Nos devoran los de afuera


Mientras Del Potro y Cilic se cagaban a pelotazos en ese cuarto partido para el bypass, yo yacía echado como una morsa pero atento a cada jugada con la adrenalina al mango. Hasta las ganas de mear me aguantaba.

El primer timbrazo ni lo escuché. El segundo sí pero ni en pedo estaba en mis planes levantarme en ese momento, total siempre hay alguien para abrir. Pero sonó una tercera vez y ahí ya no quedó otra que exigir los abdominales y levantarme de un salto. La puta madre que lo parió.

Adelante mío salió Toto, que siempre quiere abrir la puerta. Cada vez que sale disparado tengo que gritarle que no, que un chiquito no puede abrir la puerta porque del otro lado puede haber algún hijo de puta esperando que un chiquito le abra para entrar a afanar. No se lo digo con esas palabras pero más o menos. Esta vez no fue la excepción porque le grité y el pibe fue igual. Tardé en encontrar la llave así que lo agarré recién cuando volvía:

- Pa, hay un señor que viene a pedir algo, no le entendí nada.

- ¿Cuántas veces te dije que no tenés que salir a abrir? ¿Cuántas veces te dije que es peligroso que un chico de tu edad…?

No pude seguir con mi discurso porque el pendejo se fue corriendo, ofendido. Lo único que me faltaba, que se me ofenda un hijo cuando le bajo línea con algo tan básico como una medida de seguridad que es de manual. La puta madre.

- Amigo, ¿tendrá un poco de agua para darme?

El grito llegó desde el otro lado del portón. Un vaso de agua no se le niega a nadie pero este tipo me venía a pedir uno justo en medio del partido. La puta madre. Le dije que me bancara, medio de mala gana. Fui directo a la heladera y agarré la primera botellita que encontré. Esas botellitas tienen dueño, siempre. Mis hijos se las preparan para llevarlas al colegio y putean cuando alguien se las chorea. Ellos putean y yo le digo al resto que está muy mal agarrar una botella ajena. Pero esa regla vale siempre salvo cuando estamos jugando la final de la Davis y un infeliz me hace levantar de mi platea preferencial. Así que la agarré de una, disparé para el portón y se la pasé al tipo por el hueco que queda entre el portón y la reja.

- Mirá que ya tengo botellita, no necesito otra.

- No importa, quedatelá.

Algo más me dijo pero no le di tiempo para nada y lo dejé hablando solo. Me volví al partido dando saltos de canguro para no perderme ni medio game más y medio me sentí un hijo de puta por ni siquiera haberle abierto la puerta para por lo menos verle la jeta. Pero el remordimiento me duró lo que tardé en acomodar mi anatomía entre mullidos almohadones moldeables para seguir disfrutando de un Del Potro brutal.

Cada tanto Toto se me aparecía para ponerme cara de culo y hacerme acordar que todavía estaba ofendido. Yo miraba para otro lado y el pendejo se ponía peor porque necesitaba que alguien viera lo mal que estaba. En su mirada podía ver que algo quería decirme pero su orgullo no se lo permitía, así que sólo se limitaba a ponerme cara de culo y darle patadas a todo lo sonoro que hubiera por allí.

Después vino la tremenda definición del partido en el quinto set, el paseo de Delbonis en el último turno y la vuelta olímpica. Gran festejo gran y la imagen del sediento que desapareció por completo de mi radar. Hasta hoy, cuando me agarró mi hermano José María Pizarro apenas llegué a casa de mis viejos:

- Che, gracias por ayer. Después de tanta bicicleteada, tu botellita de agua me vino al pelo. En una de esas la próxima aprovecho para hacerte una visita, si no te jode hacerme pasar.

Un cross al orgullo


Creí que ya había cubierto mi cuota de maratón del fin de semana cuando volví de un asado a las dos de la matina, me tiré dos horas, la busqué a la nena en el centro, repartija por el barrio, me tiré dos horas más y me levanté arrastrando mi anatomía para llevar a los pibes a la fiesta del deporte en Pilar. 

Creí que lo tenía cubierto hasta que me desayuno que la competencia deportiva es algo más que depositar a mis hijos en una cancha y echarme abajo de un árbol para alentarlos desde afuera entre cebada y cebada de unos buenos matungos. 

- Allá tenés que anotarte para el cross familiar. 

Mientras me señala la mesa de inscripciones, yo miro al pendejo de reojo como tratando de adivinar si aquello va en serio o es una jodita para hacerme transpirar a cuenta. El pibe me ve tambalear en la oscilación y me asesta una piña que me da de lleno en el orgullo:

- Hasta la mamá de Pipe corre. No creo que sea tan difícil. 

Diez minutos más tarde estamos todos en la línea de salida, elongando lo que podemos, bajo un sol calcinante que parece advertirnos, sobre todo a los más senior, que no se hace cargo de lo que pueda pasar aquí. La placa de Crónica es categórica: "llega el calor bochornoso a Buenos Aires y se instala con especial ensañamiento sobre Pilar". 

Grupo variopinto de pibes, padres y madres. Muchos osados coqueteando temerariamente con la insolación. Mis hijos se me paran al lado y me miran con un estado de excitación nivel perro-que-sale-de-paseo-después-de-una-semana-guardado. No pueden creer que ahí estemos, a punto de correr juntos el cross familiar. Yo tampoco. 

La velocidad de la cuenta regresiva va a contramano de la ansiedad contenida y el malón se dispara en violenta estampida mucho antes de la señal. Nadie regula ni un poco. Mejor. En la última recta me los como crudos. El menor me sigue el ritmo durante los primeros cien metros, correteándome al lado como si fuera un cuzco feliz de la vida por poder acompañar a su dueño. Pero se encuentra con un amigo y lo pierdo de vista. Decido hacer la mía porque bajar el ritmo puede ser letal. 

Los primeros quinientos metros son una recta interminable. Los recorro al lado de dos pendejos que juegan a pegarse y picar para que el otro no se la devuelva. Van cagándose de risa y yo siento que se me acaba el aire de sólo mirarlos. Cinco lugares más adelante la veo a la mamá de Pipe y encuentro ahí mi objetivo de carrera. Acelero un poco el paso y me le pongo a la par, como quien no quiere la cosa, mirando para otro lado. Logro sacarle algunos cuerpos y el orgullo le lleva un poco de oxígeno a unos pulmones que ya empiezan a pedir el cambio. 

