Con Ottavis en el Bernabeu


Hay clásico de Madrid en semifinales de Champions. Y, como cada vez que juegan, no puedo no acordarme de mi primera vez en el Bernabéu, justamente para ver el mismo clásico, hace siete años. Ganó el merengue con baile. En el Aleti jugaba Agüero y en el Madrid ya estaba Ronaldo. Pero la nota no estuvo en el partido sino en la experiencia insólita que me tocó vivir en los pasillos de uno de los estadios más imponentes del mundo.

Yo estaba en Madrid por laburo. Antes de viajar le había escrito un mail a un íntimo amigo de mi hermano, que laburaba en una multinacional con sede en esa ciudad. Le escribí para pedirle dos cosas. Primero, que me armara una reunión con la directora de comunicación de esa empresa para destrabar un asunto clave para el futuro de nuestra agencia. Y segundo, que me consiguiera una entrada para ver el clásico. Le aclaré también que si sólo podía cumplirme uno de los dos deseos, que se olvidara de la reunión.

El amigo de mi hermano me pidió expresamente que no diga su nombre porque no quiere llegar mañana a su oficina y encontrarse cientos de pedidos para ir a la cancha. O para armar reuniones. A los efectos del cuento, el pibe se llama Juan.

Juan me tuvo hasta último momento con los huevos de moño porque hasta el día anterior al partido no sabía si alguien de su empresa iba a usar el palco que tenían en el estadio del Real Madrid. Un palco, sí. No era la chance para una entrada sin numerar en una tribuna con tablones de madera o gradas de cemento que a los cinco minutos te dejan el culo como si te hubiera inyectado una pedidural. No, señores, la empresa tenía un palco en el Santiago Bernabéu.

El partido era el sábado a la noche y el mail de Juan me entró el viernes a eso de las cuatro de la tarde. En ese momento yo estaba reunido con el presidente de uno de los clientes que teníamos en España. Había que resolver un quilombo y por alguna razón inentendible me habían elegido a mí para pilotear el asunto. El mail de Juan era muy escueto:

"Tengo el pase. Vení a buscarlo antes de las cinco porque me estoy yendo a Turquía hasta el lunes. Te espero".

Terminé de leer el mail y la excitación me hizo perder todo tipo de sentido del espacio y el tiempo. El presidente me hablaba y yo sólo pensaba cómo mierda rajar de ahí para llegar en menos de una hora hasta la oficina de Juan, que quedaba en las afueras de Madrid y no había un transporte directo. La solución que encontré, algo tosca y primitiva, fue pedirle por mail a un amigo que me llamara al celular. Tuve que prometerle una camiseta del Real Madrid para convencerlo porque el miserable no quería gastar en una llamada de larga distancia. A los tres minutos entró el llamado y fruncí la cara mientras el presidente me auscultaba con la mirada como tratando de adivinar de dónde tanta preocupación repentina. La llamada duró veinte segundos pero yo seguía con el celular en la oreja porque todavía no sabía qué mierda decirle al presidente. Hasta que hubo un momento en que tuve que hacerle frente:

- Usted me va a disculpar, señor Sánchez Ruiz, pero tengo que ausentarme por un rato. Me llamó mi primo porque me traje su llave y no puede entrar al departamento. Justo estoy parando estos días ahí. Le doy la llave y vuelvo. Espero sepa disculparme pero es un asunto de fuerza mayor.

Ni lo miré cuando salí de su oficina. Agarré el bolso y rajé que no me daban las piernas. Metro, combinación, trote sostenido bajo una llovizna molesta y pique virulento las últimas dos cuadras. Juan me esperaba en la recepción de un imponente edificio corporativo con el impermeable puesto y la valija lista para rajarse a Turquía. Agarré el sobre con una solemnidad absurda y lo besé. Primero al sobre y después a Juan. Sólo dos cosas me dijo antes de subirse a su taxi. Que empilchara con camisa blanca, saco y zapatos. Y que si alguno me preguntaba algo, que dijera que trabajaba en el BBVA. Y se fue.

