Los fujimoris te acribillan



Al viejito se le va la poca vida que le queda tratando de subir la valija en el maletero. Pero no la puede ni mover. Me acerco canchero y le ofrezco una mano.

Hago un movimiento brusco y casi la quedo ahí. Lo que pesa, dejate de joder. Por un momento me imagino que el viejo está llevando de contrabando los restos de su mujer todavía sin cremar y me da un cacho de idea.

Pesa como la gran puta pero ya estoy a medio camino, no puedo volver a mi asiento. Mi orgullo no resistiría un embate de esta naturaleza. Porque además del viejo hay dos minas que miran con cara de ternura al joven buena onda, yo, que se compadece del anciano y lo ayuda. A un anciano que de pedo puede dar cuatro pasos seguidos sin tambalearse pero que igual se manda a volar con un bulto que debe andar por los ochenta kilos.

Hago un segundo intento y siento que dos vértebras se me ponen de culo y me piden a gritos que largue esa valija.

No señor, hay que subirla a como dé lugar. Aprieto los dientes y a la mierda. La valija suena contra el fondo del maletero y el viejo sonríe. Las minas también, pero con un toque de sorna, como sabiendo que casi sacrifico mi movilidad para no hacer un papelón.

Medio encorvado hacia adelante, me arrastro hasta mi lugar y me tiro sobre el asiento. Viejo de mierda.

Levanto la cabeza y el geronte me sigue sonriendo. Cree que de alguna manera tiene que retribuir mi gesto y yo trato de hacer telepatía para pasarle el mensaje de que no necesito charla.
El asiento al lado mío está vacío y me preparo para desparramarme de una manera guaranga cuando el anciano se levanta y se me sienta al lado. Lo que me faltaba.

Arranca preguntando si ya conozco Peru y yo como un boludo le digo que es la primera vez que voy. Para qué.

El viejo se pone el cassette de guía turístico y me quema la cabeza hablando sin parar durante quince minutos. Y el avión todavía no sale.

No me queda otra que hacerme el dormido, pero a los cinco minutos los párpados se me empiezan a acalambrar de tanto hacer fuerza. Vuelvo a abrir los ojos y el viejo pone el lado B.

De golpe el viejo considera que es hora de volver a su asiento y pide que lo disculpe. Disculpado.

Con el viejo de vuelta en su asiento, me levanto un toque para una ultima estirada de piernas antes de despegar.

Cruzando el pasillo hay un gordo que mira nervioso a todos los que enfilan para su lugar. El tipo sufre de que le toque alguien al lado porque no hay lugar ni para un valdivieso.

Se cierran las puertas y el gordo respira aliviado. Nadie al lado. O tuvo ojete, o el otro vio de lejos cómo venia la mano y prefirió hacerse el boludo y buscar otro lugar.

Pero al gordo la sonrisa se le borra en un segundo. La azafata, la muy hija de puta, avanza por el pasillo como si fuera la princesa de Monaco, con los brazos abiertos mientras muestra a quien lo quiera ver un cinturón de seguridad XL.

La mina va directo al gordo, que enseguida se da cuenta de qué se trata, y se lo da sin disimular ni un poquito, para mandarlo bien al frente.

La mato. Me lo hace a mí y te juro que la mato, a esta forra que se pasa la mitad de su vida explicando a los pasajeros lo que tienen que hacer si por ejemplo el avión se cae al mar. Tomátelas.

Antes de volver a mi asiento miro un poco el perfil del pasaje y veo que está lleno de ponjas. Hay fujimoris por todos lados, y todos tienen su camarita en posición de disparar a cualquier cosa que se mueva.

Me siento y arrancamos. Uno de los fujimoris, el que está justo adelante mío, pela su réflex digital y, trac-trac-trac-trac, saca sin parar. El dedito queda bien firme sobre el shut y es una foto atrás de la otra.

Miro por la ventana y trato de entender para qué mierda el tipo se gasta una memoria de cuatro gigas sólo en el despegue. En fin.

El vuelo tranquilo. La llegada es otra historia.

Domingo en el puerto es para matar a alguien


Little J venía pidiendo un poco de exclusividad y por eso encaramos para el puerto de frutos un domingo. Hace años que no iba un domingo y van a pasar otros cuantos antes de que vuelva.

La excusa era ver qué onda un placard para el cuarto de los pibes, porque estamos tratando de darle alguna lógica a un reducto que parece Kosovo.

Nos fuimos a gamba porque la última vez estuve a dos minutos de cargarme a un trapito que me pedía cinco mangos atrás de una pechera que decía "Coordinador de tránsito". Sólo por calzar esa pechera se merecía dos martillazos en la cabeza.

