Ir al fin del mundo no es el fin del mundo



Volar por línea de bandera nacional es una lotería. Con el pasaje en la mano tenés que esperar qué bolilla te sale: cancelado, demorado, sobrevendido, huelga de maleteros, choreo de valijas o piquete del gremio de los camioneros que quieren sumar a los pilotos porque avión suena parecido a camión.

Volar por línea de bandera nacional, o en realidad por cualquier aerolínea, es doblemente estresante si llevás tropa propia que garantiza una importante cuota de bardo a bordo.

No soy de los que arrancan mirando el menú por la columna de los precios -no siempre, al menos- pero cuando hice cuentas para sacar seis pasajes fui directo a los más tobaras, de una. Incluso pregunté si había descuento por mandar a alguno de los más chicos en jaulita de perro en el depósito. Quedaron en averiguarme pero nunca me respondieron.

Por haber sacado esos pasajes, ahora me tengo que bancar volar demasiado muy temprano. El vuelo es a las cinco aeme y eso significa estar a las cuatro y salir de casa a las tres. Copamos dos remises porque somos banda y puro bártulo. Los remiseros son dos viejos -en autos ídem- que nos piden ocupar el asiento del acompañante y despedirlos al grito de "chau tío, gracias por traernos", así no les hacen quilombo en el aeropuerto pidiendo tantos papeles.

En la fila del check in la gente se sorprende de ver tanto piberío. Justo atrás de nosotros hay una pareja de alemanes que miran azorados. Balbucean algo en un castellano malísimo y yo les respondo que soy el responsable del jardín de infantes Platero y que me estoy llevando a los pibes de viaje de egresados. Me sonríen. Les sonrío. Ni yo entendí la pregunta ni ellos la respuesta.

La fila empieza a crecer y la mayoría pone cara de orto cuando ve que habrá purretes a bordo. Ponen cara de orto bien visible porque les interesa especialmente que yo los vea. Y yo no hago nada para calmar a la tropa, que a esta altura se cansó de esperar y empieza a armar quilombo. Los viajantes siguen con cara de orto y yo les devuelvo una de "esto es sólo un adelanto, esperen a que estemos arriba del avión".

En el mostrador de la línea de bandera nacional llama la atención la buena onda que le pone la señorita que nos atiende. Trabaja para el estado pero igual le pone onda, bien ahí. Nos sugiere hacer un par de cambios en el contenido de las valijas para que ninguna se pase del peso máximo. Buena onda la mina, mala onda los que vienen atrás porque ven avanzar todas las filas menos la nuestra. Como para responder al resoplar insoportable de los impacientes, me tomo un rato para revisar todos los pasajes y preguntarle a la mina hasta por el clima en Ushuaia.

La novedad es que el avión sale en horario. Lo dice la tele donde aparecen los horarios. La verdad que las pizarras que había antes le daban un poco más de emoción a la cosa con sus chapitas y su tac-tac-tac-tac que iba anunciando llegadas y partidas.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Sí, están todos. Enfilamos entonces para la sala de embarque y el hombre que chequea los pasajes antes de ingresar mira los míos como demasiado concentrado y pensativo. Cantado: si el avión sale en horario entonces la nota de mala suerte viene por el lado de que algún dato está mal o algo así. El tipo se saca la gorra y se rasca los catorce pelos.

- Cinco gambas cada pasaje, pagan seis... mierda que te van a salir caras las vacaciones.

Tan ridícula la situación, tan desubicado el comentario, que me limito a sonreírle un toque y darle la mano. Qué cachafaz, pordió.

Mandamos los bártulos por los rayos y vamos pasando uno a uno por el arco alcahuete. Pasamos todos menos Little J, que se manda por el único hueco que queda entre la mesa de rayos y el arco.

- El pibe tiene que pasar por acá.

No, el pibe se empacó y no hay forma de hacerlo razonar. El hombre tiene cara de malo, se pone firme e insiste, casi que se enoja y lo mira feo. Pero mi mujer lo frena en seco y le dice que si hace calentar al borrego lo manda directo a la cabina y que se lo banquen los pilotos. Little J se sale con la suya.

