El técnico chileno Pellegrini
ganó en casi todos los equipos que dirigió pero en Real Madrid le fue como el
culo. Tenía a los mejores jugadores del mundo en el club más grande de todos. El
drama de Pellegrini fue no aguantar la presión de un vestuario lleno de
estrellas que hacían lo que se les cantaba el orto. Pero no es el único caso. Les
pasó a unos cuantos que se metieron a dirigir en clubes grandes como Juventus,
Barcelona, Milan o Tigre y que se los comieron crudos a la primera de cambio. Hubo
otros, en cambio, que supieron manejar la presión y dominaron el vestuario
poniendo los huevos sobre la mesa y tomando las decisiones que había que tomar.
Son los menos, pero entre ellos estuve yo.
Mi hijo había recibido una
invitación para un encuentro de fútbol. Lo de ‘encuentro’ en lugar de ‘torneo’
no es casual. La organización fue muy clara en este aspecto: el fútbol era sólo
una buena excusa para que los pibes despuntaran el vicio. No había ganadores,
no había campeón, no había goleador. Los resultados no se ponían en ninguna planilla
ni había acumulación de tarjetas amarillas. Incluso el réferi tenía luz verde
para bombear sin escrúpulos y equilibrar un partido si había baile.
El torneo que no era torneo
despertó en mi hijo una expectativa tremenda, desgastante, casi febril. Durante
semanas, papel en mano, se la pasó armando, borroneando y reescribiendo la
lista de buena fe. El pibe quería a los mejores en su equipo y yo le insistía
en que llamara a sus amigos. Con amigos siempre la vas a pasar bien, me acuerdo
que le decía. Fue duro pero al final lo convencí.
Con la lista definida, los pibitos
organizaron juntadas en casa para diseñar formaciones, definir esquemas
tácticos y discutir durante horas sobre cómo debía llamarse el equipo. Cuando
se pusieron de acuerdo con el nombre -un originalísimo Los Mini Messi-, el eje
de la discusión se corrió hacia la camiseta. Arrancaron con la idea de mandar a
hacer una especial pero los hice desistir rápidamente. Terminaron siendo muy
originales también en esto: eligieron la de Barcelona.
Todo este proceso previo se
daba de frente con el espíritu del torneo que no era torneo. Me tuve que poner
la pilcha de psicólogo y mostrarles cómo venía la mano. Con el estado de
excitación que cargaban, no fue fácil explicarles que no iban a salir campeones
y que eso nada tenía que ver con que jugaran bien o mal. Había que verles la
cara cuando les decía que era lo mismo ganar 2 a 0 que perder por goleada o
empatar en la última jugada. Yo trataba de hacerles entender y ellos me miraban
como si fuera un extraterrestre. Incluso mi hijo llegó a creer que sus amigos
le iban a perder el respeto y me pedía por lo bajo que terminara con aquel
sermón sin sentido.
El torneo que no era torneo
tenía una característica curiosa: los chicos jugaban y los padres se turnaban
al arco. Parece fácil pero ni en pedo, básicamente por dos razones. Primero,
porque a los ocho años los pibes ya desarrollaron una potencia de disparo que
no es la de un nene de cuatro que te patea en un patio de edificio. Los de ocho
te lastiman. Y, segundo, porque cada arco tenía un área chica de no más de dos
metros cuadrados que el arquero no podía abandonar nunca. Te salías del área,
te cobraban penal en contra. O sea que el borrego encaraba el arco con pelota
dominada y no podías salir a hacerle el achique. Así, en la mayoría de los
casos nos enfrentábamos a una situación de fusilamiento sin ningún tipo de
contemplaciones.
