Hoy tengo reunión en el centro y me tomo el tren después de
mucho tiempo. La sensación es tremenda porque me devuelve un poco de lo que
perdí hace unos años cuando me cambié de laburo y dejé de moverme en tren. Yo
trabajaba en el centro, cerca de Plaza San Martín, y me tomaba todos los días este
tren que hace Tigre a Retiro. Como Tigre es la primera estación, lo agarraba
vacío y elegía siempre el mismo asiento en el mismo vagón. Eran cincuenta
minutos para disfrutar de mi propio no-lugar, como bautizó Marc Augé a esos
espacios de transitoriedad que no tienen suficiente importancia como para ser
considerados lugares. En la ceremonia de perderme entre gente ignota,
encontraba el ámbito ideal para ejercer mi derecho al anonimato y consumía ese
rato navegando por un mar convulsionado de pensamientos y reflexiones. El
diario del día o el libro de ocasión eran sólo una fachada. Lo mágico del
momento era resetear la cabeza y llenarla de gansadas mirando por la ventana un
punto fijo u observando a mis compañeros de vagón para tratar de imaginar qué
historia contaba cada uno a través de gestos y posturas. Y escribía. Sacaba mi
Blackberry y le clavaba los pulgares frenéticamente para inmortalizar esos
momentos. El WhatsApp Dementor todavía no nos había chupado la existencia y yo
era un caso raro cuando me pasaba todo el viaje sin levantar la vista del
celular. Con el tiempo me volví un adicto al boludeo sobre rieles y no te
tocaba un auto ni con un puntero láser. Pero cuando cambié de trabajo y me
instalé en un edificio de oficinas sobre Panamericana, de la noche a la mañana
dejé de viajar en tren y empecé a experimentar un vacío casi existencial. El
destino cercenó mi derecho al boludeo y caí en las garras implacables del hacer
sólo aquello que derive en efectividades conducentes.
Estoy sentado
en el segundo vagón, en asiento que mira hacia adelante y del lado de la
ventana. Apenas pasamos Virreyes el tren se llena de gente. No es la misma
gente de aquellos años pero lo mismo les hago un paneo y me detengo en cada una
tratando de adivinar su historia. El paneo se interrumpe en una cabellera rubia
que sobresale en el tercer asiento individual. Es Jürgen. Hay un momento de
contacto visual pero se hace el boludo y clava la mirada en su celular. Me
levantaría para encararlo pero no quiero perder mi asiento.
Jürgen
Wagenknecht alguna vez fue mi mejor amigo, hace como treinta años. Éramos
vecinos cuando yo vivía con mis viejos y, aunque íbamos a distintos colegios,
andábamos como culo y calzón por el barrio haciendo todas las cagadas que nos
entraban en esos ratos libres que no eran pocos. Jürgen iba a un colegio
alemán, como toda su familia, y yo me lo imaginaba marchando con sus
compañeritos todos juntos, sincronizados, prolijos y con el brazo derecho
extendido mientras saludaban a la autoridad. Jürgen me enseñaba puteadas en
alemán. No le copaba mucho pero yo le insistía, y al final le arrancaba una de
sus cuatro sonrisas anuales cuando me hacía una galleta en la lengua tratando
de repetirlas. Nuestro barrio no era nada de otro mundo. Calles de tierra -o
asfaltadas medio pelo-, mucha bicicleta y una baldío cada dos casas. Los
baldíos eran nuestro lugar en el mundo. Ahí improvisábamos las pistas de
bici-cross, nos bajábamos las galletitas choreadas de alguna despensa o
simplemente nos escondíamos después de hacerle alguna joda pesada al viejo que
nunca quería devolvernos la pelota cuando se nos caía a su casa. Jürgen era de
carácter más bien jodido, siempre concara de perro malo. Alguna que otra vez
nos agarramos a piñas porque yo le decía que todos los alemanes eran nazis y
que su viejo era igualito a Goebbels. Una animalada. Parece que la joda le
llegó al viejo porque una vez me mandó a decir por mi hermana que no tenía ni
idea lo que estaba diciendo. Y no, no tenía.
Jürgen fue mi
mejor amigo hasta que un día dejó de serlo. Fue un jueves a la noche. Yo estaba
comiendo en casa con mis viejos y mis hermanos cuando sonó el timbre. Rarísimo,
porque a esa hora de un día de semana ya nadie andaba por la calle. Se levantó
mi viejo y cuando abrió la puerta fue como si hubieran puesto de golpe una
grabación del mismísimo Führer arengando a la tropa. Desde la mesa no se veía
la puerta pero los gritos se escuchaban clarito. Mi viejo volvió a la mesa y le
hizo un gesto a mi vieja para que lo acompañara hasta la puerta. De vuelta los
alaridos del Führer, que duraron un par de minutos más y se apagaron de golpe.
