Les tiré la posta





Hubo un momento en el fin de semana en que ningún canal de televisión estaba pasando fútbol. Ninguno. No había ni fútbol local, ni europeo, ni del ascenso. Ni siquiera alguna repetición de las eliminatorias asiáticas para el próximo mundial.



Me puse entonces a hacer zapping y me enganché con el mundial de atletismo. Se estaba definiendo la prueba de salto en alto y el mayor de mis pibes me pidió que dejara en ese canal.



Un rubio, creo que era ruso, estaba frente a su tercer intento para quedarse con la medalla de oro. El tipo repiqueteaba en el piso y hacía la mímica del salto levantando los brazos. Las gambas le arrancaban a la altura del esternón y calzaba una musculosa violeta que rajaba la tierra.



Apenas arrancó la carrera, supe que no la iba a pasar. Lo leí en su mirada, en su forma de moverse, en la actitud de encarar la varilla. Y lo dije en voz alta. Y la tiró. Y entonces uno de los pibes me preguntó cómo sabía que la iba a tirar.



- Yo conozco del asunto porque más de una vez fui campeón de salto en alto, con varios records incluidos.



Los tres se miraron como desafiándose mutuamente a ver quién largaba primero la carcajada. Eso también supe leerlo en sus miradas.



No había forma de convencerlos desde la dialéctica así que pasé a la segunda instancia. En algún lado tenía que estar la caja bordó donde metí las casi cincuenta medallas que gané durante los años del colegio.



Revolví toda la casa. Fueron casi cuarenta minutos de profunda angustia frente a la posibilidad de no poder respaldar mi declaración y perder un pedazo grande del respeto que aún me tienen mis hijos.



El grito desencajado que pegué cuando la encontré resonó en todo el barrio. La caja estaba sellada con una cinta de embalar que costó un huevo sacar. Pasé un momento de incertidumbre, pensando que tal vez las medallas ya no estaban ahí y en su lugar habían puesto, por ejemplo, la colección de botones y gemelos que heredé de mi abuelo, más algunas monedas de soles que me quedaron de la última vez que viajé a Perú.



Pero no señor. Allí estaban. Se las fui mostrando una por una, mientras los espiaba de reojo para ver sus reacciones, que no fueron gran cosa. Hasta que me frené en una que me llamó la atención porque decía primer puesto en la posta cuatro por cien, torneo de San Andrés. La velocidad no era lo mío. Capaz que en un picado si la tiraba larga, a un par de defensores les ganaba en carrera, pero de ahí a competir...



Y entonces me acordé de ese día.



El torneo de atletismo del San Andrés era un caño. Primero porque duraba dos días y siempre se hacía en la semana, o sea que te garantizabas faltar dos días al colegio. Y segundo, porque el asunto era mixto y era la chance ideal para cancherearla un poco.



Como de costumbre, yo me había clasificado para mis dos pruebas de cabecera: salto en alto y salto en largo. Esas eran las dos razones que me eximían de ser un “lungo al pedo”.



A la mañana del primer día hice salto en alto y terminé segundo. Me acuerdo que me ganó un boludito que se la pasó boqueando desde que arrancamos. Delante de todo el mundo, le hablaba fuerte a su entrenador diciéndole que esa competencia era muy poco para él. Los demás queríamos hacerle un enema de jabalina pero no teníamos ninguna a mano. Esa misma tarde hice salto en largo y terminé tercero.



Con las dos competencias liquidadas, el segundo día lo tuve de regalo. El profe me invitó a acompañar al resto de la delegación, aunque no tuviera que competir, y la verdad que me dio lástima dejarlos solos, así que fui.



Caí vestido con la pilcha de deporte (era requisito) y con el bronceador. Me pasé toda la mañana echado como una iguana, con las gafas oscuras y el walkman al mango. Sí, el walkman, boludo, algún problema?



Esa segunda jornada cerraba con la posta cuatro por cien, que no me la perdía ni en pedo porque teníamos un equipo de la gran puta y porque además se había armado un lindo clásico contra el San Andrés, que ahí la jugaba de local.



Justo antes de la posta se corría la final de los cien metros llanos, otro hermoso atractivo porque corría nuestra gran estrella, que lógicamente también era la figura de la posta. El tipo corrió que parecía tener un petardo en el culo, pero en los últimos metros sintió un tirón en el aductor. La carrera la ganó igual, pero la preocupación se adueñó de todos nosotros porque se venía el plato fuerte, la posta, y el pibe maravilla estaba en una gamba.



