El plato fuerte de una semana de
puta madre en Laguna Verde, Parque Nacional Lanin, no fue el guiso de lentejas
o el wok de pollo y verduras salteadas o la trucha con papas a la crema que se
remó mi amigo Javier, entre otros manjares. No señor. El plato fuerte fue la
escalada al Volcán Achen Ñiyeu.
Mucho nos había contado Javi
sobre esa travesía que él hace cada vez que viene y para mí era imposible no
pensar en ello porque desde el Camping se veía la cima de ese volcán majestuoso
que entró en erupción por última vez hace unos doscientos años y dejó un
escorial (así se llama a una especie de escollera formada por piedras
volcánicas) que atraviesa varios kilómetros de valle desde el volcán
hasta orillas del lago Epulafquen, dándole un atractivo extra a lo que ya de
por sí es un paisaje de ensueño en este rincón de nuestra Patagonia.
“No es para hacer el primer día
porque la travesía es durísima y primero hay que aclimatarse”, nos advirtió
Javier cuando nos vio a mi hijo Jaimito y a mí algo ansiosos por ponerle fecha
al asunto.
Después de un par de días de
excursiones menores y pesca, siempre bien acompañadas desde el punto de vista
culinario, llegó el momento de hacerle frente a nuestro mayor desafío. Día
soleado, temperatura ideal y la batería emocional al cien por ciento. El volcán
allá a los lejos parecía querer intimidarnos y hasta llegamos a mirarnos fuerte
un par de veces, pero a esa altura ya no había nada que pudiera hacernos
desistir.
La excursión incluía casi todos
los paisajes posibles: caminata por la playa de la laguna verde, sendero
serpenteante atravesando un bosque nativo de coihues y raulíes eternos surcados
por arroyos de agua helada, marcha por un valle desértico que es como caminar
por la luna y, por último, la temible subida al volcán.
Con mi cámara al hombro, le
aseguré a Javier que sacaría fotos increíbles desde todos los ángulos, porque
para qué mierda uno hace una excursión de ese calibre si no es para mostrárselo
al mundo después. “Lo que voy a hacer es trotar un poco y adelantarme varias
veces para tomar imágenes del grupo cuando viene y cuando se va”. Mi amigo no
respondió nada. Sólo esbozó una media sonrisa burlona que le calzó justo a la
boludez que yo acababa de decir.
Los osados excursionistas éramos cinco: Javier, sus dos hijos, mi hijo Jaimito
y yo. Partimos a eso de las diez de la mañana y, según estadísticas de
ediciones anteriores, estaríamos de vuelta a las cuatro de la tarde. La
diferencia entre lo que dicen las estadísticas y lo que pasó esta vez tiene
nombre y apellido: Juan Pablo Pizarro.
La playa y el bosque se
recorrieron sin mayores sobresaltos. Paisajes que te sacan el aliento, mucha
foto, sonrisas y charlas animadas. Todo era felicidad. Durante la marcha por el
valle desértico, la respiración entrecortada empezaba a desplazar a las
sonrisas mientras que un breve estiramiento punzante en el gemelo derecho no
parecía augurar una jornada del todo plena desde el punto de vista físico. Y
todavía no habíamos arrancado el ascenso al volcán!
Promediando el valle, llegamos a
una primera parada obligada para sacar fotos porque el Lanín se asomaba
imponente por detrás de una montaña. Armamos el trípode, posamos todos juntos y
disparamos con todo. Las caras todavía no eran impresentables, así que quedamos
conformes con esa primera sesión y retomamos la marcha.
Media hora más tarde ya estábamos
al pie del volcán. No hubo tiempo para mentalizarnos y emprendimos un ascenso
que a los pocos minutos me hizo recordar sobre la existencia de ciertos
músculos absolutamente olvidados. La superficie no ayudaba nada: arena
volcánica que a cada tres pasos que daba me hacía retroceder dos. Los pies se
enterraban hasta los tobillos y las zapatillas se llenaban de piedritas del orto.
¿Vieron el refrán “una piedra en el zapato” para representar una molestia?
Bueno, acá eran un millón de piedras en cada zapato.
