Cómo olvidarlo


Yo era el menos indicado porque en general le huyo a la violencia física. No curto la onda de Mahatma pero tampoco soy de los que se ponen en guardia por cualquier boludez.

No me nace pelearme, salvo que haya motivo que valga la pena. Como aquella vez que se armó tremenda goma general en un partido de fútbol después de que un rival le dijera a uno de los nuestros que lo iba a partir al medio y le metió la terrible plancha a media altura que patentó Eber Ludueña. Fue premeditado, imperdonable. Nos fuimos todos al humo y el resultado fue que me comí cuatro manos y no pude embocar ni una. Encima me rajaron. El réferi no me lo dijo ni tampoco estaba en el informe del tribunal de disciplina, pero estoy seguro de que la roja fue por boludo. Había cinco o seis contrarios a tiro y no le acerté a ninguno. Un boludo.

Después de eso casi no tuve ocasiones de pelearme. Una vez me puteé a morir con un flaco de otro auto porque me encerró por amor a la joda. Nos puteamos y cuando llegó la hora de los bifes, resulta que no era tan flaco y además me encaró con la llave cruz en mano. Y las cuatro gomas de su auto estaban impecables. Le dije que no valía ni medio día de calabozo y me piqué el champion que no me daban las gambas.

No, posta, yo no era el indicado. El campamento era en el sur, en el medio de la nada. Era con amigos, mucha morfi, buen chupi, y un completo equipo de pesca para los que les divierte quedarse parados mirando una caña y esperando que un puto pez se decida a devorarse la carnada. Deporte de gran exigencia física la pesca, dejáte de joder.

Las carpas las levantamos al costado de un arroyo, en el medio de una arboleda y con una vista de la gran puta. Parecía de cuento. Pasamos ese primer día tirados, tomando mate, fumando y esperando que el tiempo pasara. ¿Qué apuro podíamos tener?

La noche tranquila y cerrada se interrumpió con un alboroto que venía de los árboles. Corridas, algunos gritos, ruidos de metal. Fue todo muy rápido y confuso. Lo único que se veía a la luz del fogón eran figuras que iban y venían. Al toque prendimos algunas linternas y pudimos tener un panorama más claro. Eran indios. ¿Qué carajo hacían los indios ahí?

Eran como cuarenta y gritaban en un lenguaje que no se entendía ni medio. Venían con unas vestimentas que no tenían nada que ver con las de los típicos indios que aparecen en las películas. Uno de los nuestros nos decía que eran mapuches y que gritaban que esa tierra era de ellos, que era sagrada, que estábamos pisando restos de un cementerio donde descansaban los restos de sus ancestros y que habíamos olvidado ponernos con los veinte mangos que sí nos daban luz verde para todas esos atropellos. ¿De dónde carajo conocía mi amigo el dialecto de los indios?

El que parecía ser el jefe hablaba poniendo la voz ronca y el nuestro seguía traduciendo. El cacique nos estaba retando a duelo a mano limpia porque había que lavar el honor. La cosa debía ser el más fuerte de ellos contra alguno nuestro, elegido por nosotros mismos.

Todos me miraron a mí. ¿A mí? ¿Me están jodiendo? Éramos como ocho y justo me eligieron a mí. Se me aparecía la imagen de mi vieja, que siempre dice lo mucho que odia la violencia, y ahí estaba yo, en una situación tan ridícula como inverosímil. Haya paz, haaaaya paz, gritaba yo haciendo la de Don Rodrigo en su famosa cantata sobre sus hazañas en tierra de indias, aquella que hablaba de los singulares acontecimientos en los que se vio envuelto y en cómo se desenvolvió. Qué risa Les Luthieres, pordió. No me quedaba otra que hacerme el gracioso para bajar un toque el nivel del cagazo que me tenía secuestrado.

El indio era una especie de Kanghai el Mongol. Medía dos metros y no le entraba un solo músculo más en el cuerpo. El brazo era tan grosso que le cabía la familia entera tatuada. Calzaba un jogging Kappa y un par de alpargatas de yute, una de cada color. Tenía la cara pintada con crayones y unas krenchas desprolijas que, de jeta, lo hacían igualito a Liber Vespa.

Se corrieron todos para el costado y me dejaron solo con esa especie de monstruo que me miraba como si me hubiese comido el último sugus max del frasco, el que estaba reservado para él. Se pusieron en círculo y empezaron a correr las apuestas. ¿Apuestas? No, era lo que faltaba. Mientras el indio hacía una especie de ritual, yo aproveché para agarrar un cascote que estaba en el piso al lado mío.

