El último regalo


La habitación estaba casi en penumbras y en silencio. Ya se habían apagado las luces de una jornada que nos pegó hermosamente duro debajo de la línea de flotación emocional acompañando al viejo en su último día. Su mujer y sus nueve hijos, todos juntos, habíamos desplegado desde temprano una apasionante celebración del espíritu. Luchi y Mary desde las pantallas, a miles de kilómetros de distancia, pero sintiéndolas más cerca que nunca antes en nuestras vidas. Pasamos del moco flojo a la carcajada y de la carcajada a la oración contemplativa y de la oración contemplativa al moco flojo otra vez. Le cantamos al viejo las canciones que él siempre nos cantó o que cantábamos con él, le relatamos anécdotas memorables que lo tuvieron como protagonista, le pedimos -de todas las maneras posibles- que se relajara de una vez por todas porque su misión entre nosotros ya se había cumplido hacía rato. En el medio hubo tiempo para que pasaran también hijos e hijas políticas, nietos y hasta algunos de sus hermanos. Todos pudieron despedirse. Rezamos todos juntos, volvimos a llorar, volvimos a reír, volvimos a rezar. Nos fundimos todos juntos en una comunión fraternal entrañable que nos hizo sentir más vivos que nunca y que nos obligó a agradecer al cielo el privilegio de tener una familia como la nuestra. Así fue todo el día, en un loop interminable y conmovedor.

Pero todo eso ya era historia. Ya eran más de las once de la noche y mis hermanos se habían ido a sus casas para recargar pilas mientras yo me quedé con mamá para hacer guardia. Los ecos de esa jornada intensa ya se habían disipado y lo único que se escuchaba era la respiración entrecortada del viejo, que seguía luchando como un gladiador sin resignarse a un final que parecía inexorable. Mamá, fundida por el cansancio y el desgaste de ese día gloriosamente extenuante, se dejó caer sobre la cama del acompañante sin dejar de sentir como una daga en el corazón los esfuerzos épicos que hacía el viejo para quedarse con nosotros. Porque el viejo era así: nada lo hacía a medias. Si el tipo creía que había que ir por ese lado, iba por ese lado y no había agotamiento que lo frenara. Y la vieja, una heroína de las que ya casi no existen, se la bancó estoicamente sin despegarse de su lado hasta que el cansancio la venció y cayó en un sueño profundo como nunca antes, como si el Barbas se lo hubiera regalado. 

Mientras mamá dormía el sueño de los justos, me tiré sobre uno de esos silloncitos de hospital que fueron diseñados para que nadie pueda quedarse dormido ahí. Saqué el celular y me puse a escribir, que es mi forma de poner en fila mis patitos emocionales. El silloncito lo había puesto justo frente a la cama donde estaba papá, para poder verlo de cerca y quedé dándole la espalda a la ventana que da al estacionamiento. El tiempo parecía suspendido en el aire mientras le clavaba los pulgares al celular tallando frases sueltas e inconexas. 

Lo que pasó en el instante siguiente no creo que pueda reflejarlo en estas líneas que siguen pero voy a hacer el intento.

Fue como una corriente de aire fresco que pasó por atrás mío como una exhalación, acompañada de un silbido que no sé si fue real pero que yo escuché con una claridad asombrosa. Un instante antes el viejo había hecho su movimiento de respiración forzada que venía repitiendo cada quince o veinte segundos pero esta vez fue mucho más marcado, como si se tratara de un ahogo repentino que lo tomó por sorpresa. En el mismo momento que yo sentía esa corriente rodeándome por atrás, el viejo lanzó un soplido muy suave y el gesto tenso en su cara se convirtió en un semblante angelical. Ya no hubo más respiraciones forzadas y volví a sentir esa corriente candorosa pero esta vez en sentido contrario hasta perderse en la ventana. 

El silencio que se hizo en ese momento me dio un escalofrío que me hizo saltar del silloncito. El viejo se había ido, no tenía ninguna duda. Me acerqué hasta la cama y le di un beso en la frente. Le agarré la mano a mamá, que tardó un poco en despertarse, y le dije que papá ya descansaba en paz. Mamá se incorporó despacio, sin mostrar ni medio signo de desesperación y lo abrazó fuerte. Le dijo cosas hermosas al oído y yo ya no pude aguantar esa lágrima rebelde que hacía fuerza por liberarse. Lloramos los dos como chicos y nos pusimos a rezar. Una paz indescriptible nos poseyó por completo y así nos quedamos un rato. 