Los primeros metros de trepada
los hicimos todos juntos en hilera. De ahí en adelante quedé rezagado por mi
ritmo caracolesco para avanzar y los otros aventureros se convirtieron en
hormigas allá adelante. El primer descanso era una piedra gigante medio
amarillenta que rompía con la monotonía gris de la arena volcánica. Los vi
llegar a todos desde atrás e hice un esfuerzo sobrehumano para alcanzarla, casi
media hora después que el resto. Sin importarme la superficie irregular de la
piedra, me desplomé apenas di el último paso. En mi cabeza ya empezaba a
rebotar con fuerza la idea de colgar los borcegos y dar por terminada la aventura.
Pero fue en ese momento en que sucedió la primera de la trilogía de engaños de
Javier: sin ponerse ni un poquito colorado, me aseguró que la segunda parte era
más corta y fácil que la primera. Miré la cima desde ahí pero mi vista nublada
por la falta de oxígeno no hubiera podido calcular la distancia. Decidí confiar
y a otra cosa.
El grupo volvió a adelantarse
pero el que se calzó la diez fue Jaimito, que se me puso a la par y me acompañó
durante un rato largo con frases motivadoras que me pusieron la piel de pollo.
Mi hijo me daba ánimos para seguir y yo sentía que antes de estallarme los
pulmones por la falta de oxígeno me iba a reventar de amor el corazón.
Esa segunda parte “más fácil y
corta que la primera” resultó ser una insaciable devoradora de piernas. Si en
ese momento se me hubiera aparecido el genio de Aladino le habría pedido un
juego de cuádriceps nuevos y que los otros dos deseos se los metiera bien en el
orto.
Cuando la puta cima del volcán
parecía cada vez más lejana, se me apareció Javier para dar una mano en lo que
pudiera. Lo debo haber mirado bastante fulero porque al toque me tiró: “bueno,
ok, capaz que no era más fácil que la primera, pero ya estamos a tiro”. Y
enseguida le dijo a Jaimito que fuera a su ritmo porque él se ocuparía de mí.
Jaimito desapareció a los saltos y creo que llegó a la cima antes de que yo
hubiera podido dar diez pasos seguidos. Todo el “sendero” de ascenso iba tirando
diagonales, como cosiendo la ladera, supuestamente para hacer menos pesada la
marcha. El entrecomillado anterior es deliberado, porque para mí no había ni
puta diferencia entre el supuesto sendero y cualquier otra parte de esa colosal
montaña de piedra suelta. Lugar que pisaba, lugar que se desmoronaba bajo mis
pies, provocando la sensación de estar jugando a la oca uno de esos días en que
caes en todos los casilleros que te hacen retroceder.
En una de esas curvas, y frente a
mi imagen de cordero marchando al matadero, Javier recurrió a su segundo
engaño, aunque esta vez involuntario, cuando me señaló una vía alternativa:
“andá por ese sendero que lleva directo a una parte que tiene piedra más dura y
te va a resultar más fácil”. Volví a confiar porque al incendio de los
cuádriceps ahora se le sumaba un calambre generalizado en isquiotibiales,
sóleos y aductores.
Mientras Javier se alejaba
presuroso, tomé esa vía alternativa que lo mismo me quemaba los músculos pero
al menos me mostraba una cereza casi inmediata cuando alcanzara la supuesta
superficie más firme. Para resumir, les voy a decir que la superficie dura
terminó siendo una trampa casi mortal. Si Javier hubiera querido deshacerse de
mí porque ya no me soportaba en el campamento, creo que no habría podido
encontrar una forma mejor.
Las piedras, unas lajas
puntiagudas asesinas, estaban sueltas y listas para hacer daño. Cuando pisé la
primera y apoyé todo mi peso sobre esa gamba, la hija de puta se salió de su
lugar y me hizo perder el equilibrio. Caí boca abajo y mi antebrazo derecho
impactó contra otra piedra más filosa que la lengua de Hebe. Si no me importó
la herida sangrante en el brazo fue porque en ese momento, mientras más rocas
se iban saliendo de su lugar y mi anatomía se deslizaba en dirección a un
peñasco, toda mi vida pasó frente a mis ojos. El Barbas quiso que una de esas
piedras estuviera algo más firme que las demás para frenar el deslizamiento. Me
quedé así, inmóvil, pensando qué mierda hacer. La verdad que nunca estuve en
una situación similar, qué querés que te diga. Si sacaba el pie de esa piedra,
a la mierda. Pero tampoco me podía quedar así.
