La mermelada de naranja
sobre la tostada me hacía llorar el ojo derecho. Por alguna razón que nunca
entendí, era sólo el derecho. El izquierdo no se prendía nunca en esta
ceremonia que se repetía algunos sábados a las cinco en punto de la tarde en la
casa de mis abuelos maternos. En la misma ceremonia, sin importar que hubiera
treinta grados o -como a ellos mismos les encantaba decir- un frío de Juan
Balcarce, el menú era té hirviendo para todo el mundo. Nos sentábamos en la
galería de su casa, debajo de la pérgola, y seguíamos esa coreografía mágica de
ir mechando un bocado de tostada con un sorbo de té ardiente. Nadie hablaba, no
hacía falta.
Lo de la acidez de la
mermelada de naranja encierra una curiosa metáfora sobre lo mucho que heredamos
de ellos, especialmente de mi abuelo. Mi mujer siempre me dice que si yo
trabajara de sonreírle a la gente nos moriríamos de hambre. Lo dice
cariñosamente porque ella sabe, tanto como yo, que no hay mucho que se pueda
hacer para torcer una herencia biológica inquebrantable. Casi puedo sentirlo:
la sangre materna me corre por las venas como cascada furiosa y en alguna parte
de su recorrido se concentra en coagulación prematura y provoca un
embotellamiento de las emociones, que cuando logran salir lo hacen a
cuentagotas. Parco, introvertido, tímido, reservado. Ya lo escuché todo y lo
tomo como una certificación de esa carga genética que me pone en un lugar que
no sé si tengo ganas de abandonar.
“Vos sos una persona cuando
escribís y otra cuando te tenemos enfrente, ¿cuál sos?”. La sutil observación
que un amigo del alma me dejó en Facebook hace un tiempo, desató una catarata
de comentarios que no hicieron más que marcar esta bipolaridad -que asumo- y
ponerme contra las cuerdas de un cuadrilátero existencial que comparto con
muchos otros integrantes de mi clan que, tan aferrados como yo a las ramas del
árbol genealógico, también pasaron ese día por el muro y dejaron algún
comentario de adhesión.
Mi vieja una vez me contó
que cuando ella era chica, mi abuelo no le decía nada cuando algo le molestaba
de ella. Sólo se paraba enfrente y le dejaba un anticipo que prometía secuela
pero en formato diferente. El momento de tensión, de mirarse a los ojos y de
mostrar las cartas de la emocionalidad no eran, para él, efectividades
conducentes. Mi abuelo prefería dar y darse el tiempo para meditar, ordenar sus
pensamientos y transmitirlos de manera tal que el otro pudiera interpretarlos,
digerirlos y responder sólo aquello que invitara a la reconciliación y a la
armonía. Mi abuelo esperaba hasta la noche y le escribía una carta en letra de
caligrafía y directa al hueso pero también cargada de toda esa ternura y afecto
que muchas veces se resistía a salir en el mano a mano. Luego doblaba la carta
muy prolija y la ponía en el libro que mi vieja estuviera leyendo en ese
momento, porque siempre había alguno. Una, dos, tres, miles. En el silencio y
la oscuridad de la noche, mi vieja leía la carta las veces que fuera necesario
y terminaba su día queriéndolo más que nunca. La carta tenía respuesta sólo
cuando era necesario. El cuento se lo escuché a mi vieja una sola vez y no
necesité detalles porque yo sabía de qué me estaba hablando. Yo me vi en mi
abuelo durante ese único relato porque, en una suerte de decantación generacional,
para mí una lapicera o un teclado son los mejores aliados cuando las emociones
entran en erupción y necesitan saltar por algún lado.
Mi abuelo en su casa tenía
un escritorio que era su madriguera. Las paredes de estantes repletos
interminables eran su propia biblioteca de Babel, infinita a los ojos de un
hombre común. También había una Olivetti cinco mil caracteres diarios, un mapamundi gastado de
tanto viajar con la imaginación y una colección de láminas con distintas
especies de pájaros, su gran pasión. El escritorio era un espacio vedado para todos
sus nietos, salvo que entráramos con él exhibiendo alguna excusa válida,
como podía ser un trabajo práctico del colegio. Mi abuelo se sentaba con
nosotros y nos regalaba un día de gloria que podía durar hasta la medianoche si nadie nos interrumpía. El
escritorio tenía un rincón oculto detrás de una de las bibliotecas, donde mi
abuelo atesoraba sus obras más preciadas que, por alguna razón que puedo
imaginar, mantenía fuera de nuestra vista. Pero había veces, sobre todo en esas
jornadas largas de disfrute mutuo, que terminaba dejándonos visitar con él ese
escondite recóndito de su alma y recorrer con la mirada -al menos lo que nos
permitiera la luz siempre tenue del escondrijo- los lomos de obras incunables e
impregnadas de un halo misterioso que nunca podíamos agotar porque las visitas
eran efímeras.
