Para un culebrón


Señora Teja no es lo que se llama una fana de los curanderos, manosantas, sanadores. Ni ahí. Y en público capaz te dice que no son más que una manga de chantas que se aprovechan de los desesperados.

Bueno, en este caso ella vendría a ser una desesperada que no tuvo más remedio que ir a ver a uno de estos aprovechadores.

Es que la culebrilla la tenía de malas, pero de malas en serio. Le ardía como si le hubieran tirado alcohol después de apoyarle una plancha al mango.

Por eso ese día aflojó y le hizo caso a una vecina que hacía tiempo le venía insistiendo para que fuera a ver al Pai Oscar.

Señora Teja dijo en su casa que tenía cosas que hacer y se despidió. Que no la esperen a almorzar. Ni su marido estaba al tanto de la movida.

Antes de salir garabateó en un planito las instrucciones que le dio la vecina, que no sabía el nombre de ninguna calle y siempre había ido a este lugar manejando referencias muy vagas.

Tardó una hora y media en encontrar la casa. Antes había tenido que preguntar unas ocho veces porque ya no estaba más estacionado en la puerta el falcon gris sin cataforesis que recordaba la vecina.

Señora Teja estuvo varios minutos revoleando la gamba para un costado para sacarse de encima a una jauría de cuzcos afónicos que anunciaban nueva cliente. Señora Teja pensaba que lo único que le faltaba era que una de esas ratas ladradoras le dejara otra herida para curar.

Sepa usted disculpar la demora, es que mi asistente hoy está de licencia.

El curandero era una versión beta del padre Miguel, el cura que ídem en el cementerio de la Chacarita invocando a su madre muerta.

La recibió con un kimono de feria de garage que le bailaba por todos lados y un engominado violento sobre pelambre de lavado mensual. Las sandalias raídas le hacían juego con una cicatriz de pelea callejera que le adornaba un costado de la cara.

Capaz que el chamán podría estar viviendo en cómodo chalet, pero parte del show es mostrarse un toque espartano y desprendido de lo material. Esa onda es clave.

Entraron por una puerta angosta corriendo las cintas de colores onda almacén de barrio, y enseguida Señora Teja se encontró sola en un espacio bastante amplio, piolamente ambientado para dar esa sensación de estoy un par de escalones por encima del resto de los mortales.

El olor y el humo de los sahumerios eran una cosa de locos. Visibilidad reducida diría Mauri en el noticiero de la mañana del trece.

Señora Teja dijo ya estoy, así que vamos a liquidar el asunto. Le contó de la culebrilla y el Pai procedió.

Levantó la tapa de una especie de fuente que había en un rincón de la habitación y agarró al azar uno de los sapos que nadaban desesperados para huir de las garras del verdugo.

Pai Oscar, casi te diría que disfrutándolo, agarró a uno por las patas y lo apoyó sobre el sarpullido marca cañón que traía Señora Teja.

Recitó unas plegarias que Señora Teja nunca entendió, y la dejó sola diciéndole que en pocos minutos el batracio absorbería el veneno y la culebrilla desaparecería.

Señora Teja empezó a preguntarse si terminar allí había sido una decisión inteligente. Estaba ahí recostada sobre una mesa que en cualquier momento se venía abajo, con un sapo que la miraba fijo como queriéndole decir en un rato paso a mejor vida sólo para aliviarte un poco el dolor.

Cada cinco minutos se asomaba el Pai para ver qué onda el sapo. Porque según el ritual, se tenía que cagar muriendo por absorber el veneno.

Pero no fue el caso. El Pai entró y salió unas siete veces. El sapo estaba a las risas y la culebrilla seguía en el mismo lugar, incluso más irritada porque Señora Teja empezaba a impacientarse pero en serio.

Pasemos a la segunda fase porque esa culebrilla carga con demasiada energía negativa.

El Pai desapareció y volvió con un jarro de tinta china y una pluma gigante como de avestruz. Señora Teja alzó una ceja y amagó levantarse.

Pero en dos segundos el Pai había desparramado el líquido y había escrito sobre la zona afectada unas palabras que Señora Teja no pudo identificar.

Al toque agarró un recipiente con agua y empezó a mover como loco tres ramitas mientras rezaba a los gritos con ese tono que le ponen para que todo parezca más paranormal.

Yo iba por un caminito, me encontré con un santo, me preguntó qué tenía y yo dije que culebrilla, que con qué se curaría. El santo me respondió que con agua de la fuente y rama de Señora Teja.

