Crónica de un final no anunciado


Serían algo así como las dos de la mañana y Sancho dormía como una morsa en su casa cuando escuchó ruidos que venían de la planta baja. Fue a ver qué onda y se encontró con dos mini chorros que se paseaban sin preocuparse mucho por ser silenciosos.

Uno estaba prendido al celular meta mandar mensajes y fue el otro el que lo vio aparecer.

Nada de hacerte el loco porque te quemamo, te metemo bala, ¿dónde tán lo billete?

Sancho todavía andaba medio dormido pero tenía claro que su caso iba directo al noticiero de Crónica. Y lo que menos quería era que las imágenes lo mostraran desfilando con las gambas para adelante y en una bolsa plástica negra con cierre. Por eso optó por quedarse en el molde. Al menos hasta que viera cómo venía la mano.

Cuando los inimputables le preguntaron si había alguien más en la casa, Sancho agradeció que su mujer lo hubiera dejado de garpe para irse con el profesor de pilates y que ya no viviera con él. Porque con sus ataques de histeria, la joda habría terminado con bala para ella, por insufrible, y bala para él, por haberse casado con ella.

Tampoco estaban sus dos hijos, así que se las tenía que arreglar solo con estos dos reos que todavía no habían cambiado la voz y ya salían de caño.

Sancho no podía creer su mala suerte. En su casa nunca había un mango salvo ese fin de semana porque había cobrado de la compañía de seguros un siniestro ocurrido dos años antes. Y era una guita importante que guardaba en un cajón bastante a la vista.

Primero pensó que alguien lo había botoneado y que los pibitos venían con ese dato. En ese caso no se iban a ir hasta que les hubiera entregado billete sobre billete. Pero no parecían estar al tanto, ni de eso ni de muchas otras cosas. Estaban como en formato semi alfa.

El dueño de casa era cinturón negro en karate, pero la cosa venía despareja porque los caquitos, que empezaban a impacientarse, andaban bien calzados y le apuntaban a la cabeza.

Copáte con algo para comé, viejo choto, hace bocha que no comemo nada.

Lo de "viejo" fue mucho más grave que lo de "choto". Lo agarraron a Sancho por el lado que menos les convenía. Y Sancho, que se mataba a ejercicios para intentar mantenerse hecho un pibe, se olvidó del juego conservador y mandó a todos sus jugadores al ataque.

¿Pero qué se creen, pendejos, que esto es un restorán? Dejensé de romper los huevos y liquidemos el asunto, que me quiero ir a dormir porque mañana tengo que laburar.

La diatriba los descolocó, así que se animó a subirles la apuesta. Les propuso amablemente que se fueran como habían llegado, a cambio de que él no les diera una tunda.

Los pibes chorros se miraron. Había algo en la propuesta que no les cerraba.

En eso estaban cuando escucharon ruidos de llaves en la puerta principal. El que parecía más canchero corrió escaleras abajo y el otro se quedó con Sancho, temblando como loco. Sancho aprovechó la confusión y se le fue al humo. El pibito le gatilló dos veces pero el tiro no salió. Sancho enseguida entendió que el cartelito de fiambre ya lo tenía colgado, así que en un par de movimientos certeros lo desarmó. Lo desarmó en todo sentido, porque primero le sacó el fierro y al toque le regaló una paliza de colección que lo dejó casi inconciente.

Sancho se asomó por una ventana y vio que el que acababa de llegar era uno de los hijos, mucho más polvorita que él y capaz de hacer cualquier locura. Por eso agarró el fierro lo más rápido que pudo y se mandó para abajo. Antes de llegar, escuchó un disparo que lo paralizó y al toque un portazo y corridas. Nada bueno podía estar pasando.

Les debo el final porque el tipo que contaba la historia se bajó antes que yo. Si lo vuelvo a ver por el tren le pido que me diga cómo terminó la cosa.
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Más boludo que supersticioso

Raro ver un domingo a la tarde a una cuadrilla de pintores pegándole una lavada de cara al banco.

Raro porque es domingo y raro porque la verdad que la pintura que ya tiene no está nada mal. Si fuera mi casa, tranquilamente la hago que tire un par de años más, pero para un banco que atiende como el culo a sus clientes, la imagen es todo lo que le queda. Una buena fachada es fundamental.

Los artistas de la brocha gorda se despliegan por todo el frente del edificio y la única opción que tengo para entrar al cajero es pasando por debajo de la escalera de uno de ellos. Y sí, vamos para adelante. El muchacho de la escalera -que calza un mameluco que pide cambio a los gritos- me mira espantado y casi que no le dan las gambas para bajar de a cuatro los escalones. Con la mirada parece decirme que no va a ser cómplice de mi desgracia.