La carrera se corre por adentro del predio, con varias idas y vueltas delimitadas por una cinta de plástico a cada lado de la pista. Pasando el primer codo me topo con el primer obstáculo: una zanja con agua. No tiene más de un metro de ancho pero a mí se me representa como el canal de la mancha. La mido y pego el salto. Llego con lo justo pero el pie de aterrizaje sólo apoya la punta y el talón oscilante en el aire provoca un leve estiramiento del gemelo cuando baja buscando dónde apoyarse. El pinchazo es leve así que me hago el boludo y sigo. 

En el segundo codo ya quedo de frente a la multitud que espera a los corredores, allá lejísimos. Cogoteo y los veo a los pibes propios que vienen unos veinte metros detrás. Y veo también a la mamá de Pipe que viene acelerando el ritmo y ganando posiciones. Hora de apretar el paso. Le meto un par de metros por hora más rápido y siento que un gremlin se me prende a la pantorrilla y me chanta un tarascón en el gemelo con todas sus fuerzas. Después aparece otro y repite la maniobra pero en la otra gamba. La recta se me hace cuesta arriba pero quemo cartuchos metiendo un pique desquiciado para alejarme lo máximo posible de la amenaza que avanza fresquita y a los saltitos como si recién hubiera arrancado la carrera. 

Ya estoy logrando mi objetivo pero la sonrisa se me borra de una voladora al mentón. Resulta que el final de la recta no es el final de la carrera. Hay que pegar un giro de ciento ochenta grados y volver casi la misma distancia y volver a pegar un giro completo y meterle una recta más. Siento en la nuca que la amenaza se acerca peligrosamente y no puedo evitar cogotear otra vez. No la veo por ningún lado. Alivio. Los veo a los pibes propios que se acercan a buen ritmo, de la mano. La vida es bella. Sigo a buen ritmo con el aire renovado.

Curva, contra curva y recta final en una abstracción casi mística. Manos a la cara para aclarar al vista, nublada por el calor. Recibo el número con el puesto de llegada, el ochenta y ocho, y me desplomo como si un francotirador me hubiera atravesado le bocha de lado a lado. 

Lo único que llego a ver cuando vuelvo en razón es a la mamá de Pipe. No estaba cruzando la meta, volvía del kiosco. En una mano llevaba una cocucha y en la otra el número de puesto. El sesenta y lpmqlp.

El señor Patterson nos pagaba por eso


Las reuniones con el señor Patterson se hacían siempre en su oficina porque el tipo era un obsesivo del control y la rutina. Todo tenía que ser previsible y no había lugar para las sorpresas. Al señor Patterson le gustaba navegar por el medio del canal y nos pagaba por eso.

El señor Patterson era el presidente de un grupo empresario multinacional que supo ser nuestro mejor cliente, por lejos, durante muchos años. Su oficina ocupaba todo el piso veinticuatro en una de las torres Catalinas y, hubiera o no algún asunto urgente para tratar, a él lo mismo lo apasionaba hacernos madrugar cada lunes y esperarnos con jugo exprimido y medialunas.

La ceremonia era siempre la misma: llegábamos puntuales, su asistente nos buscaba en recepción -tratando de no romperse un tobillo mientras hacía equilibrio sobre unos zapatos taco aguja de veinte centímetros- y nos hacía pasar a una salita contigua con sillones de cuerina negra y una mesita ratona llena de revistas que tenían a su jefe en la tapa con la única pose que sabía hacer. Allí esperábamos los siete minutos habituales -nunca uno más nunca uno menos- sin apoyarnos en el respaldo del silloncito para no transpirar la camisa.

En el momento oportuno volvía la asistente y nos acompañaba hasta una sala de reuniones en donde tranquilamente podría haberse organizado alguna vez un desafío de fútbol cinco de consultora versus clientes. La mesa era larguísima y en cada uno de los puestos había una pantalla táctil desde donde se podía hacer una presentación que se replicaba en una tele de medio millón y medio de pulgadas que ocupaba casi toda la superficie de una de las paredes. En la pared de enfrente había una foto área gigante de una de las empresas del grupo y el resto era un enorme ventanal que nos hacía sobrevolar el Río de la Plata.

El señor Patterson se demoraba tres minutos en aparecer desde que su asistente nos dejaba solos en la sala. Nunca uno más, nunca uno menos. Hacía su ingreso triunfal con una taza de té en la mano y repetía siempre las mismas palabras de apertura: “¿no les ofrecieron nada para tomar?”. Lo siguiente era desabrocharse un botón del saco del traje de cinco cifras dólar y dejarse caer sobre su sillón.

Las reuniones con el señor Patterson siempre tenían la misma estructura. Durante los primeros veinte minutos -nunca uno más, nunca uno menos- nos contaba sobre su fin de semana jugando al polo en su campo en Areco o haciendo kitesurf en la bahía San Borombón. Nosotros seguíamos sus relatos con mucha atención y le festejábamos cada gol en el último chucker y cada voltereta arriesgada en medio de vientos racheados, como si realmente nos interesara lo que nos decía. Nuestra escucha activa simulaba un interés genuino porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.

El señor Patterson se había hecho instalar un sistema informático que hacía morir cualquier tecnología. Apenas cruzabas la puerta de la sala reuniones, dejaba de funcionar automáticamente el celular o la computadora o lo que fuera que tuvieras encima. Nunca dijo nada sobre su ardid y tuvimos que adivinarlo una vez que otro cliente, en medio de una crisis, nos puteó en arameo porque no pudo ubicarnos durante toda una mañana. Al señor Patterson le gustaba recibir toda nuestra atención y, en definitiva, nos pagaba también por eso.

La media hora siguiente a los relatos del fin de semana la usábamos para darle un panorama político y económico general sobre el país. El señor Patterson nos miraba con ceño fruncido y sólo sonreía cuando decíamos lo que él quería escuchar. Conocíamos de memoria los mensajes que eran música para sus oídos y los teníamos estratégicamente distribuidos en la presentación. Nada dejábamos librados al azar porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.

El módulo siguiente eran veinte minutos de monólogo del señor Patterson, nunca uno más, nunca uno menos. A la hora señalada se levantaba de su sillón y daba vueltas a la mesa siempre en sentido de las agujas del reloj. La perorata versaba sobre su visión del mercado y venía condimentaba con técnicas teatrales que no podían más de vanidosas. Y nosotros le hacíamos la segunda a cada una de sus aseveraciones porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.


