Me arrastro por Viamonte microcentro bajo los rayos de un febo que castiga casi de manera apocalíptica. Hablo con mi otro yo, ese pibe que completa mi esquizofrenia emocional y que me hace de frontón para pelotear temas que necesitan peloteo. No sé si es algo normal pero prefiero pensar que sí. En el fondo todos somos un poco locos, yo-lo-co-lo-co y ella-lo-qui-ta.
Le digo que qué manera de sufrir el calor y me responde que qué novedad, que quién no lo sufre. Me banco la respuesta pero le retruco que hay personas que lo sufren más que otras. Me da la razón casi despectivamente.
Doblo por Florida para el lado de Corrientes y me sumo al carril de la sombra, que tiene un metro de ancho pero congrega a unos dos mil ochocientos sesenta y cuatro peatones por cuadra. Por donde pega el sol no ves a nadie, salvo a turistas que vienen ponele de El Cairo o Miami y que si te descuidas te pelan suéter porque están un toque destemplados.
El calor tampoco parece afectar a los gitanos y hippies que despliegan toda su mercadería y se instalan en el medio de la peatonal. El calor no los afecta porque venden como locos todas esas boludeces que hacen pasar por souvenir autóctono y que los europeos abrazan como el gran recuerdo de su visita. Los espejitos de colores que trajeron hace quinientos años ahora se los llevan de vuelta. La historia te da revancha.
Me quedo mirando a uno de estos vendedores, que lleva rasta, luce casaca gastada con los colores de Jamaica y calza gorro de lana que le tapa la mitad de la cabeza. Gorro de lana, dejate de joder. El tipo me da pie para que retome el diálogo con mi otro yo.
Le digo, canchero, que el flaco ése no sufre tanto el calor, que de otra forma no se explica cómo se banca un gorro de lana negra en un día con treinta ocho grados a la sombra. Me responde que le extraña araña, que es marketing básico, que si vas a vender mercadería hippie hay que curtir onda Bob Marley o dedicarte a otra cosa. Me tiene de hijo.
A cada paso te cruzás con algún representante de la segunda profesión más repelente que hay sobre la tierra. La carta de presentación es un engominado violento y un comedor hecho a nuevo en algún consultorio medio pelo del conurbano. El ladri se me pone bien de frente y me ofrece cuero pero cuero en serio y no como los estafadores de la otra cuadra. El de al lado quiere chantarme un paseo por el delta de Tigre, y el de más allá un show de tangou bien argentinou. Venden, los pibes tienen que vender, porque son insoportables pero cada vez hay más.
Cuatro motoqueros le dan al pico de una pesi helada amuchados bajo la sombra de un cartel. Los cuatro al mismo tiempo cogotean casi ciento ochenta grados y sacan a relucir su colección de piropos bien refinados para acompañar el paso de ella barra él. De la cintura al cuello le hace partido a las Salazar, a las Luna, a las David, a las Ritó. De la cintura para abajo podría pasar por zaguero central de Atlas, de los rústicos que imponen presencia. Y de caripela... de caripela... mejor lo dejamos ahí.
Unos pasos más adelante hay un tipo que la descose, un artista. Su papel consiste en quedarse congelado durante horas, posando de tal manera que parezca una instantánea de un pibe que intenta avanzar viento en contra, con la pilcha y el paraguas que parecen que se vuelan. Un capo.
Lo que no me cierra es el grupo de ponjas que le sacan fotos como si se hubiesen encontrado con Zinedine Zidane. Y vuelvo al diálogo con mi otro yo. Para qué le sacan fotos si las fotos no tienen movimiento. Están despreciando lo más grosso que tiene esta obra de arte, que es dar esa sensación de movimiento desde la quietud más absoluta. Mi otro yo me responde que no tiene tiempo para discutir huevadas.
Me harto de Florida pero todavía me falta el show del tango, mi propio show. Lo hago cada vez que paso por ahí. Los turistas se apiñan en círculo alrededor de tres o cuatro impresentables que la van de tangueros consagrados que alguna vez compartieron cartel con el mismísimo Zorzal. El público se apiña y ocupa casi todo el ancho de la peatonal, y entonces las opciones son dar un rodeo o mandarse por el medio. Mi otro yo sabe que voy por lo segundo y me bate que soy el mismo ortiba de siempre.
Paso bien pero bien por el medio y esquivo a uno de los bailarines. Me pide que por favor por el costado porque están en pleno show del dos por cuatro. Le respondo que Florida es una peatonal no un teatro y que dos por cuatro es ocho. Lo mismo de siempre, las mismas puteadas, el mismo gesto de mi otro yo de qué infantil que sos.