Un regalo haber estado ahí a las doce menos cuarto de la noche del veintinueve de mayo de dos mil veinte. Un privilegio haber sido testigo directo de cómo nos arrancaron al viejo para llevárselo directo al cielo para que pudiera finalmente descansar en paz. Voy a tardar en decodificar por qué me tocó a mí estar ahí en ese momento y, mientras tanto, haré mis mejores esfuerzos para honrar la vida y agradecer infinitamente el don de haber tenido un papá como el que me tocó.

Chau, viejito


El viejo está ahí. Sentado del otro lado de la mesa, asomando la cabeza por encima de la pantalla de mi computadora, me mira con el ceño fruncido y no me dice nada. No hace falta que me hable porque su mirada lo dice todo: ojo con lo que vas a escribir, nada de andar exagerando.

El viejo está ahí. Me tiemblan los dedos de sólo tipearlo y bajo la cabeza para no sentirme inhibido porque quiero escribir lo que realmente siento. Su presencia intimidante me trae la respuesta a una pregunta que me viene dando vueltas desde que decidió volar de nuestro lado: ¿por qué mierda se tuvo que ir en un contexto tan complicado, dejando a cientos o miles sin la posibilidad de despedirlo como un tipo de su talla se merece? El viejo se fue de la misma manera en que vivió toda su vida: sin hacer ruido. Su vida es una colección de cosas nobles que merecerían un Premio Nobel de la Generosidad Desinteresada, pero nunca hizo alharaca. No le gustaban los flashes ni los fuegos artificiales. Siempre se puso un pasito atrás y movió los hilos desde las sombras, huyéndole al aplauso y al reconocimiento. Por eso me mira desde atrás de la pantalla, tratando de amedrentarme para que no diga lo que hoy quiero decir. ¿Y sabés qué, viejo? Te vas a tener que joder porque lo cuento igual.

Cuando digo que el tipo hizo cosas importante no hablo de fulbito para la tribuna. Hablo de acciones que cambiaron vidas de mucha gente y que hicieron de nuestro mundo un lugar más lindo para vivir. Recuerdo cuando un amigo suyo murió de forma repentina y el viejo se arrimó al colegio de sus hijos para decirles que se haría cargo de bancar la cuota, con una única condición: que le dijeran a la viuda que era una beca que le daba el colegio. La viuda nunca se enteró. Y de ésas hay miles, algunas conocidas y otras que logró mantener en secreto. Siempre con una generosidad

El viejo fue un ser maravilloso. Un cabeza dura tremendo que siempre puso el foco en hacer el bien. Un tipo fiel a sus principios que nunca tranzó con algo que se diera de piñas con su forma de ver la vida. Un tipo recto que alguna vez, hace muchos años, llegó a renunciar a una empresa de primer nivel por no sentirse cómodo en un ambiente donde se hacía cualquier cosa para ascender. Tenía un puesto del carajo, con sueldo de lujo y miles de beneficios, pero prefirió no consentir con todo eso y, de un día para otro, tuvo que remarla de vuelta con una mujer y cinco hijos. Así con todo. Sus respuestas eran inapelables. “Caca popó” era su escatológica sentencia para dar por concluido cualquier asunto.

Esta determinación del viejo para encarar la vida nunca chocó con una capacidad extraordinaria de sacarle importancia a las cosas cuando no valen la pena. No hacerse drama por las cosas que son inevitables y pegar terrible volantazo para extirpar una sonrisa cuando parece que la cosa viene claramente por otro lado. Mil y una veces la vieja tuvo que sufrir estos arranques que rompían en mil pedazos cualquier intento por darle seriedad a ciertas cuestiones. Siempre una sonrisa el viejo. Siempre esa facilidad de sacar un chiste de la galera. Muchos dicen que fue de las pocas cosas que heredé de él, puede ser. Y a puro orgullo levanto esa bandera del humor como una forma de vida para blandirla por donde quiera que vaya.   

