El flashback fue inevitable


La voz de mi conciencia metió otro gol de antología. Me hizo un laburo psicológico que rodea lo perverso y que consiste en mostrarme, casi en forma simultánea, gente que desborda salud atlética y gente que arrastra por la vida su humanidad descuidada. Lo hace bastante seguido, pero nunca con la alevosía de esta vez: la muy hija de puta me agarró a la vuelta de mi casa, justo frente a un local en donde siempre hubo un gimnasio y ahora hay una rotisería. Con esa metáfora despiadada que me dejó colgado del pincel por algunos segundos, se me acercó al oído y, muy suavemente, me preguntó de qué lado quiero estar. Esta dicotomía siniestra me obligó a suspender la picada con amigos que tenía organizada para esa misma tarde y fondear el ropero para dar con el paradero de mi muda deportiva. Salir a sacudir el esqueleto por las calles de mi barrio se convirtió en una prioridad absolutísima en la cruzada por amigarme con mi conciencia.

- ¿A dónde te vas así? – se animó a preguntarme uno de mis hijos, aguantando la risa, cuando me vio aparecer empilchado con el conjunto de jogging tres tiras, buzo con capucha y unas llantas que no podían más de blancas por falta de uso. Sus hermanitos también se acercaron, intrigados por esa situación tan atípica.

- Me voy a correr un rato.

- ¿Para qué?

- ¿Cómo para qué? Porque tengo ganas de correr, porque sí, como Forrest Gump.

- ¿Quién es Forrest Gump?

Los despedí con un beso general y me aventuré a la calle. La primera embestida de la contraparte emocional vino en forma de fueguito crepitante en la chimenea del living y un frío polar que me sopapeó apenas abrí la puerta y me clavó un millón de agujas sobre mi agarrotada humanidad. Con el ánimo agigantado por superar ese primer obstáculo, llegué hasta el portón de entrada y lo atravesé con esa sonrisa que sólo te puede dar la sensación de estar poniendo en marcha algo que está bueno. En el momento en que bajaba la gamba del murito después de elongar músculos anquilosados que se resistían a abandonar su hibernación, justo en ese momento apareció mi vecino que venía de hacer las compras y al toque vi la chance de anotarme un poroto en esa guerra fría que el boludo me declaró hace un par de años cuando cambió el auto, remodeló la casa y se hizo la pileta al fondo del jardín. Todo al mismo tiempo, mientras yo apilaba hijos en cuartos con poca ventilación y espacios reducidos. Nunca perdimos los buenos modales de saludarnos y mostrarnos amables en el trato, pero tampoco dejamos pasar oportunidad de torearnos por lo bajo cuando la jugada lo pide. Mostrarme en cortos y dando saltitos atléticos en el lugar cuando el pibe llegaba a su casa con dos bolsas llenas de salames y otros embutidos, fue una batalla ganada sin sufrir una sola baja.

A dos cuadras de casa está la avenida de las Banderas, que arranca donde termina Acceso Tigre y se extiende apenas unos quinientos metros hasta llegar a la rotonda de la Estación de tren. La avenida corre en paralelo al Río Tigre y en ese pedazo de tierra que hay entre la avenida y el río, el Municipio levantó un parque verde que los domingos se llena de turistas y durante las tardes noches de la semana se convierte en un circuito de running que no tiene nada que envidiarle a los lagos de Palermo. Hasta allí caminé con el pecho inflado y el regocijo de quien ya se siente satisfecho por el solo hecho de ponerse los cortos y mezclarse con profetas del trote que le meten dos horas diarias promedio de entrenamiento riguroso.

El circuito tiene varios recorridos posibles y cada uno elige el que mejor se lleva con su estado físico. Uno de esos recorridos es la vuelta bordeando el río desde el puente que está sobre 25 de mayo, pasando por el parque, hasta el otro puente que está donde la avenida Cazón se convierte en avenida de las Palmeras. Esa vuelta tiene poco más de un kilómetro y es la que vengo haciendo en las diez o quince veces que volví a las pistas en este último año. Elijo este recorrido porque no es alcahuete: vos corrés y la gente no sabe si recién arrancaste o si ya vas por la quinta vuelta. Esta vez me tiré directo a hacer tres vueltas bajo la autoamenaza de no comer milanesas por dos semanas si no cumplía ese objetivo de mínima. Como cada vez que vuelvo, arranqué a un ritmo tranquilo, una marcha que está entre caminar rápido y trotar más o menos como la gente. Es un ritmo que en general se mantiene hasta que dos rubias te pasan, como si fueras un cono de vialidad, revoleando sus colitas de caballo y parloteando a los gritos como si el ejercicio no les provocara ningún tipo de dificultad respiratoria. Ahí, aún a riesgo de sentir como si un pitufo se te prendiera de los gemelos, se aconseja acelerar un poco el tranco para no desentonar.