Enfilamos para el boliche de muebles. Me atendió un denso y durante los primeros quince minutos me la pasé tirándole centros para que se avivara de que yo no era un turista de esos que se piensan que por comprar en el puerto están comprando barato. No quería ser víctima de estos inescrupulosos que te empoman con productos autóctonos que si mirás bien les encontrás la inscripción de made in China.

Por eso le hablé de dos fabricantes de Carupá que son clientes de mi suegro y que me habían recomendado ese boliche. Le hablé también de Chelo, el único que vende fruta en el puerto de frutos y de quien soy gran amigo porque más de una vez me hizo un flete. Vi colgado un banderín de Tigre y entonces le dije que aguante el matador que nos quedamos en primera.

Después de esos quince minutos en los que Little J me tiraba de la manga porque estaba hinchado las bolas se las huevadas que yo decía, el flaco me dijo que no conocía a nadie porque era de Mar del Plata y había empezado a laburar diez días antes.

Encontré finalmente el placard que a Tishei le había gustado y le pedí al flaco que me presentara al dueño del boliche, así le hacía el laburo fino para sacarle algún descuento.

El dueño era un crack. Un tipo divertido que desparramaba onda de la mejor y que conocía a mi suegro y que conocía al Chelo y que era hincha de Tigre. Bingo.

Otros quince minutos de chamullo para terminar llevándome el placard a precio turista y lrpmqlp.

Pasamos a saludar a Chelo porque lo conozco posta y Little J me miraba fulero como diciendo todo bien con Chelo pero dejémonos de joder que tengo hambre.

Había un señor que vendía empanadas que llevaba en una mega bandeja, medio haciendo equilibrio y asegurando que estaban calentitas recién saliditas del horno. No se veía ningún horno cerca porque el chabón estaba en el medio de la calle entre negocios de antigüedades, pero había que creerle. Las empanadas tenían buena pinta pero Little J no quiso saber nada.

Nos mandamos entonces a un puestito de panchos y nos atendió un flaco con la jeta que no le quedaba un solo espacio para un grano nuevo. Mirá que yo de pendejo tuve granos pero a éste parecían crecerle pornocos adentro de otros pornocos.

Little J no podía sacarle la mirada de encima y yo no sabia cómo carajo distraerlo. Al final lo conseguí acompañando el pancho con unas fritas, una coca, otro pancho y un push-pop, que vendría a ser un chupetín, de mierda pero con marketing, que roza los diez mangos. Me cago en Discovery Kids.

Little J ya parecía satisfecho pero guardaba en la manga un último reclamo, la manzana acaramelada con pochoclos.

Me vino entonces a la cabeza el simpático recuerdo de cuando fuimos de pendejos a un circo, en La Cumbre. Circo de señoras exhibiendo su celulitis atrapadas dentro de unas bikinis XS, y de leones que se alimentaban a base de perros que la pendejada llevaba a cambio de una gaseosa.

Me acordé del pibito que se paseaba por abajo de los asientos levantando los palitos que tiraban los que ya le habían entrado a la manzana acaramelada. El pibito se los llevaba al señor puestero que así como llegaban volvía a insertarlos en otra manzana. Un amor el reciclaje.

Me acordé de todo eso con un poco de idea pero se la compré lo mismo. Crea anticuerpos, diría mi cuñada Sofi.

Con el borrego bien pipón emprendí la retirada. El pibe que apareció en ese momento me hizo acordar enseguida al gordito malcriado que entró con Willy Wonka a la fábrica de chocolate. Andaría por los cinco o seis o pirulos, no más.

El pendejo quería un chocolate gigante y los papis le decían que si sumaba un golosina mas iba a dolerle la pancita.

El escándalo que armó el gordito era para darle mínimo dos días de calabozo.

No había forma de calmarlo. Estaba como poseído y gritaba como si se hubiera agarrado un huevo con el cierre.

Hasta que de golpe se calmó y cambió la estrategia en el aire.

- Les prometo que si me lo compran no les rompo más las pelotas.

Lo agarré a Little J del brazo y me rajé rápido para no sacudirle al gordito un coscorrón que habría terminado en bochorno.

El gordito me sacó casi más que las dos horas entre tanto turista. Y el desquite lo sufrió el pobre señor de las empanadas, que seguía asegurando que las empanadas estaban calentitas. Las mismas empanadas de hacía dos horas.

Le compré una sólo para demostrarle que no estaba ni calentita ni recién salidita del horno. Y se la devolví. Y medio que me puteó. Y medio que le puse cara de orto. Y medio que Little J me miró con gesto de no cazar un fulbo.

Congelé la cara de culo hasta cruzarnos con el coordinador de tránsito. Después todo bien y nos volvimos.





