Un estratega de la vida



En el año noventa y siete viajé a Estados Unidos para hacer un curso en Boston. Antes de arrancar los estudios, estuve casi un mes en Nueva York con un amigo, parando en la casa de una hermana suya que vivía allá y se había venido para Argentina.

Promediando la estadía en NY, me fui un fin de semana a conocer Washington y, como no tenía un mango, reservé tres noches en una pensión que algún conocido de algún conocido de algún conocido dijo que estaba relativamente bien. La reservé por teléfono porque en esa época internet no era lo que es ahora y no tenía forma de mirar fotos o leer comentarios con experiencias de otros clientes. Cuestión que caí a una pensión en los suburbios de Washington y terminé en una habitación de no más de diez metros cuadrados, mixta y con tres cuchetas para amontonar nueve personas en total. Estaba en plan de aventura así que mucho no me importó.

Al día siguiente que llegué, River jugaba la final de la Supercopa sudamericana. Mi viejo por ese entonces ya laburaba en Torneos y Competencias, y por eso me fui hasta un teléfono público y lo llamé para pedirle que por favor me averiguara en qué lugar de Washington lo transmitían porque no me lo quería perder por nada del mundo. La respuesta del viejo, después de escasos segundos de pensarlo, fue breve y en un tono de absoluta seguridad: “Hablá con José P. Él vive allá y te va a saber decir”. 

Corté con el viejo y ahí nomás lo llamé a José P, que me atendió muy amablemente y me preguntó dónde estaba parando. Ni me acordaba el nombre del boliche pero sí le pasé las coordenadas. Su respuesta fue terminante: “metete ya mismo adentro de la pensión y mañana a primera hora te venís para casa. Ni se te ocurra andar por la calle a esta hora”. Anoté la dirección y me metí. Recién ahí supe que estaba parando en una de las zonas más peligrosas de Washington. 

Esa noche la pasé en el tercer piso de una de las cuchetas, abrazado a mi mochila y sin pegar un ojo. A la mañana siguiente, después de una ducha helada en una bañadera con una especie de chimpancé que parecía emerger del desagüe, agarré mis petates y disparé para la casa de José P.  El tipo me recibió con los brazos abiertos, me contó sobre las mil y una aventura que había compartido con mi viejo y me acomodó en el cuarto de huéspedes. Le conté un poco sobre mi vida y ahí nomás le tiré el temita que traía atravesado: “Por favor decime dónde pasan el partido de River”. José me miró con un signo de interrogación gigante en la cara y respondió seco: “no tengo ni idea, odio el fútbol”. 

Obviamente no vi el partido pero lo que siguió fue una experiencia que recuerdo con mucho cariño. Tuve que cambiar el pasaje de vuelta porque terminé quedándome como diez días en la casa de José, que con su mujer me atendieron como un rey, me acompañaron a todas las atracciones turísticas y me alimentaron como si fuera Hansel. Anfitriones de lujo. 

¿Por qué el viejo me mandó a preguntarle lo del partido de River a alguien que tenía menos fútbol que Utilísima Satelital? Simple: José era un íntimo amigo y papá sabía que si lo llamaba, sin importar el motivo, el tipo me iba a invitar a quedarme en su casa. Así era el viejo y su enorme capacidad de poner su mente de ingeniero y estratega para facilitarles la vida a los demás. Sobre todo a nosotros, sus hijos. Un abrazo entrañable, viejito querido.

Un detalle de color(es)



Cuando el viejo laburaba en TyC Sports, siempre nos conseguía entradas para ir a la cancha. Eran entradas de protocolo -o sea para clientes- pero siempre le sobraban algunas y me las daba para ir con amigos.

Junio del año 96. River jugaba un miércoles a la noche la vuelta de la semifinal de Copa Libertadores contra la Universidad de Chile, en el Monumental. Obvio que le pedí entradas, aunque sin mucha esperanza por la altísima demanda que tenía un partido de copa en esa instancia. Lo primero que me contestó el viejo fue justamente eso: que era prácticamente imposible, así que me olvidé del asunto y me organicé para verlo con amigos.

El mismo miércoles, a eso de las cuatro de la tarde, me llamó el viejo para decirme que había conseguido una entrada, de un tipo que le había pedido pero que nunca la fue a buscar. Salí disparado de mi laburo sin dar explicaciones y me arrimé hasta la oficina del viejo, que era en Constitución, a la vuelta de canal trece. Ahí me recibió su secretaria, que me hizo esperar en una salita mientras el viejo terminaba una reunión.

- ¿Vas a ir con ese traje a la cancha?

Fue lo primero que me dijo el viejo apenas salió de su oficina mientras me escaneaba de arriba abajo, mordiéndose el labio.

- Es que vengo del laburo y no me traje otra ropa porque no sabía que me iba a la cancha.

El viejo me hizo un gesto con la mano, como pidiendo que esperara y volvió a meterse en la oficina. Desde ahí llamó a su secretaria y le preguntó si había quedado alguna ropa de merchandising del último evento. Al ratito se apareció la señorita con un conjunto blanco, demasiado blanco, reluciente, que consistía en pantalón con elástico violento en la cintura y una camperita con cierre que llevaba el logo de TyC gigante en la espalda. La tela era una especie de nylon abrillantado que te dejaba ciego si lo mirabas fijo.

La secretaria me la dejó en el asiento y volvió a su oficina. El viejo me miraba entusiasmado, con esa sonrisa suya tan característica, como esperando que diera mi veredicto. Yo no sabía bien qué decirle porque la pilcha era un espanto. Si no hubiera sabido que al viejo le daba lo mismo ponerse encima cualquier cosa, habría pensado que me estaba haciendo una joda. Pero no, posta quería que yo fuera con eso a la cancha. No tenía escapatoria porque ya se había hecho tarde y me tenía que ir directo al Monumental, así que le di para adelante y salí a la calle con la joguineta blanco ala que se daba de trompadas con los zapatos negros que yo ya traía puestos. Me puse todo arriba del traje porque hacía un frío de cagarse.

Lamento no tener una foto del outfit como para que puedan dimensionar la gravedad del asunto, pero al mismo tiempo lo agradezco porque sé que de una imagen así no se vuelve fácil.

