
dedica al ahumadero.
- No
hace mucho que estoy en esto, soy nuevo en el rubro. Unos cuarenta años más o
menos. Tengo el registro número cinco de la provincia y los primeros cuatro ya
desaparecieron. Los siguientes cincuenta también. Soy presidente de la
Asociación de Ahumaderos, donde también soy tesorero, vocal titular, vocal
suplente, soy el que limpia, saca la basura, paga las cuentas y atiende el
teléfono. Además estoy en el directorio del Club de Caza y Pesca. Mi actividad
principal allí es juntarme con los otros miembros y jugar a las cartas, con una
botella de wiski cada uno, hasta que nos vienen a retirar a las seis de la
mañana.
Así
arrancó la charla con el tipo, que en ningún momento cambió el tono ni cambió
el gesto huraño. Mientras hablaba, yo me había acercado a una de las mesas
donde había unos jamones envueltos que me gritaban “llévame”. Agarré uno y le
pregunté al pelado cuánto costaban.
-
Por acá pasan unas trescientas personas por día. Y lo que pude descubrir a
partir de esta incesante procesión, es que el ser humano es un apretador
compulsivo de jamones, salames y quesos. La gente pasa y automáticamente
aprieta. Pasa en todos lados. En un almacén de barrio es común que el cliente
salte el mostrador y apriete la horma cuando pide doscientos gramos de jamón
crudo. Está en la naturaleza humana.
Todo
esto me lo decía mientras yo tenía prensado el jamón crudo con los garfios y no
sabía cómo soltarlo. Le di la espalda a la mesa y volví a ponerlo en su lugar,
tratando de no hacerle nada de fuerza. El pelado me había puesto contra las
cuerdas, se lo tenía que comprar. Pero salía un huevo. Y entonces lo miré a
Matt y le sugerí que dejemos decidir a nuestras mujeres. Y el tipo siguió:
- Y
de esa gente que pasa y no compra, tenés un porcentaje alto que dice que va de
pasada a Los Cocos y que en todo caso compra a la vuelta; hay otro grupo que
pregunta si tengo tarjeta de crédito o débito; y también hay quienes dicen que
olvidaron la billetera en el hotel o que tienen que consultarlo con sus
mujeres. Hay estrategias de todo tipo para evadir la compra, pero no se
preocupen: que hayan venido hasta acá, atravesando el puente de los deseos,
para mí ya es motivo de jolgorio, no tienen obligación de comprarme.
Un
personaje fascinante el pelado. Hablaba lánguido sin mover un solo músculo de
la cara y me seguía mirando fijo con esos ojos gigantes. El jamón definitivamente
no se lo iba a comprar porque no llegaba con el efeté, pero algo me tenía que
llevar sí o sí. Encaré entonces un queso de oveja con muy buena pinta. Amagué
agarrarlo pero me avivé a tiempo y levanté los dos brazos como cuando un
defensor quiere indicar que no tuvo nada que ver con el revolcón del delantero.
Como el precio era bastante lógico, le dije que lo llevaba.
- No
hay problema, pero tengo que advertirte algo: ese queso se come solamente con
jugo frutal. No podés comerlo solo.
El
pelado me miraba esperando que yo preguntara algo. Yo seguía con la boca
abierta.
- El
jugo es de uva fermentada y viene en envase de vidrio con etiqueta. Si es un
Rutini les va a ir mucho mejor. Y déjame decirte algo más. El queso lo podés
comer o lo podés dejar secar unos meses para después rallarlo para las pastas.
Yo hice eso hace unos meses, pero cuando lo fui a buscar se había volatilizado,
no quedaba nada.
Yo
seguía con la boca abierta.
-
Son cosas que te pueden pasar cuando tenés chicos.
El
pelado nos tenía embobados. Para cada momento tenía una salida. Antes de irnos,
Matias le preguntó en qué horarios está abierto el local.
-
Cuando ustedes vengan, párense sobre el puente de los deseos y susurren en voz
baja pero audible “quiero comprar y vengo con plata”. Eso será suficiente para
que el ahumadero esté abierto.
El
sarcasmo del tipo me había volado la peluca. Fue un gol atrás de otro. Me
estaba dando de mi propia medicina y yo no sabía cómo responder. Por un momento
imaginé al viejo como una proyección de mí mismo pero con una fineza mucho más
sofisticada. Necesitaba salir de ahí para googlearlo y saber más. Por eso le
preguntamos el nombre antes de irnos.
-
Soy Alby Diner. Pero no como comida sino como comensal.
-
Sí, es Diner, con una sola ene.
Fue
la primera intervención de la flaca, que hasta ese momento se había escondido
atrás de una repisa porque no podía más de la risa y fue justamente ahí que vio
un cuadro donde estaba escrito el nombre del tipo, en un recorte periodístico.
El
pelado flasheó y me felicitó por el nivel de inglés de mi hija. Dijo ser un Old
Georgian egresado del St. George y empezó a hablar en inglés. A esa altura para
mí era imposible descifrar si el tipo seguía tomándonos como blanco de sus
primorosas ironías.
Por
supuesto que le hice google apenas encontré conexión de internet. Parece que el
tipo hace cincuenta años que es periodista de radio y televisión y hasta ganó
un Martín Fierro por su programa de gastronomía.
El
queso de oveja ahumado todavía no lo probé. Pero no esperen a que les diga que
está bueno para visitar el ahumadero si se dan una vuelta por La Cumbre. El
pelado les garpa la visita.