Sin decir agua va, el indio se me vino encima a la carrera y sólo atiné a revolear el canto que vino a darle en el medio de la cabeza. El grandote cayó como bolsa de papas. Nunca hubiera imaginado que alguna vez iba a aplicar lo que hacía poco había visto en un documental en History Channel, en el que recreaban la batalla de Davit y Goliat.

De a poco todos los que estaban allí empezaron a corear mi nombre. Aquello era increíble, me escapé de todo. Levanté las manos y saludé a mi público, golpeando el puño cerrado contra el pecho.

Imposible olvidarlo aunque no sé cómo lo recuerdo.
.

.

Pasantía es pasarla como el culo



Creo habérselo escuchado al mismísimo Mariano Grondona. La palabra pasantía es un derivado apocopado de una antiquísima expresión que ha resistido el paso del tiempo y que nos es común a todos: pasarla como el culo.

Muchas facultades universitarias las exigen porque, dicen, es importante tener un buen entrenamiento antes de salir a la cancha. Y las empresas, rápidas para los mandados, se prenden de una porque tener un pasante equivale a tener a disposición una especie de eunuco que, por dos chirolas sin impuestos, suda tinta china durante larguísimas horas, haciendo las cosas que ningún otro quiere hacer. El pasante también es una suerte de bendición para los pinches que en su puta vida van a poder darle órdenes a nadie. O aprovechan sus quince minutos de gloria o se mueren del otro lado del mostrador.

Mi pasantía la hice en una revista de negocios top, de esas que se la pasan dando consejos que ningún empresario de acá puede aplicar porque fueron pensados por gurúes que ni siquiera saben dónde queda Argentina.

El director de la revista era un flaco de unos cuarenta, cara de trampa, un dandy total que usaba tiradores y, peor todavía, estaba convencido de que le quedaban bien. La tropa femenina no hacía otra cosa que tirarle flores provocativas y el Elliot Ness criollo respondía con frases cargadas de doble sentido que a mí me daban vergüenza ajena. Loco, yo era on cero km en el desfachatado mundo de las relaciones laborales.

En los pelpas me habían contratado para asistir a los tres o cuatro redactores que había en ese momento. El primer día Elliot me presentó como un especialista en redacción que iba a ser de gran ayuda para aliviar el laburo del área. Para qué. Me agrandé como sorete en el agua y ahí nomás arranqué a dar consejos sobre cómo titular tal nota, que mejor en el copete resaltá aquello, que la mejor foto para ilustrar es la otra. Un pendejo insoportable que muy lejos estaba de entender lo que significa derecho de piso. La primera vez me escucharon asintiendo con la cabeza. La segunda ni siquiera me miraron. A los tres días me metieron en el freezer y se olvidaron de mi existencia.

Sin lugar en la redacción, me tuvieron que inventar algo para llenar los tres meses que todavía quedaban. Me juntaron con una mina para armar un insert que iba a publicarse con la revista. La niña andaría por los veintipico y era una especie de Sergio Massa dentro de la empresa: quería hacer carrera y conquistarse a todo el mundo a fuerza de buena labia y una sonrisa simpática pero falsa como pésame de funebrero.

A la massita le habían encomendado ese insert pero tenía tanta idea de redacción como yo de cocina mediterránea. Ella sabía que yo era su solución pero no me quería dar ni medio metro. Así que me mandó a hacer fotocopias, ordenar papeles y un par de boludeces más porque ella, así me dijo, podía ocuparse sola del insert. La mina se tomó un par de semanas y el cierre se le vino encima. Con el agua al cuello no le quedó otra que aflojarle y me pasó un primer borrador, con un desdeñoso 'fijate si se te ocurre algo más pero metele porque hay que entregarlo mañana'.

Aquello era un atentado al buen gusto. I-le-gi-ble. Las comas, los puntos y los acentos quedaron demorados en alguna dependencia. Hasta me acerqué a pispear el teclado de la mina para ver si venía o no con ve corta. ¿Qué hacía una persona así laburando en una revista? Sólo lo entendí cuando una vez la vi llegar a la oficina con Elliot, a media tarde, sonrisa cómplice, pelo mojado los dos.

Al insert lo tuve que rearmar de cero, a los pedos y se lo dejé arriba de su escritorio porque no había manera sutil de darle a entender, in your face, que aquello sólo podía haber sido escrito por un semi analfabeto con dislexia.