De Constitución hasta Núñez hice todo el viaje en subte y tren mirando el piso. Sentía como cuchillos esas miradas de gente que se estaría preguntando si era un médico del Churruca o un peón de carnicería a cargo de bajar medias reses. Cuando llegué a la cancha, el señor de seguridad me vio ataviado con el mameluco blanco y miró la entrada medio rápido porque era terrible quilombo el ingreso. Al toque me dijo que por ser “agente de prensa” (?) podría ir a un sector especial, al borde mismo de la cancha. Recién ahí miré la entrada porque nunca la había visto. Era un pase para periodistas y evidentemente el flaco de seguridad interpretó que mi conjunto era prensa. Fue una cosa de locos lo que viví esa noche. Hasta picada me dieron. River ganó ese partido con gol de Almeyda, pasó a la final y la fiesta terminó siendo completa.

No sé si el pase especial a zona vip fue parte del plan pergeñado por el viejo pero, conociéndolo, podría haber sido perfectamente. Es que el viejo no daba puntada sin hilo. Como fuera, la jornada terminó de la mejor manera, como en casi todas las cosas en las que el viejo metía alguna pincelada. Un detalle de color(es): mi viejo era de Boca.

El último regalo


La habitación estaba casi en penumbras y en silencio. Ya se habían apagado las luces de una jornada que nos pegó hermosamente duro debajo de la línea de flotación emocional acompañando al viejo en su último día. Su mujer y sus nueve hijos, todos juntos, habíamos desplegado desde temprano una apasionante celebración del espíritu. Luchi y Mary desde las pantallas, a miles de kilómetros de distancia, pero sintiéndolas más cerca que nunca antes en nuestras vidas. Pasamos del moco flojo a la carcajada y de la carcajada a la oración contemplativa y de la oración contemplativa al moco flojo otra vez. Le cantamos al viejo las canciones que él siempre nos cantó o que cantábamos con él, le relatamos anécdotas memorables que lo tuvieron como protagonista, le pedimos -de todas las maneras posibles- que se relajara de una vez por todas porque su misión entre nosotros ya se había cumplido hacía rato. En el medio hubo tiempo para que pasaran también hijos e hijas políticas, nietos y hasta algunos de sus hermanos. Todos pudieron despedirse. Rezamos todos juntos, volvimos a llorar, volvimos a reír, volvimos a rezar. Nos fundimos todos juntos en una comunión fraternal entrañable que nos hizo sentir más vivos que nunca y que nos obligó a agradecer al cielo el privilegio de tener una familia como la nuestra. Así fue todo el día, en un loop interminable y conmovedor.

Pero todo eso ya era historia. Ya eran más de las once de la noche y mis hermanos se habían ido a sus casas para recargar pilas mientras yo me quedé con mamá para hacer guardia. Los ecos de esa jornada intensa ya se habían disipado y lo único que se escuchaba era la respiración entrecortada del viejo, que seguía luchando como un gladiador sin resignarse a un final que parecía inexorable. Mamá, fundida por el cansancio y el desgaste de ese día gloriosamente extenuante, se dejó caer sobre la cama del acompañante sin dejar de sentir como una daga en el corazón los esfuerzos épicos que hacía el viejo para quedarse con nosotros. Porque el viejo era así: nada lo hacía a medias. Si el tipo creía que había que ir por ese lado, iba por ese lado y no había agotamiento que lo frenara. Y la vieja, una heroína de las que ya casi no existen, se la bancó estoicamente sin despegarse de su lado hasta que el cansancio la venció y cayó en un sueño profundo como nunca antes, como si el Barbas se lo hubiera regalado. 

Mientras mamá dormía el sueño de los justos, me tiré sobre uno de esos silloncitos de hospital que fueron diseñados para que nadie pueda quedarse dormido ahí. Saqué el celular y me puse a escribir, que es mi forma de poner en fila mis patitos emocionales. El silloncito lo había puesto justo frente a la cama donde estaba papá, para poder verlo de cerca y quedé dándole la espalda a la ventana que da al estacionamiento. El tiempo parecía suspendido en el aire mientras le clavaba los pulgares al celular tallando frases sueltas e inconexas. 

Lo que pasó en el instante siguiente no creo que pueda reflejarlo en estas líneas que siguen pero voy a hacer el intento.

Fue como una corriente de aire fresco que pasó por atrás mío como una exhalación, acompañada de un silbido que no sé si fue real pero que yo escuché con una claridad asombrosa. Un instante antes el viejo había hecho su movimiento de respiración forzada que venía repitiendo cada quince o veinte segundos pero esta vez fue mucho más marcado, como si se tratara de un ahogo repentino que lo tomó por sorpresa. En el mismo momento que yo sentía esa corriente rodeándome por atrás, el viejo lanzó un soplido muy suave y el gesto tenso en su cara se convirtió en un semblante angelical. Ya no hubo más respiraciones forzadas y volví a sentir esa corriente candorosa pero esta vez en sentido contrario hasta perderse en la ventana. 

El silencio que se hizo en ese momento me dio un escalofrío que me hizo saltar del silloncito. El viejo se había ido, no tenía ninguna duda. Me acerqué hasta la cama y le di un beso en la frente. Le agarré la mano a mamá, que tardó un poco en despertarse, y le dije que papá ya descansaba en paz. Mamá se incorporó despacio, sin mostrar ni medio signo de desesperación y lo abrazó fuerte. Le dijo cosas hermosas al oído y yo ya no pude aguantar esa lágrima rebelde que hacía fuerza por liberarse. Lloramos los dos como chicos y nos pusimos a rezar. Una paz indescriptible nos poseyó por completo y así nos quedamos un rato. 

Un regalo haber estado ahí a las doce menos cuarto de la noche del veintinueve de mayo de dos mil veinte. Un privilegio haber sido testigo directo de cómo nos arrancaron al viejo para llevárselo directo al cielo para que pudiera finalmente descansar en paz. Voy a tardar en decodificar por qué me tocó a mí estar ahí en ese momento y, mientras tanto, haré mis mejores esfuerzos para honrar la vida y agradecer infinitamente el don de haber tenido un papá como el que me tocó.

Chau, viejito


El viejo está ahí. Sentado del otro lado de la mesa, asomando la cabeza por encima de la pantalla de mi computadora, me mira con el ceño fruncido y no me dice nada. No hace falta que me hable porque su mirada lo dice todo: ojo con lo que vas a escribir, nada de andar exagerando.

