Avatares en lo de Tío Sam (III)


Boston está lleno de bares y lugares piolas para irse de rotation o comer algo. Sobra buena onda porque el promedio de edad es bajo, mucho estudiante.

Como todas las semanas, los argentinos salimos en banda a alguno de estos boliches. Esta vez nos acompañan dos gallegos, mis dos runmeits brazucas, el suizo y cuatro holandeses que se prendieron igual aunque les hayamos dicho que drogarse no es parte del plan. Grupo heterogéneo, pinta bien.

Cuando estamos saliendo se me acerca uno de los gallegos y me pide si puede venir también el mexicano, que anda de malas porque su compatriota y amigo acaba de ser devuelto a México por aquel famoso incidente con una estudiante japonesa.

Incidente famoso sí, pero nadie sabe posta qué fue lo que pasó. Qué mejor que escuchar de primera mano los detalles del caso.

Sí, obvio, decíle que venga.

Todavía es temprano pero el bagre pica que da calambre. Caminamos como Kung Fu buscando un lugar más o menos como la gente. Somos los únicos frics que caminamos bajo la nieve como si estuviésemos en un shopping.

Los argentinos guiamos al resto, que nos sigue sin preguntar. Decí que estamos famélicos, porque estamos ahí de seguir pateando para ver hasta dónde aguantan sin preguntarnos a dónde carajo estamos yendo. Pero posta tenemos hambre.

Con poco efeté encima, nuestras pretensiones son tranquis. Terminamos eligiendo una pizzería que no se llama Uggys porque en Estados Unidos el aceite de auto no se recicla. Pero le pega en el palo.

Somos banda y estamos armando un quilombo importante para armar las mesas. Me siento al lado del mexicano y espero que se haga el hueco. Contános desde el título hasta los créditos cómo fue lo de tu amigo. Pero los directivos de la universidad y la policía me pidieron discreción. ¿Vos los ves por acá? Dale, no jodas y arrancá.

José, así se llama, tranquilamente podría haber actuado en la película de Mel Gibson sobre el fin de la civilización maya. Lo pelás y le chantás una colita de caballo y queda igualito al protagonista.

José de repente piensa que su historia en realidad no está tan buena como para que ese público le preste tanta atención. Pero entonado con la birra que le pusimos adelante se suelta un poco.

Hace tres semanas estaban él y sus amigos Felipe y Rafael jugando a las cartas en la sala de juegos de la universidad.

No se acuerda a qué estaban jugando pero sí que el juego era un embole. Y que entonces para hacerlo más picante empezaron con prendas para el que perdía la mano. Como el tequila corría como agua, las prendas eran cada vez más densas.

Así fue como Rafael tuvo la mala leche de que le tocara, como titularía C5N, la prenda del escándalo: se levantó y fue a darle un beso en la mejilla a una japonesita que hacía dos horas estaba cerca de ellos leyendo un libro sin levantar la vista una sola vez.

El pobre Rafael nunca imaginó que la japonesita, que salió corriendo espantada cuando el mexicano procedió, pertenecía a una especie de religión barra secta ultra conservadora que prohíbe el mínimo acercamiento hombre mujer. La niña acababa de perder la virginidad a manos del desafortunado Rafael.

Mucho menos imaginó que al día siguiente iban a llegar a la universidad los padres de la japonesita dispuestos a vengar esa humillación. La intervención de la gorra americana fue fundamental.

La jodita de la violación versión nipona le costó a Rafael que le dieran el raje de la universidad, que lo guardaran una noche en la polistaiyon y que lo devolvieran con moño a su país. Y decí que el samurai no le tomó la chapa porque lo hubiera seguido hasta México y ahí te quiero ver. Estaba sacado.


Mama-dera, qué limadura. Al final los argentinos -chorros, vivos y agrandados, lo que quieras- somos de lo más normalito que hay dando vueltas por el mundo.


Avatares en lo de Tío Sam (II)


Dónde estoy, qué hora es, qué carajo es esa chicharra que perfora los tímpanos. Es insoportable.

