Apenas puse las balizas, bajé la
velocidad y me acomodé el barbijo, en la mirada del policía pude adivinar que las
cosas no iban a salir según lo planeado. Por las dudas miré el reloj. Me habían
avisado que la frontera cerraba a las seis de la tarde en punto, pero eran las
seis menos cuarto. Seguí tocando el freno en pequeños y regulares movimientos
de tobillo hasta detener el auto por completo.
“¿De dónde viene y hacia dónde se
dirige?”. La voz cortante del agente iba perfectamente alineada con ese gesto
de perro rabioso que busca el momento justo para saltarte a la yugular. Allá al
costado de la ruta quedaron sus compañeros, un hombre y una mujer, los dos
también con una cara de orto que se la pateaban, como en una suerte de puesta
en escena de una dramaturgia realista de cabotaje.
“Vengo de Salta y voy hacia Buenos
Aires. Después de dos meses pude sacar la autorización y vuelvo al hogar”. Lo
dije muy pausado, como buscando empatía, mientras blandía el folio con el
permiso para circular. Pero el señor agente policial era una estatua de mármol
de carrara. No se le movía un pelo al hijo de puta. Se tomó unos segundos, como
para darle suspenso a esa representación teatral que venía saliendo tal cual se
la había imaginado, y se bajó las gafas negras en slow motion mirando el horizonte.
“No puede pasar por acá. Tiene que
retomar hasta el cruce con la ruta 34 y tomarla para bajar por Santiago del
Estero”.
Una catarata de argumentaciones se
me bajaron todas juntas desde el cerebro y se frenaron en un cuello de botella
a la altura de las amígdalas. No sabía por dónde arrancar. Creía tener todo a
favor para convencer a esa fotocopia sin tóner de Horatio, el de CSI Miami:
permiso nacional para circular, barbijos para todos, cinturones de seguridad,
patente y seguro al día, matafuegos, certificado analítico del secundario y apto
físico para el gimnasio.
“Por una disposición del gobierno
de Tucumán, no puede ingresar nadie que no sea tucumano. Por favor dé la vuelta
y retome para el otro lado”. Intenté que las repentinas y violentas pulsaciones
en mis sienes no tuvieran consecuencias directas sobre una calma que ya
empezaba a despedirse de mi atribulada fisiología. Le expliqué, haciendo un
esfuerzo enorme para que no se atropellaran mis palabras, que habíamos decidido
volver por la ruta nueve porque haríamos noche en lo de unos parientes, en
Tucumán, para seguir fresquitos a primera hora del día siguiente.
Cuando parecía que mis argumentos
empezaban a resquebrajar esa coraza sobreactuada, volvió a rodar el TDK del
agente: “Por una disposición del gobierno de Tucumán, no puede ingresar nadie
que no sea tucumano. Por favor dé la vuelta y retome para el otro lado”
A cara de piedra, cara de piedra y
media, así que seguí escupiendo razones en una diatriba que ya empezaba a
molestar al agente: “¿Usted se hace cargo de la seguridad de mi familia? Me
está obligando a manejar toda la noche, en una ruta que no conozco, por una
disposición provincial que viola la Constitución porque yo estoy volviendo por
una ruta nacional y con un permiso expedido por el gobierno nacional”.
Fue la primera vez que el oficial
se bajó un poco el barbijo, como queriendo que sus palabras fueran claras y
definitivas: “Usted va a dar la vuelta en este preciso instante y se va a
retirar por donde ya le indiqué. Además, si no se apura le van a cerrar la
frontera de Salta y tampoco va a poder regresar”.
Si buscaba convencerme, lo logró
con esa última argumentación. Lo único que me faltaba era tener que dormir a un
costado de la ruta, preso de esta coyuntura anárquica y desquiciada. De la
calentura que tenía, estoy seguro de que si en ese momento me hubieran tomado
la temperatura me habrían dejado aislado e incomunicado por indicios de covid.
Pegué la vuelta y salí arando,
como queriendo demostrarles mi estado de ánimo a esos tres agentes del orto que
celebraban con satisfacción esa pequeña batalla ganada, como si se tratara de
una pedorra lucha de poder. Faltaban cuatro minutos para la seis de la tarde,
hora de cierre de la frontera. Cuatro minutos para hacer los veinte kilómetros
hasta el puesto de control del lado de Salta. Cuatro minutos que terminaron
siendo diez o quince porque el estado de la ruta no era el aconsejable para
jugar a ser Ayrton Senna. Diez o quince minutos que sirvieron para meterle una
bolsa de rolito a mi cabeza y cambiar la estrategia sobre la marcha. Había que
jugarla de víctima, no de protagonista.