El viejo era energía pura, en todos los sentidos imaginables. Siempre ágil, siempre en movimiento. El tipo hizo gimnasia diaria hasta que su físico se lo permitió. De chicos, cada mañana cuando bajábamos a tomar el desayuno, había que esquivar a esa gamba que iba para un lado y para otro justo por donde teníamos que pasar. Si queríamos desayunar había que pasar por ese peligroso corredor. ¿Vos te pensás que el tipo paraba de revolear la gamba cuando nos veía? Olvídate. Había que encontrarle el tempo y mandarse justo en el momento en que la gamba iba para el lado contrario. Con el tiempo pudimos encontrarlo, no sin antes sufrir alguna murra. Energía también para brindarse por los demás. Para el viejo no existía el cansancio si quedaba alguna cosa pendiente con el que tenía al lado, fuera hijo, amigo, hermano, sobrino o bien algún desconocido que necesitara una mano. El viejo estaba siempre y postergaba cualquier necesidad propia para desplegar esa generosidad incansable que no conocía de límites. Una brillante mente ingenieril puesta al servicio de un único objetivo: facilitarle la vida a los demás. Así de simple y así de extraordinario.

Detrás de un desinterés bastante mal disimulado, el viejo te hacía sentir especial. Pregúntenle a cualquiera que haya pasado a su lado en algún momento. A nosotros, sus hijos, ni hablar. Pero también a Raque y en especial a sus sobrinos. Sepan que el rol de tío copado lo inauguró mi viejo y fue su máximo exponente. Muchos de mis amigos también lo recuerdan así.

Mamá perdió a su compañero de ruta pero acá estamos sus nueve incondicionales para cargarla sobre los hombros para hacerle más liviano el camino. Va a ser duro porque su ausencia duele. Pero vamos a hacer lo que hizo siempre él: confiar. Todo pasa por alguna razón y no sirve dramatizar. Protagonistas sí, víctimas nunca. Ya veremos cómo nos va con eso.

Sus últimos momentos fueron un regalo del cielo. Nunca imaginamos que una fría habitación de hospital se convirtiera en un espacio donde una generosa combinación de alegría, esperanza y paz sirviera para contrarrestar la tristeza enorme por una partida inminente. Cuando el final ya era inevitable, fue mirar el cielo celeste y ver los preparativos de una fiesta inolvidable. No sé si tan bizarra como en la película de Peter Sellers, que tanto lo hacía descostillarse de risa al viejo, pero sí igualmente memorable. Lo veo a su hermano Fran sacándole lustre al hierro tres para hacer dupla con el viejo y descoser los links allá arriba en una vuelta de antología. Las veo a Mónica y Abú esperándolos en el hoyo diecinueve para convidarles una coca cola helada con alfajores de maizena y galletitas de limón, musicalizando el momento con un concierto de carcajadas limpias y estruendosas que van a terminar contagiando a todos. Lo veo al Barbas organizando una pasarela triunfal y haciendo una convocatoria masiva para darle al viejo un aplauso que les deje las manos como dos morrones.

El viejo se resistió un poco a irse, bien a tono con esa cabeza dura que le bajaba el mensaje de no resignarse porque todavía había mucho bien por hacer en la tierra. Viejo dejate de joder, hiciste todo el bien que pudiste y mucho más. El mundo entero te debe tanto que deberían embargarle todas las cuentas. El cielo te merece, todo tuyo.

Te vamos a extrañar, viejo. Como la gran puta. Vas a tener que buscarle la vuelta para lograr transmitirnos desde allá esas salidas tan insólitas …. como cuando, frente a una conversación familiar que indefectiblemente terminaba en llanto, te ponías a cantar, a grito pelado: “es preferible reír que llorar y así la vida se debe tomar, los ratos buenos hay que aprovechar, si fueron malos mejor olvidar…”.

Te vamos a extrañar, viejo, pero qué lindo surco que dejaste. Porque… atención en la sala virtual: levante la mano el que nunca se salpicó al menos con alguna gota de este derroche violento de virtudes que enarboló el viejo desde el primero hasta el último de sus días. No hace falta que respondan: ahí veo a todo el mundo con las manos escondidas.

El viejo me sigue mirando desde el otro lado de la pantalla de mi computadora y su mirada ahora dice otra cosa: “La vida sigue, la vida es bella. Y yo voy a estar ahí para acompañarlos. Pero no le cuenten a nadie…”.


La odisea de volver



Apenas puse las balizas, bajé la velocidad y me acomodé el barbijo, en la mirada del policía pude adivinar que las cosas no iban a salir según lo planeado. Por las dudas miré el reloj. Me habían avisado que la frontera cerraba a las seis de la tarde en punto, pero eran las seis menos cuarto. Seguí tocando el freno en pequeños y regulares movimientos de tobillo hasta detener el auto por completo.