El viejo está ahí. Me tiemblan los dedos de sólo tipearlo y bajo la cabeza para no sentirme inhibido porque quiero escribir lo que realmente siento. Su presencia intimidante me trae la respuesta a una pregunta que me viene dando vueltas desde que decidió volar de nuestro lado: ¿por qué mierda se tuvo que ir en un contexto tan complicado, dejando a cientos o miles sin la posibilidad de despedirlo como un tipo de su talla se merece? El viejo se fue de la misma manera en que vivió toda su vida: sin hacer ruido. Su vida es una colección de cosas nobles que merecerían un Premio Nobel de la Generosidad Desinteresada, pero nunca hizo alharaca. No le gustaban los flashes ni los fuegos artificiales. Siempre se puso un pasito atrás y movió los hilos desde las sombras, huyéndole al aplauso y al reconocimiento. Por eso me mira desde atrás de la pantalla, tratando de amedrentarme para que no diga lo que hoy quiero decir. ¿Y sabés qué, viejo? Te vas a tener que joder porque lo cuento igual.

Cuando digo que el tipo hizo cosas importante no hablo de fulbito para la tribuna. Hablo de acciones que cambiaron vidas de mucha gente y que hicieron de nuestro mundo un lugar más lindo para vivir. Recuerdo cuando un amigo suyo murió de forma repentina y el viejo se arrimó al colegio de sus hijos para decirles que se haría cargo de bancar la cuota, con una única condición: que le dijeran a la viuda que era una beca que le daba el colegio. La viuda nunca se enteró. Y de ésas hay miles, algunas conocidas y otras que logró mantener en secreto. Siempre con una generosidad

El viejo fue un ser maravilloso. Un cabeza dura tremendo que siempre puso el foco en hacer el bien. Un tipo fiel a sus principios que nunca tranzó con algo que se diera de piñas con su forma de ver la vida. Un tipo recto que alguna vez, hace muchos años, llegó a renunciar a una empresa de primer nivel por no sentirse cómodo en un ambiente donde se hacía cualquier cosa para ascender. Tenía un puesto del carajo, con sueldo de lujo y miles de beneficios, pero prefirió no consentir con todo eso y, de un día para otro, tuvo que remarla de vuelta con una mujer y cinco hijos. Así con todo. Sus respuestas eran inapelables. “Caca popó” era su escatológica sentencia para dar por concluido cualquier asunto.

Esta determinación del viejo para encarar la vida nunca chocó con una capacidad extraordinaria de sacarle importancia a las cosas cuando no valen la pena. No hacerse drama por las cosas que son inevitables y pegar terrible volantazo para extirpar una sonrisa cuando parece que la cosa viene claramente por otro lado. Mil y una veces la vieja tuvo que sufrir estos arranques que rompían en mil pedazos cualquier intento por darle seriedad a ciertas cuestiones. Siempre una sonrisa el viejo. Siempre esa facilidad de sacar un chiste de la galera. Muchos dicen que fue de las pocas cosas que heredé de él, puede ser. Y a puro orgullo levanto esa bandera del humor como una forma de vida para blandirla por donde quiera que vaya.   

El viejo era energía pura, en todos los sentidos imaginables. Siempre ágil, siempre en movimiento. El tipo hizo gimnasia diaria hasta que su físico se lo permitió. De chicos, cada mañana cuando bajábamos a tomar el desayuno, había que esquivar a esa gamba que iba para un lado y para otro justo por donde teníamos que pasar. Si queríamos desayunar había que pasar por ese peligroso corredor. ¿Vos te pensás que el tipo paraba de revolear la gamba cuando nos veía? Olvídate. Había que encontrarle el tempo y mandarse justo en el momento en que la gamba iba para el lado contrario. Con el tiempo pudimos encontrarlo, no sin antes sufrir alguna murra. Energía también para brindarse por los demás. Para el viejo no existía el cansancio si quedaba alguna cosa pendiente con el que tenía al lado, fuera hijo, amigo, hermano, sobrino o bien algún desconocido que necesitara una mano. El viejo estaba siempre y postergaba cualquier necesidad propia para desplegar esa generosidad incansable que no conocía de límites. Una brillante mente ingenieril puesta al servicio de un único objetivo: facilitarle la vida a los demás. Así de simple y así de extraordinario.

Detrás de un desinterés bastante mal disimulado, el viejo te hacía sentir especial. Pregúntenle a cualquiera que haya pasado a su lado en algún momento. A nosotros, sus hijos, ni hablar. Pero también a Raque y en especial a sus sobrinos. Sepan que el rol de tío copado lo inauguró mi viejo y fue su máximo exponente. Muchos de mis amigos también lo recuerdan así.

Mamá perdió a su compañero de ruta pero acá estamos sus nueve incondicionales para cargarla sobre los hombros para hacerle más liviano el camino. Va a ser duro porque su ausencia duele. Pero vamos a hacer lo que hizo siempre él: confiar. Todo pasa por alguna razón y no sirve dramatizar. Protagonistas sí, víctimas nunca. Ya veremos cómo nos va con eso.

Sus últimos momentos fueron un regalo del cielo. Nunca imaginamos que una fría habitación de hospital se convirtiera en un espacio donde una generosa combinación de alegría, esperanza y paz sirviera para contrarrestar la tristeza enorme por una partida inminente. Cuando el final ya era inevitable, fue mirar el cielo celeste y ver los preparativos de una fiesta inolvidable. No sé si tan bizarra como en la película de Peter Sellers, que tanto lo hacía descostillarse de risa al viejo, pero sí igualmente memorable. Lo veo a su hermano Fran sacándole lustre al hierro tres para hacer dupla con el viejo y descoser los links allá arriba en una vuelta de antología. Las veo a Mónica y Abú esperándolos en el hoyo diecinueve para convidarles una coca cola helada con alfajores de maizena y galletitas de limón, musicalizando el momento con un concierto de carcajadas limpias y estruendosas que van a terminar contagiando a todos. Lo veo al Barbas organizando una pasarela triunfal y haciendo una convocatoria masiva para darle al viejo un aplauso que les deje las manos como dos morrones.

El viejo se resistió un poco a irse, bien a tono con esa cabeza dura que le bajaba el mensaje de no resignarse porque todavía había mucho bien por hacer en la tierra. Viejo dejate de joder, hiciste todo el bien que pudiste y mucho más. El mundo entero te debe tanto que deberían embargarle todas las cuentas. El cielo te merece, todo tuyo.

Te vamos a extrañar, viejo. Como la gran puta. Vas a tener que buscarle la vuelta para lograr transmitirnos desde allá esas salidas tan insólitas …. como cuando, frente a una conversación familiar que indefectiblemente terminaba en llanto, te ponías a cantar, a grito pelado: “es preferible reír que llorar y así la vida se debe tomar, los ratos buenos hay que aprovechar, si fueron malos mejor olvidar…”.