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Los gitanos se dejaron la Pepsi



El guardia de seguridad tiene una gorra que es un par de talles menos. Las orejas no le entran y la cabeza parece el trofeo de la champions.

El guardia es un rehén cibernético y está meta mensajear con su Nokia ultimo modelo. No levanta nunca la cabeza pero tiene radar de vigilante y me engancha llevando comida en una bolsa.

Me señala la bolsa y me hace que no con la cabeza. No saca la vista del celular.

Le digo que es para mi vieja que está famélica porque la máquina expendedora de la salita sólo vende Pepsi. Me hace puchero y dice que okey, pero que sea la última.

El botón tuvo sus cinco segundos de poder y se decidió por el indulto.

La máquina expendedora sólo vende Pepsi porque los gitanos hicieron estragos.

Los gitanos son un grano en el orto para la clínica, que ya no sabe qué hacer con estos tipos que se chorean todo lo que tienen a mano.

El modus operandi, diría el impresentable que cubre policiales en TN, es que una gitana se hace internar y la viene a visitar toda la parentela, en su mayoría señoras obesas que se esconden bajo la ropa vajilla, sábanas, almohada, toallas y si me apurás hasta el secador de pelo.

Para vaciar la máquina expendedora lo que hacen es llenar la salita de propia tropa y hacer un quilombo de novela mientras dos de ellos montan una obra de ingeniería para inclinar la máquina, meter los garfios y llevarse hasta las barritas de chocolate con pasas.

Subo dos pisos por escalera y llego a la salita donde me espera mi vieja. No hay nadie más, sacando al señor barbudo que está echado en uno de los sillones y ronca que no tiene nombre.

Está por arrancar en sony la serie que no me pierdo nunca y me dispongo a verla mientras disfruto el chegusan que le acabo de comprar a un quiosquero que se ofendió porque le pregunté si el producto es fresco. Es.

Como si estuviera sonámbulo, el señor barbudo se incorpora de golpe, camina hasta la tele que no es plasma y la pone muda.

Listo, quedamos así.

El señor barbudo vuelve a su sillón, abre una especie de bibliorato y se pone a recitar en hebreo, con los ojos medio cerrados. Le importa un carajo que mi vieja lo mire de reojo y que yo le clave una mirada magnum media medida de desconcierto y la otra media de admiración.

El señor barbudo se sienta bien derechito y se calza el sombrero que parece choreado a uno de los personajes de un cuadro de cacería. Mata la onda de las trenzas que le caen por cada lado de la cabeza y que le hacen juego con la barba XL.

Un capo el señor barbudo. Me sacaría el sombrero si tuviera. Y si tuviera sombrero querría uno igual al del señor barbudo. Las trenzas paso.

La vieja no se prende a la serie muda y yo le hago la segunda. Apagamos la tele y nos ponemos a hablar sobre cómo vamos a hacer para que el viejo baje dos cambios mientras se esté recuperando de la operación. No se nos ocurre nada.

El señor barbudo se cansa de recitar y vuelve a su posición horizontal. Tarda unos veinte segundos en activar esa máquina de ronquidos que nos obliga a subir un par de decibeles el volumen de la conversación.

Se abre la puerta del ascensor y un pibe tipo cuarenta, visiblemente impaciente, cruza la salita a los pedos y se manda directo a la puerta que comunica a terapia. Viene con envión y se da el palo porque pensaba que estaba abierta pero no.

El muchacho impaciente pregunta por un paciente a través del portero eléctrico. Terapia a esta hora ya cerró la puerta y cualquiera que quiere entrar o salir tiene que anunciarse y esperar que alguna enfermera interrumpa el solitario y lo deje pasar.

El impaciente está nervioso porque están operando a su mujer y pregunta si no hay una forma más práctica de comunicarse que no sea ese portero de mierda.

Del otro lado le responden que no se escucha bien, que por favor repita más fuerte. El tipo repite más fuerte. De vuelta que no se escucha. Al tipo le da vergüenza y no insiste. Cancheras las enfermeras.

La puerta se abre al toque y el tipo se abalanza. Pero la enfermera nos busca a nosotros. Que el viejo salió diez puntos de la operación. Y que necesita descansar. Y que ella entiende que el viejo tenga hambre después de doce horas sin meterse bocado, pero que el pebete de crudo y rúcula no es lo recomendable para un postoperatorio.

Saludamos al viejo y nos picamos el champión.
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Atravesamos la sala y dejamos atrás al señor barbudo que sigue roncando y ahora también se babea. Y al muchacho impaciente que le da a la singer como loco y acumula bronca para cuando conozca a la persona dueña de esa vocecita que lo bardeó por el portero.

Se abre la puerta del ascensor y nos cruzamos con una banda de gitanos.

Vienen por la Pepsi.

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