Lidera el ranking, por afano, la de vendedor de nichos en el cementerio. Da para estudiarlos en un laboratorio.
Le digo que qué manera de sufrir el calor y me responde que qué novedad, que quién no lo sufre. Me banco la respuesta pero le retruco que hay personas que lo sufren más que otras. Me da la razón casi despectivamente.
Doblo por Florida para el lado de Corrientes y me sumo al carril de la sombra, que tiene un metro de ancho pero congrega a unos dos mil ochocientos sesenta y cuatro peatones por cuadra. Por donde pega el sol no ves a nadie, salvo a turistas que vienen ponele de El Cairo o Miami y que si te descuidas te pelan suéter porque están un toque destemplados.
El calor tampoco parece afectar a los gitanos y hippies que despliegan toda su mercadería y se instalan en el medio de la peatonal. El calor no los afecta porque venden como locos todas esas boludeces que hacen pasar por souvenir autóctono y que los europeos abrazan como el gran recuerdo de su visita. Los espejitos de colores que trajeron hace quinientos años ahora se los llevan de vuelta. La historia te da revancha.
Me quedo mirando a uno de estos vendedores, que lleva rasta, luce casaca gastada con los colores de Jamaica y calza gorro de lana que le tapa la mitad de la cabeza. Gorro de lana, dejate de joder. El tipo me da pie para que retome el diálogo con mi otro yo.
Le digo, canchero, que el flaco ése no sufre tanto el calor, que de otra forma no se explica cómo se banca un gorro de lana negra en un día con treinta ocho grados a la sombra. Me responde que le extraña araña, que es marketing básico, que si vas a vender mercadería hippie hay que curtir onda Bob Marley o dedicarte a otra cosa. Me tiene de hijo.
A cada paso te cruzás con algún representante de la segunda profesión más repelente que hay sobre la tierra. La carta de presentación es un engominado violento y un comedor hecho a nuevo en algún consultorio medio pelo del conurbano. El ladri se me pone bien de frente y me ofrece cuero pero cuero en serio y no como los estafadores de la otra cuadra. El de al lado quiere chantarme un paseo por el delta de Tigre, y el de más allá un show de tangou bien argentinou. Venden, los pibes tienen que vender, porque son insoportables pero cada vez hay más.
Cuatro motoqueros le dan al pico de una pesi helada amuchados bajo la sombra de un cartel. Los cuatro al mismo tiempo cogotean casi ciento ochenta grados y sacan a relucir su colección de piropos bien refinados para acompañar el paso de ella barra él. De la cintura al cuello le hace partido a las Salazar, a las Luna, a las David, a las Ritó. De la cintura para abajo podría pasar por zaguero central de Atlas, de los rústicos que imponen presencia. Y de caripela... de caripela... mejor lo dejamos ahí.
Unos pasos más adelante hay un tipo que la descose, un artista. Su papel consiste en quedarse congelado durante horas, posando de tal manera que parezca una instantánea de un pibe que intenta avanzar viento en contra, con la pilcha y el paraguas que parecen que se vuelan. Un capo.
Lo que no me cierra es el grupo de ponjas que le sacan fotos como si se hubiesen encontrado con Zinedine Zidane. Y vuelvo al diálogo con mi otro yo. Para qué le sacan fotos si las fotos no tienen movimiento. Están despreciando lo más grosso que tiene esta obra de arte, que es dar esa sensación de movimiento desde la quietud más absoluta. Mi otro yo me responde que no tiene tiempo para discutir huevadas.
Me harto de Florida pero todavía me falta el show del tango, mi propio show. Lo hago cada vez que paso por ahí. Los turistas se apiñan en círculo alrededor de tres o cuatro impresentables que la van de tangueros consagrados que alguna vez compartieron cartel con el mismísimo Zorzal. El público se apiña y ocupa casi todo el ancho de la peatonal, y entonces las opciones son dar un rodeo o mandarse por el medio. Mi otro yo sabe que voy por lo segundo y me bate que soy el mismo ortiba de siempre.
Paso bien pero bien por el medio y esquivo a uno de los bailarines. Me pide que por favor por el costado porque están en pleno show del dos por cuatro. Le respondo que Florida es una peatonal no un teatro y que dos por cuatro es ocho. Lo mismo de siempre, las mismas puteadas, el mismo gesto de mi otro yo de qué infantil que sos.
Lidera el ranking, por afano, la de vendedor de nichos en el cementerio. Da para estudiarlos en un laboratorio.
.