Te vamos a extrañar, viejo, pero qué lindo surco que dejaste. Porque… atención en la sala virtual: levante la mano el que nunca se salpicó al menos con alguna gota de este derroche violento de virtudes que enarboló el viejo desde el primero hasta el último de sus días. No hace falta que respondan: ahí veo a todo el mundo con las manos escondidas.

El viejo me sigue mirando desde el otro lado de la pantalla de mi computadora y su mirada ahora dice otra cosa: “La vida sigue, la vida es bella. Y yo voy a estar ahí para acompañarlos. Pero no le cuenten a nadie…”.


La odisea de volver



Apenas puse las balizas, bajé la velocidad y me acomodé el barbijo, en la mirada del policía pude adivinar que las cosas no iban a salir según lo planeado. Por las dudas miré el reloj. Me habían avisado que la frontera cerraba a las seis de la tarde en punto, pero eran las seis menos cuarto. Seguí tocando el freno en pequeños y regulares movimientos de tobillo hasta detener el auto por completo.

“¿De dónde viene y hacia dónde se dirige?”. La voz cortante del agente iba perfectamente alineada con ese gesto de perro rabioso que busca el momento justo para saltarte a la yugular. Allá al costado de la ruta quedaron sus compañeros, un hombre y una mujer, los dos también con una cara de orto que se la pateaban, como en una suerte de puesta en escena de una dramaturgia realista de cabotaje.

“Vengo de Salta y voy hacia Buenos Aires. Después de dos meses pude sacar la autorización y vuelvo al hogar”. Lo dije muy pausado, como buscando empatía, mientras blandía el folio con el permiso para circular. Pero el señor agente policial era una estatua de mármol de carrara. No se le movía un pelo al hijo de puta. Se tomó unos segundos, como para darle suspenso a esa representación teatral que venía saliendo tal cual se la había imaginado, y se bajó las gafas negras en slow motion mirando el horizonte.

“No puede pasar por acá. Tiene que retomar hasta el cruce con la ruta 34 y tomarla para bajar por Santiago del Estero”.

Una catarata de argumentaciones se me bajaron todas juntas desde el cerebro y se frenaron en un cuello de botella a la altura de las amígdalas. No sabía por dónde arrancar. Creía tener todo a favor para convencer a esa fotocopia sin tóner de Horatio, el de CSI Miami: permiso nacional para circular, barbijos para todos, cinturones de seguridad, patente y seguro al día, matafuegos, certificado analítico del secundario y apto físico para el gimnasio.

“Por una disposición del gobierno de Tucumán, no puede ingresar nadie que no sea tucumano. Por favor dé la vuelta y retome para el otro lado”. Intenté que las repentinas y violentas pulsaciones en mis sienes no tuvieran consecuencias directas sobre una calma que ya empezaba a despedirse de mi atribulada fisiología. Le expliqué, haciendo un esfuerzo enorme para que no se atropellaran mis palabras, que habíamos decidido volver por la ruta nueve porque haríamos noche en lo de unos parientes, en Tucumán, para seguir fresquitos a primera hora del día siguiente.

Cuando parecía que mis argumentos empezaban a resquebrajar esa coraza sobreactuada, volvió a rodar el TDK del agente: “Por una disposición del gobierno de Tucumán, no puede ingresar nadie que no sea tucumano. Por favor dé la vuelta y retome para el otro lado”

A cara de piedra, cara de piedra y media, así que seguí escupiendo razones en una diatriba que ya empezaba a molestar al agente: “¿Usted se hace cargo de la seguridad de mi familia? Me está obligando a manejar toda la noche, en una ruta que no conozco, por una disposición provincial que viola la Constitución porque yo estoy volviendo por una ruta nacional y con un permiso expedido por el gobierno nacional”.

Fue la primera vez que el oficial se bajó un poco el barbijo, como queriendo que sus palabras fueran claras y definitivas: “Usted va a dar la vuelta en este preciso instante y se va a retirar por donde ya le indiqué. Además, si no se apura le van a cerrar la frontera de Salta y tampoco va a poder regresar”.

Si buscaba convencerme, lo logró con esa última argumentación. Lo único que me faltaba era tener que dormir a un costado de la ruta, preso de esta coyuntura anárquica y desquiciada. De la calentura que tenía, estoy seguro de que si en ese momento me hubieran tomado la temperatura me habrían dejado aislado e incomunicado por indicios de covid.

Pegué la vuelta y salí arando, como queriendo demostrarles mi estado de ánimo a esos tres agentes del orto que celebraban con satisfacción esa pequeña batalla ganada, como si se tratara de una pedorra lucha de poder. Faltaban cuatro minutos para la seis de la tarde, hora de cierre de la frontera. Cuatro minutos para hacer los veinte kilómetros hasta el puesto de control del lado de Salta. Cuatro minutos que terminaron siendo diez o quince porque el estado de la ruta no era el aconsejable para jugar a ser Ayrton Senna. Diez o quince minutos que sirvieron para meterle una bolsa de rolito a mi cabeza y cambiar la estrategia sobre la marcha. Había que jugarla de víctima, no de protagonista.

Apenas bajé la ventanilla frente al oficial que me cortó el paso, puse cara de carnero degollado y le conté lo que me estaba pasando. Que quería parar en Tucumán a dormir por seguridad, que sus colegas tucumanos no me dejaron pasar, que no creía prudente manejar toda la noche y que necesitaba volver al lugar de donde había salido hacía tres horas, en Salta. El tipo me escuchó calmado, con un semblante que nos dio tranquilidad desde el minuto cero. Haberlo puesto en el rol de asesor le pegó fuerte bajo la línea de flotación emocional y sacó a relucir un papel de tío preocupado por la salud de la familia de su sobrino.

“Ustedes no se preocupen. Yo en este momento estoy escribiendo un mensaje al grupo de WhatsApp que tenemos todos los controles de Salta, explicando su situación y aclarando que van a volver al lugar de origen para salir mañana temprano”. El tipo iba dictando mientras escribía, como buscando nuestra aprobación, y nos despidió casi con palmadita, deseándonos suerte.

Y así fue como volvimos a hacer los doscientos veinte kilómetros pero en sentido contrario, tomándonos un rato en cada control para explicar la situación y destacar la buena onda del colega que les había escrito por WhatsApp. Llegamos casi a las diez de la noche y a las cinco de la mañana del día siguiente ya estábamos todos arriba del auto para encarar los mil quinientos kilómetros de un tirón.

La revancha de ese segundo día tuvo varios momentos Rexona, pero voy a detenerme sólo en dos para no aburrirlos tanto.