Ni siquiera rimaba.

El Pai empezó a incomodarse porque Señora Teja ya no disimulaba su cara de pocos amigos. Hizo un esfuerzo importante para mostrarse calmo pero la realidad es que quería acabar con todo eso de una vez por todas.

Terminó la segunda fase y nada.

Transpiraba. El Pai transpiraba como loco. Señora Teja largó un grito algo contenido cuando intentó limpiarse la tinta con un trapo viejo que el Pai le había dado. El sarpullido ardía más que cuando entró.

Pai tomó un cuaderno que tenía sobre una repisa y se puso a escribir a las apuradas. Dobló el papel y se lo entregó a Señora Teja, que asegura haber visto al sapo guineándole un ojo mientras abandonaba el lugar.

La letra del Pai era lo único que podía asemejarlo a un profesional de la medicina. Pero con algo de esfuerzo Señora Teja lo descifró.

Lisalgil en cápsulas, una por día durante una semana, si sigue con molestias consultar al médico.
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Con los pulgares en guardia



Padrino se mete algo en la cabeza y no hay con qué darle. Le mete, le mete y no para. Al sueño del campito propio lo traía entre ceja y ceja desde hacía muchos años.

Buscaba algo tranqui, nada de zarparse con un cincuenta mil hectáreas o repartirse una provincia con el yanqui que -según los mismos que creen que el área cincuenta y uno está llena de extraterrestres- se está llevando toda el agua dulce de nuestro país.

No, lo de Padrino era otra cosa. Quería una chacrita para poder disfrutar con la familia.

El trámite no fue fácil porque se tenían que alinear los planetas. Y un día se alinearon.

Padrino estaba como loco con el sueño realizado. Había que laburar bastante pero la primera piedra ya estaba. Y quiso compartirlo.

Fin de semana largo, disparó para la costa con mujer, hijos, yernos y nietos. El campo estaba cerca de allí.

Tan verde estaba el asunto que en el lugar no había más que un puestito para los caseros recién instalados y un mega galpón abandonado. Durmieron en otro lado.

Padrino se despertó temprano y les pasó las opciones para ese día: visitar el campo o visitar el campo.

Doce adultos y quince menores partieron raudos hacia la tierra prometida, donde los esperaban seis caballos que Padrino había alquilado para darles un pantallazo de lo que será el lugar dentro de unos años.

Los pibitos estaban en su salsa. Iban, venían, saltaban, corrían. Padrino los miraba y sonreía orgulloso. No veía la hora de que todo estuviera acomodado y listo para disfrutar a pleno de su nueva conquista.

Empezó a caer el sol y hubo que pegar la vuelta para llegar con luz a la casa donde paraban.

En uno de los autos, la hija de Laprima contaba todo lo que había hecho. Cada cinco palabras metía un me-pica-mucho, pero no le prestaron mayor atención porque era algo normal después de un día entero en un lugar tan agreste.

La cosa empezó a cambiar cuando llegaron y vieron las ronchas que llevaba en medio cuerpo. Tuvo que pedir prestado el caladryl a su hermana, que a los dos minutos volvió desesperada a recuperarlo. Sus hijos estaban igual. Y los hijos de los otros. Y ellos. Casi todos.

A tono con el famoso refrán, el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, al día siguiente estaban todos de vuelta en el campo. Hubo algunos que prefirieron quedarse en el auto.

Si la noche anterior había sido movidita, la segunda directamente fue un caos.

Seis letras explicaban las escenas de pánico, histeria, corridas: p-u-l-g-a-s.

La pulga es un bicho doblemente bicho porque se pasa de viva. Ataca y se esconde. Y no la encontrás, posta que no las encontrás a las hijas de pulgas. Se meten en cualquier recoveco de la pilcha y no las ves más. Hasta que vuelven a atacar.

Todos los brotados terminaron embadurnados con caladryl de pies a cabeza. La ropa contaminada fue a parar a bolsitas aisladas. Y la familia a pleno pegó la vuelta para Buenos Aires creyendo que la batalla estaba ganada. Me Río de Janeiro.