Todavía no logro ubicarme en tiempo y espacio cuando golpean la puerta con violencia y se prende la luz. Faier-alarm-evribadi-aut, grita un grone talle Shaquille O'neill pero mucho más fulero de caripela. Más vale hacerle caso.

Los dos brazucas ya están en pie buscando una campera. Los miro y les bato en horrible portuñol: poxa, estos sem-bergonha filhos da puta. Se miran y se cagan de risa. Los brazucas siempre se cagan de risa de cualquier cosa. La puteada me la enseñaron ayer y estaban esperando que la use.

El suizo, para variar, está aterrado. Se levanta de un salto, manotea un abrigo y agarra un sobre blanco que tiene en el primer estante de un ropero inmaculado. En un inglés bastante choto, y mientras salimos, nos cuenta que ahí tiene el pasaje de vuelta y el pasaporte. Si el edificio se prende fuego es lo único que le interesa salvar. Un capo.

Son las tres de la matina y en los pasillos nos mezclamos los que todavía arrastramos las sábanas con los que vuelven escabiados de algún boliche para estudiantes.

En este segundo grupo está el boludo que seguramente acercó un cigarrillo o un encendedor a algún detector de humo para hacer sonar la alarma. No sería la primera vez. Ya es casi una costumbre que entre los que terminan su curso y se van haya algún salame que rompa los huevos con esta jodita pesada. Y mañana se van unos cuantos.

Afuera hace un frío de juan balcarce diría mi viejo. Trece grados bajo cero según el ecuatoriano que dice tener un reloj que marca la temperatura. El ecuatoriano siempre anda como empastado y nadie le da pelota. Nadie salvo yo, que de lástima me fumo todos sus delirios y alucinaciones.

Y ahí estamos todos. Los que no tuvieron la lucidez para tirarse algo arriba están al borde de un ataque de hipotermia. Ahí estamos esperando que los bomberos, que llegaron antes de que nosotros saliéramos, terminen de revisar todo el edificio para ver si hay algún foco de incendio. Al pedo.

Entre los ruidos de sirenas y el show de luces que se reflejan en los edificios bajos que rodean al edificio principal de la universidad, nos sentimos adentro de una película. Los yanquis son exagerados, dejáte de joder. Hay cinco camiones de bomberos, cuatro ambulancias, y un par de patrulleros. Todos van y vienen, gritan, hablan por el handy y hacen todo lo posible para crear pánico. Me juego que pagarían por encontrar alguna víctima para salvarla y ganarse un emocionado aplauso de los curiosos.

El director de la universidad también está ahí con nosotros, con una cara de culo que le llega al piso. Cada vez que se arma todo este circo y resulta ser falsa alarma, la universidad tiene que ponerse con dos luquitas verdes.

Si yo fuera él, estaría deseando que se queme algo posta, no sé, una clase o un laboratorio, total el seguro paga y zafamos de garpar a los bomberos que ya casi pueden comprarse un camión nuevo con el acumulado.

Pasan diez o quince minutos y no encuentran nada. Falso Shaq nos hace formar dos filas sobre la nieve y enfilar hacia la lecchur-jol, una especie de sala de conferencias que queda en el edificio de al lado.

Ya son casi las cuatro y lo único que quiero es volver al sobre para dormir tres horitas antes de arrancar la jornada. Pero parece que el plan es otro. Ya en la sala, nos hacen esperar al director que quiere decirnos unas palabras.

Ahí, con las luces prendidas, puedo observar mejor a toda esa mezcla de gente.

Sobresale el grupito de argentinos, que se acomodaron en el fondo y andan con ganas de hacer bardo. Raro.

No sé en qué momento tuvieron tiempo de calentar agua y buscar la yerba, pero ahí están mate va mate viene y hablando a los gritos. Se les acerca un grupito de holandeses, atraídos por ese extraño implemento que nunca antes habían visto. Piden probarlo. Yo estoy apartado pero llego a escuchar lo que preguntan los amigos de Máxima: cuánto tarda en hacerles efecto. Altos faloperos los muchachos.

Entre los argentinos está amigou. El pibe es famoso entre los estudiantes porque se armó una empresita para poder solventar sus estudios. Fabrica feics-aidís para que los purretes puedan entrar a los boliches que no dejan pasar a menores de edad. Le va bárbaro y sus viejos están muy orgullosos por lo bien que camina "su negocio de imprenta".