En general no soy supersticioso. Pero me da cosa no seguir, de mínima, los tres o cuatro principios básicos que pregonan los que se animan a manejar la moto con una sola mano para tocarse el izquierdo cuando se les cruza un gato negro. Por eso dudo un poco antes de mandarme. Y sí, de sólo verlo al pibe tan convencido de sus creencias, me hago el guapo para incomodarlo y demostrarle que tampoco hay que ser tan extremista. Así que paso como si nada.

Un supersticioso diría que llevarme la marca de pintura fresca en la mano es consecuencia inmediata de ese acto de rebeldía. O es de boludo, andá a saber.

Con la mano que me queda limpia meto el plástico en el cajero y miro de reojo. A través del vidrio lleno de polvo, el pintor me observa con cuidado. Lejos de estar planeando un golpe de salidera bancaria, el pibe está más bien horrorizado por mi desparpajo para desafiar al destino. No sé, capaz que está esperando que la máquina me deje frito con una descarga eléctrica o algo así. Me da un escalofrío jodido, no puedo evitarlo. Por eso no me parece tan grave que el aparato me tire un mensaje de saldo cero. Hubiera jurado que algo tenía pero no es nada de otro mundo que funcionen mal estas máquinas que en teoría reemplazan al hombre para lograr mayor eficiencia.

Salgo del banco y paso de vuelta por debajo de la escalera. Menos por menos, más. El pintor se aleja unos metros moviendo la cabeza onda ahora sí que estás en el horno.

El día está diez puntos y Tigre está lleno de turistas, de esos que se instalan en un metro cuadrado de parque y la pasan bomba. Aire puro para cargar las baterías necesarias para soportar la vuelta a casa, compartiendo ruta con los otros sesenta y dos mil ochocientos paseantes que tuvieron la misma idea.

Mientras esquivo domingueros me parece ver algo que no me copa del todo. Lo que me faltaba: que se me cruce un gato negro. Bueno, casi negro, porque en realidad es tirando a gris topo. Pero en el fondo yo sé que es pelambre negro desgastado por los años de uso. Como para no dejarme dudas, el gato se para justo frente a mí. Me siento en una película de Mel Gibson, viendo asomar y esconderse la cara del pintor por detrás de la gente que hace del parque un enorme hormiguero. Me niego al gesto obsceno que ahuyenta la mufa. Demasiada gente, mucho borrego.

Cruzo el parque y se me acerca un cuzco de lo más patotero. No lo dejo ni llegar al tercer ladrido y lo calzo de lleno con el empeine para no darle la menor oportunidad. Sale disparado con la cola entre las gambas y me arrepiento. Me arrepiento primero, porque el pobre llora desconsolado y, segundo, porque esta historia va directo al blog y le temo a la crítica despiadada de los fanáticos defensores de los animales. Pero si no le pego me muerde, de una.

Llego a las vías y no sé qué hacer. Capaz que se me engancha un cordón en algún lado justo antes de que pase el tren o piso el tercer rail, el que está electrificado. Otra vez la cara del pintor, esta vez en las personas que saludan desde alguno de los dos trenes que dejo pasar. Sindudamente, el puente peatonal es la mejor opción, así que vuelvo un par de cuadras e intento cruzar por ahí. Subo de a uno los escalones, tranqui, no vaya a ser que me encuentre con uno flojo y a la mierda. En uno de los descansos hay dos pendejos prendidos a un tetra y me hacen gesto de te equivocaste. Si fuera un día normal no les doy ni la hora y sigo de largo, pero no es un día normal. Así que vuelvo sobre mis pasos.

Bajo y camino hasta la estación para no tener que cruzar las vías. Otra vez a los saltitos entre lonas, mates, reposeras y puestos de falsos hippies. La cumbia se mezcla con el estruendo que hacen los que le dan sin asco a las tumbadoras. Sobran los padres que, con pretensiones de salvación segura, no les dan respiro a sus futuros delpotros o messis y los hacen practicar casi hasta el desmayo.

Camino a través del playón donde cientos de personas demuestran lo malo que uno puede llegar a ser arriba de un par de rollers. Dos me pasan rozando y de pedo no me dejan dando trompos. Temo por mi integridad física, porque no es un día normal, y por eso decido que mejor va a ser bordear el playón, aunque el camino a casa termine siendo más largo. Ya casi llegando, pierdo algunos minutos más mirando varias veces hacia ambos lados de un cruce que, históricamente, tiene un promedio de uno coma dos autos por hora.

Ya en casa, le cuento el periplo a mi mujer y me dice que estoy loco. Mirá qué novedad. Para demostrarle que los planetas se alinearon contra mí, prendo la computadora y entro al sitio web del banco que, extrañamente, no se cuelga. Miro el saldo.

Definitivamente, soy más boludo que supersticioso.

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No tan feliz-feliz en mi día


Pasaron veintidós años pero qué difícil se hace borrar esa cara, ese gesto de esto no me puede estar pasando a mí.

