Soy mucho más que una pegada bonita


Si no fuera porque a las ocho de la matina ya me habían amenazado de muerte, si no fuera por ese detalle menor, te diría que la de hoy fue una mañana normal.

Venía de una gloriosa noche de fulbo después de casi un año de verlo de afuera y de pensar si este puto deporte es lo mío ahora que me acerco peligrosamente a los cuarenta.

La noche del regreso me puso bien pum para arriba. Venía demorando la vuelta de cagón nomás, por no saber si la rodilla iba a estar a la altura. Por lo menos a la altura de la otra rodilla.

Volver a pisar una cancha fue una sensación casi tan fuerte como el tufo que me agarró desprevenido cuando abrí el bolso y me encontré las mismas medias, las mismas vendas y la camiseta todavía húmeda que fueron testigos de aquella fatídica tarde del crac.

Venía de esa noche gloriosa y veía un arco en todos los ángulos de noventa grados que había en ese furgón.

Y entonces la vi. La botellita de plástico vacía de yogurísimo estaba en inmejorable posición para que le diera de lleno con el empeine.

No había nadie en el vagón, pero ese principio de éxtasis que me había poseído casi por completo me traía miles de hinchas con las gargantas enrojecidas de tanto cantar.

Fruncí la frente y enfoqué el ángulo superior derecho de esa especie de murito cuadrado que se levanta junto a la puerta de ingreso al vagón.

Volví a mirar la botellita, la medí y me perfilé. Tomé unos pasos de carrera y me acordé del zapatazo del apache contra los mexicanos.

Lo calcé justo a media altura. El envase plástico dibujó una hermosa parábola en el aire y se elevó medio metro por encima de aquel arco imaginario.

Dos cosas descubrí segundos después del impacto. Que la botellita no estaba vacía del todo y que yo no estaba solo en el vagón.

- La concha de tu madre, gato, te vi'a matá.

Lo que apareció de atrás del murito fue una mezcla perfecta entre el patrón Bermúdez, la hiena Barrios y ricky Fort. El tipo estada sentado justo atrás del murito, fuera de mi vista.

El resto de yogur que me envolvía el zapato derecho no era nada al lado de la estela que le quedó a esa especie de orco que se paró de un salto y me echó una mirada el hijo de puta que me hizo temblar las rodillas. La buena buena y la no tanto.

Antes de santiguarme y pedirle al Barbas que cuide de mi familia, pensé en el pelotudo que no se terminó el yogur. Con los nervios del momento se me ocurrió que ahí tenía otro interesante argumento para convencer a mis hijos de por qué siempre hay que terminarse el postre.

Miré para atrás y posta que no había nadie. No quedaban ni los hinchas.

El Barbas escuchó mis súplicas. En el instante en que al orco se le habían dibujado en la cara unas ganas locas de hacerme un enema de botellita, se abrieron las puertas del vagón.

Ahí nomas saqué a relucir los vestigios de lo que alguna vez fue una cintura prodigiosa. En un quiebre casi imperceptible más una finta de antología, logré hacerle un ole al orco y me perdí en el andén de la estación que no era la mía.

Cintura prodigiosa, fuera de joda. Soy mucho más que una pegada bonita.
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