Mameluco la va de periodista


Mameluco está de vuelta. Lo deportaron por haber sido el autor intelectual de una trifulca que arrojó el escalofriante resultado de catorce griegos empalados, ocho barras argentinos con mordeduras y un hincha de Platense envuelto en un escándalo amoroso que involucraba a uno de los milicos sudafricanos que se metieron a separar.

El proceso que le siguieron para darle el raje fue una boludez al lado de todo lo que vivió en esos treinta días, los últimos veinte en el hospital.

Antes de depositarlo en el aeropuerto, las autoridades le preguntaron si quería buscar sus pertenencias pero prefirió que no. M’Busaka lo quería de vuelta en la posada para que fuera su mano derecha en un nuevo emprendimiento que el morocho estaba por parir: lucha de eunucos en el barro. Había hecho la convocatoria por Internet y en dos días ya tenía sesenta inscriptos, entre ellos un conocido personaje televisivo que ahora es jurado en un impresentable programa -supuestamente de entretenimiento- que de una manera inexplicable se mantiene en el aire hace bocha de años. Pum para abajo.

Mameluco no tenía ni doce horas de aterrizado en nuestro país y ya se había puesto en campaña para conseguirse una changa que le permitiera empezar a levantar el rojo carmesí que tenía en la cuenta bancaria. Antes tuvo que recurrir a un diseñador amigo que a puro Photoshop le armó algunas fotos donde aparecía en la cancha, envuelto en banderas y alentando a la selección. Porque no tenía ninguna chance de que su mujer le creyera esa sarta de barbaridades que había vivido en Sudáfrica. Las fotos terminaron amorosamente enmarcadas sobre la chimenea de su casa hipotecada.

Después de su experiencia en Sudáfrica, Mameluco terminó tomándole el gustito a esto de ser una especie de colaborador periodístico y se embaló como loco. Por eso no dudó un segundo cuando de una conocida revista le ofrecieron un laburito que no pudo rechazar.

Al día siguiente de su llegada al país, Mameluco salió bien temprano de su casa, tratando de no hacer el menor ruido. Así y todo su hijo lo interceptó a mitad de camino y le preguntó qué onda el souvenir que prometió traerle de Sudáfrica. Mameluco le respondió que estaba en la valija que se había extraviado y que tuviera un poco de paciencia.

Mientras caminaba a la estación del tren, pensaba de qué carajo se iba a disfrazar cuando su hijo le reclamara otra vez por su souvenir. La solución apareció ya estando él arriba del tren cuando vio aparecer un vendedor ambulante por la puerta del vagón. El tipo ofrecía unas jabulani imitación medio pelo pero bastante bien de pinta. Si a los jugadores profesionales la original les parecía chota, no había razón para que su hijo sospechara algo si le caía con una de éstas.

El detalle era que Mameluco no tenía una moneda. Había que pensar rápido. El vendedor hizo la rutina de siempre, que consiste en caminar todo el vagón dejando la bola a la ida para levantarla a la vuelta. Cuando el pibe estaba en la otra punta del vagón, Mameluco aprisionó bien el esférico con las dos gambas y le chantó la punta de la birome. En diez segundos la había desinflado por completo y se la guardó en la mochila. Cuando volvió el vendedor, Mameluco lo saludó con sonrisita y un ademán buena onda con la cabeza. El tipo se le quedó parado al lado por unos instantes, desconfiado, pero Mameluco se puso a silbar la Marsellesa mientras miraba por la ventana.

Mameluco llegó a la estación y se sentó en un banco a esperar porque le habían dicho que un remis lo iba a levantar para llevarlo al destino. En eso estaba cuando se puso a mirar la cartelera que tenia enfrente, las típicas donde todo el mundo pega afiches y papelitos tipo clasificados de barrio, todos encimados. Le llamó la atención uno que aparecía desde el fondo, un toque tapado por otros y en donde llegó a leer: busco perra de catorce años, cariñosa, blanquita, recompensaré. Hay cada pervertido, pensó.

Le dio un poco de calor cuando vio aparecer a un gordo de saco arremangado con un cartel gigante que tenía escrito su nombre. Mameluco lo saludó rápido y le dijo que ya podía guardar el cartel. Se fueron raudos hacia el auto y Mameluco no tuvo que darle ninguna indicación para que lo llevara a la zona se conflicto. Tampoco tuvo que rogarle para que le diera charla. Mameluco le tiró un poco de la lengua para conocer su opinión sobre el asunto que lo llevaba hacia allí y el tipo se despachó de lo lindo. Que los empresarios son todos iguales, que no tienen vergüenza, que con tal de hacerse unos mangos son capaces de arrasar lugares históricos de gran significación para la gente que habita el lugar desde tiempos inmemoriales.