La semana previa fue
tremenda. Los amigos de mi hijo se aparecían por casa prácticamente todos los
días. No había forma de bajarles la ansiedad. El viernes se juntaron todos y me
hicieron comprarles un pedazo de tela blanco que tenía un metro de ancho y casi
quince de largo. Lo desplegaron en el piso hasta ocupar todo el largo del patio
y uno de ellos sacó de un bolso una colección de pinturas. Durante casi tres
horas estuvieron aplicando su arte a ese pedazo de género, con un entusiasmo
fuera de lo común. El resultado fue un trapo de cancha con una inscripción que
tal vez no estaba del todo alineada con el espíritu del torneo que no era
torneo: “Los Mini Messi. Pasión y locura hasta la muerte”.
Para simplificarles la vida a
los otros padres, alojé a todo el equipo en casa la noche previa, cosa de poder
salir a la mañana siguiente directo hacia el predio. Una decisión solidaria para
con los otros padres, pero tal vez no del todo acertada para nosotros porque los
pendejos se fueron cebando mutuamente y terminaron delirando hasta las tres de
la mañana con cánticos, palmas y murgas improvisadas.
El torneo que no era torneo
arrancaba a las diez de la mañana. Con salir de casa una hora antes estábamos
bien. Pero los pibes, con mi hijo a la cabeza, se me aparecieron en el cuarto a
las seis de la mañana, todos cambiados y con los botines puestos.
- Ya estamos listos, pa. ¿Vamos yendo?
Cuando llegamos al predio no
estaba ni el sereno. Hubo que esperar casi una hora hasta que nos abrieran el
portón de ingreso.Tenía a casi todo el equipo ahí, salvo uno de los chicos que
no había podido quedarse en casa. Con todo el predio para nosotros, armamos un
picado intenso entre nosotros para liberar energías y bajar un poco las
ansiedades.
Al rato cayó el jugador que
faltaba, pero no vino solo. Con él se apareció también un amiguito del barrio
que había dormido en su casa. Una cagada, porque ya de movida la lista de buena
fe venía cargadita, con tres suplentes. Con el vecinito colado terminábamos
siendo cinco en cancha y cuatro esperando afuera. Había que ingeniárselas para
rotar a los jugadores sin que ninguno se me ofendiera. Ningún jugador y ningún
padre.
El fixture no nos fue
favorable en cuanto al horario, porque para el debut nos tocó el turno más
tarde que nos podía tocar, así que tuvimos que alargar la previa. Los pibes
estaban que se salían de la vaina y se hacía cada vez más difícil controlarlos.
Durante todo ese rato se dedicaron a mirar los partidos de los futuros rivales,
haciendo conjeturas, identificando a los más habilidosos y adaptando el esquema
de juego que durante tanto tiempo habían estado elucubrando.
Ya más sobre el arranque de
ese primer encuentro, los junté a todos al costado de una las canchas y les
recité de nuevo las máximas del torneo que no era torneo. Después de anunciar
la formación titular, el vecinito colado se me acercó, fuera de sí, y me
recriminó en la cara levantándome el dedito:
- Vos no sabés nada de fútbol. Yo no puedo ser suplente.
El insolente me agarró
totalmente desprevenido y me hizo tragar el chicle. Y se me quedó mirando, como
si yo le debiera una explicación. Conté mentalmente hasta diez y opté por
ignorarlo.
- Vamos chicos, acuérdense que vinimos a divertirnos. Salgan a la cancha
y diviértanse. Los suplentes se sientan al costado de la cancha y esperan.
Resalté con énfasis especial
las palabras ‘suplentes’ y ‘esperan’, mientras miraba de reojo al pendejo, que
seguía rojo de la furia. En ese momento aparecieron algunos padres. El mensaje
de que entre todos teníamos que turnarnos al arco parece que nunca les llegó.
Los tipos cayeron de jean, náuticos, sillita playera que acomodaron a la sombra
y la deportiva de La Nación bajo el brazo.
Así arrancó nuestro primer
compromiso. Un partido de trámite tranquilo, sin un claro dominador. Desde el
arco tenía una visión más que aceptable como para ir dando algunas indicaciones
y administrando los cambios. La mirada odiosa del vecinito colado era cada vez
más intensa, porque veía entrar y salir a sus compañeros mientras él seguía
masticando su bronca sentado en un costado.