Apenas bajé la ventanilla frente
al oficial que me cortó el paso, puse cara de carnero degollado y le conté lo
que me estaba pasando. Que quería parar en Tucumán a dormir por seguridad, que
sus colegas tucumanos no me dejaron pasar, que no creía prudente manejar toda
la noche y que necesitaba volver al lugar de donde había salido hacía tres
horas, en Salta. El tipo me escuchó calmado, con un semblante que nos dio
tranquilidad desde el minuto cero. Haberlo puesto en el rol de asesor le pegó
fuerte bajo la línea de flotación emocional y sacó a relucir un papel de tío
preocupado por la salud de la familia de su sobrino.
“Ustedes no se preocupen. Yo en
este momento estoy escribiendo un mensaje al grupo de WhatsApp que tenemos
todos los controles de Salta, explicando su situación y aclarando que van a
volver al lugar de origen para salir mañana temprano”. El tipo iba dictando
mientras escribía, como buscando nuestra aprobación, y nos despidió casi con
palmadita, deseándonos suerte.
Y así fue como volvimos a hacer
los doscientos veinte kilómetros pero en sentido contrario, tomándonos un rato
en cada control para explicar la situación y destacar la buena onda del colega
que les había escrito por WhatsApp. Llegamos casi a las diez de la noche y a
las cinco de la mañana del día siguiente ya estábamos todos arriba del auto
para encarar los mil quinientos kilómetros de un tirón.
La revancha de ese segundo día
tuvo varios momentos Rexona, pero voy a detenerme sólo en dos para no aburrirlos
tanto.
El primero fue pasando San
Cristóbal, en Santa Fe, cuando nos paró un control sobre la ruta cuatro. El que
se arrimó fue un policía igualito a Gianni Lunadei (los millenials pueden
googlearlo) que nos pidió todo lo que se podía pedir. Permiso, documentos de
los seis, cédula, registro, seguro, vtv. Por uno de esos grandes misterios de
la física moderna, el móvil policial estaba a unos doscientos metros del lugar
donde nos frenaron. ¿Por qué mierda no lo estacionan en el lugar exacto donde te
frenan? Inexplicable. Así, Gianni nos pidió la documentación y se la entregó a
un súbdito que parecía sufrir un severo impedimento físico para desplazarse, a
juzgar por la velocidad de babosa con distensión de ligamentos con la que se
dirigió desde el lugar de control hasta el móvil policial para chequear los
pelpas.
En ese tiempo muerto, Gianni me
hizo bajar del auto para abrirle el baúl y me sometió a un violento
interrogatorio. A qué me dedicaba, dónde vivía, por qué había viajado a Salta,
por qué tenía entre el equipaje un zapallo que parecía sacado de Cenicienta. Y
varias preguntas del estilo. Y me las volvió a hacer, no una sino varias veces.
Gianni quería hacerme pisar el palito y agarrarme con alguna inconsistencia. Y
mientras me preguntaba, me hizo bajar las ventanillas traseras. Los pibes
venían algunos absorbidos por aparatos electrónicos, otros leyendo y la flaca
metiéndole duro a su nuevo hobbie: costura de cueros. Gianni observó la escena
durante lánguidos segundos y expectoró una conclusión algo insólita, por
definirla de manera más o menos suave:
“Todo lo que están haciendo sus
hijos está mal. Los chicos anestesiados por la tecnología y si hija cosiendo cueros.
Lo nocivo de la tecnología excesiva ya es conocido por todo el mundo. Pero también
está muy mal que ella cosa cueros. Es una actividad que daña considerablemente
las articulaciones de la mano. En un tiempo se van a acordar de mí”.
De esto último no nos quedaba ninguna
duda. Pero si esta primera opinión no solicitada fue inesperada, mucho más
imprevista fue su segunda conclusión:
“Me decía que viven en Tigre. Lo
lamento por ustedes, porque viven en condiciones infrahumanas”. El tipo hizo
una pausa, estudiando nuestras reacciones que claramente fueron las que él
esperaba. Y siguió: “No pueden salir tranquilos, ahí hay asesinatos,
violaciones, robos violentos, inseguridad en cualquiera de sus manifestaciones.
Ustedes los padres no pueden dormir porque sus hijos son inconscientes y no
toman precauciones. Yo soy de San Cristóbal y acá no ponemos candados a las
bicicletas, dormimos con las puertas abiertas, es como vivir en un barrio
cerrado pero que no es cerrado”.
