El rosa sale como trompada


Dibujo de Male Pizarro

Pasaron unos treinta años pero todavía me acuerdo como si fuese hoy. El señor Carlos abrió el paquete con una emoción poco disimulada pero, apenas vio su contenido, experimentó una violenta vasodilatación transitoria de los capilares sanguíneos. En menos de cinco segundos tenía la cara como un tomate.


Mis compañeritos, que a esa edad no hacen (no hacemos) un gran esfuerzo por evitar incomodar al de al lado, estallaron en una carcajada que retumbó en toda la clase. Yo los miraba con cara de malo, tratando de intimidarlos para que aflojaran un poco, pero no hubo caso.


Era el día del maestro y esa mañana mi vieja me había dado dos regalos para que les llevara a mis maestros de entonces. Carlos era el de castellano, y Miss Peggy la de inglés. Para Carlos había elegido una colonia estilo inglés, de ésas que vienen en un frasco gigante que no se acaba nunca ni que te eches medio litro por día. El regalo para Peggy era un pañuelo de seda rosa, bien chillón.


Los dos regalos venían adentro de dos cajas que eran iguales, y mi vieja les había escrito en sendos bordes la inicial de cada uno para que yo pudiera identificar cuál era cuál. Las había escrito bien chiquitas, para no estropear la caja. Tan chiquitas que nunca las vi. 


Más tarde supe que a Miss Peggy le encantó la colonia.


El desliz no pudo haber sido más inoportuno. El señor Carlos, que como maestro era un crack, por alguna razón a mí me tenía de hijo. Dos o tres veces por semana, como mínimo, se abandonaba a la buena prosa para llenarme el cuaderno negro de malas notas por inconducta. Hojas y hojas de relatos de lo mal que me portaba en el colegio. Y no estoy hablando de sofisticaciones como colarme en el cuartito del sonidista y cambiarle el disco de pasta para que en el acto patriótico sonara “La banda está borracha” en lugar del Himno Nacional. No, hablo de pavadas que a cualquier purrete de esa edad le sale casi naturalmente. Pero el señor Carlos era de la vieja guardia y quería disciplina. El tipo parecía rendirle culto al maestro de los maestros, Domingo Faustino, y hacía propia una de sus obras cumbre: civilización o barbarie. A mí claramente me había ubicado en el segundo grupo.


Si ese año no rompí el record de cantidad de cuadernos negros, fue porque mi vieja se hartó de la campaña epistolar del señor Carlos y le devolvió la pared. Agarró el cuaderno y llenó una página entera contando todo lo mal que yo hacía en casa. Que no me lavaba los dientes, que no levantaba la mesa, que no me terminaba la polenta, que le sacaba la escalera a mi hermano para que no se pudiera bajar del árbol mientras le afanaba las figuritas. El mensaje era clarito: míster, ocúpese usted de corregirlo allá y yo me hago cargo de ponerle los puntos en mi casa.


Cada 11 de septiembre me acuerdo de ellos. Del señor Carlos, de Miss Peggy y de todos los que desfilaron durante mi infancia. Especialmente me acuerdo de ellos cuando se me acerca alguno de los enanos con un signo de interrogación gigante dibujado en la cara y me pregunta, por ejemplo, por qué toda la energía que consume la vida de la biósfera terrestre procede de la fotosíntesis. En el mejor de los casos, me agarra sentado frente a la computadora con los dedos en guardia para que el amigo Google se ocupe del resto. Es eso, o reservar media horita diaria para repasar libros de texto y ponerme al día con cuestiones que nos pueden dejar en off side evidente.


Los maestros son una raza aparte.  


Un poco de envidia se les tiene, porque no es habitual que alguien pueda meter mes y medio de vacaciones de un tirón. 


Un poco de compasión también, porque cuando algún hijo invita a un par de amiguitos a casa y arman un desparramo de novela, no podemos más que imaginar a los maestros teniendo que hacerle frente a un caos similar pero multiplicado por diez y durante todo el año.


Y mucho de admiración, por toda la garra, la creatividad y la pasión que le ponen a lo que hacen. 


Desde estas líneas abrazo a todos los maestros y aprovecho para decirle, señor Carlos: rescate ese pañuelo y pruébeselo. Hoy el rosa sale como trompada.