La adolescencia es entrarle de volea a la puerta y llevarse la vida de atropellada. Es buscar en cada paso el componente rebelde, hiriente, provocador.

En mi clase no era lo que los gringos llaman popular. Ni cerca. Soy y siempre fui un tipo reservado, un pura sangre materna. Si te pagaran por cada sonrisa o cada palabra te morirías de hambre, me dice siempre mi mujer. Dicen que soy aburrido.

El que se guarda para adentro, cada tanto tiene que tirar una bombita para decir acá estoy. Pero hay bombas y bombas.

Era el día de mi cumpleaños número trece. Un numerito el trece. Estaba como afilado y andaba con ganas de hacer algo diferente, quería ser tapa de diario.

En esa época me movía de acá para allá con el Bocho, un buena onda con quien me había metido en una especie de carrera para ver quién hacía la cagada más importante. Veníamos palo y palo.

Los que trabajan de preocupar a padres de hijos inquietos dicen que hay pibes que son muy inteligentes y por eso se aburren en clase y por eso hacen quilombo. Yo compartía con este grupo sólo la última parte de la ecuación. Lo mío no tenía nombre científico.

Teníamos en el colegio una maestra de inglés que era diez puntos. Le sobraba onda y había logrado lo que pocos pueden hacer con un grupete de adolescentes, ser una más. Y a nosotros nos costaba uno y medio asimilar que hubiera una popular del otro lado del mostrador.

El golpe no fue planeado, para nada. Recreo largo, libertad para deambular por las clases, el Bocho y yo juntos con un par de tizas en la mano en frente del pizarrón. No había internet en esa época así que no sé de dónde sabíamos tantas expresiones que son una patada en las encías para quien las recibe.

Unos pocos minutos fueron suficientes. El repertorio de frases no aptas se desplegaba frente a nosotros y nos dolía de sólo mirarlas de reojo.

Bueno, como momento de alta adrenalina ya está, listo, ahora borremos esto que vamos en cana.

No encontramos un puto borrador ni en esa clase ni en el resto del piso.

Volvimos para borrar con la mano pero algún vivo, más vivo que nosotros, había trabado la puerta. No pudimos entrar.

De haber imaginado las consecuencias, habría roto el vidrio con la cabeza y borrado el pizarrón con la lengua. Pero dormimos, apareció la destinataria de nuestras caricias escritas y todo se desbarrancó.

La pobre estalló en llanto y se fue arrastrada por un mar de lágrimas. El que apareció enseguida fue el maestro de lengua que se las daba de una mezcla de Sherlock Holmes y Horatio el de CSI Miami. De pedo no se puso a levantar huellas digitales.

Nadie se mueva, nadie toque nada. La mueca de la letra eme es muy particular. Todos escriban palabras que empiecen con esa letra. Creo tener indicios de quién fue.

Qué manera de decir huevadas. Pero por las dudas me cuidé de no volver a hacer la mueca. Y la escribí con la zurda.

Pet Detective se quedó un rato como estudiando la escena del crimen. Miraba todo con atención y cada tanto nos echaba a todos una mirada calibre treinta y ocho. Se fue con una de las patillas de los anteojos en la boca, onda oficial de la CIA meditabundo.

Cuando llegué a casa me esperaba la torta de cumpleaños, que ese día tuvo un gustito especial. No pude pasar ni los confites.

Los días siguientes tuvieron un poco más de show de Proyecto Sherlock, que ya hablaba de autor intelectual y autor material y comentaba sus hipótesis. Frío, frío. La teacher no apareció por el resto de la semana.

La cosa era que si no abríamos la boca no tenían forma de saber quién había sido. Pero la mina era más buena que Jacinta Pichimahuida y ni en pedo se merecía eso.

Cuestión que finalmente bajamos la saviola, cantamos y pedimos perdón. Nos rajaron a los dos.

La joda terminó con un verano a full estudiando inglés para entrar a otro colegio. Sí, justo inglés, como si el destino se hubiera aliado con la teacher ofendida.

Final abierto a piacere del lector.

Uno, terminé en el colegio nuevo que estaba más o menos. Al toque me convertí en popular porque no tardaron en enterarse de que me habían expulsado del otro, y yo me encargué de inflar un poco la cosa.

Dos, me echaron también del colegio nuevo y pasé a un reformatorio donde me reencontré con el Bocho y le fajamos catorce puñaladas al tutor que nos dijo que no éramos populares. Escribo mi blog desde la cárcel porque las cárceles vienen con wifi.

Tres, me dieron la probation y me quedé en el colegio de siempre. El director me chantó un cuadernillo de caligrafía de seiscientas páginas para que hiciera buena letra durante toda la secundaria.

Elige tu propia aventura. La mía no.