A vos quién carajo te preguntó,
fue lo primero que se me vino a la cabeza, pero en esas situaciones en donde el
otro quiere hacer valer su espacio de poder, por pedorro que sea, más vale hacerle
la segunda con tal de que nos libere cuanto antes. Pero así y todo no pude
evitar meterle una pincelada de ironía: “La verdad que usted tiene razón. Me
vendría a vivir a San Cristóbal, pero no sé si será posible por cuestiones
logísticas. Pero lo voy a pensar”.
A todo esto, el súbdito de Gianni
recién había llegado al móvil. El que se acercó en ese momento fue otro
oficial, que volvió a repetir las mismas preguntas que ya me había hecho Gianni
unas quince veces. Y hasta me volvió a pedir la documentación. Ya era tan
bizarra la situación que estuve tentado de preguntarle si necesitaba copia de
los papeles para pegarles una segunda leída, pero el colega de Gianni tenía una
cara de orto que no invitaba al sarcasmo. Casi cuarenta minutos después volvió
el súbdito arrastrando su anatomía y nos devolvió la documentación. Gianni
volvió a hacer las preguntas de rigor y sintió una ligera frustración por no
pescar alguna contradicción en nuestro relato. Nos hizo la venia y salimos que
no nos daban los neumáticos.
El segundo momento Rexona fue en
la autopista Santa Fe a Rosario. Pasamos el primer peaje y nos paró un gendarme
armado hasta los dientes. Con la punta de la itaca nos hizo una seña para que
nos corriéramos a un costado mientras movía los brazos como hablando en código
con otro gendarme, que enseguida se acercó hasta nosotros. Los saludé muy
amablemente pero ninguno respondió el saludo. Sólo me hicieron bajar del auto y
mostrarles el permiso. Mientras uno de los gendarmes me miraba muy jodido como
si quisiera cagarme a tiros, el otro daba la vuelta al auto tratando de mirar
adentro. Con los vidrios polarizados, sumando que ya era de noche, no se veía
un carajo adentro y terminó de rodear el auto sin ninguna información relevante.
“¿Qué lleva ahí arriba?” me indagó
con voz de mando militar, señalando los waypack, mientras se acomodaba la cinta
de la escopeta que le colgaba del hombro. Le expliqué que era todo ropa y el
gendarme hizo una mueca rara:
“Si los agarró la cuarentena de
sorpresa, explíqueme por qué lleva tanta ropa”. Lo que me faltaba: tener que
lidiar con un Sherlock Holmes del subdesarrollo. Otra vez dando explicaciones:
que fuimos a un casamiento, que mi mujer y mis hijas habían llevado cuatro
vestidos cada una porque no sabían cuál se iban a poner y que además teníamos
previsto quedarnos una semanita paseando.
“Baje las valijas y muéstreme su
interior”. La concha bien de su madre. Dos horas había estado para cerrar esas
putas valijas y el tipo me pedía que las abriera sobre el asfalto de la
autopista. Intenté convencerlo de que no me obligara a abrirlas, insistiendo en
que era sólo ropa. Los gendarmes pusieron cara de Rambito y Rambón y con las
armas me señalaban las valijas “Que las bajes, no lo voy a repetir”. Puta madre
que los parió a los dos. Se bajó Juan Cruz para darme una mano y nos pusimos a
desatar las sogas que habíamos puesto para asegurar las waypack. Encima de las
valijas habíamos atado también un escudo guerrero de madera fabricado por uno
de mis hijos y que por nada del mundo quería dejar en Salta. Cuando se
aflojaron las sogas voló el escudo, rozando a uno de los gendarmes, que muy
cerca estuvo de ponerse en guardia y apuntarnos con la itaca. “Es una arma
inofensiva”, les espeté haciéndome el chistoso. No se imaginan la gracia que les
hizo. Abrimos una de las valijas y Rambito revisaba cada rincón con la punta del
arma. Calzones, vestidos, medias sucias, remeras con olor a humo.
Lo que terminó salvándonos de esa
puesta en escena tan grotesca fueron los camiones que nos pasaban haciendo fino
en medio de la autopista. El gendarme medio que se cagó en las patas de que hubiera
algún accidente y nos dijo que volviéramos a cerrar y subir el equipaje. Así lo
hicimos y nos picamos el champión.
Minutos antes de las doce de la
noche ya estábamos en casa. Agotador el viaje, pero con una colección de
anécdotas muy a tono con lo que fue esta primera parte de nuestra cuarentena,
tan atípica y movilizante. Veremos si lo que sigue nos trae nuevas historias para
compartir con ustedes. Veremos.