El primero fue pasando San Cristóbal, en Santa Fe, cuando nos paró un control sobre la ruta cuatro. El que se arrimó fue un policía igualito a Gianni Lunadei (los millenials pueden googlearlo) que nos pidió todo lo que se podía pedir. Permiso, documentos de los seis, cédula, registro, seguro, vtv. Por uno de esos grandes misterios de la física moderna, el móvil policial estaba a unos doscientos metros del lugar donde nos frenaron. ¿Por qué mierda no lo estacionan en el lugar exacto donde te frenan? Inexplicable. Así, Gianni nos pidió la documentación y se la entregó a un súbdito que parecía sufrir un severo impedimento físico para desplazarse, a juzgar por la velocidad de babosa con distensión de ligamentos con la que se dirigió desde el lugar de control hasta el móvil policial para chequear los pelpas.

En ese tiempo muerto, Gianni me hizo bajar del auto para abrirle el baúl y me sometió a un violento interrogatorio. A qué me dedicaba, dónde vivía, por qué había viajado a Salta, por qué tenía entre el equipaje un zapallo que parecía sacado de Cenicienta. Y varias preguntas del estilo. Y me las volvió a hacer, no una sino varias veces. Gianni quería hacerme pisar el palito y agarrarme con alguna inconsistencia. Y mientras me preguntaba, me hizo bajar las ventanillas traseras. Los pibes venían algunos absorbidos por aparatos electrónicos, otros leyendo y la flaca metiéndole duro a su nuevo hobbie: costura de cueros. Gianni observó la escena durante lánguidos segundos y expectoró una conclusión algo insólita, por definirla de manera más o menos suave:

“Todo lo que están haciendo sus hijos está mal. Los chicos anestesiados por la tecnología y si hija cosiendo cueros. Lo nocivo de la tecnología excesiva ya es conocido por todo el mundo. Pero también está muy mal que ella cosa cueros. Es una actividad que daña considerablemente las articulaciones de la mano. En un tiempo se van a acordar de mí”.

De esto último no nos quedaba ninguna duda. Pero si esta primera opinión no solicitada fue inesperada, mucho más imprevista fue su segunda conclusión:

“Me decía que viven en Tigre. Lo lamento por ustedes, porque viven en condiciones infrahumanas”. El tipo hizo una pausa, estudiando nuestras reacciones que claramente fueron las que él esperaba. Y siguió: “No pueden salir tranquilos, ahí hay asesinatos, violaciones, robos violentos, inseguridad en cualquiera de sus manifestaciones. Ustedes los padres no pueden dormir porque sus hijos son inconscientes y no toman precauciones. Yo soy de San Cristóbal y acá no ponemos candados a las bicicletas, dormimos con las puertas abiertas, es como vivir en un barrio cerrado pero que no es cerrado”.

A vos quién carajo te preguntó, fue lo primero que se me vino a la cabeza, pero en esas situaciones en donde el otro quiere hacer valer su espacio de poder, por pedorro que sea, más vale hacerle la segunda con tal de que nos libere cuanto antes. Pero así y todo no pude evitar meterle una pincelada de ironía: “La verdad que usted tiene razón. Me vendría a vivir a San Cristóbal, pero no sé si será posible por cuestiones logísticas. Pero lo voy a pensar”.

A todo esto, el súbdito de Gianni recién había llegado al móvil. El que se acercó en ese momento fue otro oficial, que volvió a repetir las mismas preguntas que ya me había hecho Gianni unas quince veces. Y hasta me volvió a pedir la documentación. Ya era tan bizarra la situación que estuve tentado de preguntarle si necesitaba copia de los papeles para pegarles una segunda leída, pero el colega de Gianni tenía una cara de orto que no invitaba al sarcasmo. Casi cuarenta minutos después volvió el súbdito arrastrando su anatomía y nos devolvió la documentación. Gianni volvió a hacer las preguntas de rigor y sintió una ligera frustración por no pescar alguna contradicción en nuestro relato. Nos hizo la venia y salimos que no nos daban los neumáticos.

El segundo momento Rexona fue en la autopista Santa Fe a Rosario. Pasamos el primer peaje y nos paró un gendarme armado hasta los dientes. Con la punta de la itaca nos hizo una seña para que nos corriéramos a un costado mientras movía los brazos como hablando en código con otro gendarme, que enseguida se acercó hasta nosotros. Los saludé muy amablemente pero ninguno respondió el saludo. Sólo me hicieron bajar del auto y mostrarles el permiso. Mientras uno de los gendarmes me miraba muy jodido como si quisiera cagarme a tiros, el otro daba la vuelta al auto tratando de mirar adentro. Con los vidrios polarizados, sumando que ya era de noche, no se veía un carajo adentro y terminó de rodear el auto sin ninguna información relevante.

“¿Qué lleva ahí arriba?” me indagó con voz de mando militar, señalando los waypack, mientras se acomodaba la cinta de la escopeta que le colgaba del hombro. Le expliqué que era todo ropa y el gendarme hizo una mueca rara:

“Si los agarró la cuarentena de sorpresa, explíqueme por qué lleva tanta ropa”. Lo que me faltaba: tener que lidiar con un Sherlock Holmes del subdesarrollo. Otra vez dando explicaciones: que fuimos a un casamiento, que mi mujer y mis hijas habían llevado cuatro vestidos cada una porque no sabían cuál se iban a poner y que además teníamos previsto quedarnos una semanita paseando.

“Baje las valijas y muéstreme su interior”. La concha bien de su madre. Dos horas había estado para cerrar esas putas valijas y el tipo me pedía que las abriera sobre el asfalto de la autopista. Intenté convencerlo de que no me obligara a abrirlas, insistiendo en que era sólo ropa. Los gendarmes pusieron cara de Rambito y Rambón y con las armas me señalaban las valijas “Que las bajes, no lo voy a repetir”. Puta madre que los parió a los dos. Se bajó Juan Cruz para darme una mano y nos pusimos a desatar las sogas que habíamos puesto para asegurar las waypack. Encima de las valijas habíamos atado también un escudo guerrero de madera fabricado por uno de mis hijos y que por nada del mundo quería dejar en Salta. Cuando se aflojaron las sogas voló el escudo, rozando a uno de los gendarmes, que muy cerca estuvo de ponerse en guardia y apuntarnos con la itaca. “Es una arma inofensiva”, les espeté haciéndome el chistoso. No se imaginan la gracia que les hizo. Abrimos una de las valijas y Rambito revisaba cada rincón con la punta del arma. Calzones, vestidos, medias sucias, remeras con olor a humo.