La perorata del remisero duró unos cuarenta minutos. El viaje quince. Mameluco se lo fumó tranqui y hasta con cierto entusiasmo porque lo consideraba una fuente confiable. Ahora, cuando el flaco arrancó con que aquel sitio sagrado había sido habitado por los comanches, Mameluco empezó a dudar. Y cuando vio los restos del Rocinante Rosado en tetra que agonizaban junto al embrague, ahí sí pensó que quizá no era tan buena idea tomarlo como fuente confiable.

Llegaron al acampe y el remisero se saludó con beso con los tres o cuatro que le salieron al encuentro mientras se golpeaba el pecho con puño apretado onda los banco a muerte.

Aquello era una suerte de toldería bastante decente. Había un grupo de personas tomando sol a la vera de una laguna, untándose unos a otros con hawaiian tropic y leyendo números viejos de la Condorito. Otros cebaban mate y fumaban sustancias que a Mameluco no le eran extrañas pero que tampoco eran de su consumo diario.

Mameluco sentía que estaba a las puertas de una nota periodística del carajo. Una nota que lo iba a poner en carrera para llegar a codearse con los morales solá, los grondona y por qué no los graña. Mameluco se meó de sólo pensarlo.

To be continued

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Mameluco en fuego cruzado


En el fondo, muy en el fondo, Mameluco se sentía feliz. Hacía una semana que no hablaba con su mujer y los pibes, se había perdido los dos partidos de la selección, y en la posada M’Busaka lo tenía bailando la tarantela para ganarse las dos comidas diarias y una especie de cama que disfrutaba cinco horas al día.

Igual se sentía feliz. Sabía que aquella era una experiencia que ni en pedo volvería a vivir, sobre todo porque su cuerpo no lo soportaría. Lo exótico lo atraía, por eso se sentía feliz.

Dos días después del partido contra Corea, Mameluco estaba meta pasar el plumero en la sala común de la posada mientras los griegos, que habían llegado para el partido contra Argentina, miraban un noticiero donde pasaban un informe sobre los peligrosos barras argentinos. Mameluco reconoció en la pantalla al negro Fiorucci, de la barra de Tigre, cuando le tocó cobrar como loco después del partido que le ganaron a Chicago cuando lo mandaron al descenso.

Uno de los griegos se reía y gesticulaba onda qué miedito me dan estos muchachos. Otro llegó a decir que pagaría una fortuna por tener cinco minutos mano a mano con un barra argentino.

Los griegos al toque se dieron cuenta de que Mameluco le estaba prestando demasiada atención a la conversación y a las imágenes que salían de la mini tevé. Se le acercaron y le preguntaron de dónde era porque ser tan blanco entre tanto morochaje llamaba un poco la atención. Le hablaban en inglés aunque no hacía falta porque Mameluco sabía algo de griego. Lo había aprendido de un tío suyo que vivía en Grecia y que cada tanto viajaba a Argentina hasta que descubrieron que se dedicaba a la trata de blancas. Estuvo en Caseros hasta que la hicieron volar por el aire, con el tío adentro según algunas versiones.

Cuestión que los Sorba se le pusieron todos alrededor en actitud demasiado amenazante para su gusto. Mameluco dijo que era uruguayo y que aguante Forlán, la rambla y el porongo. Sobre esto último tuvo que hacer algunas aclaraciones, porque los griegos empezaban a entusiasmarse.

Como nos lo veía del todo convencidos se apuró a ofrecerles algo de lo que se arrepintió en el segundo siguiente a decirlo.

Los griegos se miraron entre ellos y no hubo uno solo que le hiciera asco a la idea. Eran como treinta y los ponía de la nuca el solo pensar en la posibilidad de cruzarse con los barras argentinos en la escuela donde se alojaban. Vamos a ver si estos argentinos son tan machos como se venden.

M’Busaka llegó a la ultima parte de la charla y enseguida se prendió a la idea. Les dijo que aquello seria una suerte de Safari, casi tan riesgoso como el otro, y que Mameluco los acompañaría a cambio de cincuenta dólares por pera. Agarraron todos.