El partido arrancaba a las ocho de la noche y ésa sería mi única actividad productiva del sábado. Me levanté a eso de las once, caminé por el barrio para bajar un poco la ansiedad y me compré un pedazo de jamón serrano en el boliche de un vasco cerrado que no quiso venderme galletitas de agua porque el jamón serrano se come con pan, siempre. Después volví al departamento, me comí todo el jamón casi sin respirar, metí casi dos litros de agua al buche para desempastar los circuitos y me tiré a dormir la siesta con la previa del clásico puesta en la tele de fondo.

El departamento estaba en el corazón del barrio Chamberí, a unas veinte cuadras del estadio, y me hice todo el trayecto caminando. Llegué dos horas antes. Le di un rodeo completo tipo vuelta olímpica, como para identificar la puerta de ingreso, y me senté en un cordón a mirar a la gente que iba y venía muy tranquila. Algunos cantaban tímidos y otros empinaban su cerveza gritando por el Madrid. Todos eran felices. Éramos felices.

En la puerta de ingreso a la zona de palcos me atendió una promotora muy atenta y me hizo subir por el ascensor hasta el tercer piso del estadio. Aproveché el espejo del ascensor y me acomodé del cuello de la camisa y el saco con hombreras. Ni en mi civil había empilchado tan elegante.

Mi palco estaba justo de frente saliendo del ascensor. Para llegar atravesé un hall y sobre mi derecha pude ver un grupete de gente sacándose fotos junto a una vitrina. Era la orejona, la copa de la Champions. Me acerqué sin poder disimular mi entusiasmo casi infantil y pedí a un pibe que me retratara. En esa época todavía se usaba la cámara de fotos. Yo tenía una que me había comprado en un shopping el mismo día que llegué a Madrid. Con esa fiebre enfermiza por comprar barato, me cebé con un combo de camarita más memoria más estuche. Y esa misma noche, cuando llegué al departamento se me ocurrió hacer la conversión. Me habían abrochado fulero.

En la puerta del palco, otra amable señorita me pidió el saco, lo colgó en un placard de caoba pulido al mango y me acompañó hasta mi asiento. Durante los cuarenta minutos que pasaron hasta que arrancó el partido, la señorita me ofreció tragos, variedades de jamón serrano y otros bocaditos que estaban para chuparse los dedos hasta los hombros. No podía parar. Se vaciaba el vaso, me lo volvían a llenar. Se hacía algún hueco en el plato de delicias, me lo ponían al mango de nuevo. Fue un desafío a mi organismo, que respondió relativamente bien.

El palco se fue completando de a poco hasta que se ocuparon todos los asientos. Al lado mío se sentó un gordito que me llamó la atención porque calzaba una remera blanca de Kevingston. Me llamó la atención por dos razones: primero, porque no es una marca que se vea en otros países; y segundo, porque la inscripción de la remera no se condecía del todo con la percha: “una estampida de facha”. No soy bueno para describir gente así que les voy a decir una sola cosa para que puedan hacerse una idea del sex appeal del muchachito: José Ottavis.

Ottavis fue la primera persona del palco que quiso entablar algún tipo de conversación conmigo, más allá de los agradecimientos de rigor que había dirigido a la señorita moza a cargo del feedlot premium. Lo primero que me preguntó Ottavis fue de parte de quién había ido al palco. Me acordé de la advertencia de Juan y respondí, muy seguro, que trabajaba en el BBVA y estaba en Madrid por un workshop.

- Joder, hombre, que no puedo creer mi suerte. Hace unos meses estuve en la sede de vuestro banco en Buenos Aires, para ofrecerles una consultoría en sistemas. Los tíos se mostraron muy entusiasmados con mi propuesta pero, coños, desde entonces nadie responde mis llamados y mis mails. Como si los hubiera tragado la mismísima tierra. Pero tú ahora me vas a ser de gran ayuda. A mí el fútbol no me interesa pero yo sabía que hoy tenía que venir. Yo sabía.

Pero la concha de mi madre. Me acuerdo que lo dije casi en voz alta. Tendría que haberle hecho las cuatro señas que me aprendí en el tren el día que me amenazó un sordomudo por no querer darle una moneda y terminé comprándole diez flyers con las señas. El mismo sordomudo que años después me encontré en un bondi vendiendo a los gritos alfajores Terrabusi vencidos. Si le hacía creer a Ottavis que era sordo la cosa terminaba ahí. Pero no, soy un campeón metiéndome en quilombos que yo mismo me compro. La puta madre que lo parió.