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Mercaderes de bajo vuelo


Para mi abuelo, el british tea era sagrado. Podía tomarlo con cuarenta grados de calor y disfrutarlo como si estuviera escapándole al frío en algún gélido rincón de Ushuaia. Aunque de inglés no tenía ni la sombra, no había nada que pudiera hacerlo desistir de su infusión, que acompañaba siempre con tostadas y mermelada de naranja. Nunca una gaseosa cola, que para él era jugo de peine.

También eran sagrados los encuentros en su casa todos los domingos. Y cuando se hacían las cinco de la tarde, al viejo se le iluminaba la cara y exhibía una sonrisa que casi le daba toda la vuelta a la cabeza.

Así se dejaba ver siempre, salvo aquel día, poco tiempo antes de que el Barbas le comprara el pase. Estábamos en su casa y nos aprestábamos a compartir con él la ceremonia de cada domingo. Pero la sonrisa se había borrado y en su lugar había aparecido un gesto que era mezcla de preocupación y tristeza. Y nos contó.

Mi abuelo era un fanático incurable de los pájaros. Fanático de los que se conocen todas las especies, costumbres y etimología de las nombres. El tipo te reconocía cualquier animalito con alas y te tiraba la ficha técnica con detalles que no encontrás en wikipedia.

Tan apasionado era que se mandó a construir una pajarera gigante, de ésas que tienen forma de campana y que les podés meter pajaritos a lo loco. La tenía llena y cada mañana los plumíferos le regalaban un concierto de cantos fenomenal que lo hacía encarar el día con el ánimo por las nubes.

El bajón del viejo llegó porque un día les fue a dar de comer y se encontró a un par que estaban hinchados como una pelota de tenis y con las gambas duras para arriba. Y al día siguiente otros dos.

Con ese panorama poco alentador, llamó a un veterinario que le sugirió avanzar con una autopsia. Así como leés. Una autopsia. A un pajarito.

El viejo contaba todo esto en una mesa donde éramos entre quince y veinte personas. Cuando llegó a la parte de la disección fue muy difícil mantener el gesto adusto de sólo imaginar al plumífero acostado sobre una camilla y al forense rodeado de instrumentistas quirúrgicos analizando el cuerpecito frío del occiso.

Casi todos pudimos contenernos. Uno de mis hermanos no. Sin medir el impacto que pudiera tener su comentario, el pibe mandó que mucho más barato que contratar a un veterinario era comprarse más pajaritos.

Al abuelo no le dio un paro cardíaco porque tenía el bobo más fuerte que una piedra. Pero se hizo un silencio bastante incómodo y no me quedó otra que meter un bocado:

- Bueno, seguí, ¿cuál fue el resultado de la autopsia?, ¿de qué murieron los pobrecitos?

- De estrés.

Hasta ahí llegó nuestro esfuerzo por acompañarlo en el dolor. No hubo carcajadas groseras pero igual al abuelo le dolió en el alma que lo tomáramos en joda.

Para romper esa atmósfera que se cortaba con tijera, me la jugué y le ofrecí al viejo llevarlo a un bolichito que vende todo tipo de animales. Especialmente pájaros. Y especialmente si están en peligro de extinción.

Mi abuelo agarró viaje y a los dos días nos arrimamos hasta una especie de antro que despedía un olor violento y exhibía una increíble colección de aves, serpientes, ratas, iguanas, lagartijas, tortugas. De todo.

Había clientes que pedían por especies que yo ni sabía que existían. Y los dueños del local a casi nada respondían que no. Si el bicho no estaba en stock, prometían conseguirlo.

El viejo estaba como pibe en juguetería. Me hacía acordar a un sobrino mío que se divertía como loco cuando su madre lo subía a los autitos del shopping, pero que un día fue con la tía y descubrió que si le metés moneda hasta se mueven y hacen ruido. Mismo nivel de excitación.

Después de un par de vueltas, lo acompañé hasta la góndola de los pájaros. No podía creer que vendieran cardenales y se anotó con algunos. Pero lo que más le llamó la atención fue la oferta de un set de canarios machos cantores que se vendían a un precio irrisorio.

Nos fuimos de la tienda con los cardenales, los canarios machos cantores y algunos ejemplares más que compró para redondear la cifra. El tipo estaba feliz y se la pasaba comentando lo increíble de haber conseguido tan buena mercadería a tan bajo precio.

A los pocos días, de visita en su casa, lo noté un poco desanimado y me comentó que los canarios machos cantores no largaban ni medio acorde. Le sugerí que les diera tiempo hasta que se acostumbraran a su nuevo hogar y eso pareció tranquilizarlo.

Pasó el tiempo y no se volvió a tocar el tema. Hasta el día que llamó a casa y pidió por mí.

- ¿Te acordás de los canarios machos cantores? Acaban de poner huevos...