La escuela estaba en el centro de Pretoria. Hasta allá fue el grupete de griegos enardecidos que se habían fumado hasta el potus que M’Busaka le había encomendado especialmente a Mameluco. Se habían pintado la cara pero no de color esperanza. Los pibes iban a la guerra y venían tan empastados que habían perdido noción de tiempo, lugar y peligro. Y ahí estaba Mameluco a la cabeza.

No fue difícil encontrar la escuela. De los balcones colgaban decenas de trapos que Mameluco alguna vez había visto cuando fue a la cancha. Aguante Mataderos. Barrio Infico es de Tigre. Borracho y sabalero. Al palo por Dálmine. Si muero que sea de lepra. De la cuna al cajón.

Lo que le faltaba. A Mameluco alguna vez ya le había tocado correr cuando la hinchada de enfrente los triplicaba en cantidad. Pero ahora no se enfrentaba a una hinchada. Ahora tenía que vérselas con una especie de selección de hinchadas. Los más hijos de puta de cada una habían formado una suerte de asociación y estaban todos ahí.

Mameluco iba abrigado al mango porque abajo de todo traía la celeste y blanca, por si las dudas tenía que pelarla. Corrió ese riesgo porque entre que se lo empomaran los griegos o esos animales elegía lo primero.

A medida que se iban acercando a la entrada, Mameluco fue aminorando la marcha para no quedar al frente del pelotón, hasta perderse entre los últimos. Pero cuando un gordo gigante alérgico al jabón se les puso enfrente y les cortó el paso, los griegos lo buscaron a Mameluco y le pidieron que le dijera que si tenían tantos huevos como dicen que los esperaban en el patio del edificio abandonado que había en la otra cuadra. Mameluco estaba que se meaba.

El gordo lo miraba fijo y le hacía gestito de qué mierda quieren estos payasos. Mameluco le batió que eran un grupo de griegos que admiraban la pasión y la entrega que tiene el hincha argentino y que por eso les gustaría hacer algunas fotos, todos juntos, en el edificio abandonado.

El gordo infló el pecho y dijo que ma-vale-fiera-todo-piola. Se fue para adentro y al rato volvió peinado y con el mejor buzo tres tiras que tenía, uno verde aceituna que no le cerraba del todo. Detrás de él venían unos personajes que escapan a cualquier intento de descripción. Traían trapos y bombo, revoleaban camisetas y el que no salta es un inglés.

Los griegos se sorprendieron por la tranquilidad de los muchachos que estaban a un par de minutos de meterse en una trifulca que ni te cuento. Pero igual los siguieron de atrás silbando bajo y sacándole lustre a los nudillos.

Llegaron al predio abandonado y los barras, que eran unos treinta, se pusieron todos para la foto, con una sonrisa general que no sumaba cuatro dentaduras completas. Los helénicos se les fueron al humo y casi no les dieron tiempo de reaccionar. Se armó tremenda goma general, volaban piñas desesperadas, patadas y algún que otro cadenazo. Cada tanto se asomaba el barra gordo y preguntaba que dónde estaba la cámara.

En medio de la confusión hubo dos barras de Cambaceres que le cayeron encima a Mameluco, que se apuró por levantarse la pilcha para mostrar que tenía la camiseta argentina.

Ete encima nos bardea mostrando nuestros colores.

Fue lo último que recuerda Mameluco. Despertó a los tres días en un hospital de Pretoria y le dolían todos los huesos. Compartía habitación con tres morochazos que metían miedo y con otros dos griegos que tampoco se acordaban cómo había terminado la joda.

Al fondo de la habitación había una tevé que al lado de la que había en la posada parecía un elecedé cuarenta pulgadas. Y encima era color. Y pudo ver la repetición de la victoria argentina sobre Grecia.



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Mameluco de safari


Al día siguiente del partido contra Nigeria, Mameluco tuvo que bajar la cabeza y llamar a su jermu para manguearle un giro porque estaba en rojo furioso. Se comió una buena cagada a pedos pero consiguió que su suegro, un buena onda al que no le importó que alguna vez Mameluco se hubiera llevado a su hija en orsay por un fin de semana, le depositara unos mangos para tirar unos días.