No hay manga, así que nos tenemos que subir al bondi que va hasta el avión. La tropa se desilusiona con el chiste fácil de que el avión se rompió y entonces tenemos que hacer tres mil quinientos kilómetros en ese bondi. La señora paqueta al lado nuestro se ríe de la situación. Se ríe más por mostrarse simpática que otra cosa.

Cumplimos la ceremonia de pasar por primera para llegar hasta nuestros asientos. Los seis tipos que ya están ubicados en sus lugares traen colgado el cartel de funcionarios públicos. La línea de bandera nacional los premia con pasajes gratis para contrarrestar lo terrible que es para ellos el desarraigo, estar lejos de los suyos y trabajar de sol a sol por el bien de todos los argentinos. No pueden menos que merecer un final de año junto a los familiares que no ven durante todo el año (pocos, porque el resto trabaja con ellos). Casi que me dan pena, mirá lo que te digo.

Nuestros seis asientos no están todos juntos. Hay uno que nos tocó separado, pero el pobre pibe que quedó en medio de la marea purretera no tarda ni quince segundos en aceptar un cambio de lugar. Resigna ventanilla y dispara que no le dan las gambas.

Tres horas de viaje, tres horas de tranquilidad casi milagrosa. Al pedo habernos sugestionado tanto. Ivana Trump habría viajado sin problemas junto a nosotros.
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La inocencia vale oro



La lógica dice que -además de ser breve para que puedan dedicarle tiempo a lo verdaderamente importante y no a estar leyendo un blog de cuarta- en una fecha tan grossa como hoy tengo que mechar algo alusivo.

Voy a forzar un poco la cosa y la voy a agarrar por el lado del nacimiento, en honor al Nacimiento por definición.

Los borregos te dejan pensando. Te hacen una pregunta y se te quedan ahí, mirando interrogadores y esperando una respuesta más o menos lógica. Lo mejor que te puede pasar es ver venir la pregunta incómoda y entrarle a un bocado, de lo que sea, lo suficientemente grande como para masticar un rato. Masticar el bocado y también la respuesta.

Le pasó a mi viejo cuando mi hermano, con apenas tres años, le preguntó por dónde salen los bebés. Estaban en el sanatorio visitando a un primito recién nacido. Mi viejo era capaz de comprarle un cucurucho bañado y una bolsa de consorcio llena de golosinas con tal de no meterse en ese quilombo, pero justo apareció mi vieja para tirarle una soga. Ninguno de los dos entendía cómo un chico podía sentir tanta angustia por un tema que no debería ni plantearse a esa edad. Primero se jugaron con un operativo distracción básico pero no dio resultado. Ensayaron entonces una respuesta que les venía saliendo bastante bien hasta que el borrego les aclaró un poco de dónde venía su inquietud.

Medio trepado a la baranda que da a la nursery (esa especie de sala donde metían a los bebes para que las visitas pudieran verlos a través de un vidrio), mi hermano les insistió:

- Ese cualto no tiene puelta, ¿pol donde salen los bebes...?

Esa inocencia vale un palo verde. La misma inocencia que tuvo mi hijo cuando me puso contra la pared cantándome las cuarenta porque a él le hacían regalos sus padrinos, le hacían regalos sus abuelos y hasta le traía regalo un tipo con barba vestido con los colores de River. Todos le hacían regalos menos nosotros. El gesto era de ¿qué onda ustedes?

Ojalá costara un poco más perder la inocencia en un mundo tan embarullado como el que nos tocó en gracia.

Les mando un abrazo grande y que pasen una linda Navidad.
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Encuentro cercano del tercer tipo



Si estás apurado, te pasa. Si estás de mal humor, te pasa. Si sos tan jodido como alguien que conozco, te pasa también.

Los encuentros cercanos del tercer tipo son una de las pocas razones por las cuales creo que hasta dejaría de caminar por la calle en hora pico, mirá lo que te digo.