Lo presentamos en reunión general y Elliot flasheó con el texto. ¿Vos te creés que a la mina se le movió alguna de sus pestañas falsas de recambio diario cuando batió, sin ponerse colorada, que necesitaba más compromiso de mi parte? Cara de piedra, mandó que yo sólo me había puesto las pilas el día anterior y que ella había tenido que hacer todo sola.

Un pibe ubicado se habría quedado en el molde. Un inconciente habría interrumpido bruscamente para explicar cómo fueron realmente las cosas.

Elliot me cortó en seco.

- ¿No tenés ni quince días acá y ya cuestionás a una empleada que hace años viene haciendo bien su trabajo?

Un pibe ubicado se habría quedado en el molde. Un inconciente le habría batido que evidentemente la mina hacía muy bien 'su trabajo' como para que la sigan bancando. Me mordí la lengua y fui lo primero.

Al siguiente insert no le di ni la hora y quedó la basofia que armó mi compañerita. Otra vez en reunión, Elliot preguntó qué onda y la mal (piiiiiip) le batió que lo tenía yo para darle forma final. Otra escena de Elliot y el partido cero dos. Irremontable a esa altura.

El resto de la pasantía me la pasé como responsable de un servicio que crearon especialmente para mí. Consistía en responder los pedidos de información adicional que hacían los lectores que se copaban con alguna nota. Tenía que usar mucho la imaginación porque para responder no tenía más que un ejemplar de cada revista y un precario buscador en internet que andaba cuando se le cantaba.


Elliot encabezó la despedida cuando pasaron los tres meses. Y me batió sin más:

- Tenes futuro, máquina.

- Sí, pero cuánto me falta todavía para poder usar esos tiradores, eh.

Frío apretón de manos y a otra cosa.

.

El Beto era pura atitú



Una de mis diversiones de adolescente era lesionarme un sábado jugando al fulbo y llegar el lunes al colegio para verle le jeta al Beto.

El Beto era nuestro profesor de atletismo pero sobre todo era un enfermo de la alta competencia, la disciplina y el entrenamiento semi profesional. El tipo era velocista y había representado a Argentina en no sé qué juegos de no sé dónde y no sé cuándo. Por lo visto su performance había sido tan exitosa como la que tuvo el nadador nigeriano Eric Moussambani, el que casi se ahoga en los juegos olímpicos de Sydney porque de pedo sabía nadar. Si le hacés un google, olvidate, no lo encontrás en ninguna página deportiva. Pero el Beto era un voluntarioso, le ponía tanta garra que casi no me molestaba que calzara unos shores bulteros de esos que son medio calados a los costados. Bien, Beto, ésa es la atitú.

El tipo me había adoptado como su pollo porque me creía capaz de birlarle el record mundial de salto en alto al mismísimo Sotomayor, un cubano al que las gambas le arrancaban casi a la altura del esternón y que rebotaba como si tuviera resortes.

El Beto me tenía prohibido cualquier tipo de contacto con la redonda, por lo menos dentro de su horario y de los límites del colegio, por temor a las lesiones. Un suplicio para mí. Y la que-te-dije, que me tenía bien junado, me miraba de reojo, desafiante, provocadora. Me histeriqueaba pidiéndome a gritos una caricia de empeine y se iba con el resto de la muchachada porque el Beto me obligaba a... a no darle pelota, curiosamente.

A ver si me explico: la masa salía enfervorizada detrás de la mimosa y yo me tenía que quedar subiendo y bajando escaleras, saltando vallas con los pies juntos, repiqueteo corto, saltito por acá, rebote por allá. El Beto señalaba a los rudimentarios que levantaban polvo en el potrero del fondo y casi que se compadecía de ellos porque no habían sido tocados por la varita mágica.

Fuerza de piernas, campeón. Y acompañemos con un poco de técnica. Con eso no paramos hasta la competencia olímpica, tenés pasta de sobra.

Me decía 'campeón', el cachafaz. Y lo decía convencido. Él ya se veía en tapa de El Gráfico bajo un encabezado onda "Acá está el gran hacedor. Conozca a quien desde las sombras fue moldeando a nuestro gran campeón".

El Beto se cebó conmigo después de un semestre afiladísimo que tuve cuando recién arrancaba la secundaria. Hice record en el colegio, gané el torneo zonal y después el regional, los dos por afano. Y el Beto, rápido de reflejos, se las ingeniaba para salir en todas las fotos.