Pero tenía que pensar en algo porque no era suficiente. Cuando pasaron los tres días que había garpado por la posada antes de salir, M’Busaka se compadeció y le bancó la estadía. Le dio pensión completa a cambio de barrer, limpiar, cocinar, lavar, planchar y un par de cositas más. En la media hora que tenía libre por día, Mameluco veía el resumen de la fecha del mundial en la tevé siete pulgadas.

Se venía el partido contra Corea y Mameluco no sabía qué carajo hacer. Tenía su entrada y pensó seriamente en venderla para hacerse de unos mangos más. Pero como ya se había perdido el primero prefirió guardarla y en todo caso después vemos. Se lo planteó a M’Busaka y el grone aceptó a regañadientes darle ese día libre, pero a cambio debía hacerle de asistente en el safari que tenía organizado para el día anterior al partido de Argentina. Su acompañante habitual no podía esa vez porque todavía tenía el muñón en hielo mientras seguían abriendo cocodrilos para ver si encontraban su mano.

Además de la posada, M’Busaka tiene este mini emprendimiento que consiste en llevar turistas al parque nacional para ver de cerca todos los animales salvajes que ofrece el lugar. Animales salvajes pero de los que van al frente, no como en el zoo de Luján que te dejan entrar en la jaula de los leones y los podés acariciar y hasta hacerles un nudo con alambre de púas en las bolas que no se van a mover de lo dopado que están.

El target de gente que lleva M’Busaka es la que gusta del turismo aventura pero aventura posta. Los mismos que vienen a nuestro país y piden hacer un tour por la isla maciel o compartir paravalancha con la guardia imperial, después se anotan en el safari de M’Busaka para intentar sentir más adrenalina. Algunos lo logran.

Justamente por no ser parte del circuito turístico, el itinerario del safari no es, digamos, lo convencional. No, la joda arranca ingresando al parque por una zona que en teoría está vedada a cualquier presencia turística porque está habitada por una tribu de caníbales que no te dejan ni el caracú. Pero M’Busaka, viejo zorro, se los metió en el bolsillo trayéndoles agua potable, medicamentos y tirándoles cada tanto algún turista para calmar un poco la ansiedad.

Antes de salir, los convidados al safari se juntaron en el galpón que M’Busaka tiene al fondo de la posada y los hicieron meterse en la caja de una chata destartalada que había allí. El morocho les dijo que permanecieran acostados debajo de una lona verde que los cubría por completo, sin moverse, sin hablar, sin hacer el mínimo ruido. Nadie tenía que saber que en esos seis metros cuadrados había quince personas.

Durante las dos horas que marcharon con destino incierto y saltando como locos, Mameluco intentó por todos los medios desenterrar su nariz del sobaco del francés que tenía al lado. No pudo.

Cuando finalmente sacaron la lona que los cubría, Mameluco y el resto de los turistas se encontraron a la entrada de un poblado perdido en el medio de la nada más absoluta. M’Busaka les pidió que por ninguna razón salieran de la chata y se fue. Mameluco recorrió el lugar un poco con la mirada y casi le da un infarto cuando vio a un grupo de morochos que calzaban la camiseta argentina. Uno de ellos, totalmente sacado, gritaba vaaaaaaaaaamos argentina vaaamosss, con una pasión como desproporcionada. Otro se acercó a la chata y mostraba su billetera con la foto de dos nenas, que no eran lo que se llama modelos de calendario. Hasta ese día Mameluco creía que Lesotho era un invento de coca cola.

Al rato volvió M’Busaka y dijo que ya podían bajarse y pasear un rato. Mientras los turistas hacían migas con las morochas, M’Busaka le pegó una revisada a la chata porque venia haciendo un tracatrac-tracatrac que no le gustaba ni medio. Preguntó por un mecánico y lo mandaron al único que había en ese lugar, M’Buhía. Al final se tuvo que arreglar solo porque M’Buhía solamente atendía Volvo.

Cuando retomaron el safari, el ruido era peor pero M’Busaka mostraba su sonrisa gigante y decía que estaba todo okey, que no había de qué preocuparse y que se prepararan para el tramo de los leones. Mameluco preguntó si la chata no debiera tener alguna malla metálica protectora o algo similar. M’Busaka agrandó todavía más su sonrisa.

A los pocos kilómetros tuvieron que parar porque el ruidito inofensivo se transformó en una correa rota y la chata dijo basta pa. El poblado había quedado unos quince kilómetros atrás y no se veía más que una llanura inmensa y una loma un poco más allá. M’Busaka se paró encima del techo de la chata para ver si veía algún movimiento. Enfocó un toque a través del polvo que volaba y no dejaba ver bien y pudo divisar uno de esos bondis que hacen safaris top, que venía a los pedos y haciendo slalom. También llegó a ver cuando derrapaba, daba dos trompos y volcaba sobre el costado del camino.