El encuentro semanal se cerraba con un repaso sobre acciones y pasos a seguir. Teníamos diez minutos -nunca uno más, nunca uno menos- para mostrar lo bueno que éramos maquillando una relación que, sin una buena fachada, se caía pedazos a la primera ventisca. El señor Patterson tomaba notas en su libreta -tapa aterciopelada roja con sus iniciales en dorado- y prometía enviar un memo que nunca llegaba. Cuando el señor Patterson cerraba la libreta y le ponía el capuchón a su Mont Blanc Silver Solitaire, sabíamos que era hora de bajar el telón de esa pantomima semanal. Sin importar que hubiera algún otro tema más para abordar, había que levantarse y formar una fila para estirarle la mano al señor Patterson y agradecerle su tiempo. 

Al señor Patterson no se le hablaba ni se le escribía hasta el lunes de la semana siguiente. Porque, en definitiva, nos pagaba también por eso.

Un pelotudo graduado con honores




No sé de qué carajo se ríe el gringo. Lo tengo sentado al lado y hace media hora que trata de seguir la charla del resto. Si en un ambiente silencioso el tipo ya entiende poco y nada de castellano, con este quilombo de música y murmullo insoportable que hay en el restaurante directamente está en pelotas. Pero el gringo se ríe con ojos achinados como quien sigue el hilo de la conversación porque no quiere incomodar. A mí me incomoda mucho.

El gringo se llama Casey y es el capo global de un área cuyo nombre completo no te entra en una tarjeta personal. Vino por un par de días en uno de esos viajes que se inventan para hacer un poco de turismo por países exóticos y de paso repasar alguna cuestión de laburo. Como cada vez que viene un peso pesado, siempre a alguno de los boludos locales le toca sacarlo a comer a algún boliche a los que ni en pedo iríamos si la tuviéramos que poner nosotros. Hoy me toca a mí. Y como no quería tener un mano a mano con el gringo, busqué desesperadamente que alguien más se sacrificara por la causa. El único que agarró viaje fue Gerardo, un pelotudo profesional que no pierde oportunidad de hacer política para avanzar algún casillero en su perversa carrera de progreso corporativo a base de humo. Lo dejé a Gerardo elegir el restaurante porque me gusta hacerle la segunda cuando se la da de especialista gourmet. Terminamos en Lola, sobre la costanera, y a último momento se sumó también Sebastián, otro pelotudo que anda al salto por un bizcocho.

El restaurante está hasta las manos y la espera se hace larga. Cuando el mozo aparece pidiendo disculpas por la demora, Gerardo se adueña totalmente de la escena y nos primerea para agarrar la carta de vinos. “El vino me lo dejan a mí”, dice mientras se saca los anteojos del bolsillo del saco. Recorre las páginas de la carta con deliberada parsimonia  y se decide por el vino más caro, total paga la corpo. El mozo asiente fuerte la elección y a los dos minutos vuelve con la botella para que Gerardo la analice con atención. Está todo ok así que sirve un fondito en la copa de Gerardo, que infla el pecho y pone en escena la pantomima de la ceremonia de cata: mira fijo la copa, la huele, la mueve en círculos, vuelve a olerla y se manda un sorbo. Mantiene el líquido por unos segundos, se lo traga y repiquetea los labios con la mirada perdida a media altura. Algunos segundos de deliberación y el fallo inapelable que cae como mazazo: “No señor, este vino no está bueno. Hacéme el favor de cambiarlo”. El mozo ensaya una tímida defensa pero Gerardo no le da margen y lo aleja con un gesto que roza lo despreciable. Mientras siento el impulso de saltar sobre la mesa para sacudirle con el empeine a la altura del mentón, el mozo apoya la botella de vino en la mesa auxiliar que hay justo detrás de Gerardo y va en busca de una segunda botella.

No hay forma de que el tema de conversación se mueva de los carriles corporativos y decido entretenerme buscando el mejor ángulo para sacarle una foto al pelado de la otra mesa que no puede ser más parecido a Bruce Willis. No es fácil porque el pelado no se queda quieto. El gringo me adivina aburrido y pregunta por mi familia y le digo que bien gracias. Fin de la conversación.

El mozo de la otra mesa pasa por al lado de la nuestra y percibe que todos tenemos nuestras copas vacías y que hay una botella en la mesa auxiliar, la que había dejado el mozo anterior. Sin preguntarle a nadie, toma la botella y le vuelve a servir a Gerardo, que nunca lo ve porque el muy hijo de puta ni siquiera se da vuelta para mirarlo a los ojos. Sin darse cuenta de que es otro mozo, Gerardo toma la copa y repite la farsa de la cata. Segundos de suspenso y el veredicto que no hace más que confirmar su condición de pelotudo graduado con honores: “Ahora sí, maestro, este sí que está bueno”.


Efecto guillotina


La reunión estaba pautada para las ocho y media, en punto. Yo no tenía ni dos días en esa empresa y Osvaldo, mi jefe, me había convocado para ponerle plazo al millón y medio de asuntos que habían quedado colgados del pincel cuando a mi antecesor se le pelaron los cables y se fue a vivir a una granja menonita en La Pampa. También convocó a Héctor, un histórico que durante los treinta años que estuvo en la empresa fue rotando por todos lados. Le decíamos superintendente porque el hijo de puta se sabía de punta a punta cualquier proceso y siempre tenía una respuesta para todo. A Héctor no le entraba una sola bala, era un inimputable que nunca iban a rajar porque para pagarle la indemnización hubieran necesitado vender acciones de la empresa.

En mi primer día de laburo, Héctor me llevó hasta la máquina de café empetrolado para darme algunas directivas informales sobre la empresa. Me dijo que lo más importante para Osvaldo era la puntualidad. El tipo era un enfermo de la puntualidad. Me contó que en la primera reunión de equipo (yo todavía no estaba en la empresa) la gente llegó quince minutos tarde y el flaco, con lágrimas en los ojos, les contó que él amaba tomar el desayuno con sus hijos pero que ese día no había podido hacerlo para poder llegar puntual a la reunión y que, por ende, cada uno de los que habían llegado tarde lo que hicieron fue cagarse en sus hijos. Así de jodido era el Osvaldo.