Después de esa seguidilla, el Beto se olvidó de que tenía que darle clase a treinta pibes. Para él sólo existía el campeón. Yo iba a ser su pasaporte para que, al menos como coach, entrara a la historia grande del atletismo argentino. Una especie de Franco Davin, que con la raqueta en la mano era un pecho frío más del montón pero que, ya retirado, tuvo la brillante idea de dedicarse a tomar sol en las tribunas de los mejores courts, masticar chicle a ritmo Francescoli, calzarse unas gafas de cuatro cifras dólar y hacerle gestito 'sos grosso' a Del Potro después de cada punto ganado. Porque Del Potro juego solo, a mí no me chamuyen.

Fuera de la hora de deportes, si el Beto me veía en un recreo dándole a la de trapo y media de lycra, se me acercaba por atrás y me decía 'cuidame esas piernas campeón'. Pedofilia, me gritaban los vagos. Y hasta que el Beto no desaparecía de nuestra vista, yo me ocupaba de que me viera meter el cuerpo, trabar y barrer en ese piso de cemento desparejo que obligaba a mi vieja a invertir fortunas en menda-fácil.

Cuando en los entrenamientos el Beto me veía aflojar un toque, me separaba a un costado y me daba una perorata ciento por ciento hollywodense. La vida te dio un don, tenés que honrarlo. Hay pibes que darían lo que no tienen por estar en tu lugar. Cuando uno capitaliza un don así, es capaz de trazarse metas altas y alcanzarlas. El Beto imaginaba una música de Vangelis acompañando esas palabras que a mí no me podían importar menos. Esperaba que a mí se me saltaran las lágrimas y pegara un salto para entrenar sin parar durante dos horas. Pero yo lo dejaba hablar y cuando terminaba le preguntaba si ya podía ir a jugar a la pelota. Era como una trompada directo a la mandíbula. Mortal.

El Beto era uno de los pocos seres en el mundo que odiaba los fines de semana. Porque ahí no tenía forma de poner a raya mis ganas locas de darle a la número cinco. Y yo me desquitaba en maratónicos partidos de barrio, en la canchita de atrás de casa, y terminaba siempre con alguna lesión porque el envase vino medio flojo en el nivel de calcio.

El tipo me veía venir con la gamba enyesada y al toque le tenían que recetar Prozac en sobredosis para intentar rescatarlo de la depresión profunda en la que caía. Se le ponían los ojos brillosos, la mirada perdida y no me hablaba durante días. Después le aflojaba un poco y se metía a pleno con la recuperación. Pero al tiempo venía otra lesión y de nuevo el Beto que se deprimía a morir.

Así fue durante casi toda la secundaria. Después de ese primer año nunca más conseguí otro record importante. Sí gané algún que otro torneo pero nada descollante. El Beto llegó a desearme la muerte, no tengo dudas.

No lo volví a ver. Hace un par de años me llegó el rumor de que le había puesto todas las fichas a un pibito que parecía ser la versión argenta de Ben Johnson, un pedo líquido sobre la pista. Espero que la historia le dé una segunda oportunidad al Beto, pobre, se la merece.
.

Ausente sin aviso

El führer era todo lo jodido que puede ser un tipo al que lo apodan führer. Capo grosso de un estudio de primera, curtía la onda de tener a toda su tropa sometida bajo una amenaza de castigo permanente.

El führer tenía la costumbre de hacer sonar una chicharra insoportable para llamar a sus secretarias. No necesitaba usar el teléfono ni ninguna de esas estupideces de la tecnología moderna. No, a él le alcanzaba con apretar ese botoncito rojo que tenía en su escritorio para activar toda esa parafernalia de secretarias histéricas chocándose entre sí para responder el llamado, temerosas de convertirse en una víctima más de este personaje que no se ponía colorado cuando tenía que pasar el plumero si alguno no sintonizaba su frecuencia tan exótica.

Además de comandar su estudio, para esa época el führer presidía una paquetérrima asociación que agrupa a representantes de su misma especie. Colegas que capaz se detestan porque compiten unos contra otros, pero que cuando se encuentran en la sede de la asociación nunca dejan de darse un efusivo abrazo que viene con tres palmaditas en la espalda y acompañado de frases como "es un gustazo, distinguido colega, poder gozar de su prestigiosa presencia" y otras cretinadas del estilo.

La asociación lo que hace, básicamente, es organizar actividades que sirven para que sus miembros se inflen los egos unos a otros. No mucho más. En esa época, yo era el encargado de darle la máxima difusión posible a esas actividades. Ahí sí había que sacar los remos y darle con fuerza, dejate de joder. Eran actividades que, fuera de ese círculo, pueden llegar a tener un nivel de interés sólo comparable con el que puede despertar en los seguidores de Viejas Locas una charla sobre el ensayo del discurso del método de Descartes.