Lo que terminó salvándonos de esa puesta en escena tan grotesca fueron los camiones que nos pasaban haciendo fino en medio de la autopista. El gendarme medio que se cagó en las patas de que hubiera algún accidente y nos dijo que volviéramos a cerrar y subir el equipaje. Así lo hicimos y nos picamos el champión.

Minutos antes de las doce de la noche ya estábamos en casa. Agotador el viaje, pero con una colección de anécdotas muy a tono con lo que fue esta primera parte de nuestra cuarentena, tan atípica y movilizante. Veremos si lo que sigue nos trae nuevas historias para compartir con ustedes. Veremos.

Quince minutos de comanche



Tengo menos campo que Florida y Lavalle. Hubo distintos momentos de mi vida en que lo viví a fondo, primero de la mano de mis primos Patricio Agustin Daly y Miguel Daly cuando nos pasábamos veranos enteros arriba de un caballo en sus campos de Oriente y Copetonas, cerca de Tres Arroyos. Yo era un purrete y, si aún hoy puedo subirme a un caballo sin caerme a la primera de cambio, fue porque aprendí bien de chico y quedó registrado en algún lugar de mi sistema nervioso. También aportó a la causa las visitas frecuentes, con o sin invitación porque daba igual, al campo de la familia de Javier Fernández Cronenbold en Campana. Vivíamos una adolescencia virulenta, con todo lo que ello implica en cuanto a cantidad de actividad física, pero lo mismo nos reservábamos momentos para cabalgar en banda y perdernos por el arroyo. Los veraneos en La Cumbre también tuvieron los suyo, especialmente en las excursiones por senderos escarpados y siempre cargados con esa cuota de riesgo que alimentaba nuestra sed de aventura. Los últimos recuerdos, los más frescos, son esos dos veranos que pasamos en La Cuarta, el cacho mágico de tierra que tenía la familia de Agustin Garcia Costa entre Balcarce y Tandil. Mil historias cimentadas sobre increíbles cabalgatas en aquellos paisajes quebrados que te llenan los ojos. Mil historias que, en su mayoría, ya pasaron alguna vez por el tamiz de mi pluma. 

Hoy el destino quiso que la cuarentena nos atrape en una estancia que es un paraíso. El Barbas se tomó el laburo de devolverme algo de todo aquello que viví -allá lejos y hace tiempo- y nosotros nos estamos ocupando de sacarle el máximo provecho, tratando de que estos flashes deliciosos ayuden a contrarrestar la angustia de lo que nos toca vivir a todos, en nuestro caso fundamentado principalmente sobre una realidad que nos interpela a cada momento: tener a nuestra princesa mayor a más de mil kilómetros, viviendo la cuarentena adonde a ella le tocó, también por decisión de esa misma providencia. La extrañamos a morir y surfeamos el desconsuelo confiando en que las cosas pasan por alguna razón. 

El flashback más violento de aquellos años lo viví ayer. Salimos a dar una vuelta a caballo, muy tranquilos, sólo a modo de paseo por los caminos internos de la estancia. Pero promediando la travesía, coincidimos con el gauchazo que se ocupa de los animales y que en ese momento tenía que arrear unas sesenta vacas -dispersas en un potrero eterno- para meterlas a todas en un corral. ¿Se animan? No tuvo que pedirlo dos veces. Nos miramos con Tomas Fisher y le sacamos lustre a las riendas. En mi caso le cambié el caballo a mi hijo Juan Cruz, que montaba un ejemplar del carajo que yo ya había visto galopar un par de días antes. Nos pusimos frente con frente y enseguida pudimos comunicarnos. No al nivel de Kico Lanusse, un experto en doma india que hasta te juega un partido de póker con un purasangre inglés, pero sí lo suficiente como para que el bicho entendiera que este jovato necesitaba unos minutos de aclimatación porque los años no vienen solos y hacía mucho tiempo que no jugaba a los cowboys. 

Imposible ser fiel en la descripción de lo que vivimos. La transición que le pedí al caballo fue más corta de lo que esperaba y, cuando me quise acordar, volaba sobre el excitado animal sintiendo el vértigo desde las entrañas. Una hermosura. De reojo lo miraba a Tommy que también hacía lo suyo y escuchaba los gritos de guerra del gaucho. Lo imité, entonces, con unos alaridos guturales que me dibujaron una vincha con plumas en la cabeza. Fui un comanche por quince minutos. Cerré los ojos y la adrenalina me trasladó en el tiempo hasta los potreros de Oriente, Copetonas, Campana y Tandil. Lo vi a Patri montando a pelo un alazán endemoniado mientras largaba carcajadas groseras cuando me veía hacer lo imposible para no caerme del mío. Lo vi a Javier sobre Pantera, dándome consejos sobre cómo cabalgar con elegancia. Lo vi también al Ogro a puro rebencazo como si lo hubieran extirpado de un cuadro de Molina Campos. Me vi en las calles empinadas de los alrededores de La Cumbre, rodeadas de barrancos, tratando de controlar a un genérico desbocado que me alquilaron asegurando que era bien mansito y que no le gustaba correr. 

Fueron quince minutos gloriosos. Los animales, sometidos a nuestro poder de fuego, marcharon resignados camino al corral. Un poco caudillo peronista, me sentí. El gaucho sonreía a lo lejos. Llegué a destino con las pulsaciones a mil por hora, me bajé de un salto y le di unas palmadas a mi compañero de aventura. Llegó también Tommy. El gaucho se nos acercó:

- Excelente trabajo, chicos. Un diez. Lo que yo solo tardo una hora, hoy lo pudimos hacer en quince minutos. 

Me gustó el aprobado y, mucho más, lo de “chico”. Pero en su sonrisa pícara sentí que tenía una bala preparada en la recámara, lista para disparar. Fue un presentimiento y no me equivoqué: 

- En mis treinta años en el campo nunca vi a nadie gritarle así a un animal. Así tenían los ojos, pobres vacas. No se van a olvidar nunca de esta experiencia. 

Yo tampoco.

(Gracias Maggie Fisher por las fotos)

Quién me quita lo bailado


Un capuchón de birome, una caja de zapatos, una tiza blanca y un manojo de papel picado. Esos eran mis cuatro elementos y no necesitaba nada más para llenar las horas de mi infancia metido en mi cuarto. Mientras algunos despuntaban el vicio intentando hacer la vuelta al mundo con el yo-yo, desafiándose al chupi o, los más privilegiados, quemando neuronas atrapados todo el día por el atari, yo prefería encerrarme en mi universo imaginario con esos cuatro elementos y era el pibe más feliz del mundo. Como fiel integrante de un tarro lleno de orejones, en el aspecto lúdico la jugaba de autodidacta, desafiando los limites de la creatividad. Nadie puede negar que hice propio aquello de “Usá la imaginación”, la frase emblema que las madres de mi especie blandían a los cuatro vientos cada vez que alguno de nosotros osaba manifestar que estaba aburrido. 