Primer tipo son gente buena onda que da hasta para meterse en un bar e invitarlo una birra para ponerse al día, se disfruta. Segundo tipo son conocidos hasta ahí o amigos no tan amigos, y alcanza con bajar la cabeza y ensayar un todo-bien-sí-todo-bien casi sin necesidad de sacarse los auriculares.

Tercer tipo son los moplos totales con los que hace mucho no nos vemos y queremos que siga siendo así.

Bueno, el flaco que se acerca en sentido contrario es abanderado indiscutido de este último grupo. Lo conocí cuando coincidimos en unas vacaciones pero nunca pegamos onda.

Lo veo venir y hago todo lo posible para hacerme bien el boludo, cosa que no me cuesta tanto. Tengo gafas oscuras así que en una de esas zafo como que no lo veo. Vengo con el emepetrés al mango, eso también me juega a favor.

Pero no hay caso, no hay forma de dibujarla. El tipo se frena en seco y grita mi nombre lo suficientemente fuerte como para que se lo escuche a una cuadra. Además, dejate de joder, la emoción que le pone es una cosa que no se entiende.

Me freno yo también y tengo que hacer un esfuerzo importante para que no me lleve puesto esa especie de torrente violento de gente que va toda para el mismo lado y que, además, putea porque le robás segundo y medio en la maniobra de frenado y esquive.

Kia-sé, che! Me costó reconocerte.

Ojalá te hubiera costado un poco más.

Eso es lo primero que pienso casi en voz alta mientras me pregunto si le habrá costado gracias a mi operativo despiste o porque me ve muy cambiado después de casi diez años sin vernos. Por las dudas fuera esto último, le devuelvo la gentileza y le respondo que si él no me paraba yo nunca lo habría reconocido, así, con tantos centímetros cúbicos menos de pelo.

Son momentos en los que la sangre materna se me sube a la cabeza. Lo banco a muerte a mi tío que una vez estaba en el tren leyendo el diario mientras el tipo que tenía sentado en frente lo miraba fijo y él levantaba el diario para cortar cualquier contacto visual. Hasta que el flaco lo llamó por su apellido y mi tío le respondió que lo estaba confundiendo con otra persona. Un capo.

El tipo me pregunta a mí qué onda mis cosas pero el que arranca a hablar como loco es él. Por suerte nos paramos justo al lado de un quiosco de diarios. Como todavía tengo las gafas puestas, apunto con la cabeza hacia mi amigo entrañable pero con la vista pispeo algunas revistas. Tan interesante es todo lo que me cuenta sobre un viaje al exterior que hizo hace un tiempo, tan apasionante, que mientras lo escucho onda radio de fondo termino devorándome la tapa de la última entrega de un curso de crochet.

Miro el reloj dos o tres veces pero el pibe no acusa recibo. Estoy a punto de decirle que acá a la vuelta hay una casa de cotillón donde se puede comprar un par de orejas de goma, para colgarlas en algún lado y hablarles sin parar de todo lo que se le ocurra. Pero capaz que no le cae del todo bien, así que nada.

Me empiezo a poner nervioso. Mi amigo del alma no tiene pausa, no me da ni veinte centímetros para meter un bueno-che-qué-copado-haberte-encontrado-a-ver-cuándo-hacemos-algo. No, sigue. Capaz que en su agenda tiene un apartado de seis o siete temas para sacar cuando se encuentra con alguien porque, posta, si yo fuera él no te paso del clima.

Casi como último recurso, arranco con un sutil pasito para atrás, como para que perciba que ya estoy en retirada. Pero me sigue, parece que todavía no terminó. Me acompaña unos metros mientras yo empiezo a acalambrarme los músculos de la cara por mantener firme una sonrisa que es casi tan espontanea y auténtica como las peleas en showmatch.