Los que andaban desorientados eran los más enanos. Cuando les dijeron que iban a estar en un campo, esperaban encontrarse con vacas, chanchos, ovejas, gallinas, caballos. Pero de lo único que se terminó hablando fue de pulgas y ellos la única que conocían la está rompiendo en el Barca.
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Ni hablar de la sorpresa de la maestra cuando le pidió a uno de ellos que dibujara su fin de semana largo y el pibito garabateó una especie de guerra entre pulgas que avanzaban de a miles y humanos que con una mano se rascaban y con la otra trataban de aplastarlas. Laburo para la psicopedagoga.

Lo de Pequeño Albino fue mundial. Batió que nada de ponerle al campo el nombre de algún antepasado para honrarlo, no señor. El campo se va a llamar Las Pulgas y no se discute más.

Laprima llegó a su casa y fue directo a abrir las valijas para buscar las bolsitas supuestamente selladas. Pero lo que se encontró fue un show de fuegos artificiales pero las cañitas voladoras eran pulgas. Cientos.

El alarido que pegó se confundió con el sonido del teléfono. Su hermana llamaba al borde de un ataque de nervios porque las pulgas casi que habían usurpado su casa. Laprima averiguó con el resto y estaban casi todos en la misma. El teléfono sonaba una y otra vez y se repetían diálogos que rozaban con la insania.

Laprima llamó a un fumigador. Lo primero que le dijo el profesional al toque de escuchar el estado de situación fue, palabras más palabras menos, estás en el horno. Alto motivador.

Además de explicarle en detalle lo extremadamente complejo que es combatir a la pulga, le dijo que se olvide de esperarlo porque tenía laburo como para un mes. Con el asunto del dengue la gente está paranoica y casi que nos paga por mosquito derribado.

Y como para alentarla un poco más le dijo que en ese mes cada pulga seguramente pondría cuarenta huevos y la familia pulga crecería cuarenta veces.

Para que Laprima no lo fuera a buscar con la nueve milímetros, el amigazo le dio algunas instrucciones de lo que debía hacer. Las indicaciones enseguida fueron sumándose a las que todos los demás tiraban sobre la mesa porque a la hora de opinar sobran los expertos por todos lados. El google ardía casi tanto como las ronchas.

Así, en un mismo día les habían dicho que desplegaran toda la ropa en el jardín y les pusieran agua. Que la metan en el microondas que no queda una sola pulga viva. Que en realidad es al pedo meterlas en el microondas. Que dejen flotando la pilcha en la bañadera y que hagan una cacería de pulgas una por una, con las uñas. Que lo que necesitaban era la compasión del Barbas porque la pulga es jodida y puede vivir dos años en las penumbras. Que había que traer un perro para que se las lleve puestas.

La histeria hizo que cada uno fuera convirtiendo su casa en una tienda de campaña. Pilcha desparramada por todas partes. Prendas incineradas en el microondas. Criaturas y no tan criaturas circulando de cuerpo gentil porque la picazón no les dejaba calzarse nada. Paranoicos revisando cada prenda dispuestos a dejar la piel por asesinar a cada pulga, de ser posible con tortura previa para escarmiento de las miles de rebeldes que pululaban por ahí.

Además de eliminar a las pulgas, había un temita no menor a resolver: tratar a los brotados.

Si bien en las guardias aseguraron que nunca habían visto nada igual, no les dieron demasiada bolilla. Los médicos parecían querer decirles algo así como que las pulgas no tienen prensa. Mosquitos y porcinos sí, pulgas no. Tráenos una pandemia provocada por pulgas y vemos.

La paranoia duró un tiempito. Por las noches, una pulga gigante le daba un toque kafkiano a las pesadillas de Pistola Pet que, de día, intentaba destruir con sus uñas las manchitas de su piso de cerámicos.

Pero el tiempo curó las heridas. Y las ronchas. Y los principios de ataques de epilepsia. Hoy el campo de Padrino empieza a ser una realidad y toda su familia piensa de qué manera puede ayudar a terminar de darle forma.

Un predecible habría rematado el relato con algo onda los primeros muebles para el campo se consiguieron en un mercado de pulgas.

Soy previsible, así que lo firmo.
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Cazado al azar


Pibe introvertido y buena onda. Si lo mirás bien, vas a ver una cruza de Piojo López y Mr Bean.

Recién llegado de su dieciocho-habitantes-más-que-un-pueblo para estudiar en Buenos Aires, el flaco se salía de la vaina por conocer la gran ciudad y todos sus encantos.

Por eso agarró viaje al toque cuando lo invitamos a la cancha a ver a la selección, que jugaba contra Colombia un partido chivo en la carrera por ir al mundial.