Un capuchón de birome. Hoy lo veo en perspectiva y me cuesta entender cómo ese cacho de plástico intrascendente se pudo haber convertido, para mí, en un Maradona, un Van Basten o un Nery Pumpido. Sobre todo, porque ese cacho de plástico se puede parecer a cualquier cosa menos a un jugador: tiene una sola pierna, le falta la cabeza y no cuenta con los brazos para sacarse una marca de encima o para manotearla al córner si le tocaba atajar. Pero así y todo, ese cacho de plástico intrascendente ganaba en velocidad, tiraba caños, metía quiebres de cintura, la filtraba entre los centrales, te la colaba en un ángulo y era capaz de tirar cualquier fantasía que pasara por mi cabeza en ese momento.

La caja de zapatos era el arco. Como pasa en cualquier familia numerosa, no fueron muchas las veces que ligué calzado nuevo durante mi infancia, pero siempre fui de guardar las cajas -propias y ajenas- porque tenían la forma ideal de un arco: un rectángulo perfecto y el fondo de la caja haciendo de red. Le cortaba con un serruchito uno de los cuatro costados (el que iba para abajo) y forraba el fondo con una hoja cuadriculada para darle el máximo realismo posible. Los golazos que clavó en ese arco el capuchón cuando estaba inspirado eran una cosa de locos. Hubo también salvadas sobre la línea, atajadas memorables, travesaños dramáticos y pelotas que rozaban la base de los postes. “No quieran saber, no le pregunten a nadie cómo se acaba de salvar el arco”, gritaba el relator imaginario desde el lado derecho de mi cerebro. Una cosa bien de locos, sin dudas.

Las tizas y el papel picado se reservaban para los partidos trascendentales, esos de cuchillo entre los dientes y a cancha llena. Con una tiza dibujaba sobre la alfombra la línea de fondo, área chica, área grande, medialuna y en algunos casos también el círculo central. La salida de los equipos venía acompañada de una lluvia de papelitos que caían desde los cuatro costados y cubrían casi toda la cancha. 

Y así me pasaba horas, tirado en el piso en posiciones de contorsionista y sacándole brillo a mi imaginación. Recuerdo especialmente una final histórica entre Real Madrid y un equipo ficticio. Casualmente yo era el nueve del equipo ficticio y terminé clavando dos pepas cuando el partido se moría y Real Madrid ganaba uno a cero con gol del mexicano Hugo Sánchez. Hubo vuelta olímpica de capuchones y la fiesta fue colosal. Para esa cita, como una excepción, fui más allá de los cuatro elementos y le metí un par de detalles adicionales para darle el contexto que se merecía. Por un lado, grabé en un TDK 90 el sonido ambiente de una cancha, lo cual no fue nada fácil porque en esa época no se buscaban las cosas en YouTube. Lo resolví el fin de semana anterior yendo a la cancha de River con un grabador periodista, esos que tenían cassette en miniatura. Llegué media hora antes y lo dejé prendido adentro del bolsillo del pantalón hasta que se grabó completo. Me acuerdo que en el ingreso a la cancha un policía me lo quiso incautar y tuve que mentir que era para un trabajo práctico del colegio. Sólo terminó de creerme cuando le regalé el turrón que me había llevado para almorzar. 

Poner el sonido ambiente de la hinchada cantando durante todo el partido no fue lo único que hice para esa finalísima contra el Real Madrid. También me pasé los dos días previos pintando cinco cartulinas: en total fueron alrededor de quince mil circulitos, uno al lado del otro, como si fueran las cabecitas de miles de hinchas disfrutando el espectáculo, envueltos en banderas, lanzando serpentinas, cantando y saltando. Bueno, en rigor no se movían, pero fue casi como si lo hicieran. Las cinco cartulinas fueron dispuestas alrededor de la cancha, colgadas de unas sogas que atravesaban todo el cuarto como una telaraña gigante. El marco fue espectacular, digno de una final como la de ese día. 

Creo que esa fue la última vez. La vuelta olímpica de capuchones se vio interrumpida de manera brusca cuando mi hermano entró al cuarto y se encontró con un panorama que tal vez resulte provocativamente insólito para quien lo mira de afuera: cartulinas pintarrajeadas colgando de sogas que atravesaban el cuarto, las camas corridas de su lugar, un mar de papel picado cubriendo casi toda la superficie, un equipo de audio al mango con ruido de hinchada y toda la alfombra dibujada con tizas en trazos toscos y desfachatados. La ira del invasor ante semejante espectáculo fue casi tan fuerte como la que sentí yo por ver interrumpido de golpe ese momento tan mágicamente placentero. 

No hubo festejo en el Obelisco. El tercer tiempo me encontró con un Wassington Klin Limpia Alfombras en una mano y un cepillo en la otra. Horas refregando como loco y dejando la vida para sacar las manchas. Horas afinando la vista hasta niveles casi nocivos para levantar hasta el último papel picado con las uñas. El cassette con la hinchada tuvo que ser resguardado en un lugar seguro para evitar su destrucción y, si mal no recuerdo, los miles de hinchas fueron condenados a la hoguera porque los afiches terminaron en la chimenea. 

Ese día me cortaron las piernas. No volvió a repetirse un partido con la carga emocional y el marco festivo de esa final. Hubo, sí, algún que otro picado pero la magia había recibido una herida de muerte. 

Así y todo: ¿quién me quita lo bailado? Y lo cantado, lo saltado, lo imaginado. Lo sufrido y lo gozado. Lo soñado. Qué viva el fútbol, Pisculichi!

Qué hacemos con esto que nos pasa



- Si su hija es mayor de edad, usted se queda afuera. No puede entrar.

Lo miro sin entender y demoro unos segundos en procesar una frase que no puede ser más simple. Entre la visera de la gorra que le tapa la mitad de los ojos y un barbijo exageradamente alto, alcanzo a interpretar en esa mirada una mezcla de resignación y tristeza mal disimulada, como si el pobre oficial aeronáutico fuera consciente del cimbronazo que me acaba de sacudir por dentro apenas dijo lo que dijo.