Al tipo se le practicó todo tipo de tratamiento express pero no hubo forma de recuperarlo. Terrible baja. El profe resopló con bronca y empezó a mirar para todos lados, buscando la solución. Las alternativas de reemplazo no eran de lo más tentadoras: un lanzador de bala, un corredor de fondo, un lanzador de martillo y yo.



El profe se juntó con sus dos ayudantes y luego de un rápido cónclave, los tres me clavaron la mirada. Miré para atrás para ver si había alguien más y, muy timorato, me señalé el pecho para confirmar la cuestión. Los tres asintieron.



La estrella lesionada era el cuarto hombre en la posta, o sea el que cerraba la prueba, el que tenía la presión de llegar primero para ganarla. Imaginé que esa posición se la darían al segundo más rápido. Imaginé mal, el cuarto era yo.



Además del atractivo que la posta despertaba por sí misma, hubo otro condimento especial: se hacía justo antes de la entrega de premios, era el cierre de toda la competición. O sea, TODO el mundo (masculinos y femeninos) pendiente de esa carrera.



En dos minutos el profe me explicó cómo se corría una posta. Que vos te parás acá, que no te podés pasar de esa línea, que tratá de que no se te caiga el testimonio.



Al toque me paré en mi posición, al lado de mis contrincantes. Intenté hacer los mismos movimientos que los flacos, estirando los músculos y moviendo el cogote en círculos. Todos con unas gambas que parecían dos patas de jamones serranos y un calzado especial con punta de clavo para lograr mejor adherencia a la superficie. Yo, en patas, parecía Piernas Locas Crane.



El disparo de largada me puso de vuelta en el asunto. Mi compañero arrancó como loco y le sacó varios cuerpos al que lo seguía más de cerca, casualmente del San Andrés. El segundo relevo nuestro también le metió tremendo tranco y su contrincante del San Andrés quedó como diez metros atrás. Y ni hablar del tercer relevo, que apenas agarró el testimonio se despegó todavía más del segundo.



Pude sentir que el público ya daba por cerrada la carrera. Mi equipo le sacaba media cuadra al San Andrés con un solo relevo por correr. Lo que no tomaba en cuenta la gente era que ese cuarto relevo era yo, un especialista en… salto en alto…



Recibí el testimonio en perfecta sincronización con mi compañero y encaré como loco esa recta final. Allá a lo lejos, a la altura de la llegada, lo vi al profe que me gritaba y gesticulaba como loco. “Relajá, papá, esto es papita pa’l loro”, pensé yo. En un momento, no tuve mejor idea que mirar para atrás, casi como un acto reflejo. Y ahí lo vi al pibe del San Andrés que venía como una locomotora. Durante los dos segundos que lo miré, el pibe recuperó mínimo unos diez metros. La puta madre.



Aceleré el ritmo, si es que eso era posible, y enfoqué la mirada en la cara del profe como para evitar que otra cosa me distrajera. Error. El tipo estaba fuera de sí, rojo como un constipado que hace tres días que no procede. Faltaban diez metros y empecé a sentir la respiración de los que venían atrás. En un arresto de coraje, pegué un último sprint de antología y me tiré en tremenda volada para adelante.



Durante algunos segundos, no se sabía quién había ganado. Yo a mi profe no lo quería ni mirar. Me quedé tirado en el piso, mirando el cielo, hasta que escuché la bendita voz del altoparlante. Habíamos ganado. Por décimas, pero ganadores al fin. Los muchachos me invitaron a practicar una especia de vuelta olímpica, de cara a la gente del San Andrés. Les contesté que fueran arrancando, que yo después me sumaba.



Mis pibes escucharon la crónica sin que volara una mosca. No derramé una lágrima porque era un papelón. Lo que sí fue un papelón fue la manera de cerrar el cuento, que quiso ser en silencio pero se escuchó clarito, casi como un grito de triunfo:



- La tenés adentro, San Andrés.

De tal palo, mejor astilla




Jornada increíble en el campo de unos amigos. Grandes, medianos y chicos en cantidades, disfrutando a pleno el solo hecho de estar en el medio de la nada sin hacer nada. O casi nada.

Uno de los pendejos se le animó a un eucalipto de treinta metros y decidió treparlo. Y trepó. Y trepó. Y siguió trepando. Hasta perderse entre las ramas que ya casi ni se lo veía.