Con las tres vueltas en el bolsillo y el orgullo con las acciones en alza, caminé durante unos diez minutos intentando recuperar el aire. Llegué hasta la rotonda, crucé por la senda peatonal y le hice un rodeo a la estación para volver a casa atravesando el playón gigante de estacionamiento. Venía con la cabeza en cualquiera hasta que algo a la distancia me hizo parar en seco. Me quedé quieto, brazos en jarra, respirando forzado y con la mirada clavada allá a lo lejos. Me fui acercando despacio hasta quedar apenas a cinco metros. Eran seis contra seis, arcos armados con buzos y pelota gastada de tanto rotar entre caricias y maltratos. Los pibes se la jugaban como si fuera la final del mundial. Se tiraban a barrer por el piso de cemento, se puteaban, se daban indicaciones. Los pibes se divertían porque les toca vivir el momento en que la vida es un picado.

El flashback fue inevitable. Lo vi a Nacho Guerra quebrando la cintura para dejar en ridículo al gordo Balbuena, un rústico con el orgullo más grande que la buzarda y que no se ponía colorado si había que pegar una murra para frenar un ataque. Lo vi al Pichi Valenzuela, viejo pícaro, pidiéndole al arquero que se pusiera las manos porque no agarraba una. Lo vi a Lisandro Carranza caminando por el medio del patio, con las manos entrelazadas por atrás de la espalda y la mirada perdida en el piso, como pidiendo por favor que alguien le hiciera bullying. Lo vi a Gustavo, profesor de biología, saliéndose de la vaina por entrar y despuntar el vicio un rato con sus alumnos. Me vi a mí mismo, la Hilacha. Así me habían bautizado porque era una retazo de sesenta kilos que se lo llevaba el viento. Me vi con nostalgia desparramando rivales y recibiendo las palmadas de mis compañeros, siempre monitoreado por el Beto Alzamora desde atrás de una columna. El Beto Alzamora era mi profesor de atletismo y se obsesionó conmigo después de un semestre afiladísimo que tuve en mi especialidad, salto en alto, cuando recién arrancaba la secundaria. Ese año rompí el record del colegio, gané el torneo zonal y después el regional, los dos por afano. El tipo proyectó una carrera brillante y me adoptó. Yo era su pollo y el Beto me quería profesional. Mientras todos mis compañeros jugaban al fútbol en el horario de deportes, yo subía y bajaba escaleras, saltaba vallas con los dos pies juntos y me mataba haciendo espinales para lograr un mejor arqueo a la hora de pegar el salto. El Beto sufría cada vez que yo jugaba al fútbol porque una lesión complicaba las cosas. “Cuidáme esas piernas, campeón”. Pero el Beto mandaba en el horario de deportes, el recreo estaba fuera de su jurisdicción. Por eso sólo se dedicaba a mirar desde lejos, con los dedos cruzados.

El partido se pasaba de intenso y los pendejos lo jugaban a muerte. Para volver a casa yo tenía que atravesar esa cancha improvisada en el playón, pero no había apuro. Miraba cada jugada y me imaginaba entre todo ese piberío tirando un lujo y despertando la ovación, “mucho, nene, muuucho”. En un despeje violento de un defensor, la bola se me vino encima y la apreté bajo la suela en un movimiento rápido y armonioso. Levanté la vista y le entré con tres dedos para dejarla exactamente donde estaba el flaco que me la pedía, que me levantó el pulgar un poco sorprendido con tanta precisión. Fue un momento de gloria. Miré para los costados y lamenté que nadie hubiera visto esa fantasía. El ritmo del partido no aflojaba y ahí estaba yo, embobado, parado junto a la línea de cal imaginaria como si estuviera en las gradas del Bernabéu. Había un gordito con vincha, muy parecido al Ogro Fabbiani, que la tenía atada con tanza. Firulete para acá, firulete para allá, lo tenía alquilado a un pelirrojo que se bancó sin chistar que el Ogro le llegara a tirar hasta tres caños en una misma jugada. La pelota de golpe vino para mi lado pero me pasó a unos cuatro metros, así que no pude repetir el lujo. Pero fue suficiente para que los doce pibes que estaban jugando me vieran ahí parado, mirando, perdiendo el tiempo. El cuatro estaba por hacer el lateral pero lo frenó el que parecía ser el capitán:

- Laucha, bancá que pase el señor.

Se me cayeron todos los años del calendario. Señor, me dijo el insolente.

- Si no estuvieran los chicos esperándome en casa, entro y les pinto la cara a todos.


La carcajada fue seca, no muy fuerte, pero sí lo suficientemente violenta como para que me diera de canto en la base del orgullo. Atravesé la cancha bien por el medio, pasitos cortos, paso exageradamente pausado, cosa de demorarles la reanudación del partido todo lo que se pudiera. Miré firme a los ojos a cada uno, con las cejas en punta. Me miré a mí mismo. No sé de qué se ríen, pendejos. No sé de qué me río. Antes de dejar la cancha, toqué el cemento con la punta de los dedos y me persigné mientras la voz de mi conciencia me dedicaba una ovación que nunca me voy a olvidar. La voz de mi conciencia me sigue a todas partes. En las buenas, siempre. Y en las malas mucho más. 

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