Ottavis me pidió una tarjeta personal y le dije que no había llevado. Me pidió un número de celular y le dije que lo tenía en el saco y que no me lo acordaba porque era un celular muleto que usaba en Madrid. Después me lo das, me apuró. Sí, sí, obvio.

Durante todo ese primer tiempo nunca paré de lastrar. La señorita seguía trayendo manjares indescriptibles y yo no le hacía asco a ninguno. El denso de Ottavis me hablaba sin parar de los proyectos que tenía pensado para desarrollar en Buenos Aires y cada vez que me preguntaba algo o se quedaba esperando alguna acotación mía, yo me excusaba porque tenía la boca llena.

Se acababa el primer tiempo y el Madrid ya ganaba dos a cero con baile. En esa época todavía no estaba el Cholo y el Aleti deambulaba siempre de mitad de tabla para abajo, nunca era protagonista y no había forma de que ganara el clásico de visitante. En un momento de tiqui-tiqui que las gradas celebraban como si estuvieran en un teatro, el atrevido de Ronaldo hizo un pase con la espalda, innecesario. A partir de ese minuto Godín, férreo defensor uruguayo y emblema del equipo colchonero, lo persiguió por toda la cancha con el único objetivo de hacerle saber que el lujo había estado de más. Logró cruzarse con él recién cinco minutos después de la fantasía, de modo que la bronca había ido en aumento y el uruguayo era una caldera a punto de estallar. Lo agarró sobre el banderín del córner, en una jugada intrascendente, y le metió terrible planchazo a la altura del muslo que festejé parándome de un salto y lanzando una carcajada sonora. La gente se me quedó mirando pero el árbitro me salvó de tener que dar explicaciones cuando hizo sonar el silbato y señaló el final del primer tiempo. Todo el mundo se levantó de su asiento y desapareció. El palco quedó vacío.

Me fui atrás de la masa y llegué hasta uno de los anillos internos del estadio. Unas veinte mesas se habían dispuesto tipo casamiento y la gente pasaba a servirse su ración. Un lujo todo. Mi preocupación no era que ya casi no tenía lugar en mi organismo para alojar alguna de esas exquisiteces por todo lo que había lastrado durante el primer tiempo. Lo que realmente me desvelaba era volver a cruzarme con Ottavis.

Me decidí por un pollo al curry con papas a la mostaza y me aposté pegado a una columna. De ahí pude verlo a Ottavis que cogoteaba como loco. El hijo de puta me estaba buscando. Di un paso para atrás y me quedé justo detrás de la columna para desaparecer de su radar. Me comí el pollo en cuatro bocados y de ahí directo al baño que había unos metros más allá del ingreso a nuestro palco. Mármoles de carrara por todos lados, pisos relucientes y un violento aroma a quirófano. Como faltaban todavía unos minutos para el segundo tiempo y me habían dado una revista con la historia del Real Madrid, me metí en uno de los cubículos y me senté sobre la tabla a disfrutar de la lectura. Apenas cerré la puerta del cubículo, sentí que alguien entraba al baño y reconocí la voz, ya inconfundible, del hijo de puta de Ottavis:

- Juan Pablo, ¿estás por aquí?

Pongamos el freno de mano y tratemos de dimensionar la gravedad de la situación. Era mi primera vez en el estadio Bernabéu. Siempre había soñado con mirar fútbol, del bueno en serio, desde las gradas de ese mítico estadio que pisaron los mejores jugadores del mundo. Y en lugar de estar disfrutando de todo eso, me la estaba pasando jugando al gato y al ratón con ese petiso conchudo.

Por supuesto que no respondí a los llamados de Ottavis. Incluso me quedé unos minutos más y volví al palco cuando ya iba casi un cuarto de hora del segundo tiempo. Me fijé dónde estaba sentado el dolor de huevos y me fui a la otra punta. Pero el muy hijo de puta se levantó y se me sentó al lado. La concha de su madre. Ottavis se pasó todo lo que quedaba del segundo tiempo tirándome nombres de los tipos con los que había estado en Buenos Aires y yo respondiendo que me sonaban pero que no tenía trato directo con ellos.