Parecía gustarle quedarse en las alturas, o al menos eso pensábamos los que nos habíamos quedado al nivel del mar. Pero cuando se escuchó el primer alarido enseguida nos dimos cuenta de que tan a gusto el pendejo no estaba.

La reacción primaria fue hacerme bien el boludo porque me imaginaba por dónde venía el asunto. Pero enseguida vino el segundo alarido y la patrona que me puso cara de “esto es cosa de hombres, ocupáte”.

Me acerqué a paso cansino y arrancó un diálogo que, por la distancia que nos separaba, fue algo subidito de tono:

- ¿Qué pasa?

- No me puedo bajar.

- ¿Y quién te mandó a subir tan alto?

- Nadie. Me subí porque quise.

- Era una pregunta retórica.

- ¿Una qué?

- Nada. Bancá ahí que me subo.

El primer gran desafío que tuve que enfrentar fue la primera rama. La primera, ¿podés creerlo? Una puta rama que arrancaba a casi metro y medio del suelo, por lo cual debía proveerme de alguna ayuda externa que me sirviera de plataforma intermedia. Hace veinticinco años, época que te saltaba un metro ochenta bajo la atenta mirada del Beto Alzamora, hubiera alcanzado la rama pegando un saltito sin siquiera tomar carrera. Este año, claramente no.

Miré para los cuatro costados pero a simple vista no había nada que me pudiera servir. Y para colmo, el grupete de personas en ese momento decidió que en lugar de charlar, caminar o tomar sol, sería más divertido ver cómo me las arreglaba para enfrentar tan tremenda cruzada y se dedicaron a observarme.

Mientras la transpiración empezaba a hacer estragos, me acerqué al grupete y agarré mi silla, siempre mirando al suelo para evitar cualquier contacto visual que me distrajera de mi empresa.

Aunque puse la silla bien pegada al tronco del eucalipto, todavía quedaba un trechito largo entre el punto de apoyo y la primera rama. Imposible para mi orgullo pensar en ese momento en otra alternativa, así que cerré los ojos, apreté los dientes y revoleé la gamba de manera aparatosa. Todo lo que conseguí fue pasar la pierna derecha por arriba de la rama, pero no de manera completa, de modo que la otra gamba me quedó colgando mientras hacía una fuerza increíble para que no se me soltaran las manos. Volver de un papelón semejante se me habría hecho muy cuesta arriba.

Con un esfuerzo sobrehumano logré subir la gamba que había quedado suspendida y gracias a todos los santos del cielo pude afirmarme sobre esa primera rama. Esa, puta, primera, rama.

Lo que me quedaba por delante no era un desafío menor. Necesitaba idear un plan para transitar esos veinte metros que me separaban del borrego, porque no es lo mismo pesar lo que pesa un pendejo de siete que pesar lo que pesa un pendejo de cuarenta. El objetivo era claro: nada de depositar todo el peso sobre un mismo punto. Había que dosificar para evitar que cualquier fractura de rama, que no fueron pocas en ese duro trajín, terminara en un descalabro fenomenal. Paso a paso dijo Mostaza, y así fue.

En la media hora siguiente logré subir unos cinco metros. A esa velocidad de cero coma cero diez kilómetros por hora, el pendejo iba a pasar su cumpleaños y navidad arriba del árbol. Así que no me quedó otra que apurar el paso y tomar algunos riesgos de más. Y así fue que logré subir otros cinco metros en un tiempo mucho menor. Feliz y satisfecho.

Fue en ese momento que lo sentí pasar como una exhalación. Yo nunca había levantado la mirada porque iba muy concentrado en ver bien dónde apoyaba cada pie. Por eso no me percaté de que el pendejo al final se cansó de esperar que su padre superhéroe llegara a salvarlo y decidió bajar por las suyas.

Apenas me pasó por al lado, con una destreza que casi me deprimió por completo, le pegué un grito por insolente. El tipito me miró con cara de nada y desembuchó sin hacerse problema:

- Al final pude bajar, pa, no te preocupes.

No, claro, qué me voy a preocupar. El pendejo se deslizó por las ramas y en menos de diez segundos  ya estaba en tierra firme, mientras yo lo miraba desde lo alto abrazado al tronco como un koala.

El que casi pasa cumpleaños y navidad arriba del árbol fui yo, la puta madre.