El día del encuentro decidí llegar a las siete y media para no estar ni cerca de cagarme en sus hijos. En la oficina no estaba ni el sereno. Me preparé el mate y me puse a leer un mail desordenado que Osvaldo me había mandado para ponerme al tanto de los asuntos pendientes. Después de leer el mail unas cuatro o cinco veces, el quilombo en mi cabeza era todavía mayor. Osvaldo manejaba la gramática y el estilo como yo la mecánica cuántica. Me fui haciendo algunas anotaciones como para no quedar en pelotas pero llegó un momento en que seguir leyendo hubiera sido más contraproducente todavía.

A eso de las ocho apareció Osvaldo y pasó por mi box. Sin sacarse el sobretodo ni largar el portafolio se señaló el reloj e hizo un movimiento de labios clarito: “ocho y media, ni un minuto después”. Todavía faltaba media hora. Al que no veía por ningún lado era a Héctor. Sus cosas estaban sobre su escritorio pero el tipo no estaba. A las ocho y diez Osvaldo volvió a pasar por mi box y me dijo que la íbamos a adelantar diez minutos porque le había surgido algo pero que no encontraba a Héctor por ningún lado. “Buscálo por todos lados, ya”, me dijo sin darme mucho margen. Héctor no estaba en su oficina, no estaba en la máquina de café, no estaba en los pasillos. Tenía que estar en el baño.

Los baños de la multinacional tienen una zona común, de lavatorios y meaderos, y una zona de compartimentos para cuando hace falta despedir algún amigo del interior. En la zona común Osvaldo no estaba pero uno de los cinco compartimentos tenía la puerta cerrada. Era una opción. Cuando me debatía entre si golpearle la puerta o no, escuché que sonaba un ringtone de Benny Hill desde adentro del cubículo. Sonó dos veces y se cortó. Volvió a sonar dos veces, se cortó. Sonó por tercera vez y se escuchó clarito: “¿Qué mierda le pasa a este viejo puto? Ya ni se puede cagar tranquilo”. Era la voz de Héctor. El teléfono volvió a sonar dos o tres veces más. “Pero la concha de su puta madre”.

La puteada de Héctor todavía rebotaba en esas paredes inmaculadas cuando se abrió la puerta principal de golpe. Era Osvaldo. Me miró y se miró el reloj. Eran las ocho y veintiuno. Mientras yo me lavaba las manos a toda velocidad, Osvaldo pegó un grito como medio desproporcionado. “Héctor, ¿estás ahí?”. Silencio. “Héctor, sé que estás ahí. En dos minutos en mi oficina” y se fue dando portazo. Héctor apareció desde el cubículo terminando de abrocharse los pantalones y con la cara casi desfigurada. Avanzó dando pasos cortos hasta el lavatorio y abrió la canilla caliente. No parecía apurado. Me lo quedé mirando un rato y le pregunté si necesitaba algo. “Gracias, estoy bien. Lo que pasa es que es la primera vez en mi vida que un jefe me obliga a aplicar la guillotina. Esto en una granja menonita no te pasa ni en pedo”.

Que vuelvan los lentos


Hoy se cumple un nuevo aniversario de mi último partido de fútbol en una cancha de once. La cantidad de años no viene al caso, es anecdótico. Como una cruel e irónica alegoría del momento, mi equipo se llamaba Los Nonos y jugábamos en un torneo amateur que se llama Alto Nono.
No tengo registro de la mayoría de los detalles de lo que pasó en ese partido. Lo único que se me proyecta en la cabeza con una precisión inexplicable, como si fuera una de esas películas que te la pasan por cable todos los días del mes, es mi última jugada en ese partido. Y lo que vino después.
Iban treinta y cinco minutos del segundo tiempo. Perdíamos cuatro a cero contra unos pendejos que estaban todos pelados porque el día anterior, mientras nosotros cambiábamos pañales o ayudábamos con alguna tarea, los nenes se recibían de bachilleres y salían de joda toda la noche y se agarraban un pedo de novela y terminaban pelándose unos a otros en una plazoleta de Palermo. Y de ahí directo al partido.
Iban treinta y cinco minutos del segundo tiempo y los pendejos se nos vinieron encima porque consideraron que ya era hora de perderle el respeto a ese grupo de gerontes que no les daba el cuero ni para tirar una murra. Con el objetivo entre cejas de estirar la goleada todo lo que pudieran, el nueve rival dejó desairado a nuestro seis y encaró el arco con un solo escollo por delante: yo, que jugaba de último hombre. La bola estaba a tres metros de mi posición y a unos ocho metros del delantero. Era pan comido. Podía hasta darme el lujo de cortar el ataque con holgura y jugarla redonda hacia algún compañero o, en el peor de los casos, meterle un puntinazo y colgarla de algún eucalipto. Pero hubo un cortocircuito entre la cabina de comando y mis extremidades que derivó en una insólita falta de timing que derivó en un penal inexplicable.
La desafortunada maniobra dejó en evidencia la brecha generacional que teníamos en relación a la edad promedio de ese torneo y me empujó a una decisión que, aunque precipitada, no pudo ser más oportuna. Cuando decidí abandonar el fútbol de once antes de que el fútbol me abandonara definitivamente a mí, todavía estaba en el piso, boca arriba, dolorido en el alma por esas miradas inquisidoras de mis compañeros que no podían concebir tanta torpeza. Pedí el cambio desde ahí, así como estaba, sin incorporarme siquiera. Mis compañeros me preguntaban qué parte del cuerpo me había lesionado y yo me señalaba el pecho porque no sé dónde mierda tenemos el amor propio. No sé si es un músculo, un ligamento o una estructura ósea, pero sé que puede llegar a doler bastante más jodido que otras lesiones.
Me levanté lo más rápido que pude y, mientras el suplente ocupaba mi lugar, yo salí simulando renquera por el fondo de la cancha, con la vista clavada en el pasto. No quería mirar a nadie. Me aflojé los cordones de los botines, dejé caer las medias y arrastré las piernas por el borde de la cancha hasta el estacionamiento del predio. Abrí la puerta del auto, me senté de costado y me arranqué las canilleras con algo de nostalgia porque sabía que ya no me las ibas a poner nunca más en esta vida. El fútbol que viniera después, cualquiera fuera su formato, claramente no iba a tener un nivel de exigencia que requiriera canilleras.
Me demoré unos veinte minutos en esa posición hasta que me empezó a joder la cintura por no tener respaldo. Corrí el asiento para atrás todo lo que se podía y lo recliné hasta donde daba. Abrí la ventanilla y me acosté hasta dormirme. Otra demora de media hora hasta que finalmente decidí abandonar ese predio de mierda. Hice las tres cuadras de tierra que me separaban de la avenida principal y enfilé para mi casa. Tardé hora y media en llegar, le metí otros quince minutos acostado en el asiento reclinado y otra demora más caminando muy perezoso hasta mi cuarto. Mi mujer se sorprendió de que ni siquiera hubiera saludado y se arrimó hasta el cuarto. Me encontró semi dormitando sobre la cama, mirada perdida en el techo.
- No te duermas, mi amor, que hoy tenemos fiesta ochentosa en lo de mi prima. Dale, que no decaiga, que vos sabés lo mucho que me gustan los lentos.
La puta madre si lo sabré.