No llegué al final del partido. Como esos plateístas amargos que se borran de la cancha unos minutos antes para no comerse el quilombo de la salida en masa, me fui en puntas de pie y le pedí a la moza que me alcanzara el saco. La moza se demoró unos minutos tratando de convencer a un pelado para que dejara de chupar porque ya no se podía mantener en pie. Esos minutos fueron letales. Ottavis adivinó mi maniobra y se me vino al humo.

- Tu número de móvil.

El tono imperativo del gordito no daba margen para ensayar algún tipo de evasiva. Saqué el celular del bolsillo del saco y no pude hacerme el boludo: el número, bien visible, estaba pegado sobre la funda. Ottavis empezó a anotar número por número pero dejó de mirar cuando faltaban los últimos dos dígitos. Vi mi oportunidad y no dudé. Guardé el aparato en el bolsillo y le canté los dígitos invertidos. Ottavis dudó pero terminó confiando.

Bajé a los saltos los tres pisos por las escaleras y cuando llegué a la calle levanté los brazos y caí con las rodillas en tierra. Había cumplido mi sueño de pisar el Santiago Bernabéu y, mucho más importante todavía, me había sacado de encima al gordito que parecía haberse propuesto ensuciarme el programa.

Ojalá la aventura hubiera terminado ahí. A los pocos días sonó el celular y atendí:

- Coños, hombre, que me costó encontrarte.

No lo dejé seguir hablando. Le corté. Apagué el celular. Lo desarmé. El chip fue a un tacho de basura. La batería a otro. Y, según las pericias, el celular murió de veinte voleas con el empeine.

Un momento Rexona


Ya pasaron ocho años. No sé mucho de derecho pero calculo que el asunto ya prescribió.

Mi hermana, mi cuñado y sus princesas vivían en Ushuaia y con la patrona caímos de visita con la tropa a pleno. Casi un mes de prestados en una cabaña del carajo, al borde del canal de Beagle, gracias a la generosidad inagotable de mi padrino. Vacaciones con mayúsculas, o sea VACACIONES.

Llegamos los primeros días de diciembre y pasamos Navidad y Año Nuevo allá. Hicimos todos los paseos que se podían hacer, incluso más de una vez cada uno, y prácticamente no nos quedó nada por conocer. El lugar es indescriptible, un paraíso.

La cabaña estaba pegada a la de mi hermana y eran idénticas. En la planta baja tenía dos cuartos, dos baños y un living/comedor/cocina bastante amplio y, balconeando sobre el living, había un entrepiso de madera con un par de sillones y la tele.

Apenas aterrizados, mi mujer y mi hermana salieron a hacer compras y yo me quedé con todos los críos porque mi cuñado se había ido a laburar. Me senté en la mesa del comedor a trabajar un rato en la computadora mientras los gurises veían una película en el entrepiso. Todo iba joya hasta que el menor, que para esa época tenía apenas nueve meses, se despertó de su siesta mañanera y pidió a gritos la mamadera desde la cuna que había en uno de los cuartos. Me levanté de mi lugar, le calenté un poco de leche y lo acosté sobre la alfombra del entrepiso, cerquita de sus hermanos, con la cabeza medio levantada con un almohadón para que pudiera entrarle a la mema bien cómodo. Con un poco de suerte, el enano se dormía otra vez tomando su leche y me dejaba meter un rato más de laburo descontracturado.

Lo que yo no sabía hasta ese momento era que el pendejo ya no era el típico muñeco de trapo que se quedaba quieto donde lo pusieras. No señor.

De vuelta en la mesa del comedor, me puse a boludear en las redes sociales mientras el resto seguía abrochado electrónicamente a esa peli de Disney que ahora no recuerdo. Todos enganchados, menos el menor. Fue una décima de segundo. Enfocado en la pantalla, tal vez mirando por enésima vez alguna genialidad de Messi, con la mirada periférica pude percibir al bulto cayendo al vacío desde el entrepiso como una bolsa de papas. El bulto rebotó en el sillón y terminó desparramado por el piso.