El pibe flasheó de movida. Le pareció de lo más pintoresco fumarse cuatro horas de cola para conseguir una entrada, popular porque el presupuesto no daba para más que eso.

El día del partido llegamos dos horas antes y cantamos que Brasil no va al mundial, que vamo a dar la vuelta como en el ochenta y seis, que el que no salta es un inglés y todas esas huevadas que por un rato nos hacen delirar y nos ponen la piel de pollo. Nos emocionan como si estuviésemos viendo al sargento Cabral atravesado para salvar al prócer que presta su nombre a la calle principal de todos los pueblos del país.

El pibe no se perdía detalle, seguía todo con el ojos en formato asombro y festejaba como un púber las ocurrencias que tenían los campeones de la improvisación, esos que cuando están afilados te garpan tres cuartas partes de la entrada.

Se había venido con el kit completo: camiseta, gorro, vincha, trompeta, papelitos en bolsita. Estaba como pibe con chiche nuevo.

A la hora y media de hacer tiempo ya estábamos todos con los huevos al plato, porque encima hacía frío. En el cemento del monumental siempre hace frío cuando juega la selección.

Pero él seguía en llamas, ya se sentía uno más y miraba con los humos ahí arriba como si la cancha fuera su habitat natural. Saltaba, puteaba, arengaba. Ni en pedo se imaginaba lo que vino después.

Dos gorras de la federal se abalanzaron sobre el grupito donde estábamos y lo levantaron de la capucha al pobre pibe que quedó un instante suspendido en el aire revoleando las gambas.

La cara se le transformó en un segundo y volvió a ser ese pollo mojado de los primeros días de la facultad. No le dieron tiempo a nada.

Lo arrastraron por entre la gente y se lo llevaron directo al patrullero. En el camino la gente empezó con el que no salta es un botón y puteaba a los uniformados. Nosotros intentamos seguirlo pero el cabo Luna según la chapita, milico perdedor ya desde el nombre, puso la voz lo mas grave que le salió y nos batió que mejor borrense que siguen ustedes.

De las setenta mil personas que había en la cancha, no había una sola más buena onda e inofensiva que este pibe. Pongo las pestañas en el fuego. No daba el perfil ni para un psicópata americano versión criolla.

Volvimos a la tribuna porque no había mucho que hacer. Además ya estaba arrancando el partido y nuestra compasión por el muchacho tenía un límite. No nos habíamos bancado cuatro horas de cola -e invertido el equivalente a tres entradas para ver a Fabio Posca- para hacerle de tutores al flaco éste.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Cada gol una puñalada. Cuando ya estaba consumado el baile de antología que nos pegaron el muchacho de la melena y su ballet, recién ahí nos pusimos a pensar qué habría sido de este pobre pajuerano, que todavía no conocía el cabildo y ya había caído en cana.

No sabíamos por dónde empezar a buscarlo. Preguntamos, nos dijeron mal, fuimos, vinimos, que esto, que lo otro. En un momento nos dimos cuenta de que ninguno de nosotros tenía documentos y mucho menos alguna experiencia en sacar amigos de las comisarías.

Al final nos fuimos a buscar al viejo de uno de los que estábamos ahí. Y nos acompañó a la cincuenta y uno.

Ahí estaba el pibe, con una cara de orto desde acá hasta allá. Nos recibió con una mueca desganada onda me dejaron en banda.

Tuvo la mala leche de ser uno de los que agarran siempre por rutina para justificar el choreo que es el operativo policial.

Lo habían levantado al voleo pero en los pelpas le pusieron actitudes agresivas contra la parcialidad visitante y cánticos ofensivos. Insólito lo primero porque no nos cruzamos con un solo cafetero de nuestro lado, insólito lo segundo porque lo que es putear putear, quién no putea, dejate de joder.

El pobre flaco se reía pero como nervioso. No tenía fasos porque los amigos que se había hecho en la celda se los habían fumado todos. Menos mal que tenía fasos.

Le chantó beso y gestito chau-fierita a cada uno y desaparecimos.
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Avatares en el tren


Le ponés onda, tenés billete

El trío andaba con todas las ganas de ser un grupo de música diferente.

La mina del charango la descosía a puro carnavalito, buen ritmo, diez puntos la armónica.

Buena onda que el pasaje no pusiera esa cara de orto que suele poner cuando uno de éstos rompe el silencio y ya no se puede seguir leyendo el libro, hojeando el diario o escribiendo para el blog.