Los brazucas también son unos cuantos. Y también son amigos del barullo, pero le ponen más onda. El carnaval lo llevan en la sangre. Ahí nomás agarran lo que tienen a mano y arman una batucada de antología que hace saltar de sus lugares a unos cuantos.

En eso aparece una odalisca que no sabemos si viene de una fiesta de disfraces o simplemente le pinta vestirse así de ridícula. Durmiendo no estaba seguro porque carga con un escabio para ocho. Se pasea por lo que vendría a ser el escenario del salón y no se da cuenta de que el director acaba de entrar.

El mandamás no puede creer lo que pasa ahí dentro. Su idea de hacernos esperar un rato buscaba que concienticemos sobre la gravedad de lo que acababa de pasar. No esperaba este cachengue.

Con un gesto lo manda a Falso Shaq al centro de la escena. El oscuro pega dos gritos y se hace el silencio. A pesar de un par de murmullos, el director parece convertirse por un instante en el presidente de los Estados Unidos y nos dedica un encendido discurso sobre seguridad, responsabilidad y deber ciudadano; que frente a dos siniestros simultáneos, tanto bomberos como ambulancias y policía deben priorizar la universidad porque hay mayor densidad poblacional.

Parece que su disertación está logrando algún efecto porque no vuela una mosca. Pero el encanto se rompe cuando, otra vez, la odalisca se planta en el escenario y quiere sacar a bailar al director. Interviene seguridad y se la llevan casi de los pelos. Imposible volver a conseguir nuestra atención, asi que evribadi-tu-de-rums... gou-gou-gou.

No pasaba algo tan bizarro desde el episodio del mexicano detenido y deportado por acosar a una japonesa.

Avatares en lo de Tío Sam (I)



Los subtes no son como los nuestros. Estos hacen parte de su recorrido por abajo, de golpe se hace la luz cuando salen a la superficie y de nuevo oscuridad total cuando se vuelven a meter.

Conmigo vienen mis runmeits: dos brasileños, alegria nâo tem fim, y un suizo, alegria nâo existe. Nos rodean cientos de fanáticos todos vestidos de verde y con un escabio interesante a pura birra.

Go Celtics Go dicen los carteles con forma de mano que casi todos mueven de un lado a otro. Y nada más. Nada de bombos, nada de cánticos, nada de trapos desplegados. Y nada de provocaciones porque son todos del mismo bando.

En Boston todo es bien prolijito, difícil perderse, así que salimos de la universidad sin saber bien hacia dónde. La marea verde nos muestra el camino.

Dos cuadras después de bajarnos llegamos al lujoso estadio, que tiene mucho más de shopping que de estadio, posta. De afuera es como ver el Paseo Alcorta desde el tren, aunque más moderno todavía. Y de adentro, no lo puedo comparar con nada de acá.

Mostramos nuestros tickets y nos señalan el ascensor. Nada de subir escaleras esquivando el meo que baja como torrente. No señor. Un ascensor espacioso casi como para jugarse un picadito tres contra tres.

El ascensorista nos lleva al último piso. La universidad tuvo la deferencia de regalarnos entradas para ver el partido en la última bandeja. Casi el mismo vértigo que subir al Empire State.

Como el ticket incluye pancho y coca, de vuelta al ascensor y bajamos al patio de comidas que hay en el primer piso y que da toda la vuelta en forma de anillo.

Cuando estamos terminando el pancho, los dos brasileños y yo pensamos lo mismo. El suizo no. Pegado al puesto de panchos hay una de las entradas a la primera bandeja. Cientos de lugares vacíos y ningún control de acceso. Mala combinación.

El suizo, escandalizado, hace lo imposible para hacernos cambiar de opinión. Si querés volvéte a la azotea. Terminamos acomodándonos en la séptima fila, ahí nomás del parquet. De luxe.

El partido es medio pelo, dos equipos mitad de tabla para abajo, pero lo más llamativo es el show. Estos yanquis serán primera potencia pero tienen una forma de matar el tiempo que si me apuras casi que me da vergüenza ajena.

