Por alguna razón que no
termino de descular, esta mañana me levanté convencido de que hoy es el día
para confesar un hecho de mi vida que me marcó duro y que archivé en algún
rincón del orgullo durante más de veinte años.
Si no hablé hasta ahora,
fue porque hasta hace muy poco tiempo tenía alguna esperanza de recibir ese
llamado que sería el puntapié inicial hacia la gloria. Pero hay que saber
cerrar capítulos y aceptar con hidalguía que las cosas pueden no resultar como
una las proyecta.
Año mil novecientos noventa.
Yo promediaba la secundaria y Argentina venía de perder la final del mundial
con Alemania. El fútbol ocupaba el ochenta por ciento de mi rutina y en el otro
veinte metía todo lo demás: colegio, familia, amigos. En el barrio ese año me
tocó ser parte de un equipo temible que hacía bailar la tarantela a quien se le
pusiera adelante. Jugábamos en la canchita que había el fondo de mi casa y en
la que estaba enfrente de la casa de Javier Solanet. Por algún motivo, en ese
momento se me metió en la cabeza que todo aquello ya me quedaba chico y me
animé a pegar un salto de competitividad. O, mejor dicho, a intentar pegar ese
salto.
Con un amigo de entonces
cuyo nombre no voy a revelar (tal vez espere otros veinte años para darlo a
conocer), respondimos a la convocatoria que nos había hecho llegar un tercero
que nos había visto jugar a los dos y que, según su experiencia, nos
pronosticaba grandes chances de quedar entre los elegidos.
La prueba era en la sede
que la Fuerza Aérea tiene en Vicente López, sobre Libertador, y los tipos que
nos iban a evaluar venían en nombre del club Defensores de Belgrano. Había que
presentarse a las nueve de la mañana pero llegamos antes de las ocho, con un
frío de cagarse y un viento que te hacía caminar en cuarenta y cinco grados.
Al rato de esperar
parapetados debajo de un árbol, empezó a llegar gente y unos minutos antes de
las nueve éramos como sesenta pibes. El capanga del proceso de selección era un
gordo que calzaba una joggineta tres tiras verde acomodada sobre la segunda
prominencia de su generoso vientre, buzo gris con capucha y unos botines adidas
gastados sin atar. Lo acompañaba un flaquito que tenía un corte igualito al de
Hugo Lamadrid y repetía todo lo que decía y hacía su compañero. Era su eco y su
sombra.
El gordo acomodó la pelota
en la mitad de la cancha y tuvo que apretarla bajo la suela para que no se la
llevara el viento. Cuando hizo sonar el silbato con el poco oxígeno que parecía
tener, la manada se disparó en estampida hasta el círculo central de esa cancha
pelada y pedregosa que había perdido el pasto por un invierno que ese año fue
especialmente fulero. Que fuera la última cancha, justo al lado del río, le
daba a la escena un aspecto más desolado todavía.
- ¿De qué jugás, pibe?
No me esperaba ser el primer
indagado y no supe qué responderle porque yo en esa época alternaba jugando de
enganche y de delantero. Incluso a veces iba de dos. El gordo resopló
impaciente y con una mirada asesina pareció preguntarme qué mierda hacía ahí.
Lo mismo me preguntaba yo.
- Bueno, pensálo un rato y
te vuelvo a preguntar cuando termine la ronda.
Me quedé mirando el piso
durante toda la ronda, pensando que no había forma de superar ese nivel de
pelotudez que mostré en mi primera intervención. Mientras la ronda avanzaba, yo
iba tomando nota mental de los puestos que se iban nombrando y lo que me
sorprendió fue que hubiera tan pocos delanteros. Había como diez arqueros y una
banda de defensores y volantes. Delanteros había tres.
- Soy delantero, maestro.
El gordo se miró con Lamadrid
y después me dedicó su segunda mirada asesina del día, como preguntándose de
dónde tanta confianza. Dos intervenciones, dos cagadas. Un comienzo de manual.
La prueba era muy sencilla:
se armaron cuatro equipos que iban rotando y cada uno se mataba por hacer su
mejor papel en partidos de dos tiempos de quince minutos. Me mandaron de nueve
y mi compañero de equipo era un enano que corría como si tuviera un petardo en
el culo. La tiraba larga y nadie lo podía alcanzar. El petiso hacía todo bien
salvo un detalle: no la largaba ni que le pusieras una veintidós en la cabeza.
La primera bola que toqué
fue después de un despeje largo de nuestro arquero que vino para mi sector. La
medí en el aire y me dispuse a matarla con el pecho y habilitar a algún
compañero para ir a buscar la pared. Todo eso pasaba por mi cabeza justo en el
instante en que un tren de carga con doscientos vagones cargados de acero
sólido me agarró de espaldas, inesperado, y me hizo tragar un metro cúbico de
polvo. Semi inconsciente, me tomé mi tiempo para levantarme, imaginando que
todos mis compañeros y rivales estarían formando un círculo a mi alrededor para
interiorizarse sobre mi estado de salud. Pero cuando logré reacomodar mi
estructura ósea y darme vuelta en el piso, no había nadie. Ni siquiera el
defensor que me había pegado el viaje. El partido seguía como si yo no
existiera. Me paré como pude y volví a meterme en tema. Terminó el primer
tiempo y ésa fue la única bola que toqué.
En el entretiempo el gordo
empezó a meter cambios y me sentí número puesto para ir al banco. Pero por
alguna razón el gordo quiso darme otra oportunidad y me dejó en la cancha. La
confianza del gordo me envalentonó y promediando ese segundo tiempo tuve mi
chance y no la desaproveché: el diez me la filtró entrelíneas y me dejó solo
frente al arquero, con la bola viboreando por los piques irregulares que
ofrecía esa cancha de mierda. Cerré los ojos y le di con todo el empeine. La bocha
entró a media altura, bien pegada al palo, frente a una volada increíble del
arquero que hizo todo más espectacular. Lo festejé con puño apretado pero sin exagerarla.
Fue mi última jugada porque
el gordo me sacó y mandó a la cancha a un orco gigante que cuando nos cruzamos
el hijo de puta me echó una mirada que me hizo temblar las piernas. En esa
mirada pude leer un ni-se-te-ocurra-serrucharme-el-piso. Me acomodé a un
costado de la cancha, calladito y me tiré encima todo lo que tenía en el bolso
para hacerle frente al frío.
En el segundo partido jugué
apenas diez minutos. Mostré alguna cosita pero no pude volver a mojar. Había unos
flacos que la tenían atada con tanza pero no me sentí tanto menos que ellos. El
balance claramente fue bueno y no podía disimular la sonrisa cuando el gordo
nos convocó a la mitad de la cancha hacia el final de la mañana. Nos agradeció
la participación y nos pidió los teléfonos, a todos, y nos dijo que
estuviéramos atentos porque a algunos nos llamarían para una prueba final en la
sede de Defensores.
Hace un tiempito decidí que
ya era hora de alejarme del teléfono.
Y hoy lo cuento porque me pintó.
Feliz 2017.
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