M’Busaka se bajó del techo y dijo que necesitaba dos valientes para caminar esos dos o tres kilómetros que los separaban del bondi accidentado y ver qué había pasado.

Dos boludos querrás decir, llego a balbucear Mameluco.

M’Busaka interpretó su intervención como ofrecimiento y antes de que Mameluco pudiera meter bocado le tiró un rifle y un machete, por las dudas. Un turco que venia con ellos y que estaba más loco que la mierda también se sumó.

Tardaron casi una hora en llegar porque M’Busaka cada tanto se paraba en seco y les hacia dar un rodeo para evitar a las serpientes. El turco flasheó con una que se acercaba intimidante directo a donde estaban ellos. Le impresiono el tamaño, lo negra que era y como se movía. Mameluco le mando que si tenía pensado quedarse en la posada que mejor aprendiera a defenderse de esa especie porque son letales.

Cuando los del bondi los vieron acercarse se creyeron salvados y gritaban de alegría. Mameluco no tardó en reconocer al que parecía manejar al grupo. Era el chino Garcé. Tenía razón el diego cuando dijo que el chino era líder y que por eso lo había llevado al mundial. Al lado de él había uno con terrible cara de gil, cachetes colorados y sonrisa nerviosa. Era Fernando Niembro, otro que estaba de regalo en el mundial.

A Mameluco enseguida le llamo la atención un pibe que lloraba como un nene en un rincón del bondi dado vuelta. Era Leo Di Caprio, que no podía disimular el cagazo padre que le producía la situación.

Niembro se había instalado bien pegadito a Di Caprio y le tiraba onda. Hacia comentarios pelotudos como por ejemplo que al lado de todo lo que tuvo que bancarse Leo en Diamantes de Sangre, aquello tenía que parecerle una huevada. También llegó a preguntar a todos los que estaban allí si sabían cuánta carne necesita comer un león para completar su dieta diaria. Comentarios no muy diferentes a los que tenemos que soportar en todas sus transmisiones, donde tira datos que no le importan a nadie y hace chistes que sólo entienden los que trabajan con él. Un pelotudo que está palo y palo con Cristian Garófalo, lo cual es mucho decir.

M’Busaka fue a ver al chofer que permanecía en la misma posición que quedó con el vuelco. Parece que se había agarrado un pedo de novela porque uno de los turistas le había convidado de su petaca y el morocho nunca antes había probado el alcohol. El tipo seguía diciendo que tuvo que hacer esa maniobra brusca porque se le había atravesado una manada de búfalos entre los que aseguraba haber visto al Ogro Fabbiani.
M'Busaka sacó la correa del bondi y se le metió en la campera. Dijo que ya no la iban a necesitar.

En un momento Di Caprio dejó de llorar y se acercó a Mameluco. Sacó la chequera y ofreció cincuenta lucas verdes si lo dejaba ocupar su lugar en la chata. M’Busaka lo trompeó a Mameluco con la mirada, manoteó el cheque y se alejó con el turco y Leo.

Mameluco se la bancó bastante bien los dos días que permanecieron todos encerrados en el bondi para que no se los devoraran las fieras. Lo único que rompió la monotonía de la escena fue un jeep que apareció presuroso para buscarlo a Niembro porque tenía que ir a relatar el partido contra Corea. A Garófalo lo dejaron porque se había hecho una encuesta en tyc sports preguntando a la audiencia si valía la pena hacer un operativo para salvarlo y los resultados digamos que no lo favorecieron.

Finalmente M'Busaka volvió con la chata para buscar a Mameluco porque la posada ya era una cosa insufrible y necesitaba una buena limpieza. La goleada contra Corea ya era historia y Mameluco no tuvo tiempo ni para ver la repetición. La entrada que nunca vendió se la metió bien en el (biiip) y puso todas las fichas en el último partido de la primera fase, contra Grecia.

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Mameluco viene con delay


M'Busaka es un morocho muy morocho con cara de bueno. Es el dueño de la posada donde todavía fica Mameluco, donde fica de garrón desde que se cumplió la semana que garpó por adelantado.