La paridad la rompimos promediando
ese primer tiempo, cuando nuestro delantero pescó un rebote en el área y fusiló
al arquero-padre que hizo todo para despejar, pero sin éxito. Hasta ahí la cosa
venía más o menos tranquila. Pero sobre el final de la primera parte se
sucedieron dos jugadas que me movieron la estantería. Primero fue el empate del
otro equipo. No por el gol en sí, que me importó poco y nada, sino por la
reacción del arquero-padre rival. El tipo pegó un alarido bestial y, totalmente
desencajado, corrió veinte metros para abrazarse con el autor del gol mientras
gritaba como loco para los cuatro costados de la cancha. No me gustó la actitud
y así se lo hice notar con tremenda cara de orto cuando me pasó a pocos metros
en su celebración desmedida. La segunda estocada vino dos minutos después.
Nuestro extremo derecho desbordó y echó un centro llovido que terminó en
cabezazo a quemarropa de mi hijo. Era gol y el pibe ya se relamía levantando un
brazo y apretando el puño. Pero el arquero-padre se estiró todo lo que pudo, se
sostuvo horizontal en el aire y la manoteó al córner. Y celebró la salvada con
otro grito fuera de contexto. El muy hijo de puta, lejos de entender el
espíritu del torneo, acababa de darle un golpe certero a la ilusión de mi hijo.
Y se había regodeado de eso.
Ahí nomás me transformé. Me
acerqué a un costado de la cancha y pedí un par de guantes que tenía mi otro
hijo en un bolso. Me calcé también una gorra y me pelé las rodillas volando de
un palo a otro para sacar todo lo que me tiraron en esos minutos finales del
primer tiempo. Sonó el silbato y atravesé la cancha de punta a punta, sólo para
cruzarme con el arquero-padre rival y echarle una mirada lo suficientemente
violenta como para que quedara claro que ahí había un duelo aparte. Junté a
todo el equipo en la mitad de la cancha y empecé a dar algunas indicaciones. El
pendejo colado se me puso justo enfrente, bien visible, como para recordarme
que era el único que no había tenido ni un minuto en cancha. Lo hice entrar.
El segundo tiempo arrancó a
pura adrenalina. El pendejo la tenía atada y en cinco minutos clavó tres goles,
uno mejor que el otro. El arquero-padre rival hizo todo lo que pudo pero el
insolente en una le pegó tres dedos al segundo palo, en otro le dio de volea y
el tercero fue de cabeza al ángulo. Con el partido 4 a 1 y un baile que ya
empezaba a ser demasiado alevoso, me acordé de vuelta del espíritu del torneo.
Que el arquero-padre rival la estuviera sufriendo me chupaba un huevo, pero
daba pena ver a los gurises del otro equipo con caras largas, puteándose entre
ellos, pasándola mal.
La oportunidad de
reivindicarme llegó sobre la mitad de ese segundo tiempo. Uno de los delanteros
contrarios quedó increíblemente solo frente a mí y me la tiró suave a un
rincón. Era una bola fácil, pero decidí tirarme un segundo más tarde. La bola
entró mansita al lado del palo frente a la mirada atónita de mi hijo y de sus
compañeritos, que no podían concebir semejante torpeza. No había ninguna chance
de que los pibes entendieran que me había dejado hacer un gol para disimular la
goleada. Desde ya que no esperaba que se acercaran uno a uno a felicitarme por
mi buena acción, pero lo que tampoco me esperaba ni en pedo era que el único en
encararme fuera el vecinito colado, que tenía un agrande de novela. En pose
canchera de brazos en jarra, y lo suficientemente fuerte como para hacerse
escuchar, el pendejo me tiró sin anestesia:
- No podés ser tan choto.
Fueron los únicos diez
minutos en cancha que el pibe tuvo durante todo el torneo. Ese partido lo
terminamos 4 a 4 y el resto los perdimos todos. Pero di cátedra de cómo se
maneja un vestuario.