El flashback fue inevitable


La voz de mi conciencia metió otro gol de antología. Me hizo un laburo psicológico que rodea lo perverso y que consiste en mostrarme, casi en forma simultánea, gente que desborda salud atlética y gente que arrastra por la vida su humanidad descuidada. Lo hace bastante seguido, pero nunca con la alevosía de esta vez: la muy hija de puta me agarró a la vuelta de mi casa, justo frente a un local en donde siempre hubo un gimnasio y ahora hay una rotisería. Con esa metáfora despiadada que me dejó colgado del pincel por algunos segundos, se me acercó al oído y, muy suavemente, me preguntó de qué lado quiero estar. Esta dicotomía siniestra me obligó a suspender la picada con amigos que tenía organizada para esa misma tarde y fondear el ropero para dar con el paradero de mi muda deportiva. Salir a sacudir el esqueleto por las calles de mi barrio se convirtió en una prioridad absolutísima en la cruzada por amigarme con mi conciencia.

- ¿A dónde te vas así? – se animó a preguntarme uno de mis hijos, aguantando la risa, cuando me vio aparecer empilchado con el conjunto de jogging tres tiras, buzo con capucha y unas llantas que no podían más de blancas por falta de uso. Sus hermanitos también se acercaron, intrigados por esa situación tan atípica.

- Me voy a correr un rato.

- ¿Para qué?

- ¿Cómo para qué? Porque tengo ganas de correr, porque sí, como Forrest Gump.

- ¿Quién es Forrest Gump?

Los despedí con un beso general y me aventuré a la calle. La primera embestida de la contraparte emocional vino en forma de fueguito crepitante en la chimenea del living y un frío polar que me sopapeó apenas abrí la puerta y me clavó un millón de agujas sobre mi agarrotada humanidad. Con el ánimo agigantado por superar ese primer obstáculo, llegué hasta el portón de entrada y lo atravesé con esa sonrisa que sólo te puede dar la sensación de estar poniendo en marcha algo que está bueno. En el momento en que bajaba la gamba del murito después de elongar músculos anquilosados que se resistían a abandonar su hibernación, justo en ese momento apareció mi vecino que venía de hacer las compras y al toque vi la chance de anotarme un poroto en esa guerra fría que el boludo me declaró hace un par de años cuando cambió el auto, remodeló la casa y se hizo la pileta al fondo del jardín. Todo al mismo tiempo, mientras yo apilaba hijos en cuartos con poca ventilación y espacios reducidos. Nunca perdimos los buenos modales de saludarnos y mostrarnos amables en el trato, pero tampoco dejamos pasar oportunidad de torearnos por lo bajo cuando la jugada lo pide. Mostrarme en cortos y dando saltitos atléticos en el lugar cuando el pibe llegaba a su casa con dos bolsas llenas de salames y otros embutidos, fue una batalla ganada sin sufrir una sola baja.

A dos cuadras de casa está la avenida de las Banderas, que arranca donde termina Acceso Tigre y se extiende apenas unos quinientos metros hasta llegar a la rotonda de la Estación de tren. La avenida corre en paralelo al Río Tigre y en ese pedazo de tierra que hay entre la avenida y el río, el Municipio levantó un parque verde que los domingos se llena de turistas y durante las tardes noches de la semana se convierte en un circuito de running que no tiene nada que envidiarle a los lagos de Palermo. Hasta allí caminé con el pecho inflado y el regocijo de quien ya se siente satisfecho por el solo hecho de ponerse los cortos y mezclarse con profetas del trote que le meten dos horas diarias promedio de entrenamiento riguroso.

El circuito tiene varios recorridos posibles y cada uno elige el que mejor se lleva con su estado físico. Uno de esos recorridos es la vuelta bordeando el río desde el puente que está sobre 25 de mayo, pasando por el parque, hasta el otro puente que está donde la avenida Cazón se convierte en avenida de las Palmeras. Esa vuelta tiene poco más de un kilómetro y es la que vengo haciendo en las diez o quince veces que volví a las pistas en este último año. Elijo este recorrido porque no es alcahuete: vos corrés y la gente no sabe si recién arrancaste o si ya vas por la quinta vuelta. Esta vez me tiré directo a hacer tres vueltas bajo la autoamenaza de no comer milanesas por dos semanas si no cumplía ese objetivo de mínima. Como cada vez que vuelvo, arranqué a un ritmo tranquilo, una marcha que está entre caminar rápido y trotar más o menos como la gente. Es un ritmo que en general se mantiene hasta que dos rubias te pasan, como si fueras un cono de vialidad, revoleando sus colitas de caballo y parloteando a los gritos como si el ejercicio no les provocara ningún tipo de dificultad respiratoria. Ahí, aún a riesgo de sentir como si un pitufo se te prendiera de los gemelos, se aconseja acelerar un poco el tranco para no desentonar.

Con las tres vueltas en el bolsillo y el orgullo con las acciones en alza, caminé durante unos diez minutos intentando recuperar el aire. Llegué hasta la rotonda, crucé por la senda peatonal y le hice un rodeo a la estación para volver a casa atravesando el playón gigante de estacionamiento. Venía con la cabeza en cualquiera hasta que algo a la distancia me hizo parar en seco. Me quedé quieto, brazos en jarra, respirando forzado y con la mirada clavada allá a lo lejos. Me fui acercando despacio hasta quedar apenas a cinco metros. Eran seis contra seis, arcos armados con buzos y pelota gastada de tanto rotar entre caricias y maltratos. Los pibes se la jugaban como si fuera la final del mundial. Se tiraban a barrer por el piso de cemento, se puteaban, se daban indicaciones. Los pibes se divertían porque les toca vivir el momento en que la vida es un picado.