El bulto era mi hijo menor. El tipito había aprendido a rodar de costado, parece que era su gracia. Y así fue, rodando tipo tirabuzón, hasta la baranda de contención que daba al living. La baranda era de troncos rústicos pero dejaba un hueco en la parte inferior. Un hueco angosto pero no tanto como para evitar que pasara de largo un bebe de nueve meses rodando como tirabuzón.

Decí que el Barbas es grande y que los ángeles guardianes de toda la familia se pusieron de acuerdo para laburar juntos en esto. El pibito voló esos tres o cuatro metros y cayó justo sobre el sillón. Diez centímetros para un lado, se habría dado contra el borde de piedra de la chimenea. Diez centímetros para el otro, caía afuera del sillón, directamente sobre el piso de losa. El llanto desconsolado del pendejo fue música para mis oídos porque era una buena señal. El llanto nervioso de la flaca, que había sido testigo, fue un sopapo al alma. Durante unos diez segundos, ningún músculo de mi cuerpo respondió a las indicaciones poco precisas que le tiraba mi cabeza. Finalmente me acerqué, lo levanté, lo abracé fuerte y lo acompañé un rato en el llanto.

Cuando la madre llegó de hacer las compras, no supe por dónde arrancar el cuento. Sólo le acerqué al pibito para que lo alzara y lo abrazara ella también. Y después, sí, le conté. Pero no me acuerdo ni qué le dije ni cómo reaccionó.


Fue un momento Rexona.

Cien por ciento sangre irlandesa


Tanto refresco de lindos recuerdos que van apareciendo me hizo acordar de una anécdota que viví con Johnny una de las tantas veces que los O´Reilly me llevaron al CASI. Me llevaban casi todos los sábados y nos clavábamos pre-intermedia, intermedia y primera con Jorge, Tomas, Michael, Johnny y algún primo más que anduviera colgado. En el falcon cataforesis siempre había lugar.

Mi vieja, chocha de poder prescindir de mi intensa presencia al menos por un rato, me entregaba con moño porque Jorge Jose O Reilly me pasaba a buscar al mediodía y no me devolvía hasta la noche.

Ese sábado llegamos temprano pero cayeron soretes de punta y suspendieron pre-intermedia e intermedia para cuidar el pasto de la cancha. Con dos o tres horas ociosas por delante, Johnny me llevó a dar una vuelta por el barrio. También estaba el Colo Walker.

La actividad básicamente fue buscar autos en buen estado, preferentemente de alta gama, y llevarnos de suvenir alguna pieza ornamentaria. La estrella del Mercedes Benz era la más preciada pero la malaria de ese día hizo que termináramos conformándonos con chapitas de Regatta o de Súper Spazio.

Johnny y el Colo tenían una habilidad tremenda para arrancar la insignia y con dos movimientos ya la tenían metida en el bolsillo. Yo en cambio era un poco más novato y el trámite era un toque más largo.

Cuando a Johnny y al Colo ya no le daban las manos para cargar chapitas, me señalaron un Renault 11 inmaculado estacionado sobre una de las calles laterales del club, creo que era Labardén. La insignia, que traía un lustrado a franela violento, estaba más fija de lo que yo creía. El resultado fue una maniobra tosca y ruidosa que terminó con el dueño del auto, un orco de dos metros y medio, parado en la vereda a escasos pasos de donde yo estaba y con una mirada asesina que casi me hace mear encima.

Lo siguiente que escuché fue la voz de Johnny, hablándole al orco con una seguridad aplastante:

- ¿Sabés cuál es tu problema? Que si te la agarrás con él, el que te va a pegar soy yo, no él.

Así me tenía conceptuado Johnny. No confiaba mucho en mis dotes pugilísticas. Y así fue nomás: apenas el orco dio un paso hacia mi atormentada humanidad, primero Johnny y después el Colo se le fueron al humo y le dieron para: tener, guardar, atesorar, coleccionar, almacenar, repartir, redistribuir, vender, permutar y regalar.

Cuando el orco, al borde de un colapso nervioso, se guardó en su casa que no le daban las gambas, Johnny me encaró y se me puso cara a cara. No fue una amenaza, no hizo falta. Pero el mensaje fue clarito:

- De esto, ni una palabra a nadie.

Y cumplí la promesa a rajatabla. Hasta hoy.