El
semáforo se pone en verde pero me demoro unos instantes en arrancar porque
vengo con la mirada clavada en el cordón de la vereda, pensando en alguna de
las pelotudeces con las que lleno mi cabeza durante la mayor parte de mi día. Me
demoro un segundo, a lo sumo dos. Lo suficiente como para que el boludo de
atrás apoye todo su cuerpo sobre el volante de su Fiat Palio para dedicarme un
bocinazo largo y sostenido. Lo miro fulero por el espejito y espero un par de
segundos más antes de arrancar. Siempre me hago el malo cuando sé que hay
margen para disparar si la cosa se pone jodida.
- Pa,
se me ocurrió algo nuevo para agregar en mi bucket list.
Es
lo primero que dice mi hija en esta media hora desde que la pasé a buscar por
lo de su mejor amiga. Los dos veníamos callados, meditabundos, hundidos en un
silencio vehemente. Dos gotas de agua. La radio sólo pasa canciones nivel seis,
que son las que se escuchan a volumen número seis, ni uno más ni uno menos,
porque son de las que se escuchan pero no se escuchan.
-
¿Qué es una bucket list?
Mi
hija me mira sorprendidísima. Hace el típico gestito de no poder creerlo
negando con la cabeza mientras se muerde el labio inferior. Y me explica. Y más
o menos lo entiendo. Una bucket list es un listado de cosas que uno debería hacer
antes de estirar la pata, como por ejemplo volar en globo, escalar el Himalaya,
visitar un castillo medieval, correr el desafío de los volcanes. Lo que sea. Lo
que le pinte a cada uno. La bucket list es personal e intransferible. Me gusta
el concepto y lo mastico durante todo el segundo tirón de silencio compartido
con mi hija, hasta llegar a casa.
En casa
no hay nadie. Mi hija se encierra en su cuarto a estudiar y yo prendo la
computadora sin saber bien para qué. Miro mi muro en Facebook medio en diagonal
y navego un rato por los portales que casi se abren solos: el olé, la nación
deportiva, revista un caño. Veo el ícono del Word y le doy enter, abrir nuevo
documento, guardar como. Pienso, luego escribo: bucket-list.doc.
No
se me cae una idea, nada, hoja en blanco. Vuelvo al olé para ver si en estos últimos
quince minutos algún equipo hizo alguna incorporación importante. Vuelvo al Word.
Nada. Sigo así un rato largo hasta que me suena el celular. Es mi jefa. Son casi
las nueve de la noche y la subnormal me llama para hacerme acordar que mañana
tenemos que tener listo el reporte que nos pidieron, desde casa matriz, unos
señores sentados detrás de un escritorio que trabajan de pedir informes a
empleados de países subdesarrollados.
El llamado
inoportuno me hace perder cualquier esperanza de darle forma a mi bucket list,
así que cierro todo y me pongo a ver un superclásico de los años ochenta que
están pasando por Fox. Boca gana dos a cero con dos goles de la chancha
Rinaldi. El negro Palma se erró un penal cuando empezaba el partido. River se
va con todo al ataque para descontar y el partido es entretenido, pero mi
cabeza se debate entre la bucket list inconclusa y la necesidad de ayudar a mi
jefa a que se compre una vida para no rompernos las pelotas a todos los que ya
tenemos una. Pará, se me acaba de ocurrir cómo arrancar mi bucket fucking list,
tal vez metiéndole alguna variante. Corro a buscar la computadora. De vuelta
abrir documento, guardar como y le cambio el nombre: Todo-lo-que-haría-el-último-día-de-laburo-después-de-ganarme-cuatro-palos-verdes-en-el-loto.doc.
Centro
llovido desde la derecha y el Carucha Corti que se anticipa a todos y clava el uno a dos. Al toque una jugada calcada y el que salta más alto que todos esta vez es el Polilla
Da Silva. El partido se pone dos a dos y todavía queda un rato.
El primer
ítem de mi bucket list laboral lleva un título muy escueto: irrupción en
reunión de directorio. Me explayo sobre el Word porque me estoy representando
demasiado en detalle cómo voy a cumplir este primer desafío. Promediando la reunión de directorio, me veo
entrar al salón de presidencia pateando la puerta para hacerla rebotar con
violencia contra el respaldo de un muñeco que gana por mes lo que yo no me
llevo ni en dos años. Me veo manoteando alguna medialuna de las que siempre
piden en Dos Escudos y luego mojándola en el café del presidente para chantármela
entera en la boca. Me veo hablándoles a los gritos, con el buche lleno, sobre
los riesgos de confiar en esa mujer que les habla desde la cabecera, mi jefa,
un orco disfrazado de corderita que intenta convencerlos de una inversión
millonaria para renovar todo el canal de distribución. Me veo aplicándoles un
golpe en la cabeza tipo correctivo, para hacerles entender sobre lo muy
pelotudos que pueden quedar frente a los accionistas si se dejan seducir por una
psicótica incurable que los va a llevar directo al abismo. Me veo mondándome el
tercer molar con la punta de la flecha de la lapicera Parker del presidente y
dando un portazo de salida después de eructar la primera estrofa completa de la
marcha de San Lorenzo.
El negro
Palma la recibe en el borde del área chica, un par de rebotes y la mete de
cachetada por encima de Genaro. River lo da vuelta y la hinchada
explota. Encima al toque Comitas tiene la oportunidad de empatarlo sobre el
cierre pero patea el penal a las nubes.
Con
el partido terminado, me acuerdo del puto reporte para casa matriz y encuentro
ahí un posible segundo desafío para mi bucket list de cosas para hacer el último
día de laburo si me gano cuatro palos verdes. Voy a armar el informe con la
seriedad de siempre y hacia el final voy a agregar una línea adicional: “a
todos los pelotudos que llegaron hasta acá les pago una noche con Florencia de
la Vega, a ver si se la bancan”. Nadie va a decir nada, porque el informe no lo
lee nadie.
Mañana
sigo con mi bucket list. Mientras, hago extensivo a todos este último desafío. A
todos los que leyeron hasta acá.