Hasta ahí más o menos lo de siempre. Buena música pero no parecía ser más que un grupo del montón que se pasea por los trenes buscando la moneda salvadora. Y la clave es pegar onda con la gente, como sea, porque si hay amor hay billete.

Y el idilio arrancó cuando los otros dos pelaron máscara de los pauer reinyers y se animaron a un baile cruza de malambo con reguetón. Después se pasearon por los pasillos sacudiendo los brazos y moviéndose onduladamente como un par de primates al salto por una galleta.

La escena parecía sacada de cha-cha-cha, pero terminó el número y todo el mundo se puso. Hubo amor.

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Mejor cada cual a lo suyo

Es un clásico. De golpe ves que todos los que están sentados parecen desmayarse como si les hubieran disparado un somnífero violento. Y al toque aparece una embarazada o alguien que aplica para un lugar.

Fue un helado de dulce de leche para la infaltable y auto proclamada defensora del pueblo, que a grito poco disimulado preguntó si no había algún caballero dispuesto a darle el asiento a la señora algo mayor que acababa de subir al tren.

No hubo ninguno de esos que se mandan al frente solos pegando un saltito acompañado de un no-la-había-visto-por-supuesto-señora-siéntese. De esos que pierden su asiento y se bancan que le agradezcan a otro y que encima les pongan cara de hacéte-el-boludo-vos.

Pero esta vez hubo sólo silencio. Silencio atroz versión Ahumada. Y nadie se movió.

La defensora, mucho más cerca de una Diana Conti que de una Stolbizer, no iba a perder esa cruzada, de ninguna manera. Así que encaró al que tenía más cerca y sin mucha vuelta le pegó un sacudón.

¿No te da vergüenza seguir ahí sentado mientras esta pobre anciana a duras penas puede mantenerse en pie? Por gente como vos estamos como estamos. Ya no existe el respeto ni la consideración. Ver-güen-za.

Había dos salidas. O le fajaba treinta y cuatro puñaladas como en el tango, o bajaba la cabeza, cedía y se fumaba la humillación. Pero el flaco agarró por otro camino.

Disculpe señora, ¿nos conocemos de algún lado?, ¿de dónde tanta confianza?

La movió de su guión. Y no le dio tiempo para reaccionar.

No le voy a dar el asiento a la señora porque considero que no lo necesita. Ahora, si la señora realmente lo necesita, porque tiene alguna complicación que nosotros no podemos ver, entonces sin necesidad de gestores puede ir a la punta del vagón donde hay lugares reservados.

Silencio atroz interrumpido por alguna carcajada socarrona. La defensora al mazo y cada cual a lo suyo.

***
El feo durmiente

Prima Ro siempre me dice nene esas cosas sólo te pasan a vos. Puede ser.

Venía de la facultad, tarde, y me bajé en la estación de San Fernando. Tenía que cruzar la vía y no soy de los que corren por el andén chocando gente para ganarle al paso del tren. Así que esperé que terminara de pasar. Mejor hubiera corrido.

El pedazo de durmiente -sí, un pedazo de durmiente- salió despedido desde una de las ventanillas y me dio de lleno en la gamba.

Fueron dos, tres segundos de repasar mentalmente si algo tan insólito podía estar pasando. Un dolor de la gran puta me decía que sí.

Lo más loco de la situación fue que nadie vio nada, salvo la octogenaria que estaba pegada a mí y que mandó un gritito cuando lo sintió pasar tan cerca. Faltó poco para que la tuvieran que levantar con espátula.

Al principio la gente ni bola. Tuve que agarrarme de la baranda porque la gamba me temblaba como loca. Cuando me levanté el lompa ahí sí se me acercaron algunos, que me miraban con ceño fruncido y haciendo la ese para adentro. Dos flacos me levantaron y me llevaron hasta un banco.

Busqué testigos porque ya me relamía, de mínima, con un pase para viajar forfrí todo el año. Mirá que sos miserable me dice siempre Nick. Sí, puede ser.

La ambulancia llegó con todo el show de luces y sonidos y yo no sabía dónde carajo meterme.

En el hospital me dijeron fisura y me pusieron férula. Tardé en contar lo que me había pasado, preferí algo así como que los habilidosos del balonpié corremos siempre estos riesgos, quedaba más chic. Mirá que sos careta me dice siempre mi mujer. Sí, puede ser.

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