El flashback fue inevitable. Lo vi a Nacho Guerra quebrando la cintura para dejar en ridículo al gordo Balbuena, un rústico con el orgullo más grande que la buzarda y que no se ponía colorado si había que pegar una murra para frenar un ataque. Lo vi al Pichi Valenzuela, viejo pícaro, pidiéndole al arquero que se pusiera las manos porque no agarraba una. Lo vi a Lisandro Carranza caminando por el medio del patio, con las manos entrelazadas por atrás de la espalda y la mirada perdida en el piso, como pidiendo por favor que alguien le hiciera bullying. Lo vi a Gustavo, profesor de biología, saliéndose de la vaina por entrar y despuntar el vicio un rato con sus alumnos. Me vi a mí mismo, la Hilacha. Así me habían bautizado porque era una retazo de sesenta kilos que se lo llevaba el viento. Me vi con nostalgia desparramando rivales y recibiendo las palmadas de mis compañeros, siempre monitoreado por el Beto Alzamora desde atrás de una columna. El Beto Alzamora era mi profesor de atletismo y se obsesionó conmigo después de un semestre afiladísimo que tuve en mi especialidad, salto en alto, cuando recién arrancaba la secundaria. Ese año rompí el record del colegio, gané el torneo zonal y después el regional, los dos por afano. El tipo proyectó una carrera brillante y me adoptó. Yo era su pollo y el Beto me quería profesional. Mientras todos mis compañeros jugaban al fútbol en el horario de deportes, yo subía y bajaba escaleras, saltaba vallas con los dos pies juntos y me mataba haciendo espinales para lograr un mejor arqueo a la hora de pegar el salto. El Beto sufría cada vez que yo jugaba al fútbol porque una lesión complicaba las cosas. “Cuidáme esas piernas, campeón”. Pero el Beto mandaba en el horario de deportes, el recreo estaba fuera de su jurisdicción. Por eso sólo se dedicaba a mirar desde lejos, con los dedos cruzados.

El partido se pasaba de intenso y los pendejos lo jugaban a muerte. Para volver a casa yo tenía que atravesar esa cancha improvisada en el playón, pero no había apuro. Miraba cada jugada y me imaginaba entre todo ese piberío tirando un lujo y despertando la ovación, “mucho, nene, muuucho”. En un despeje violento de un defensor, la bola se me vino encima y la apreté bajo la suela en un movimiento rápido y armonioso. Levanté la vista y le entré con tres dedos para dejarla exactamente donde estaba el flaco que me la pedía, que me levantó el pulgar un poco sorprendido con tanta precisión. Fue un momento de gloria. Miré para los costados y lamenté que nadie hubiera visto esa fantasía. El ritmo del partido no aflojaba y ahí estaba yo, embobado, parado junto a la línea de cal imaginaria como si estuviera en las gradas del Bernabéu. Había un gordito con vincha, muy parecido al Ogro Fabbiani, que la tenía atada con tanza. Firulete para acá, firulete para allá, lo tenía alquilado a un pelirrojo que se bancó sin chistar que el Ogro le llegara a tirar hasta tres caños en una misma jugada. La pelota de golpe vino para mi lado pero me pasó a unos cuatro metros, así que no pude repetir el lujo. Pero fue suficiente para que los doce pibes que estaban jugando me vieran ahí parado, mirando, perdiendo el tiempo. El cuatro estaba por hacer el lateral pero lo frenó el que parecía ser el capitán:

- Laucha, bancá que pase el señor.

Se me cayeron todos los años del calendario. Señor, me dijo el insolente.

- Si no estuvieran los chicos esperándome en casa, entro y les pinto la cara a todos.


La carcajada fue seca, no muy fuerte, pero sí lo suficientemente violenta como para que me diera de canto en la base del orgullo. Atravesé la cancha bien por el medio, pasitos cortos, paso exageradamente pausado, cosa de demorarles la reanudación del partido todo lo que se pudiera. Miré firme a los ojos a cada uno, con las cejas en punta. Me miré a mí mismo. No sé de qué se ríen, pendejos. No sé de qué me río. Antes de dejar la cancha, toqué el cemento con la punta de los dedos y me persigné mientras la voz de mi conciencia me dedicaba una ovación que nunca me voy a olvidar. La voz de mi conciencia me sigue a todas partes. En las buenas, siempre. Y en las malas mucho más. 

Mi bucket list



El semáforo se pone en verde pero me demoro unos instantes en arrancar porque vengo con la mirada clavada en el cordón de la vereda, pensando en alguna de las pelotudeces con las que lleno mi cabeza durante la mayor parte de mi día. Me demoro un segundo, a lo sumo dos. Lo suficiente como para que el boludo de atrás apoye todo su cuerpo sobre el volante de su Fiat Palio para dedicarme un bocinazo largo y sostenido. Lo miro fulero por el espejito y espero un par de segundos más antes de arrancar. Siempre me hago el malo cuando sé que hay margen para disparar si la cosa se pone jodida.

- Pa, se me ocurrió algo nuevo para agregar en mi bucket list.

Es lo primero que dice mi hija en esta media hora desde que la pasé a buscar por lo de su mejor amiga. Los dos veníamos callados, meditabundos, hundidos en un silencio vehemente. Dos gotas de agua. La radio sólo pasa canciones nivel seis, que son las que se escuchan a volumen número seis, ni uno más ni uno menos, porque son de las que se escuchan pero no se escuchan.

- ¿Qué es una bucket list?

Mi hija me mira sorprendidísima. Hace el típico gestito de no poder creerlo negando con la cabeza mientras se muerde el labio inferior. Y me explica. Y más o menos lo entiendo. Una bucket list es un listado de cosas que uno debería hacer antes de estirar la pata, como por ejemplo volar en globo, escalar el Himalaya, visitar un castillo medieval, correr el desafío de los volcanes. Lo que sea. Lo que le pinte a cada uno. La bucket list es personal e intransferible. Me gusta el concepto y lo mastico durante todo el segundo tirón de silencio compartido con mi hija, hasta llegar a casa.