“¿De dónde viene y hacia dónde se dirige?”. La voz cortante del agente iba perfectamente alineada con ese gesto de perro rabioso que busca el momento justo para saltarte a la yugular. Allá al costado de la ruta quedaron sus compañeros, un hombre y una mujer, los dos también con una cara de orto que se la pateaban, como en una suerte de puesta en escena de una dramaturgia realista de cabotaje.

“Vengo de Salta y voy hacia Buenos Aires. Después de dos meses pude sacar la autorización y vuelvo al hogar”. Lo dije muy pausado, como buscando empatía, mientras blandía el folio con el permiso para circular. Pero el señor agente policial era una estatua de mármol de carrara. No se le movía un pelo al hijo de puta. Se tomó unos segundos, como para darle suspenso a esa representación teatral que venía saliendo tal cual se la había imaginado, y se bajó las gafas negras en slow motion mirando el horizonte.

“No puede pasar por acá. Tiene que retomar hasta el cruce con la ruta 34 y tomarla para bajar por Santiago del Estero”.

Una catarata de argumentaciones se me bajaron todas juntas desde el cerebro y se frenaron en un cuello de botella a la altura de las amígdalas. No sabía por dónde arrancar. Creía tener todo a favor para convencer a esa fotocopia sin tóner de Horatio, el de CSI Miami: permiso nacional para circular, barbijos para todos, cinturones de seguridad, patente y seguro al día, matafuegos, certificado analítico del secundario y apto físico para el gimnasio.

“Por una disposición del gobierno de Tucumán, no puede ingresar nadie que no sea tucumano. Por favor dé la vuelta y retome para el otro lado”. Intenté que las repentinas y violentas pulsaciones en mis sienes no tuvieran consecuencias directas sobre una calma que ya empezaba a despedirse de mi atribulada fisiología. Le expliqué, haciendo un esfuerzo enorme para que no se atropellaran mis palabras, que habíamos decidido volver por la ruta nueve porque haríamos noche en lo de unos parientes, en Tucumán, para seguir fresquitos a primera hora del día siguiente.

Cuando parecía que mis argumentos empezaban a resquebrajar esa coraza sobreactuada, volvió a rodar el TDK del agente: “Por una disposición del gobierno de Tucumán, no puede ingresar nadie que no sea tucumano. Por favor dé la vuelta y retome para el otro lado”

A cara de piedra, cara de piedra y media, así que seguí escupiendo razones en una diatriba que ya empezaba a molestar al agente: “¿Usted se hace cargo de la seguridad de mi familia? Me está obligando a manejar toda la noche, en una ruta que no conozco, por una disposición provincial que viola la Constitución porque yo estoy volviendo por una ruta nacional y con un permiso expedido por el gobierno nacional”.

Fue la primera vez que el oficial se bajó un poco el barbijo, como queriendo que sus palabras fueran claras y definitivas: “Usted va a dar la vuelta en este preciso instante y se va a retirar por donde ya le indiqué. Además, si no se apura le van a cerrar la frontera de Salta y tampoco va a poder regresar”.

Si buscaba convencerme, lo logró con esa última argumentación. Lo único que me faltaba era tener que dormir a un costado de la ruta, preso de esta coyuntura anárquica y desquiciada. De la calentura que tenía, estoy seguro de que si en ese momento me hubieran tomado la temperatura me habrían dejado aislado e incomunicado por indicios de covid.

Pegué la vuelta y salí arando, como queriendo demostrarles mi estado de ánimo a esos tres agentes del orto que celebraban con satisfacción esa pequeña batalla ganada, como si se tratara de una pedorra lucha de poder. Faltaban cuatro minutos para la seis de la tarde, hora de cierre de la frontera. Cuatro minutos para hacer los veinte kilómetros hasta el puesto de control del lado de Salta. Cuatro minutos que terminaron siendo diez o quince porque el estado de la ruta no era el aconsejable para jugar a ser Ayrton Senna. Diez o quince minutos que sirvieron para meterle una bolsa de rolito a mi cabeza y cambiar la estrategia sobre la marcha. Había que jugarla de víctima, no de protagonista.