El día que Mameluco llegó arrastrándose después de caminar desde el aeropuerto, M'Busaka lo esperó en la puerta de la posada porque no había ningún cartel ni numeración que la identificara. M'Busaka prefería el bajo perfil porque su boliche venía flojo de papeles y durante el mundial los inspectores se pusieron especialmente rompe huevos.

Mameluco llegó de noche y ahí se encontró con una sonrisa blanca gigante flotando en el aire y moviéndose para los dos lados. Al resto de M'Busaka sólo pudo verlo cuando el morocho se le fue encima y casi lo ahoga con ese abrazo que pretendía ser cariñoso. Con un par de palmaditas en la espalda le preguntaba a los gritos que cómo estaba la familia. Le decía sobrino y no lo soltó hasta que cruzaron la puerta de la posada. Eran igualitos, capaz que pasaba por sobrino.

Una vez que M'Busaka se aseguró de que ya ningún botón lo viera en orsay recibiendo huéspedes, llevó a Mameluco hasta su habitación. Recorrieron unos pasillos tan oscuros como la gente que se le cruzaba y le echaba miradas magnum, y llegaron hasta una sala común que estaba llena de morochos embanderados con los colores de Nigeria frente a una tevé siete pulgadas blanco y negro.

Siguieron un poco más y M'Busaka le señaló su habitación. Mameluco entró y se encontró con cuatro cuchetas de tres camas cada una. Es que la promo venía con habitación compartida. En el centro de ese habitáculo que no tenía más de diez metros cuadrados, cinco posesos practicaban un ritual que consistía en clavarle agujas a un muñeco gordo, petiso, barba zorrino, brazos cruzados y mentón hacia arriba. Llevaba la diez de Argentina y la tenía adentro (a la aguja). Mameluco saludó tímido y quiso pasar desapercibido, pero fue imposible. Los nigerianos le hablaron con señas y lo invitaron a sumarse a la ronda. No le dieron mucha opción y ahí estaba Mameluco pinchando y maldiciendo al diego.

Según M'Busaka le contó más tarde a Mameluco, los nigerianos habían llegado para ver a su selección pero los engramparon con entradas falsas y tuvieron que quedarse a verlo en la posada. Los restos no comestibles del gitano que se las vendió fueron repatriados ese mismo día.

Mameluco decidió archivar la camiseta argentina y se calzó la de Platense, el club de sus amores. Total, si fuera del gran Buenos Aires nadie conoce al calamar, qué mierda se iban a dar cuenta los morochos de que era un club argentino. Les dijo que eran los colores del campeón uruguayo, que tenía ciento por ciento sangre charrúa.

Los grone terminaron su ritual y se fueron todos a la sala común. Mameluco le había pifiado fulero cuando cambió la hora y creyó que tenía tiempo de sobra para desensillar y pegarse un buen baño. Lo último lo dejó para otro momento porque no había agua caliente y porque además el jabón usado estaba que parecía un chimpancé. Pero sí se tiró un rato en la cucheta más alta y sólo se despertó a las dos horas cuando se prendió de golpe la boca de ventilación que le pasaba a diez centímetros de la cara.

Cuando salía de su habitación, Mameluco se cruzó con los morochos que se paseaban con el muñeco prendido fuego.

(Qué feo sonó esta frase).

Los oscuros andaban con una cara de orto que no se podía creer. Mameluco empezaba a preguntarles si podía serles útil en algo pero justo apareció M'Busaka que desde atrás de una puerta le hizo gestito de acercate. Con mano tapando la boca le dijo muy despacio que serles útil en ese momento sólo podía significar una cosa y que no se lo recomendaba. Que mejor no hacer migas con ellos en ese momento porque la derrota contra Argentina les había pegado duro y estaban intratables. Pero si todavía no jugaron. Sí, ya terminó. Dale pa no me jodas.

Ya habían jugado posta.

Mameluco corrió a la sala común y la encontró vacía. Había restos de gallinas, maíz y algunas velas consumidas. Creyó ver también la yema rebanada de un dedo pero no podía asegurarlo.

La tevé blanco y negro seguía prendida. Estaban pasando el resumen del partido comentado por alguien que hablaba un idioma totalmente desconocido para Mameluco. Llegó, sí, a interpretar algunas frases porque los gestos del comentarista eran alevosos. Era nigeriano y no le daba la lengua para putear más.

Mameluco no sabía si cortarse un huevo por haberse perdido el partido o si encerrarse en un ropero para pegar un par de gritos por el debut con triunfo.

