Las reuniones con el señor
Patterson se hacían siempre en su oficina porque el tipo era un obsesivo del
control y la rutina. Todo tenía que ser previsible y no había
lugar para las sorpresas. Al señor Patterson le gustaba navegar por el medio
del canal y nos pagaba por eso.
El señor Patterson era el
presidente de un grupo empresario multinacional que supo ser nuestro mejor
cliente, por lejos, durante muchos años. Su oficina ocupaba todo el piso
veinticuatro en una de las torres Catalinas y, hubiera o no algún asunto
urgente para tratar, a él lo mismo lo apasionaba hacernos madrugar cada lunes y
esperarnos con jugo exprimido y medialunas.
La ceremonia era siempre la
misma: llegábamos puntuales, su asistente nos buscaba en recepción -tratando de
no romperse un tobillo mientras hacía equilibrio sobre unos zapatos taco aguja
de veinte centímetros- y nos hacía pasar a una salita contigua con sillones de
cuerina negra y una mesita ratona llena de revistas que tenían a su jefe en la
tapa con la única pose que sabía hacer. Allí esperábamos los siete minutos
habituales -nunca uno más nunca uno menos- sin apoyarnos en el respaldo del
silloncito para no transpirar la camisa.
En el momento oportuno
volvía la asistente y nos acompañaba hasta una sala de reuniones en donde
tranquilamente podría haberse organizado alguna vez un desafío de fútbol cinco de consultora versus clientes. La mesa era
larguísima y en cada uno de los puestos había una pantalla táctil desde donde
se podía hacer una presentación que se replicaba en una tele de medio millón y
medio de pulgadas que ocupaba casi toda la superficie de una de las paredes. En
la pared de enfrente había una foto área gigante de una de las empresas del
grupo y el resto era un enorme ventanal que nos hacía sobrevolar el Río de la
Plata.
El señor Patterson se
demoraba tres minutos en aparecer desde que su asistente nos dejaba solos en la
sala. Nunca uno más, nunca uno menos. Hacía su ingreso triunfal con una taza de
té en la mano y repetía siempre las mismas palabras de apertura: “¿no les
ofrecieron nada para tomar?”. Lo siguiente era desabrocharse un botón del saco
del traje de cinco cifras dólar y dejarse caer sobre su sillón.
Las reuniones con el señor
Patterson siempre tenían la misma estructura. Durante los primeros veinte
minutos -nunca uno más, nunca uno menos- nos contaba sobre su fin de semana
jugando al polo en su campo en Areco o haciendo kitesurf en la bahía San
Borombón. Nosotros seguíamos sus relatos con mucha atención y le festejábamos
cada gol en el último chucker y cada voltereta arriesgada en medio de vientos
racheados, como si realmente nos interesara lo que nos decía. Nuestra escucha
activa simulaba un interés genuino porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.
El señor Patterson se había
hecho instalar un sistema informático que hacía morir cualquier tecnología.
Apenas cruzabas la puerta de la sala reuniones, dejaba de funcionar
automáticamente el celular o la computadora o lo que fuera que tuvieras encima.
Nunca dijo nada sobre su ardid y tuvimos que adivinarlo una vez que otro
cliente, en medio de una crisis, nos puteó en arameo porque no pudo ubicarnos
durante toda una mañana. Al señor Patterson le gustaba recibir toda nuestra
atención y, en definitiva, nos pagaba también por eso.
La media hora siguiente a
los relatos del fin de semana la usábamos para darle un panorama político y
económico general sobre el país. El señor Patterson nos miraba con ceño
fruncido y sólo sonreía cuando decíamos lo que él quería escuchar. Conocíamos
de memoria los mensajes que eran música para sus oídos y los teníamos
estratégicamente distribuidos en la presentación. Nada dejábamos librados al
azar porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.
El módulo siguiente eran
veinte minutos de monólogo del señor Patterson, nunca uno más, nunca uno menos.
A la hora señalada se levantaba de su sillón y daba vueltas a la mesa siempre
en sentido de las agujas del reloj. La perorata versaba sobre su visión del
mercado y venía condimentaba con técnicas teatrales que no podían más de
vanidosas. Y nosotros le hacíamos la segunda a cada una de sus aseveraciones
porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.
El encuentro semanal se
cerraba con un repaso sobre acciones y pasos a seguir. Teníamos diez minutos
-nunca uno más, nunca uno menos- para mostrar lo bueno que éramos maquillando
una relación que, sin una buena fachada, se caía pedazos a la primera ventisca.
El señor Patterson tomaba notas en su libreta -tapa aterciopelada roja con sus
iniciales en dorado- y prometía enviar un memo que nunca llegaba. Cuando el
señor Patterson cerraba la libreta y le ponía el capuchón a su Mont Blanc
Silver Solitaire, sabíamos que era hora de bajar el telón de esa pantomima semanal.
Sin importar que hubiera algún otro tema más para abordar, había que levantarse
y formar una fila para estirarle la mano al señor Patterson y agradecerle su
tiempo.
Al señor Patterson no se le hablaba ni se le escribía hasta el lunes de la semana siguiente. Porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.
Al señor Patterson no se le hablaba ni se le escribía hasta el lunes de la semana siguiente. Porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.