Qué hacemos con esto que nos pasa



- Si su hija es mayor de edad, usted se queda afuera. No puede entrar.

Lo miro sin entender y demoro unos segundos en procesar una frase que no puede ser más simple. Entre la visera de la gorra que le tapa la mitad de los ojos y un barbijo exageradamente alto, alcanzo a interpretar en esa mirada una mezcla de resignación y tristeza mal disimulada, como si el pobre oficial aeronáutico fuera consciente del cimbronazo que me acaba de sacudir por dentro apenas dijo lo que dijo.

No puedo entrar. Mi hija vuela sola y no me dejan entrar en el hall del aeropuerto. La medida es lógica por donde la mires, pero a mí me hace caer una ficha que venía rebotando en algún lado de mi subconsciente como si estuviera jugando al mítico Flipper y no tuviera forma de atajar esa bolilla con las dos últimas paletas. Hace días que el caos se viene abonando con noticias apocalípticas, viralizaciones en su mayoría irresponsables y un clima de guerra que parece buscar ponernos los pelos de punta. Pero a mí la ficha me cayó por una indicación simple y entendible.

La situación nos empuja a pensar en un adiós improvisado frente a la vigilante mirada del oficial aeronáutico, que me sigue examinando con ceño fruncido. Tal vez esté esperando que le dé un abrazo a mi hija para decirme que mejor no darse abrazos. Pienso en mis viejos, en su solitaria cuarentena a más de mil de kilómetros de donde hoy me toca estar. Quiero abrazarlos y decirles que los quiero. Hace mucho que no los abrazo y les digo que los quiero. Pienso en eso y siento como si un primo hermano del virus se hubiera metido en mis entrañas para hacerme sentir un dolor difícil de describir. Estar tan lejos me tranquiliza un poco la conciencia aunque sepa que ni aún estando en la misma cuadra podría abrazarlos hoy. Cuando termine toda esta mierda voy a aparecerme por su casa. Primero voy a saludar a mamá y después lo voy a hacer sentir incómodo al viejo. La verdad que no sé si le gusta que lo abracen. Lo que pasa es que no los recibe muy seguido, al menos de mi parte. Capaz que le encantan y hace cuarenta años que está esperando que le dé uno bien fuerte. Me voy a sacar la duda. Cuando termine toda esta mierda.

- Por favor tarjeta de embarque.

La pareja se frena en seco. Se miran entre ellos porque parecen no haberle entendido ni una palabra al oficial. ¿Qué mierda van a hacer dos turistas, más yanquis que Beverly Hills, entrando a un aeropuerto de una ciudad del interior argentino si no es para subirse a un avión? ¿De verdad hace falta que te muestren las tarjetas de embarque? La pareja debe andar por los setenta años, se saben población de riesgo, están lejos de su casa y son conscientes del estrago que está haciendo en sus pagos este nuevo enemigo invisible y despiadado. Me los imagino discutiendo si volverse o no. Tal vez mejor quedarse hasta que esté todo más tranquilo y previsible. O mejor nos vamos ya y si nos agarra este mother fucker le damos pelea de locales. Les traduzco el pedido del milico y los yanquis me agradecen. El milico también.

Mi hija me mira y levanta una ceja. Quiere saber cómo sigue esta despedida tan fuera de lo común. Yo la verdad no sé. Nunca estuve en una situación así. El oficial sigue mirando y siento que nos está robando un poco de intimidad. Ya tenemos el check in, ya chequeamos en la página de la línea aérea, ya llegó el mail confirmatorio. El vuelo sale o sale. Igual le pido a mi hija que se vaya a fijar a las pantallas. Resopla. Iría yo pero no me dejan entrar. Levanta la otra ceja y se resigna. Desaparece en la inmensidad de esa aeropuerto vacío y yo me quedo con el oficial, que parece querer charlarme pero hay algo que se lo impide. ¿Les habrán bajado línea para que pongan cara de perro malo y se muestren implacables? La sensación de estado de guerra es casi palpable.

- Todo en horario, pa.

Era lo último que quería escuchar. A contramano de todo el mundo que anda desesperado por pescar un vuelo que los devuelva con los suyos, tenía la esperanza de alguna cancelación de último momento o sobreventa de pasajes. No me importa haber hecho setenta kilómetros, esquivando controles de zombis con barbijo, para llegarme hasta el aeropuerto. No quiero que se me vaya la niña. Porque ella se va y el resto de la familia se queda. Cuando hace un par de meses decidimos que alguno viajara en avión fue porque no entrábamos todos en el auto. Ni cerca estuvimos de imaginarnos una situación así. Pero se está parando todo y ésta es nuestra última oportunidad de que vuele. Lo dudamos. Lo conversamos. Lo lloramos a escondidas. Nos convencimos de una cosa y, al rato, también de lo contrario. Si se queda, no sabemos cuándo se va a poder volver porque no tenemos lugar en el auto y porque el temita de los vuelos va a ser un quilombo. Si se va, la vamos a extrañar. Ella va a estar bien pero a nosotros nos queda un hueco en el corazón.

- Pa, me voy. Te aviso cuando esté en la sala de preembarque.

Se va. Empieza a llover fuerte y yo sin paraguas. Los pocos taxistas, que esperan a pasajeros que ya no van a llegar, se cobijan bajo el alero de esta mole gigante que hoy, más que nunca, personifica la tristeza del adiós. Hago un esfuerzo enorme por no dejar escapar esa lágrima que quiere ser punta de lanza para despedazar la compuerta del statu quo emocional y dejar pasar un torrente que se va a volver imposible de frenar.

- Ella va a estar bien, no se preocupe.

La voz segura del milico me vuelve a ubicar en espacio y tiempo. El tipo deja de lado un protocolo que le queda gigante y busca tranquilizarme. Me dan ganas de abrazarlo, pero mejor no. Mi hija me mira y casi que me dejo caer encima de ella para darle el abrazo más tierno que me sale en este momento. Lo siento insuficiente pero ya no hay tiempo de revancha porque mi niña cruza la puerta y entra en territorio vedado. Me alejo esquivando charcos y me meto en el auto. No me voy. Mientras espero que me avise cuando ya esté en preembarque, prendo la radio y sólo escucho comentarios que están mucho más cerca del terrorismo informativo que de una palmada de contención para quienes nos acaba de caer la ficha. Me vibra el bolsillo y ya no quedan dudas.

- Ya pasé, pa, gracias por todo. Te quiero mucho.

Llueve cada vez más fuerte y no logro distinguir si lo que me nubla la vista son las gotas furiosas que golpean contra el parabrisas o ese arrollador caudal de lágrimas que entraron en violenta erupción. Mientras mi lado rebelde pide a los gritos que se acabe toda esta mierda, hay un Juampi un poco más sereno que invita a poner la bola de fuego bajo la suela y responder a una pregunta muy sencilla: ¿Qué vas a hacer con todo esto que te está pasando? Que pase o no pase no depende de nosotros, pero la vida no es lo que nos pasa sino lo que hacemos con eso que nos pasa.

El limpiaparabrisas se sacude de un lado a otro de manera violenta pero la vista ahora es óptima. Más allá de la ruta serpenteante, rodeada de cerros semi tapados de nubes negras, me proyecto abrazando al resto de mi familia que me espera. Allá vamos.