El führer estaba como loco con un acto barra show que estábamos organizando y que consistía en entregarles medallas a los gerontes que habían llegado a los sesenta años laburando de lo mismo sin colgar los timbos en el camino.

El führer quería estar en todos los detalles y no iba a admitir el más mínimo error. Por eso las semanas previas fueron un constante ir y venir para explicarle cien veces que todo venía de perlas.

Tal vez lo que más tiempo nos llevó fue hablar con los agasajados para invitarlos y confirmar si estaban en condiciones de recibir la distinción. Las encargadas de eso eran dos pibas a las que la adolescencia les llegó en diferido y se creían que hablaban con sus abuelos. Que por favor se fije bien de tomar todas las pastillitas a la noche. Que a la dentadura hay que darle una lavadita cada tanto. Que ese mejor amigo no va a ir al acto porque hace rato que la descose con el arpa. Cada conversación era eterna pero igual la cosa avanzaba y al final pudieron hablar con todos los que todavía conservaban la audición o con sus mujeres o con quien estaba a cargo del geriátrico donde los habían depositado. Alta emoción la de algunos viejos a los que le sobraban unas quince horas por día y para quienes ese año se partía en un antes y un después del acto.

El día del evento venía todo joya. Lleno de gente por todos lados y el führer parado en el pasillo central saludando como si fuera el rey Juan Carlos. A todos recibía con una sonrisa que le daba toda la vuelta a la cara, y cada tanto mandaba frases como "tu padre ha sido un prohombre que ha prestigiado nuestra profesión". Vieran la cara de uno de los agasajados, el Tano, que dos horas después me confesó entre copas que su padre tan prohombre se había venido de Italia para hacerle un ole a la mafia napolitana que lo quería boletear por una vendetta.

El führer dio el puntapié inicial con un discurso que en lo único que se diferenció a cualquiera de Fidel fue en que duró un toque menos. Los alcahuetes lo aplaudieron a rabiar y lo que siguió fue el momento central de la jornada, la entrega de distinciones. Y fue lo que hizo volar por el aire mi relación con el führer, a quien de alguna manera tenía calado a fuerza de devolverle cada volea venenosa con respuestas llenas de sarcasmo, mi especialidad, que le arrancaban una media sonrisa que él intentaba disimular porque no daba con su perfil.

La mecánica era sencilla: se nombraba al premiado, la gente aplaudía, el abuelo tardaba un rato en llegar al estrado, recibía la medalla, se confundía en abrazos con gente que ni reconocía, y volvía a su lugar, si es que se acordaba cuál era. En algunos casos los familiares les gritaban a los saltos para orientarle un poco la vuelta.

La cosa venía lenta pero avanzaba. Hasta que le llegó el turno a Señor Ausente. El locutor lo anunció pero de la masa sólo recibió murmullos al por mayor, ni medio aplauso. Fueron diez o quince segundos eternos. El calor lo sentí en la espalda como si me hubieran echado ácido sulfúrico. Giré la cabeza y ahí estaba el führer, rojo como la camiseta del Manchester, a punto de sumarle un capítulo más a su rica historia de by passes y pre infartos.

Fue una humorada negra del destino. De las cuatrocientas personas que estábamos presentes ese día, sólo yo y las dos adoles parlanchinas no sabíamos que a Señor Ausente, un tipo famoso que hasta había escrito libros, hacía como cinco años que sus familiares y amigos lo habían despedido cuando le tocó mudarse a un monoambiente de Recoleta.

No había forma de levantar el muerto y parecía imposible empeorar la situación. Al menos eso creí hasta que el locutor, un buena onda total que era especialista en evitar silencios incómodos, remató la cosa con una acotación de lo más oportuna: "Señor Ausente habrá tenido sus razones para no venir".

El führer enloqueció, se me acercó presuroso por atrás y me batió, en un alarido contenido, que ése era mi último día de trabajo ahí. Le respondí que el incidente era lo mejor que nos podía pasar para que el evento tuviera más prensa. Me dejó hablando solo.

Seguí laburando con él un par de años más hasta que terminó su gestión. Nos despedimos casi con lágrimas en los ojos y mi última expresión fue el deseo de que el destino nos cruzara antes de fichar para el equipo de Señor Ausente. El führer respondió con una media sonrisa rápidamente censurada.
.