Hay un flaco al que le garpan por meterse adentro de un muñeco y entretener a las masas haciendo las pendejadas mas inverosímiles. Mi hijo se cagaría de risa.

Otro sale todo de verde con una especie de escopeta. El público se señala el pecho, yútmi. No son balas, son remeras hechas un bollo que salen disparadas y hay que tratar de agarrar.

A todo esto el suizo se la pasa mirando para atrás. La primera bandeja está ahora casi al mango pero nadie reclama esos cuatro lugares. El pibe la está pasando mal y ya se imagina deportado. Percibo su preocupación, lógica para alguien que viene del país de los chocolates, y me agarra un cargo de conciencia que me dura diez o quince segundos a lo sumo. Es que sigue el show.

Adentro de la cancha los negros gigantes hacen cosas que no se pueden creer. Pero en el entretiempo se van y entonces arranca un infierno de luces, efectos y sonidos. Las porristas, un poco mas refinadas que las señoritas que acompañan la salida de Almirante Brown o Nueva Chicago, hacen estragos sobre el parquet con una coreografía onda patito feo pero con gracia.

Las imágenes del espectáculo se siguen por una especie de cuadrado que está en el techo con cuatro pantallas gigantes. Todos quieren aparecer para verse, y cuando lo logran lanzan un uououoooo mientras levantan un puño y hacen círculos en el aire.

Como si no tuviéramos ya suficiente quilombo, la voz del estadio -igualita a la que anima los partidos en cancha de Laferrere- anuncia que llegó el momento. El laudómetro domina las pantallas y entonces todo el estadio busca hacer el máximo ruido posible, chiflando, gritando, golpeando los asientos o haciendo sonar una trompeta insoportable. Cuando el nivel del laudómetro llega al tope suena una chicharra y se desata un festejo alocado por la hazaña alcanzada. Sin comentarios. O sólo uno. No, mejor no.

El partido se reanuda. Pero como no nos movimos de nuestros asientos desde que los usurpamos, el bagre empieza a hacer lo suyo. El suizo no tiene hambre, ni sed, no habla, no se mueve. Tampoco estamos seguros de si en esas dos horas en algún momento se apoyó contra el respaldo de su asiento.

Por el primer pasillo, siete filas más abajo de donde estamos nosotros, pasa un vendedor ambulante con papas fritas. Le hago señas y el flaco me tira un paquete desde donde estaba. ¿Y ahora?

El tipo me hace señas y al toque me tira una mini bola de básquet que me cae entre las manos. Qué buena onda, las fritas vienen con souvenir. Hasta que el yanqui que tengo al lado me señala una ranurita en la bocha. Put-de-coin-and-givit-bac.

Ahí nomás meto la moneda, me levanto, de pedo no hago rebotar la bocha contra el piso, le apunto al vendedor, quiebro muñeca hacia atrás y va el tiro desde tercera dimensión. Le pifio por cuatro metros y el hombre me putea bilingüe.

Los brazucas se me cagan de risa. El suizo sigue pálido.

El partido termina como no puede ser de otra manera. Ganan los Celtics por un doble agónico y el público celebra agitando al mango esos especie de flota-flota que llevan a la cancha. Y gritan yessss.

Pero el festejo no dura más de dos o tres minutos. La desconcentración es muy tranquila, ni en pedo esa adrenalina que produce la posibilidad de que te choreen las zapatillas o las tres monedas que tenés para el bondi o que des vuelta la esquina y aparezca la barra rival con cadenas y palos.

Cada uno se va del estadio como si estuviese dejando la oficina. Cada uno en lo suyo. Qué raros son estos yanquis.


Contraste



Es un mal presagio. La gente empieza a mirarse porque el tren no se mueve y hace rato que está parado en el mismo lugar.

La voz del tren anuncia algo que no se entiende. Nunca se entiende nada porque el sistema de audio es peor que en una kermés de pueblo. Además la mitad de la gente lleva el emepetres al taco y no se entera de nada de lo que pasa a su alrededor.

