Un redescubrimiento impagable


Llegué cuarenta minutos antes de la hora pautada para la reunión porque soy un enfermo de la puntualidad y porque no podía correr el riesgo de llegar tarde a ese primer encuentro con mi cliente. Porque no era un cliente cualquiera. 

Estacioné el auto a media cuadra y aproveché ese changüí de tiempo para repasar la presentación, punto por punto. También soy un enfermo de eso y lo hago siempre. La sangre materna me corre virulenta por las venas y no se cansa de recordarme que la timidez y la introversión son casi un mandato. Por eso no improviso y pienso casi cada palabra que voy a decir cuando me toca hablar en público. Aquella vez no fue la excepción. 

Me bajé del auto con mi carpetita en mano y encaré la recepción de esa oficina poco convencional que se parecía más a un parador de playa que a la sede de una empresa desarrolladora de la que empezaba a hablar el mundo. Toqué el timbre y me abrieron enseguida. La recepcionista me atendió muy amablemente y me hizo sentar en unos silloncitos de mimbre con el respaldo a noventa grados, ideales para que mi ansiedad derivara rápidamente en una molestia aguda en el nervio ciático.

En la recepción había un desfile de caras extrañas que pasaban y me saludaban como si me conocieran. Claramente yo les resultaba familiar. Y no se equivocaban. La espera no fue larga pero sí suficiente como para que me bajara medio bidón del dispenser de agua helada que te servías en vasitos que eran más chiquitos que los de hacer buches en el dentista.

A la hora señalada, la recepcionista me hizo pasar por el pasillo vidriado hasta la sala de reuniones. Ahí me esperaban los socios de la compañía y mi entonces jefe en la consultora, que había llegado antes y ya lo habían hecho pasar. 

Mi presentación estuvo relativamente bien. O al menos se portaron bien conmigo y evitaron exponerme con alguna pregunta complicada. Mi jefe cerró el encuentro tirando sobre la mesa que todos en la consultora estábamos muy entusiasmados de trabajar con ellos y que esperábamos estar a la altura. Uno de ellos, que hasta entonces sólo se había dedicado a mirarme con atención, habló por primera vez para responderle a mi jefe con esa sobriedad tan característica, mientras me señalaba con la cabeza:

- Lo tienen a mi ahijado. Nada puede ir mal. 

Al margen de lo laboral, lo que empezó ese día fue un espectacular período de redescubrir a mi padrino. De confirmar las virtudes de un tipo íntegro, generoso, alegre y más bueno que Lassie atado con cuarenta grados de fiebre. Un tipo que tiene una capacidad increíble y única de estar pensando siempre en cómo ayudar a los demás. 

Agradezco al Barbas este redescubrimiento y lamento no poder volver el tiempo atrás para tener más momentos con él. Para pedirle consejo, para hablar de la vida y de los sueños, para encender mi grabadora emocional y guardarme para siempre el testimonio de un tipo que las pasó todas y respondió siempre con actitud positiva y esperanzadora, sin abandonar nunca sus ideales. 


Un orgullo ser tu ahijado. Y aunque no haya sido yo el que te eligió, volvería a elegirte mil veces. Abrazo infinito.  

Me saqué el gordo (de encima)


Me tragué el orgullo y pretendí seguir sin darle importancia a ese gordo desagradable que tiraba cabezazos como si fuera Ivan Zamorano. No era la primera vez que alguien se me dormía en medio de una presentación. 

Éramos quince personas en una de las salas de reuniones del antiquísimo edificio sede de la Comisión de Monumentos, sobre avenida de Mayo justo a la vuelta del Cabildo. Justamente por ser parte del conjunto histórico del Cabildo, a la sede de la Comisión no se le puede hacer nada. Y no hacerle nada incluye también no poder meterle un aire acondicionado, por ejemplo, y cagarte de calor en todos los ambientes.

La Comisión de Monumentos es un antiguo cliente de la agencia donde supe laburar. Lo que hace básicamente es proteger nuestro patrimonio y para eso una vez por semana se juntan en una sala diez viejos carcamanes, de lenguaje y pose de próceres contemporáneos, para analizar quirúrgicamente todos los casos que llegan a la Comisión: pedidos para que algún edificio sea declarado monumento histórico, pedidos de autorizaciones para hacer alguna remodelación en edificios ya declarados y otras cuestiones por el estilo. Lo que hacíamos desde la agencia era tratar de darle algo de visibilidad a todo eso que hacía la Comisión. Si ustedes nunca escucharon hablar sobre lo que hace la Comisión, significa que nuestro laburo fue una cagada. No hace falta que me respondan. 

Ese día yo estaba presentando un reporte de la estrategia que, para nosotros, tenía que encarar la Comisión para que sus acciones tuvieran mayor impacto. Tarea titánica porque esta raza de próceres cree saberlo todo. Encima había cuarenta y ocho grados en esa sala sin aire acondicionado y las ventanas estaban cerradas para oscurecer el ambiente porque la presenta venía con proyección a la pared. 

No habían pasado ni diez minutos y el gordo desagradable, sentado justo a mi derecha, ya estaba meta cabecear. Mi primera reacción fue seguir sin darle bola porque cualquier distracción podía hacerme perder el hilo y decir huevadas incongruentes distintas a las que digo habitualmente. Pero cuando el gordo desagradable puso los ojos en blanco ala, se puso pálido y empezó a inclinarse para un costado, no me quedó más remedio que intervenir. Rápido de reflejos, lo atajé justo antes de que la sien le impactara con violencia contra la punta de una mesita que tenía al costado. Detrás de mí se pararon todos los carcamanes, cada uno a su ritmo, y se arremolinaron alrededor del gordo que a esa altura yacía en el piso de la sala. 

- Hacé algo, Juan Pablo, rápido! 

Si la idea del viejo era que yo le hiciera RCP a esa morsa inerte, no podía estar meando más afuera del tarro. Para que no existiera ni la más mínima chance de semejante experiencia, me levanté de un salto y agarré un vaso con agua. Lo primero que se me ocurrió fue darle para que tomara, idea chotísima porque el gordo estaba inconciente. La segunda idea, tal vez algo instintiva y precipitada, fue la que terminó dando resultado: le vacié el vaso en la jeta y el gordo reaccionó al toque abriendo los ojos como platos y resoplando por la nariz. 

Mientras el gordo de a poco se iba reincorporando, los viejos se me quedaron mirando un rato sin hablar, en la que se perfilaba como una de las escenas más bizarras de mi carrera profesional. A ver: un tipo va a darles una presentación formal sobre comunicación y a los diez minutos le está chantando un vaso de agua a un gordo que entró en colapso y que generó zozobra entre un montón de viejos próceres. Todo por dos pesos. 

Por supuesto que la presentación se cortó ahí. Después supe que la debacle del gordo había sido porque se sentó justo donde daba el aire caliente que salía del proyector. O sea, a los cuarenta y pico grados que había en esa sala calcinante, se le sumó ese caloventor circunstancial. Pobre gordo.