-
¿A dónde te vas así? – se animó a preguntarme uno de mis hijos, aguantando la
risa, cuando me vio aparecer empilchado con el conjunto de jogging tres tiras,
buzo con capucha y unas llantas que no podían más de blancas por falta de uso. Sus
hermanitos también se acercaron, intrigados por esa situación tan atípica.
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Me voy a correr un rato.
-
¿Para qué?
-
¿Cómo para qué? Porque tengo ganas de correr, porque sí, como Forrest Gump.
-
¿Quién es Forrest Gump?
Los
despedí con un beso general y me aventuré a la calle. La primera embestida de
la contraparte emocional vino en forma de fueguito crepitante en la chimenea
del living y un frío polar que me sopapeó apenas abrí la puerta y me clavó un
millón de agujas sobre mi agarrotada humanidad. Con el ánimo agigantado por
superar ese primer obstáculo, llegué hasta el portón de entrada y lo atravesé
con esa sonrisa que sólo te puede dar la sensación de estar poniendo en marcha
algo que está bueno. En el momento en que bajaba la gamba del murito después de
elongar músculos anquilosados que se resistían a abandonar su hibernación,
justo en ese momento apareció mi vecino que venía de hacer las compras y al
toque vi la chance de anotarme un poroto en esa guerra fría que el boludo me
declaró hace un par de años cuando cambió el auto, remodeló la casa y se hizo
la pileta al fondo del jardín. Todo al mismo tiempo, mientras yo apilaba hijos
en cuartos con poca ventilación y espacios reducidos. Nunca perdimos los buenos
modales de saludarnos y mostrarnos amables en el trato, pero tampoco dejamos
pasar oportunidad de torearnos por lo bajo cuando la jugada lo pide. Mostrarme en
cortos y dando saltitos atléticos en el lugar cuando el pibe llegaba a su casa
con dos bolsas llenas de salames y otros embutidos, fue una batalla ganada sin
sufrir una sola baja.
A
dos cuadras de casa está la avenida de las Banderas, que arranca donde termina
Acceso Tigre y se extiende apenas unos quinientos metros hasta llegar a la
rotonda de la Estación de tren. La avenida corre en paralelo al Río Tigre y en
ese pedazo de tierra que hay entre la avenida y el río, el Municipio levantó un
parque verde que los domingos se llena de turistas y durante las tardes noches
de la semana se convierte en un circuito de running que no tiene nada que
envidiarle a los lagos de Palermo. Hasta allí caminé con el pecho inflado y el
regocijo de quien ya se siente satisfecho por el solo hecho de ponerse los
cortos y mezclarse con profetas del trote que le meten dos horas diarias
promedio de entrenamiento riguroso.
El
circuito tiene varios recorridos posibles y cada uno elige el que mejor se lleva
con su estado físico. Uno de esos recorridos es la vuelta bordeando el río
desde el puente que está sobre 25 de mayo, pasando por el parque, hasta el otro
puente que está donde la avenida Cazón se convierte en avenida de las Palmeras.
Esa vuelta tiene poco más de un kilómetro y es la que vengo haciendo en las
diez o quince veces que volví a las pistas en este último año. Elijo este
recorrido porque no es alcahuete: vos corrés y la gente no sabe si recién
arrancaste o si ya vas por la quinta vuelta. Esta vez me tiré directo a hacer
tres vueltas bajo la autoamenaza de no comer milanesas por dos semanas si no
cumplía ese objetivo de mínima. Como cada vez que vuelvo, arranqué a un ritmo
tranquilo, una marcha que está entre caminar rápido y trotar más o menos como
la gente. Es un ritmo que en general se mantiene hasta que dos rubias te pasan,
como si fueras un cono de vialidad, revoleando sus colitas de caballo y
parloteando a los gritos como si el ejercicio no les provocara ningún tipo de
dificultad respiratoria. Ahí, aún a riesgo de sentir como si un pitufo se te
prendiera de los gemelos, se aconseja acelerar un poco el tranco para no desentonar.
Con
las tres vueltas en el bolsillo y el orgullo con las acciones en alza, caminé
durante unos diez minutos intentando recuperar el aire. Llegué hasta la
rotonda, crucé por la senda peatonal y le hice un rodeo a la estación para
volver a casa atravesando el playón gigante de estacionamiento. Venía con la
cabeza en cualquiera hasta que algo a la distancia me hizo parar en seco. Me
quedé quieto, brazos en jarra, respirando forzado y con la mirada clavada allá
a lo lejos. Me fui acercando despacio hasta quedar apenas a cinco metros. Eran
seis contra seis, arcos armados con buzos y pelota gastada de tanto rotar entre
caricias y maltratos. Los pibes se la jugaban como si fuera la final del
mundial. Se tiraban a barrer por el piso de cemento, se puteaban, se daban
indicaciones. Los pibes se divertían porque les toca vivir el momento en que la
vida es un picado.