Hay uno que tiene especial cara de orto, que resopla y sacude la cabeza onda Stevie Wonder. El resto supone que entendió y le preguntan. El flaco en realidad no entendió nada, pero tiene que responder algo para no quedar como un boludo. Accidente.

Enseguida salta la señora sólo-vivo-para-quejarme. Estos hijos de puta no tienen nada mejor en la vida que hacernos perder el tiempo, y después se quejan porque ganan poco o porque les echan a un compañero.

Pero señora, fue un accidente.

Igual, los accidentes no son porque sí. Los dueños también son culpables porque la plata de los subsidios la gastan en cualquier cosa y no en medidas de prevención. Mirá si les gustará jodernos la vida que al aire acondicionado lo apagan en verano y lo ponen en invierno para que nos caguemos de frío. Una de cosa de locos.

La dejan hablando sola y van a averiguar cómo viene la mano. Y ella está feliz porque hace como dos días que no tiene alguna oreja dispuesta a escuchar su disconformismo sistemático con todo.

El guarda más nuevo paga derecho de piso y sale a recorrer el tren para avisar que el viaje está cancelado. Lo putean en todos los idiomas. Qué fue exactamente lo que pasó. A qué hora se restablece el servicio. No lo sabemos aún. No sabría decirle.

Un flaco de unos veintipocos se cruza en el camino del guarda y se le planta. Tiene un ambo negro bien negro, de Chemea igual que la camisa, una corbata roja de las que cambian de tono cuando las mirás de costado, y un par de zapatos de material símil cuero. Suerte que el pantalón es largo y no deja ver las medias blancas. Me juego que se llama o le dicen Malvestiti.

Se asegura que lo escuchen unos cuantos y arranca con un monólogo sobre la falta de respeto de la empresa hacia sus clientes que pagan por un servicio, que cada uno de los usuarios le está pagando su sueldo y que por eso tiene el derecho a ser tratado como corresponde. No puede ser que no hayan previsto algo así.

Parte del pasaje se acerca y asiente con ganas. Malvestiti se agranda y sigue con su perorata. El guarda hace que escucha mientras manipula un handy. Es imposible entender lo que sale del handy y entonces le dice a Malvestiti que por qué no le lleva su discurso al infeliz que se tiró debajo del tren y que les está arruinando la mañana a todos.

No se lo esperaba. Por eso decide callarse, salir de escena disimuladamente y sacar el libro de Geografía Argentina, una de las seis materias que le faltan para completar el secundario.

Habla de vuelta el parlante, pero de nuevo no se entiende. Entonces el guarda pide a los gritos que se bajen todos de la formación. Los desafiantes de siempre no se mueven de sus asientos. Sacan su agenda, llaman a sus secretarias y se organizan el día. Las cagan un poco a pedos para que el resto vea que son pesados. No les importa demorar todo y creen que así el tren va a arrancar de vuelta pasando por encima del fiambre que espera a los forenses.

El guarda cierra las puertas y ahora te quiero ver. Los desafiantes simulan tranquilidad pero se inquietan cuando al rato el tren arranca pero en sentido contrario. Ya es tarde, no van a poder bajar hasta la otra estación. Que se jodan.

Pasan los minutos. Los bomberos ya llegaron y ya se fueron. Aparecen los forenses que se creen CSI pero que no tienen camioneta negra y llegaron en un gol tres puertas línea vieja. Intentan copar la parada y piden a los curiosos que despejen el área. La gente no les da ni la hora y sigue disparando con su celular al cadáver en capítulos que sacaron de abajo del tren y que acomodaron en tres bolsas asurix. Interviene un gorra con ganas de salir en policías en acción por sus gritos y gestos exagerados. La gente sigue sin moverse.

El parlante vuelve a escena y anuncia algo. A los diez minutos aparece otro tren. No queda mucha gente porque la mayoría, histérica por no perder un minuto, prefirió tomarse bondis o taxis y va a terminar llegando mucho más tarde que los que decidieron quedarse.

Arranca el tren.

El malhumor de la gente por el tiempo perdido contrasta con la tranquilidad que siente una familia porque el padre barra marido, a pesar de estar desocupado y con algunos rojos preocupantes, se levantó como todos los días y fue a tomarse un café al bar que queda cruzando las vías.