Se cerró la puerta con vehemencia y los viejos volvieron al comedor. Me miraron
fijo e hicieron un gesto inequívoco que sólo podía significar discurso de
postre. Me llevaron para un costado y mis hermanos se quedaron mirándose unos a
otros, mucho más intrigados que preocupados. La cuestión fue que a Jürgen le
había desaparecido un jueguito electrónico, y la Gestapo local decidió ponerme
a la cabeza de la lista de sospechosos. Me acuerdo perfecto del jueguito, era
el mítico western bar, y me acuerdo también que yo se lo envidiaba como loco.
Por eso la sospecha. Esa noche mis viejos le bajaron un poco los humos al Goebbels
de cabotaje pero igual me metieron en el escritorio, puerta cerrada, y
arrancaron con el interrogatorio. Detector de mentiras no había, pero en
realidad no me querían hacer confesar sino más bien que les tirara una pista
que le pudiera servir al Führer en su aventura de jugar a hacer inteligencia.
Jürgen tenía
dos hermanos bastante más grandes que él. Y si mi amigo daba el perfil de chico
malo, los hermanos directamente te hacían mear en los pantalones. Ni a ellos ni
al viejo los veía seguido, ni siquiera cuando estaba en su casa. Eran como
fantasmas porque siempre se las ingeniaban para perderse en algún cuarto o en
el tercer piso de esa casa que yo veía gigante y recóndita. Una sola vez yo
había subido al tercer piso y me encontré a toda la familia manipulando unos
frascos de plástico transparentes con un líquido medio amarillento. Fue la
segunda vez que le escuché al viejo decirme algo distinto a hola o chau. La
otra había sido cuando le colgué un trapo de Argentina después de la final del
mundial de México. Tiempo más tarde mi vieja me contó que los Wagenknecht
tenían un negocio familiar de productos para los piojos, pero a mí siempre me
quedó la idea de que andaban en algo raro. Con la desaparición del jueguito
electrónico, el viejo y los hermanos de Jürgen se embarcaron en una cruzada de
acoso psicológico, buscando hacerme confesar sin importar cómo. Uno de los
hermanos, Klauss, una vez me acompañó las cuatro cuadras que yo hacía siempre
hasta la parada del bondi, medio metro atrás mío, y me susurraba que iba a ir
en cana, que el cura de la parroquia no me iba a perdonar nunca y que era un
hipócrita porque llevaba colgada una cruz como si fuera una buena persona.
Si el
objetivo era hacerme sentir culpable, la estrategia estaba funcionando. Llegó
un momento que estuve a punto de escribirles una carta confesando el crimen con
tal de que la cortaran con ese mecanismo perverso de amedrentamiento y desgaste
psicológico. Durante casi seis meses, toda mi logística giraba alrededor de un
único objetivo: que la Gestapo no se cruzara en mi camino. Salía de mi casa en
horarios siempre distintos, daba vueltas de más y trataba siempre de estar
acompañado. Si no me quedaba otra que pasar frente a la casa de Jürgen,
entonces avanzaba a paso firme y mirando el piso, sin poder evitar sentir como
una puñalada en la espalda la mirada del viejo de Jürgen, que parecía estar
congelado atrás de la ventana del tercer piso, midiendo cada uno de mis pasos.
La cosa se ponía cada vez más densa hasta que un día la hostilidad se cortó de
golpe. No hubo más presión psicológica de los hermanos y la imagen del viejo se
borró de la ventana. Hasta la vieja de Jürgen me saludó por primera vez en su
vida. La situación me desorientó. Claramente me había perdido de algo. Hasta
que la hermana de Jürgen, que más o menos se llevaba con mis hermanas, vino con
el cuento de que habían descubierto que la señora que limpiaba su casa había
sido la que se afanó el jueguito electrónico. Se lo encontraron entre zapatos,
ropa y guita que también les había choreado. La Gestapo, fiel a un estilo,
nunca lo reconoció públicamente. Más de una vez me lo crucé a Jürgen pero el
que miraba para otro lado era él. Más de una vez me los crucé a los hermanos y
los tipos ni la hora. Nunca un mea culpa, nunca una explicación.
El tren baja
la marcha porque ya estamos entrando en Retiro. Entre tanta gente no llego a
ver si Jürgen ya se bajó en otra estación o si sigue por ahí con la mirada
clavada en el celular. Dejo mi asiento y me dejo arrastrar por la marea de
gente. Lo veo a Jürgen unos cinco metros delante pero no hay espacio para el
sobrepaso. Quiero hablarle, quiero interpelarlo. Apuro el paso y dos pendejos
me putean porque los empujo. Perdón, muchachos. Ahora son apenas dos metros los
que me separan del alemán. Mi fila para pasar el molinete se frena porque hay
un boludo no sabe cómo apoyar la sube sobre el lector. Jürgen pasa antes por otro
molinete y se aleja a paso acelerado. La puta madre. Paso mi tarjeta y lo
corro, ya sin disimular la persecución. Le grito y no me escucha. El conchudo
se mete en la boca del subte y ahí lo pierdo definitivamente.
Voy a tener que esperar a la próxima reunión en el centro. Mismo
horario, mismo vagón, pero apostado en la puerta. Y no lo salva ni Goebbels.
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