Apenas bajé la ventanilla frente al oficial que me cortó el paso, puse cara de carnero degollado y le conté lo que me estaba pasando. Que quería parar en Tucumán a dormir por seguridad, que sus colegas tucumanos no me dejaron pasar, que no creía prudente manejar toda la noche y que necesitaba volver al lugar de donde había salido hacía tres horas, en Salta. El tipo me escuchó calmado, con un semblante que nos dio tranquilidad desde el minuto cero. Haberlo puesto en el rol de asesor le pegó fuerte bajo la línea de flotación emocional y sacó a relucir un papel de tío preocupado por la salud de la familia de su sobrino.

“Ustedes no se preocupen. Yo en este momento estoy escribiendo un mensaje al grupo de WhatsApp que tenemos todos los controles de Salta, explicando su situación y aclarando que van a volver al lugar de origen para salir mañana temprano”. El tipo iba dictando mientras escribía, como buscando nuestra aprobación, y nos despidió casi con palmadita, deseándonos suerte.

Y así fue como volvimos a hacer los doscientos veinte kilómetros pero en sentido contrario, tomándonos un rato en cada control para explicar la situación y destacar la buena onda del colega que les había escrito por WhatsApp. Llegamos casi a las diez de la noche y a las cinco de la mañana del día siguiente ya estábamos todos arriba del auto para encarar los mil quinientos kilómetros de un tirón.

La revancha de ese segundo día tuvo varios momentos Rexona, pero voy a detenerme sólo en dos para no aburrirlos tanto.

El primero fue pasando San Cristóbal, en Santa Fe, cuando nos paró un control sobre la ruta cuatro. El que se arrimó fue un policía igualito a Gianni Lunadei (los millenials pueden googlearlo) que nos pidió todo lo que se podía pedir. Permiso, documentos de los seis, cédula, registro, seguro, vtv. Por uno de esos grandes misterios de la física moderna, el móvil policial estaba a unos doscientos metros del lugar donde nos frenaron. ¿Por qué mierda no lo estacionan en el lugar exacto donde te frenan? Inexplicable. Así, Gianni nos pidió la documentación y se la entregó a un súbdito que parecía sufrir un severo impedimento físico para desplazarse, a juzgar por la velocidad de babosa con distensión de ligamentos con la que se dirigió desde el lugar de control hasta el móvil policial para chequear los pelpas.

En ese tiempo muerto, Gianni me hizo bajar del auto para abrirle el baúl y me sometió a un violento interrogatorio. A qué me dedicaba, dónde vivía, por qué había viajado a Salta, por qué tenía entre el equipaje un zapallo que parecía sacado de Cenicienta. Y varias preguntas del estilo. Y me las volvió a hacer, no una sino varias veces. Gianni quería hacerme pisar el palito y agarrarme con alguna inconsistencia. Y mientras me preguntaba, me hizo bajar las ventanillas traseras. Los pibes venían algunos absorbidos por aparatos electrónicos, otros leyendo y la flaca metiéndole duro a su nuevo hobbie: costura de cueros. Gianni observó la escena durante lánguidos segundos y expectoró una conclusión algo insólita, por definirla de manera más o menos suave:

“Todo lo que están haciendo sus hijos está mal. Los chicos anestesiados por la tecnología y si hija cosiendo cueros. Lo nocivo de la tecnología excesiva ya es conocido por todo el mundo. Pero también está muy mal que ella cosa cueros. Es una actividad que daña considerablemente las articulaciones de la mano. En un tiempo se van a acordar de mí”.

De esto último no nos quedaba ninguna duda. Pero si esta primera opinión no solicitada fue inesperada, mucho más imprevista fue su segunda conclusión:

“Me decía que viven en Tigre. Lo lamento por ustedes, porque viven en condiciones infrahumanas”. El tipo hizo una pausa, estudiando nuestras reacciones que claramente fueron las que él esperaba. Y siguió: “No pueden salir tranquilos, ahí hay asesinatos, violaciones, robos violentos, inseguridad en cualquiera de sus manifestaciones. Ustedes los padres no pueden dormir porque sus hijos son inconscientes y no toman precauciones. Yo soy de San Cristóbal y acá no ponemos candados a las bicicletas, dormimos con las puertas abiertas, es como vivir en un barrio cerrado pero que no es cerrado”.