En ese momento de zozobra y
desesperación, traté de recordar alguna frase épica que me diera fuerzas y
motivación. Tal vez de alguna película. Una que me vino a la mente fue la que
le decía el teniente a Rambo: “no pain no gain”, pero me hacía
sentir medio pelotudo gritar algo así, de modo que opté por una más
autóctona: “La reconcha de la lora”. El grito resonó con fuerza en
esa ladera pedregosa pero no lo escuchó nadie salvo yo. Los demás ya estaban en
la cima, ocupados disfrutando de vistas increíbles hacia el lago Epulaufquen,
la laguna Verde, el Lanin, el valle de arena volcánica y lo más imponente de
todo: el cráter gigante del volcán. Tanta ventaja les di que hasta tuvieron
tiempo de bajar al fondo del cráter a buscar un poco de nieve para enfriar las
cervezas.
Cuando llegué a la cuenta de que
algo había que hacer, tomé fuerzas no sé de dónde y me mandé sin pensar
demasiado. Avancé a toda velocidad (al menos así lo veía yo) lanzando piedras
como si fuera una chata encallada en la arena. Las piedras volaban para todos
lados y cada tres o cuatro pasos me iba de jeta al piso y retrocedía un metro.
Poner la mente en blanco fue la mejor estrategia para salir de esa trampa
letal. Una vez fuera de peligro, no me quedó más remedio que volver al
“sendero”, el mismo que mi amigo me había desaconsejado para facilitarme las
cosas, y dejar la vida a cada paso para alcanzar mi objetivo.
En la cima todo era fiesta y jolgorio. Nadie se había percatado de que tardé en
llegar casi una hora más que el resto. Yo me imaginaba que estarían craneando
un plan de salvataje o al menos encendiendo una fogata para hacer un SOS con
señales de humo. Nada de eso. No hay nada más deprimente que haber estado al
borde de la muerte y no poder lucrar con eso. Sólo Jaimito se me arrimó a darme
un abrazo mientras yo caía arrodillado con los brazos apuntando al cielo. Me
costó un huevo pero lo logré.
Después de las fotos de rigor y
mientras pensaba que ya estoy para escribir un libro de superación personal,
Javier me avisó que la cosa no terminaba ahí. Todavía faltaba rodear el cráter
del volcán y llegarse hasta una especie de monolito que tenía miles de cañas
incrustadas. Parece que es un ritual ineludible de todos los que alcanzan la
cima y consiste en ofrendar la caña que nos sirvió de sostén durante el camino.
Mi problema no era encarar
semejante pelotudez. Con tal de terminar aquello hasta le habría levantado un
altar a Apu Qun Tiqsi Wiraqucha. Mi problema era de dónde sacaba piernas para
llegar hasta el puto santuario de las cañas. Y ahí fue que apareció el tercero
y último de los engaños de mi amigo: me aseguró que la caminata era sobre una
superficie llana, sin subidas ni bajadas.
Volví a confiar y hacia allá
partimos, con Jaimito acompañándome de cerca y dándome ánimos a cada paso. Hicimos
unos doscientos metros, rodeamos una piedra rojiza gigante y lo que apareció
frente a nuestros ojos fue el último tramo hasta el santuario: una subida en
cuarenta y cinco grados, con un viento que te arrastraba la gamba cada vez que
la desenterrabas de la arena.
Ahí nomás me planté. Le dije a
Jaimito que fuera solo y que avisara al resto que le metieran al ritual sin mi
presencia. Me senté sobre las piedras como nene malcriado y ahí esperé. A lo
lejos los veía a todos haciéndome señas, tratando de convencerme desde lejos.
De repente entendí las señas: lo que me decían era que para bajar había que
pasar sí o sí por ahí para ahorrarnos un tramo importante. Concha de su madre.
Encaré entonces la subida y volvieron a encenderse los músculos que a cada paso
parecían a punto de estallar en mil pedazos. Pero llegué. Volví a llegar,
señores.
“Preparen las cañas” dijo Javier
y a mí se me ocurrieron un par de cosas para hacer con la caña antes de
clavarla en el monolito. Pero ni para eso me quedaban fuerzas así que me dejé
llevar y fui parte del ritual.
La bajada fue otra historia, con sus puntos altos y sus puntos bajos, pero
claramente otra historia. Llegamos arrastrando las gambas pero felices. ¿El
balance? Cien por ciento positivo. Si te gusta el durazno bancate la pelusa.
Los avatares del ascenso fueron nada comparado con la chance de admirar y
disfrutar todo lo lindo que el Barbas nos regala y, mucho más, cuando se puede
compartir con amigos y familia. La vida es bella, mis amigos. Que tengan todos
una hermosa Navidad.