Moneda
o machetazo
Va
un poco de contexto para entender la escena: hace más de quinientos años, los
españoles que llegaron a Cartagena se traían morochos apilados en los barcos
para usarlos como esclavos. Como se desprende del simpático sobrenombre que les
pusieron, "africanos macheteros", los oscuros se la pasaban dale que machetear para abrir caminos,
porque parece que los indígenas eran medio vagos.
Los
muchachos de la foto estaban haciendo una “representación” de esos pobres
africanos. Como un chiste de mal gusto, el espectáculo lo daban en la puerta
misma de lo que alguna vez fue la casa que ocupó la Inquisición, que merece un
capítulo aparte.
Apenas
los vi parados sobre esos pilotes, desenfundé y les disparé para llevarme una
imagen pintoresca. Como se puede apreciar en la foto, uno de los morochos me
señaló el tarro y me gritó por la moneda.
No
me gustó el tono. Lo tomé como un apriete de los que no me gustan y seguí de
largo. El morocho me seguía clamando por el emolumento mientras blandía el
machete en actitud intimidatoria y agresiva. Intenté seguir de largo pero me
cruzó en el camino:
- A
ti no te gusta trabajar y que no te paguen por el fruto de tu trabajo.
El
negro me enterneció. Fruto de su trabajo, mundial. Lo saludé, lo felicité y le
hice un ole para seguir con mi itinerario, porque monedas no tenía.
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En Cartagena te distraés y te empoman
Fue
una de esas casualidades de la vida pero yo se lo vendí a la patrona como algo
deliberado y planificado, por su cumpleaños. Apenas pisamos tierras
cartaginesas, el remisero que nos buscó en el aeropuerto nos dijo que habíamos
caído justo los tres días en que se conmemora la independencia de Cartagena. Y
que por eso se hacen un montón de espectáculos, incluido un desfile de carrozas
que pega toda la vuelta a la ciudad amurallada.
Había
de todo en el desfile: el atractivo central se supone que eran las reinas de
las diferentes provincias de Colombia que, entre comparsas de lo más sofisticadas,
pasaban en sus carruajes decorados saludando a la multitud. Las manos no eran
lo único que sacudían. Pero, créase o no, la atención no estuvo ahí. La joda,
en cambio, era armar pogo colombiano al ritmo de Carlos Vives y apretar el pomo
para untar a todo el mundo. De poco nos sirvió la destreza que durante un buen
rato demostramos para esquivar chorros de espuma que volaban por el aire y para
sacarnos de encima a hordas enardecidas pintadas de colores que nos abrazaban a
cada paso. Terminamos embadurnados hasta el caracú.
Los
chivos también estuvieron en el desfile. Marcas de cervezas, casas de
electrodomésticos, ofertas turísticas. Hasta un Mister T que no sé de dónde lo
sacaron pero que se paseó por el sambódromo con los otros magníficos y cerró su
participación sacándose fotos con los fans de arriba de treinta años porque el
resto no sabía quién carajo era. Accedí a la foto que quiso sacarse conmigo y
hasta le tiré una moneda (la que no le di al negro).
En
una de las comparsas, las señoras que lo integraban venían hidratándose a
fuerza de clavarse una cerveza atrás de la otra, gentileza de Águila. El
resultado fue un escabio divertido, con las mujeres gritando incongruencias y
tirándose unos pasos de salsa que eran para poner en un cuadro. La foto con la
patrona fue para festejar su cumpleaños.
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Una
clase de marketing
Manolo
deambula por las murallas del centro histórico de Cartagena, ofreciendo sus
artesanías a todo turista desprevenido que pase por allí. Nosotros pasamos por
allí.
Pero
Manolo no es un denso, Manolo no está formateado como el que te vende corbatas
en Modart. Manolo sabe lo que hace. Lo primero que nos dice, apenas nos ve
apurar el paso para evitarlo, le sale con una naturalidad que apabulla:
- No
les quiero vender nada. Sólo quiero cambiar unas palabras con mis hermanos de
Argentina, tierra de Messi, Pekerman, el Papa y la reina de Holanda.
Caminamos
como argentinos. Esa fue mi conclusión porque en ningún momento abrimos la boca
como para que nos saque la ficha. Manolo derribó con demasiada facilidad esa
pared que uno enseguida levanta cuando tiene que enfrentarse a un representante
de este rubro voraz.
Manolo
nos cuenta un poco sobre él. Vive con su mujer y sus cuatro hijos en la Isla
Barú, a unos cuarenta kilómetros de Cartagena, desde donde se viene casi todos
los días para vender sus chucherías y así “llevarle el pan a mis hijos de una
manera digna”. Conoce Argentina porque una vez un amigo “con platita” los
invitó a conocer algunos rincones de nuestro país.
Manolo
se muestra como una persona culta, o al menos no deja baches en un libreto que
se conoce de memoria. Y mientras avanza la conversación, empieza a desplegar su
mercadería sobre una de las murallas, explicando con detalles increíbles todo
lo que rodea a esos supuestos materiales con los que él mismo fabricó las
artesanías.
Daba
lástima interrumpir su relato, que de verdad es atrapante, pero necesito saber
de qué valores estamos hablando así no lo hacemos perder el tiempo. Pero Manolo
no larga pieza. No quiere contaminar su relato con un dato tan chabacano como
el precio.
Al
final tira un número que es una locura. Nuestros cortos silencios vienen de
tener que hacer la conversión monetaria mentalmente, pero Manolo los toma como
regateo. Baja un poco. Seguimos pensando. Vuelve a bajar porque “no somos
gringos”.
El
número final sigue siendo una locura. Pero Manolo hizo bien su trabajo. Cuando
nos queremos acordar, el tipo se aleja con una sonrisa de misión cumplida y
nosotros con el bolso lleno de chucherías.
jaaaaaaaaaaaa!! buenisimooo!!!
ResponderBorraral menos estaban buenas las chucherias?
ResponderBorrarMuy buen relato... Estuve en Cartagena alguna vez y estoy seguro de haberme cruzado con Manolo y que seguro me enchufó algo! Suerte y disfruten!
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