Ya
pasaron ocho años. No sé mucho de derecho pero calculo que el asunto ya
prescribió.
Mi
hermana, mi cuñado y sus princesas vivían en Ushuaia y con la patrona caímos de
visita con la tropa a pleno. Casi un mes de prestados en una cabaña del carajo,
al borde del canal de Beagle, gracias a la generosidad inagotable de mi
padrino. Vacaciones con mayúsculas, o sea VACACIONES.
Llegamos
los primeros días de diciembre y pasamos Navidad y Año Nuevo allá. Hicimos
todos los paseos que se podían hacer, incluso más de una vez cada uno, y
prácticamente no nos quedó nada por conocer. El lugar es indescriptible, un
paraíso.
La
cabaña estaba pegada a la de mi hermana y eran idénticas. En la planta baja
tenía dos cuartos, dos baños y un living/comedor/cocina bastante amplio y,
balconeando sobre el living, había un entrepiso de madera con un par de
sillones y la tele.
Apenas
aterrizados, mi mujer y mi hermana salieron a hacer compras y yo me quedé con
todos los críos porque mi cuñado se había ido a laburar. Me senté en la mesa
del comedor a trabajar un rato en la computadora mientras los gurises veían una
película en el entrepiso. Todo iba joya hasta que el menor, que para esa época
tenía apenas nueve meses, se despertó de su siesta mañanera y pidió a gritos la
mamadera desde la cuna que había en uno de los cuartos. Me levanté de mi lugar,
le calenté un poco de leche y lo acosté sobre la alfombra del entrepiso,
cerquita de sus hermanos, con la cabeza medio levantada con un almohadón para
que pudiera entrarle a la mema bien cómodo. Con un poco de suerte, el enano se
dormía otra vez tomando su leche y me dejaba meter un rato más de laburo
descontracturado.
Lo
que yo no sabía hasta ese momento era que el pendejo ya no era el típico muñeco
de trapo que se quedaba quieto donde lo pusieras. No señor.
De
vuelta en la mesa del comedor, me puse a boludear en las redes sociales
mientras el resto seguía abrochado electrónicamente a esa peli de Disney que
ahora no recuerdo. Todos enganchados, menos el menor. Fue una décima de
segundo. Enfocado en la pantalla, tal vez mirando por enésima vez alguna
genialidad de Messi, con la mirada periférica pude percibir al bulto cayendo al
vacío desde el entrepiso como una bolsa de papas. El bulto rebotó en el sillón
y terminó desparramado por el piso.
El
bulto era mi hijo menor. El tipito había aprendido a rodar de costado, parece
que era su gracia. Y así fue, rodando tipo tirabuzón, hasta la baranda de
contención que daba al living. La baranda era de troncos rústicos pero dejaba
un hueco en la parte inferior. Un hueco angosto pero no tanto como para evitar
que pasara de largo un bebe de nueve meses rodando como tirabuzón.
Decí
que el Barbas es grande y que los ángeles guardianes de toda la familia se
pusieron de acuerdo para laburar juntos en esto. El pibito voló esos tres o
cuatro metros y cayó justo sobre el sillón. Diez centímetros para un lado, se
habría dado contra el borde de piedra de la chimenea. Diez centímetros para el
otro, caía afuera del sillón, directamente sobre el piso de losa. El llanto
desconsolado del pendejo fue música para mis oídos porque era una buena señal.
El llanto nervioso de la flaca, que había sido testigo, fue un sopapo al alma.
Durante unos diez segundos, ningún músculo de mi cuerpo respondió a las
indicaciones poco precisas que le tiraba mi cabeza. Finalmente me acerqué, lo
levanté, lo abracé fuerte y lo acompañé un rato en el llanto.
Cuando
la madre llegó de hacer las compras, no supe por dónde arrancar el cuento. Sólo
le acerqué al pibito para que lo alzara y lo abrazara ella también. Y después,
sí, le conté. Pero no me acuerdo ni qué le dije ni cómo reaccionó.
Fue
un momento Rexona.
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