No puedo entrar. Mi hija vuela sola y no me dejan entrar en el hall del aeropuerto. La medida es lógica por donde la mires, pero a mí me hace caer una ficha que venía rebotando en algún lado de mi subconsciente como si estuviera jugando al mítico Flipper y no tuviera forma de atajar esa bolilla con las dos últimas paletas. Hace días que el caos se viene abonando con noticias apocalípticas, viralizaciones en su mayoría irresponsables y un clima de guerra que parece buscar ponernos los pelos de punta. Pero a mí la ficha me cayó por una indicación simple y entendible.

La situación nos empuja a pensar en un adiós improvisado frente a la vigilante mirada del oficial aeronáutico, que me sigue examinando con ceño fruncido. Tal vez esté esperando que le dé un abrazo a mi hija para decirme que mejor no darse abrazos. Pienso en mis viejos, en su solitaria cuarentena a más de mil de kilómetros de donde hoy me toca estar. Quiero abrazarlos y decirles que los quiero. Hace mucho que no los abrazo y les digo que los quiero. Pienso en eso y siento como si un primo hermano del virus se hubiera metido en mis entrañas para hacerme sentir un dolor difícil de describir. Estar tan lejos me tranquiliza un poco la conciencia aunque sepa que ni aún estando en la misma cuadra podría abrazarlos hoy. Cuando termine toda esta mierda voy a aparecerme por su casa. Primero voy a saludar a mamá y después lo voy a hacer sentir incómodo al viejo. La verdad que no sé si le gusta que lo abracen. Lo que pasa es que no los recibe muy seguido, al menos de mi parte. Capaz que le encantan y hace cuarenta años que está esperando que le dé uno bien fuerte. Me voy a sacar la duda. Cuando termine toda esta mierda.

- Por favor tarjeta de embarque.

La pareja se frena en seco. Se miran entre ellos porque parecen no haberle entendido ni una palabra al oficial. ¿Qué mierda van a hacer dos turistas, más yanquis que Beverly Hills, entrando a un aeropuerto de una ciudad del interior argentino si no es para subirse a un avión? ¿De verdad hace falta que te muestren las tarjetas de embarque? La pareja debe andar por los setenta años, se saben población de riesgo, están lejos de su casa y son conscientes del estrago que está haciendo en sus pagos este nuevo enemigo invisible y despiadado. Me los imagino discutiendo si volverse o no. Tal vez mejor quedarse hasta que esté todo más tranquilo y previsible. O mejor nos vamos ya y si nos agarra este mother fucker le damos pelea de locales. Les traduzco el pedido del milico y los yanquis me agradecen. El milico también.

Mi hija me mira y levanta una ceja. Quiere saber cómo sigue esta despedida tan fuera de lo común. Yo la verdad no sé. Nunca estuve en una situación así. El oficial sigue mirando y siento que nos está robando un poco de intimidad. Ya tenemos el check in, ya chequeamos en la página de la línea aérea, ya llegó el mail confirmatorio. El vuelo sale o sale. Igual le pido a mi hija que se vaya a fijar a las pantallas. Resopla. Iría yo pero no me dejan entrar. Levanta la otra ceja y se resigna. Desaparece en la inmensidad de esa aeropuerto vacío y yo me quedo con el oficial, que parece querer charlarme pero hay algo que se lo impide. ¿Les habrán bajado línea para que pongan cara de perro malo y se muestren implacables? La sensación de estado de guerra es casi palpable.

- Todo en horario, pa.

Era lo último que quería escuchar. A contramano de todo el mundo que anda desesperado por pescar un vuelo que los devuelva con los suyos, tenía la esperanza de alguna cancelación de último momento o sobreventa de pasajes. No me importa haber hecho setenta kilómetros, esquivando controles de zombis con barbijo, para llegarme hasta el aeropuerto. No quiero que se me vaya la niña. Porque ella se va y el resto de la familia se queda. Cuando hace un par de meses decidimos que alguno viajara en avión fue porque no entrábamos todos en el auto. Ni cerca estuvimos de imaginarnos una situación así. Pero se está parando todo y ésta es nuestra última oportunidad de que vuele. Lo dudamos. Lo conversamos. Lo lloramos a escondidas. Nos convencimos de una cosa y, al rato, también de lo contrario. Si se queda, no sabemos cuándo se va a poder volver porque no tenemos lugar en el auto y porque el temita de los vuelos va a ser un quilombo. Si se va, la vamos a extrañar. Ella va a estar bien pero a nosotros nos queda un hueco en el corazón.

- Pa, me voy. Te aviso cuando esté en la sala de preembarque.

Se va. Empieza a llover fuerte y yo sin paraguas. Los pocos taxistas, que esperan a pasajeros que ya no van a llegar, se cobijan bajo el alero de esta mole gigante que hoy, más que nunca, personifica la tristeza del adiós. Hago un esfuerzo enorme por no dejar escapar esa lágrima que quiere ser punta de lanza para despedazar la compuerta del statu quo emocional y dejar pasar un torrente que se va a volver imposible de frenar.

- Ella va a estar bien, no se preocupe.

La voz segura del milico me vuelve a ubicar en espacio y tiempo. El tipo deja de lado un protocolo que le queda gigante y busca tranquilizarme. Me dan ganas de abrazarlo, pero mejor no. Mi hija me mira y casi que me dejo caer encima de ella para darle el abrazo más tierno que me sale en este momento. Lo siento insuficiente pero ya no hay tiempo de revancha porque mi niña cruza la puerta y entra en territorio vedado. Me alejo esquivando charcos y me meto en el auto. No me voy. Mientras espero que me avise cuando ya esté en preembarque, prendo la radio y sólo escucho comentarios que están mucho más cerca del terrorismo informativo que de una palmada de contención para quienes nos acaba de caer la ficha. Me vibra el bolsillo y ya no quedan dudas.

- Ya pasé, pa, gracias por todo. Te quiero mucho.

Llueve cada vez más fuerte y no logro distinguir si lo que me nubla la vista son las gotas furiosas que golpean contra el parabrisas o ese arrollador caudal de lágrimas que entraron en violenta erupción. Mientras mi lado rebelde pide a los gritos que se acabe toda esta mierda, hay un Juampi un poco más sereno que invita a poner la bola de fuego bajo la suela y responder a una pregunta muy sencilla: ¿Qué vas a hacer con todo esto que te está pasando? Que pase o no pase no depende de nosotros, pero la vida no es lo que nos pasa sino lo que hacemos con eso que nos pasa.

El limpiaparabrisas se sacude de un lado a otro de manera violenta pero la vista ahora es óptima. Más allá de la ruta serpenteante, rodeada de cerros semi tapados de nubes negras, me proyecto abrazando al resto de mi familia que me espera. Allá vamos.