Cuando Mameluco ya iba por la septuagésima tercera vez que veía la palomita del gringo y las celebraciones poco estéticas del diego, se cortó la luz en toda la posada y el pobre quedó en medio de las tinieblas de la sala común.

Salió a tientas y avanzó por el pasillo agarrándose de las paredes. Los nigerianos podían estar parados allí y él nunca los iba a ver. Cuando pudo llegar a su habitación y abrió la puerta, el olor le fue directo como trompada al mentón y lo dejó tambaleante. Ahí estaban los once rúnmeits que le habían tocado en gracia. Su cama era la única libre. Once respiraciones palpitantes, once torsos descubiertos y hediondos, once nigerianos que le iban a hacer compañía copada durante su estadía en la posada de M'Busaka.

Fin de la primera jornada de Mameluco en tierras sudafricanas. Sorry el delay, pero Mameluco escribe los informes en una remington que M'Busaka le presta a cambio de darles una repasadita diaria a los dos baños que comparten los sesenta huéspedes. Los escribe en la máquina de escribir y los manda por fax. Veremos con qué nos viene la próxima.

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Pluma tiene corresponsal en Sudáfrica


El presupuesto del blog apenas llega a cubrir el Tienda León hasta Ezeiza. No había forma de mandar corresponsal a Sudáfrica así que la dibujé tirándole el laburo a un conocido, Mameluco Aguirre. El tipo ya tenía el viaje armado y agarró enseguida a cambio de un póster desplegable del matador Kempes que yo atesoraba desde que salió en la revista Goles hace treinta y dos años.

A Mameluco no se le cae una moneda, la vive peleando. Durante cuatro años juntó franklin sobre franklin para ver realizado su sueño de estar en un mundial. Para ahorrarse unos mangos, durante casi dos años almorzó todos los días en una pizzería cuarto pelo que abrió el dueño de Ugis cuando fue absuelto luego de indemnizar a los cientos de intoxicados. A los que sobrevivieron. Mameluco salió muy bien de la cirugía que tuvieron que practicarle para salvarle el hígado, y para su increíble recuperación fue fundamental el buen estado físico que logró por la rutina de las cuarenta y ocho cuadras diarias que se pateaba para ahorrarse un par de morlacos más.

Todo esto -sumado a un par de laburitos no del todo ortodoxos que no puedo detallar acá- le permitió a Mameluco hacerse de una suma que fue juntando en una caja de zapatos que tenía escondida atrás de unas valijas vacías en un viejo placard de su casa.

La ilusión era grande, pero la vida le puso una prueba de fuego. Su mujer, que ni puta idea tenía sobre esta movida, quiso hacerle una sorpresa y llamó a un carpintero para que arreglara el mueble. El buen hombre encontró la caja y le pintó llevársela como souvenir, justo un par de meses antes de que arrancara el mundial. En lugar de un Bonadeo, a Mameluco le salió una operadora de movistar en el dedo de tanto llamar al carpintero, que dio de baja su celular para que nunca más lo ubicaran.

Fue un momento duro, una decisión difícil. Porque hay que tener huevos para endeudarse y tomarse el palo igual sabiendo que la familia va a alternar polenta-arroz-fideos más vacaciones en pelopincho de patio durante unos cuantos años. Un valiente Mameluco, aunque no tome coca light.

Cuando Mameluco puso un pie en el avión un par de cosas lo desvelaban: que le fuera bien a la tropa de d1Os y que en su casa no cortaran el gas por falta de pago. Bueno, también lo desvelaba saber si al gordo fragancia subte-be-hora-pico le iba a tocar asiento en su misma fila. Le tocó.

Hacía tiempo que Mameluco no viajaba en avión. La última vez había sido cuando se hizo pasar por enfermo para viajar a Bariloche en el avión sanitario que manejaba su cuñado. La joda terminó con cuatro días de calabozo. Su cuñado maneja un coche de alquiler.

Mameluco estaba como con una ansiedad difícil de disimular, pero la emoción por rumbear para un país tan exótico se le fue antes de terminar el primer tramo de los ocho trasbordos que tenía ese vuelo de promoción. Eran casi todos argentinos y aquello no le pareció tan diferente a tomarse el charter sin habilitación que hace Retiro Aldo Bonzi.