En casa no hay nadie. Mi hija se encierra en su cuarto a estudiar y yo prendo la computadora sin saber bien para qué. Miro mi muro en Facebook medio en diagonal y navego un rato por los portales que casi se abren solos: el olé, la nación deportiva, revista un caño. Veo el ícono del Word y le doy enter, abrir nuevo documento, guardar como. Pienso, luego escribo: bucket-list.doc.

No se me cae una idea, nada, hoja en blanco. Vuelvo al olé para ver si en estos últimos quince minutos algún equipo hizo alguna incorporación importante. Vuelvo al Word. Nada. Sigo así un rato largo hasta que me suena el celular. Es mi jefa. Son casi las nueve de la noche y la subnormal me llama para hacerme acordar que mañana tenemos que tener listo el reporte que nos pidieron, desde casa matriz, unos señores sentados detrás de un escritorio que trabajan de pedir informes a empleados de países subdesarrollados.

El llamado inoportuno me hace perder cualquier esperanza de darle forma a mi bucket list, así que cierro todo y me pongo a ver un superclásico de los años ochenta que están pasando por Fox. Boca gana dos a cero con dos goles de la chancha Rinaldi. El negro Palma se erró un penal cuando empezaba el partido. River se va con todo al ataque para descontar y el partido es entretenido, pero mi cabeza se debate entre la bucket list inconclusa y la necesidad de ayudar a mi jefa a que se compre una vida para no rompernos las pelotas a todos los que ya tenemos una. Pará, se me acaba de ocurrir cómo arrancar mi bucket fucking list, tal vez metiéndole alguna variante. Corro a buscar la computadora. De vuelta abrir documento, guardar como y le cambio el nombre: Todo-lo-que-haría-el-último-día-de-laburo-después-de-ganarme-cuatro-palos-verdes-en-el-loto.doc.

Centro llovido desde la derecha y el Carucha Corti que se anticipa a todos y clava el uno a dos. Al toque una jugada calcada y el que salta más alto que todos esta vez es el Polilla Da Silva. El partido se pone dos a dos y todavía queda un rato.

El primer ítem de mi bucket list laboral lleva un título muy escueto: irrupción en reunión de directorio. Me explayo sobre el Word porque me estoy representando demasiado en detalle cómo voy a cumplir este primer desafío. Promediando la reunión de directorio, me veo entrar al salón de presidencia pateando la puerta para hacerla rebotar con violencia contra el respaldo de un muñeco que gana por mes lo que yo no me llevo ni en dos años. Me veo manoteando alguna medialuna de las que siempre piden en Dos Escudos y luego mojándola en el café del presidente para chantármela entera en la boca. Me veo hablándoles a los gritos, con el buche lleno, sobre los riesgos de confiar en esa mujer que les habla desde la cabecera, mi jefa, un orco disfrazado de corderita que intenta convencerlos de una inversión millonaria para renovar todo el canal de distribución. Me veo aplicándoles un golpe en la cabeza tipo correctivo, para hacerles entender sobre lo muy pelotudos que pueden quedar frente a los accionistas si se dejan seducir por una psicótica incurable que los va a llevar directo al abismo. Me veo mondándome el tercer molar con la punta de la flecha de la lapicera Parker del presidente y dando un portazo de salida después de eructar la primera estrofa completa de la marcha de San Lorenzo.

El negro Palma la recibe en el borde del área chica, un par de rebotes y la mete de cachetada por encima de Genaro. River lo da vuelta y la hinchada explota. Encima al toque Comitas tiene la oportunidad de empatarlo sobre el cierre pero patea el penal a las nubes.

Con el partido terminado, me acuerdo del puto reporte para casa matriz y encuentro ahí un posible segundo desafío para mi bucket list de cosas para hacer el último día de laburo si me gano cuatro palos verdes. Voy a armar el informe con la seriedad de siempre y hacia el final voy a agregar una línea adicional: “a todos los pelotudos que llegaron hasta acá les pago una noche con Florencia de la Vega, a ver si se la bancan”. Nadie va a decir nada, porque el informe no lo lee nadie.

Mañana sigo con mi bucket list. Mientras, hago extensivo a todos este último desafío. A todos los que leyeron hasta acá.



Llorar de un solo ojo




La mermelada de naranja sobre la tostada me hacía llorar el ojo derecho. Por alguna razón que nunca entendí, era sólo el derecho. El izquierdo no se prendía nunca en esta ceremonia que se repetía algunos sábados a las cinco en punto de la tarde en la casa de mis abuelos maternos. En la misma ceremonia, sin importar que hubiera treinta grados o -como a ellos mismos les encantaba decir- un frío de Juan Balcarce, el menú era té hirviendo para todo el mundo. Nos sentábamos en la galería de su casa, debajo de la pérgola, y seguíamos esa coreografía mágica de ir mechando un bocado de tostada con un sorbo de té ardiente. Nadie hablaba, no hacía falta.

Lo de la acidez de la mermelada de naranja encierra una curiosa metáfora sobre lo mucho que heredamos de ellos, especialmente de mi abuelo. Mi mujer siempre me dice que si yo trabajara de sonreírle a la gente nos moriríamos de hambre. Lo dice cariñosamente porque ella sabe, tanto como yo, que no hay mucho que se pueda hacer para torcer una herencia biológica inquebrantable. Casi puedo sentirlo: la sangre materna me corre por las venas como cascada furiosa y en alguna parte de su recorrido se concentra en coagulación prematura y provoca un embotellamiento de las emociones, que cuando logran salir lo hacen a cuentagotas. Parco, introvertido, tímido, reservado. Ya lo escuché todo y lo tomo como una certificación de esa carga genética que me pone en un lugar que no sé si tengo ganas de abandonar.

“Vos sos una persona cuando escribís y otra cuando te tenemos enfrente, ¿cuál sos?”. La sutil observación que un amigo del alma me dejó en Facebook hace un tiempo, desató una catarata de comentarios que no hicieron más que marcar esta bipolaridad -que asumo- y ponerme contra las cuerdas de un cuadrilátero existencial que comparto con muchos otros integrantes de mi clan que, tan aferrados como yo a las ramas del árbol genealógico, también pasaron ese día por el muro y dejaron algún comentario de adhesión.