A vos quién carajo te preguntó, fue lo primero que se me vino a la cabeza, pero en esas situaciones en donde el otro quiere hacer valer su espacio de poder, por pedorro que sea, más vale hacerle la segunda con tal de que nos libere cuanto antes. Pero así y todo no pude evitar meterle una pincelada de ironía: “La verdad que usted tiene razón. Me vendría a vivir a San Cristóbal, pero no sé si será posible por cuestiones logísticas. Pero lo voy a pensar”.

A todo esto, el súbdito de Gianni recién había llegado al móvil. El que se acercó en ese momento fue otro oficial, que volvió a repetir las mismas preguntas que ya me había hecho Gianni unas quince veces. Y hasta me volvió a pedir la documentación. Ya era tan bizarra la situación que estuve tentado de preguntarle si necesitaba copia de los papeles para pegarles una segunda leída, pero el colega de Gianni tenía una cara de orto que no invitaba al sarcasmo. Casi cuarenta minutos después volvió el súbdito arrastrando su anatomía y nos devolvió la documentación. Gianni volvió a hacer las preguntas de rigor y sintió una ligera frustración por no pescar alguna contradicción en nuestro relato. Nos hizo la venia y salimos que no nos daban los neumáticos.

El segundo momento Rexona fue en la autopista Santa Fe a Rosario. Pasamos el primer peaje y nos paró un gendarme armado hasta los dientes. Con la punta de la itaca nos hizo una seña para que nos corriéramos a un costado mientras movía los brazos como hablando en código con otro gendarme, que enseguida se acercó hasta nosotros. Los saludé muy amablemente pero ninguno respondió el saludo. Sólo me hicieron bajar del auto y mostrarles el permiso. Mientras uno de los gendarmes me miraba muy jodido como si quisiera cagarme a tiros, el otro daba la vuelta al auto tratando de mirar adentro. Con los vidrios polarizados, sumando que ya era de noche, no se veía un carajo adentro y terminó de rodear el auto sin ninguna información relevante.

“¿Qué lleva ahí arriba?” me indagó con voz de mando militar, señalando los waypack, mientras se acomodaba la cinta de la escopeta que le colgaba del hombro. Le expliqué que era todo ropa y el gendarme hizo una mueca rara:

“Si los agarró la cuarentena de sorpresa, explíqueme por qué lleva tanta ropa”. Lo que me faltaba: tener que lidiar con un Sherlock Holmes del subdesarrollo. Otra vez dando explicaciones: que fuimos a un casamiento, que mi mujer y mis hijas habían llevado cuatro vestidos cada una porque no sabían cuál se iban a poner y que además teníamos previsto quedarnos una semanita paseando.

“Baje las valijas y muéstreme su interior”. La concha bien de su madre. Dos horas había estado para cerrar esas putas valijas y el tipo me pedía que las abriera sobre el asfalto de la autopista. Intenté convencerlo de que no me obligara a abrirlas, insistiendo en que era sólo ropa. Los gendarmes pusieron cara de Rambito y Rambón y con las armas me señalaban las valijas “Que las bajes, no lo voy a repetir”. Puta madre que los parió a los dos. Se bajó Juan Cruz para darme una mano y nos pusimos a desatar las sogas que habíamos puesto para asegurar las waypack. Encima de las valijas habíamos atado también un escudo guerrero de madera fabricado por uno de mis hijos y que por nada del mundo quería dejar en Salta. Cuando se aflojaron las sogas voló el escudo, rozando a uno de los gendarmes, que muy cerca estuvo de ponerse en guardia y apuntarnos con la itaca. “Es una arma inofensiva”, les espeté haciéndome el chistoso. No se imaginan la gracia que les hizo. Abrimos una de las valijas y Rambito revisaba cada rincón con la punta del arma. Calzones, vestidos, medias sucias, remeras con olor a humo.

Lo que terminó salvándonos de esa puesta en escena tan grotesca fueron los camiones que nos pasaban haciendo fino en medio de la autopista. El gendarme medio que se cagó en las patas de que hubiera algún accidente y nos dijo que volviéramos a cerrar y subir el equipaje. Así lo hicimos y nos picamos el champión.

Minutos antes de las doce de la noche ya estábamos en casa. Agotador el viaje, pero con una colección de anécdotas muy a tono con lo que fue esta primera parte de nuestra cuarentena, tan atípica y movilizante. Veremos si lo que sigue nos trae nuevas historias para compartir con ustedes. Veremos.