Las azafatas les dieron la bienvenida y al toque se guardaron en algún cubículo del avión, lejos del alcance de esa manga de impresentables que eran garantía de bardo a bordo.

El avión venía demasiado generoso en calefacción y el gordo compañero de fila empezó a pelar pilcha hasta quedar con los shores tres tiras y una musculosa tiro alto que no llegaba a taparle el ombligo. Los lípidos se montaban sobre el apoya brazos y avanzaban sobre el asiento de Mameluco, que hacía la parabólica humana para alejarse de esa masa aceitosa.

El gordo no venía solo. Lo acompañaban otros doce barras de Deportivo Riestra que le pusieron calor, color y sobre todo mucho olor a las treinta nueve horas totales que sumó el viaje.

Después de usar los marcadores cortesía de la aerolínea para recuperar parte de su fisonomía, Mameluco se bajó del avión con el resto de la muchachada y se encontró con un ejército de policías comandado por uno bien oscuro que sacudía una lista para todos lados. Los barras estaban junados y querían mandarlos de vuelta.

Los vagos trataban de hacerse entender para convencer a los milicos de que ellos nunca habían tocado el pianito en una comisaría. Pero si de pedo se les entendía en castellano, en inglés no tenían chances. Mameluco tiene hasta segundo año de icana y no tuvo mejor idea que ofrecerse de intérprete. Error, lo sumaron a la lista.

Mameluco y los barras fueron a parar a un cuartito decorado con láminas que mostraban a leones gigantes almorzándose a gacelas indefensas. Esperaron un par de horas hasta que apareció el oscuro. Lo acompañaba un rati de la federal, buzarda prominente cementerio de medialunas conseguidas siempre de garrón. Poco importó que no tuviera primario completo cuando lo mandaron para hacer inteligencia e identificar a los argentinos que fueron a hacer quilombo. El poli argento y el oscuro se comunicaban con señas porque el nuestro sabía menos inglés que los barras.

Después de un interrogatorio que duró cosa de media hora, se fueron los milicos y los dejaron otra vez en el cuartito. Los barras empezaban a impacientarse porque habían llegado medio sobre el pucho y el partido contra Nigeria era ese mismo día.

A la media hora irrumpieron los canas y se llevaron a ocho barras, gritando que tenían que volverse. El gordo quiso resistirse y durante los cinco minutos que duró la paliza mandó las mejores puteadas que Mameluco escuchó en toda su vida. A los otros barras los largaron pero a Mameluco lo retuvieron un rato más para preguntarle qué carajo tenía que ver con los deportados.

Cuando le dieron luz verde para tomárselas, Mameluco se encontró con que la camioneta que tenía que llevarlo a la posada se había hinchado las bolas de esperar y se había tomado el palo. Averiguó con un par de taxis pero le cobraban el equivalente a siete noches en la posada.

Mameluco pensó que si alguna vez se tomó el 146 que va a Ciudadela Norte y llegó a presenciar cómo le cortaban dos falanges al chofer, qué riesgo podía correr tomándose un bondi en un país que es casi primer mundo. Bondi entonces.

La parada estaba a una cuadra pero no había hecho diez metros y se vio rodeado por cuatro dikembes mutombos que se le acercaron tanto que podía sentirles el aliento a murciélago recién desayunado. Mameluco se dio por afanado antes de que le dijeran una sola palabra. En un inglés poco claro le pidieron amablemente que les entregara todo el efeté que llevaba encima. O sea todo.

Mameluco les respondió que sólo tenía pesos argentinos y trató de explicarles que si acá ya no valen una mierda mucho menos allá. Los morochos se miraron entre ellos y Mameluco entendió que si seguía hablando, además de afanarlo lo iban a dejar sin invicto. Igual hizo un último intento gritando bien fuerte los nombres de Maradona y Messi. La cosa parecía mejorar porque los morochos sonrieron y asintieron con la cabeza. Por unos segundos se creyó salvado pero al toque lo levantaron entre los cuatro y le manotearon el fajito que guardaba secretamente en una de esas riñoneras que van por adentro de los lienzos. Los morochos se alejaron haciendo pulgar para arriba y gritando los nombres de Messi y Maradona.

Mameluco caminó las ochenta y siete cuadras que lo separaban de la posada y pudo ver en tele blanco y negro el resumen del primer partido de la selección.

Hay más de Mameluco en tierra sudafricana pero no da poner en un mismo post todo lo deprimente que tuvo que bancarse. Será la próxima.
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