Cuando mi abuelo se murió, fui
el primero en invadir su sector más íntimo de la biblioteca. No podía ni quería
resignarme a su ausencia y busqué así la manera de que se quedara un tiempo más
conmigo. Corrí la falsa estantería y la dejé bien abierta, como para que
entrara la luz que venía del escritorio. Agarré el primer libro del estante más
cercano y me lo puse sobre las rodillas después de arrimar una banqueta a la que tuve que desempolvar. Era un libro de historia escrito por José Luis Romero: Las ideas
políticas en Argentina. Junto al prólogo, en esas páginas en blanco que todos
los libros traen al principio, mi abuelo había estampado una crítica manuscrita.
Con paciencia y meticulosidad, se había tomado el trabajo de leer, analizar y
criticar el libro con razonamientos y argumentaciones, refutando un montón de cuestiones
conceptuales que no compartía. Junto a Las ideas políticas en Argentina había
otros tres o cuatro libros comentados. Era su manera de debatir con el autor,
desde la distancia, con respeto y firmeza, que eran otros dos puntales
inconfundibles de su personalidad. Durante horas estuve metido ahí, devorándome
cada una de las reliquias que iban apareciendo.
En el entierro de mi abuelo
nos salió natural homenajearlo como si él lo hubiera pedido. Con un cielo que
no podía más de celeste, la caravana avanzaba cabizbaja por los senderos del
Memorial en un silencio virulento. Más de uno hubiéramos querido perder la voz
de tanto gritar lo mucho que lo queríamos, lo tantísimo que lo admirábamos y
todo lo bueno que le dejó a tanta gente, siempre desde su estilo parco,
introvertido, tímido, reservado. Uno de sus hijos, que es también mi padrino,
desnudó su alma a través de un poema que le había escrito y que leyó en voz
alta mientras algunos chiquitos curiosos se asomaban al pozo cuando bajaban el
cajón. Las emociones se dispararon y no hubo forma de frenar esas lágrimas
rebeldes que rompieron la fachada de una indiferencia que no era tal.
En el comedor de su casa,
mis abuelos tenían un cuadro gigante de Cleto Ciocchini. Mi abuelo era fanático
del pintor y durante mucho tiempo asistió a los talleres que ofrecía en un
atelier en la Boca, según cuenta mi vieja, que más de una vez lo acompañó. El cuadro
era un óleo de trazos gruesos y de poca nitidez, lo cual abría un espacio
enorme a la fantasía cada vez que lo mirábamos desde cualquier ángulo en cada
almuerzo de domingo. El cuadro mostraba a dos pescadores en el puerto de Mar
del Plata -una temática recurrente en este pintor- cargando sus redes o alguna
otra cosa que no llegaba a distinguirse con claridad y que, cada vez, se me
representaba de manera distinta. Mirarlo era darse por hipnotizado y volar con
la imaginación. Mil veces quise meterme adentro de la obra, caminar entre los
pescadores de gesto angustiado y ayudarlos a cargar eso tan pesado que
arrastraban con la mirada perdida. Mil veces proyecté en mi cabeza el siguiente
fotograma de esa película, con los pescadores liberados de todo eso y
avanzando, mucho más livianos, hacia un encuentro con los suyos. Hoy no tengo
ese cuadro enfrente, pero no necesito volver a mirarlo. Cierro los ojos y veo a
mis abuelos ahí, los dos juntos sentados en la única mesa que hay en la
cubierta del barco. Nosotros estamos en el puerto. Los dos nos miran, con una
taza de té ardiente en la mano, sonríen sin hablar y se reparten la última
tostada con mermelada de naranja. Nosotros lloramos de un solo ojo y nos
quedamos callados. No hace falta decir nada.