Mi vieja una vez me contó que cuando ella era chica, mi abuelo no le decía nada cuando algo le molestaba de ella. Sólo se paraba enfrente y le dejaba un anticipo que prometía secuela pero en formato diferente. El momento de tensión, de mirarse a los ojos y de mostrar las cartas de la emocionalidad no eran, para él, efectividades conducentes. Mi abuelo prefería dar y darse el tiempo para meditar, ordenar sus pensamientos y transmitirlos de manera tal que el otro pudiera interpretarlos, digerirlos y responder sólo aquello que invitara a la reconciliación y a la armonía. Mi abuelo esperaba hasta la noche y le escribía una carta en letra de caligrafía y directa al hueso pero también cargada de toda esa ternura y afecto que muchas veces se resistía a salir en el mano a mano. Luego doblaba la carta muy prolija y la ponía en el libro que mi vieja estuviera leyendo en ese momento, porque siempre había alguno. Una, dos, tres, miles. En el silencio y la oscuridad de la noche, mi vieja leía la carta las veces que fuera necesario y terminaba su día queriéndolo más que nunca. La carta tenía respuesta sólo cuando era necesario. El cuento se lo escuché a mi vieja una sola vez y no necesité detalles porque yo sabía de qué me estaba hablando. Yo me vi en mi abuelo durante ese único relato porque, en una suerte de decantación generacional, para mí una lapicera o un teclado son los mejores aliados cuando las emociones entran en erupción y necesitan saltar por algún lado.

Mi abuelo en su casa tenía un escritorio que era su madriguera. Las paredes de estantes repletos interminables eran su propia biblioteca de Babel, infinita a los ojos de un hombre común. También había una Olivetti cinco mil caracteres diarios, un mapamundi gastado de tanto viajar con la imaginación y una colección de láminas con distintas especies de pájaros, su gran pasión. El escritorio era un espacio vedado para todos sus nietos, salvo que entráramos con él exhibiendo alguna excusa válida, como podía ser un trabajo práctico del colegio. Mi abuelo se sentaba con nosotros y nos regalaba un día de gloria que podía durar hasta la medianoche si nadie nos interrumpía. El escritorio tenía un rincón oculto detrás de una de las bibliotecas, donde mi abuelo atesoraba sus obras más preciadas que, por alguna razón que puedo imaginar, mantenía fuera de nuestra vista. Pero había veces, sobre todo en esas jornadas largas de disfrute mutuo, que terminaba dejándonos visitar con él ese escondite recóndito de su alma y recorrer con la mirada -al menos lo que nos permitiera la luz siempre tenue del escondrijo- los lomos de obras incunables e impregnadas de un halo misterioso que nunca podíamos agotar porque las visitas eran efímeras. 

Cuando mi abuelo se murió, fui el primero en invadir su sector más íntimo de la biblioteca. No podía ni quería resignarme a su ausencia y busqué así la manera de que se quedara un tiempo más conmigo. Corrí la falsa estantería y la dejé bien abierta, como para que entrara la luz que venía del escritorio. Agarré el primer libro del estante más cercano y me lo puse sobre las rodillas después de arrimar una banqueta a la que tuve que desempolvar. Era un libro de historia escrito por José Luis Romero: Las ideas políticas en Argentina. Junto al prólogo, en esas páginas en blanco que todos los libros traen al principio, mi abuelo había estampado una crítica manuscrita. Con paciencia y meticulosidad, se había tomado el trabajo de leer, analizar y criticar el libro con razonamientos y argumentaciones, refutando un montón de cuestiones conceptuales que no compartía. Junto a Las ideas políticas en Argentina había otros tres o cuatro libros comentados. Era su manera de debatir con el autor, desde la distancia, con respeto y firmeza, que eran otros dos puntales inconfundibles de su personalidad. Durante horas estuve metido ahí, devorándome cada una de las reliquias que iban apareciendo.

En el entierro de mi abuelo nos salió natural homenajearlo como si él lo hubiera pedido. Con un cielo que no podía más de celeste, la caravana avanzaba cabizbaja por los senderos del Memorial en un silencio virulento. Más de uno hubiéramos querido perder la voz de tanto gritar lo mucho que lo queríamos, lo tantísimo que lo admirábamos y todo lo bueno que le dejó a tanta gente, siempre desde su estilo parco, introvertido, tímido, reservado. Uno de sus hijos, que es también mi padrino, desnudó su alma a través de un poema que le había escrito y que leyó en voz alta mientras algunos chiquitos curiosos se asomaban al pozo cuando bajaban el cajón. Las emociones se dispararon y no hubo forma de frenar esas lágrimas rebeldes que rompieron la fachada de una indiferencia que no era tal.

En el comedor de su casa, mis abuelos tenían un cuadro gigante de Cleto Ciocchini. Mi abuelo era fanático del pintor y durante mucho tiempo asistió a los talleres que ofrecía en un atelier en la Boca, según cuenta mi vieja, que más de una vez lo acompañó. El cuadro era un óleo de trazos gruesos y de poca nitidez, lo cual abría un espacio enorme a la fantasía cada vez que lo mirábamos desde cualquier ángulo en cada almuerzo de domingo. El cuadro mostraba a dos pescadores en el puerto de Mar del Plata -una temática recurrente en este pintor- cargando sus redes o alguna otra cosa que no llegaba a distinguirse con claridad y que, cada vez, se me representaba de manera distinta. Mirarlo era darse por hipnotizado y volar con la imaginación. Mil veces quise meterme adentro de la obra, caminar entre los pescadores de gesto angustiado y ayudarlos a cargar eso tan pesado que arrastraban con la mirada perdida. Mil veces proyecté en mi cabeza el siguiente fotograma de esa película, con los pescadores liberados de todo eso y avanzando, mucho más livianos, hacia un encuentro con los suyos. Hoy no tengo ese cuadro enfrente, pero no necesito volver a mirarlo. Cierro los ojos y veo a mis abuelos ahí, los dos juntos sentados en la única mesa que hay en la cubierta del barco. Nosotros estamos en el puerto. Los dos nos miran, con una taza de té ardiente en la mano, sonríen sin hablar y se reparten la última tostada con mermelada de naranja. Nosotros lloramos de un solo ojo y nos quedamos callados. No hace falta decir nada.