El rescate emotivo de hoy
tiene que ver con un episodio en el cual la sobredosis de ironía y sarcasmo que
recorre mis venas me puso al borde de morir ultimado por un italiano iracundo.
Hace casi veinte años,
recién recibido, tuve la suerte de pasar dos meses en Boston, mejorando el
idioma y metiendo un par de cursos sobre temas más o menos relacionados con mi
profesión. El estudio fue la excusa.
En la universidad donde yo
paraba había unos cuantos argentinos pero yo les huía porque la idea era mezclarme
un poco con otras culturas. Suena cliché pero era posta. Por eso el grupete de
argentinos me bautizó “el amargo” y a mí eso me afectó tanto como me podría influir
ahora que la ciencia haya encontrado una cola de dinosaurio emplumado
preservada en ámbar. A ver si me dicen algo que no sepa.
Los cursos se dictaban
durante la semana y los fines de semana las opciones no eran muchas. O
agarrabas alguna actividad bien nacional y popular que organizaba la
universidad, como por ejemplo ir a esquiar a Vermont, o te quedabas en Boston y
aprovechabas para recorrer los alrededores en modo gasolero. Ésa era la única
opción que yo estaba en condiciones de considerar. Y como los sábados y
domingos en la universidad sólo había dos turnos de comida, yo bajaba temprano
al comedor con mi bolsito forrado de hule y lo llenaba de sándwiches casi hasta
donde el cierre me lo permitía. Cuando armaba los sándwiches me sentía como quien
la tiene difícil para copiarse en un examen del colegio, porque había un mozo dando
vueltas y yo estaba convencido de que su función era observar con atención para
evitar que los alumnos se llevaran provisiones fuera de los límites del
comedor. Con el tiempo me di cuenta que era sólo yo el que llevaba adelante tan
descarada estratagema.
Descartados los argentinos,
decidí armar mi propio grupo, bien variopinto. Había dos brasileros, un suizo,
dos mexicanas, una sueca, un alemán y yo. Solíamos movernos juntos a todos
lados y yo me esforzaba especialmente de no separarme de ellos, en especial del
alemán y de uno de los brasileros porque tenían la extensión de tarjeta liberada
y eran grandes invitadores.
El último fin de semana
antes de volverme a Argentina, el alemán, que se llamaba Hans, sugirió al grupo
ir a comer a un restaurante italiano muy top que había en el casco histórico de
Boston. A mí me pareció una excelente idea salvo por un detalle. Hubo un
silencio levemente incómodo entre la propuesta de Hans y la respuesta del
resto. El resultado de la pausa deliberada fue el esperado porque Hans, algo
resignado, agregó que él invitaba a todos.
Reservamos una mesa para
ocho y llegamos medio temprano. Yo me pedí un plato de fetuccini alla putanesca
que costaba casi lo mismo que el acumulado de lo que me había gastado durante
por lo menos la última semana. El resto del grupo también se mandó con algunos
platos bien tradicionales de la cocina tana y el alemán se jugó con un tinto
que rajaba la tierra.
Todo transcurría con enorme
algarabía y jolgorio, sobre todo pensando que ese muerto lo levantaba Hans. Como
era mi último fin de semana allá, decidí que ése era un buen momento para armar
algún numerito que despertara las risas de mi público. Necesitaba despedirme
con algo fuerte. Claramente me fui de mambo.
Ya estaban casi todos los
platos servidos en la mesa. Probé mis fetuccini y llamé al mozo haciendo ademanes exagerados. En un inglés que había practicado mentalmente durante algunos
minutos, le solté la pregunta sin mucha vuelta:
- ¿Para el sabor de estos
fetuccini falta mucho?
Quería quedar como un
jocoso bárbaro frente a mis amigos pero el único que agarró la cargada fue el
mozo. Desapareció de la sala sin decir nada y al toque volvió con un gordo, más tano que la muzzarella, que dejaba ver su musculosa blanca por debajo de la camisa. Era el
dueño del restaurante. El gordo tampoco dijo nada. Me agarró de la capucha del
buzo que yo usaba ese día, me zamarreó violento y me llevó a los
empujones hasta la calle mientras me gritaba sin ponerse colorado. Entre las
miles de cosas que me dijo llegué a distinguir dos: “figlio di troia” y “Testa
di cazzo”. No sabía qué significaban pero más o menos me imaginaba.
Atrás mío salieron los
otros siete, despavoridos, sin entender una mierda de lo que estaba pasando. A ellos
también los habían rajado. El tano nos blandía la cuchilla desde adentro como
tratando de convencernos de no volver a pedir explicaciones. No volvimos.
Terminamos en un McDonald’s
y cada uno se pagó su combo.