El
flashback fue inevitable. Lo vi a Nacho Guerra quebrando la cintura para dejar
en ridículo al gordo Balbuena, un rústico con el orgullo más grande que la
buzarda y que no se ponía colorado si había que pegar una murra para frenar un
ataque. Lo vi al Pichi Valenzuela, viejo pícaro, pidiéndole al arquero que se
pusiera las manos porque no agarraba una. Lo vi a Lisandro Carranza caminando
por el medio del patio, con las manos entrelazadas por atrás de la espalda y la
mirada perdida en el piso, como pidiendo por favor que alguien le hiciera
bullying. Lo vi a Gustavo, profesor de biología, saliéndose de la vaina por
entrar y despuntar el vicio un rato con sus alumnos. Me vi a mí mismo, la
Hilacha. Así me habían bautizado porque era una retazo de sesenta kilos que se
lo llevaba el viento. Me vi con nostalgia desparramando rivales y recibiendo
las palmadas de mis compañeros, siempre monitoreado por el Beto Alzamora desde
atrás de una columna. El Beto Alzamora era mi profesor de atletismo y se
obsesionó conmigo después de un semestre afiladísimo que tuve en mi especialidad,
salto en alto, cuando recién arrancaba la secundaria. Ese año rompí el record del
colegio, gané el torneo zonal y después el regional, los dos por afano. El tipo
proyectó una carrera brillante y me adoptó. Yo era su pollo y el Beto me quería
profesional. Mientras todos mis compañeros jugaban al fútbol en el horario de
deportes, yo subía y bajaba escaleras, saltaba vallas con los dos pies juntos y
me mataba haciendo espinales para lograr un mejor arqueo a la hora de pegar el
salto. El Beto sufría cada vez que yo jugaba al fútbol porque una lesión
complicaba las cosas. “Cuidáme esas piernas, campeón”. Pero el Beto mandaba en
el horario de deportes, el recreo estaba fuera de su jurisdicción. Por eso sólo
se dedicaba a mirar desde lejos, con los dedos cruzados.
El
partido se pasaba de intenso y los pendejos lo jugaban a muerte. Para volver a
casa yo tenía que atravesar esa cancha improvisada en el playón, pero no había
apuro. Miraba cada jugada y me imaginaba entre todo ese piberío tirando un lujo
y despertando la ovación, “mucho, nene, muuucho”. En un despeje violento de un
defensor, la bola se me vino encima y la apreté bajo la suela en un movimiento
rápido y armonioso. Levanté la vista y le entré con tres dedos para dejarla
exactamente donde estaba el flaco que me la pedía, que me levantó el pulgar un
poco sorprendido con tanta precisión. Fue un momento de gloria. Miré para los
costados y lamenté que nadie hubiera visto esa fantasía. El ritmo del partido
no aflojaba y ahí estaba yo, embobado, parado junto a la línea de cal
imaginaria como si estuviera en las gradas del Bernabéu. Había un gordito con
vincha, muy parecido al Ogro Fabbiani, que la tenía atada con tanza. Firulete
para acá, firulete para allá, lo tenía alquilado a un pelirrojo que se bancó
sin chistar que el Ogro le llegara a tirar hasta tres caños en una misma jugada.
La pelota de golpe vino para mi lado pero me pasó a unos cuatro metros, así que
no pude repetir el lujo. Pero fue suficiente para que los doce pibes que
estaban jugando me vieran ahí parado, mirando, perdiendo el tiempo. El cuatro
estaba por hacer el lateral pero lo frenó el que parecía ser el capitán:
-
Laucha, bancá que pase el señor.
Se
me cayeron todos los años del calendario. Señor, me dijo el insolente.
-
Si no estuvieran los chicos esperándome en casa, entro y les pinto la cara a
todos.
La
carcajada fue seca, no muy fuerte, pero sí lo suficientemente violenta como
para que me diera de canto en la base del orgullo. Atravesé la cancha bien por
el medio, pasitos cortos, paso exageradamente pausado, cosa de demorarles la
reanudación del partido todo lo que se pudiera. Miré firme a los ojos a cada
uno, con las cejas en punta. Me miré a mí mismo. No sé de qué se ríen,
pendejos. No sé de qué me río. Antes de dejar la cancha, toqué el cemento con
la punta de los dedos y me persigné mientras la voz de mi conciencia me
dedicaba una ovación que nunca me voy a olvidar. La voz de mi conciencia me
sigue a todas partes. En las buenas, siempre. Y en las malas mucho más.