En la boletería del tren hay como veinte personas en la fila y mi super amigo dice que me banca la espera. Mis auriculares siguen colgando del cuello y amago llevarlos de vuelta a las orejas. Ni así se da por aludido. Me cuenta que por quince días está parando en lo de un amigo por mis pagos y que justo hoy no se toma el mismo tren que yo porque tiene cosas para hacer. Le respondo que una pena porque hubiéramos tenido más tiempo para charlar.

Estoy pensando que por un par de semanas voy a probar subte más bondi más media hora menos en casa. Como para variar un poco, nada mas.
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Tres de purretes



Los borregos eran dos fieles exponentes de la escuela de no dejar para mañana las cagadas que podés hacer hoy.

De los que no dejan títere con cabeza, porque hacen o dicen cosas que logran romper la paciencia de ajenos y provoca que sus padres quieran que se los trague la tierra (a ellos o a los pendejos, lo que convenga en el momento).

Cuando su madre los estaba bajando del auto para entrar en el supermercado, vio que se acercaban dos enanos, pero enanos posta, de circo. Por el gesto de los pibitos -ojos como platos, inquisidores- enseguida se dio cuenta de que el final de la película no le iba a gustar ni medio.

En una especie de carrera contra ese changüí de segundos que tenía, les explicó que por alguna razón el Barbas había decidido darles a esas dos personas un aspecto físico especial. Que no había que decirles nada ni mirarlos fijo porque podrían ofenderse. Y un par de advertencias más que las dos criaturitas nunca iban a entender.

En eso estaba cuando los dos enanos pasaron cerca del auto. Demasiado cerca como para no escuchar el comentario inocente que les dio de lleno en su metro quince:

Mami, ¿los podemos tocar?

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Hace cuarenta años las cosas eran bien distintas, ni hablar.

Señor Yiel, que vivía en zona norte, había llevado a un sobrino de Capital a dormir a su casa para distraer a su hijo que andaba de malas.

Hoy el viaje ése se hace en un toque, pero en aquella época casi que había que planearlo como si uno se estuviera yendo de vacaciones. Malos caminos y autos más lentos.

En el momento de llevárselo, la pensó dos veces porque el pendejo era demasiado pendejo, pero se mandó igual.

Al principio estaba todo diez puntos, el pibito flasheado con la nueva experiencia y viviendo todo como una aventura.

Pero a la hora de bajar los decibeles la cosa empezó a ponerse densa y pasó lo que no podía pasar.

Cuestión que señor Yiel tuvo que cargarlo de nuevo en el auto y enfilar de vuelta al centro. Bajón.

Al principio del viaje eran sólo sollozos. Mano, mano, mano, repetía el borrego.

Obvio, el petiso extrañaba y necesitaba un toque de contención. Señor Yiel le dio la mano y el pibito lloró un ratito más hasta que se quedó dormido.

Llegaron al centro y señor Yiel dio la vuelta para abrirle la puerta y bajarlo alzado. No quería despertarlo.

Lo que lo despertó fue la puteada lastimosa que largó señor Yiel cuando vio esos cinco deditos, como albóndigas a esa altura, que habían quedado del otro lado de la puerta.

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Los pibitos habían tenido un cumpleaños bastante movido, a todo trapo. De esos festejos que meten una actividad detrás de la otra y sin parar un segundo.

Cuando sus viejos los fueron a buscar, se les anexó un primo que había quedado colgado y terminó cayéndose a dormir a su casa.

Se fueron directo al sobre porque además de correr, saltar, chocar y romper, habían morfado para el campeonato mundial. El turno cena quedó eliminado por decreto.

Se quedaron hueveando un rato, típico de la edad, cada uno en su cama. Pero el dueño de casa ya quería bajarle la persiana al día y enfiló para el cuarto del borregaje.

Y ahí se lo encontró al ajeno, leyendo sentado sobre la cama sin desarmar. Cuando lo invitó a sumarse a la oración de la noche, el pibito bajó un toque el libro y en un segundo le cambió todos los planes.

En mi casa se reza después de comer.
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Vemos y sentimos la comunidad


Después de salirme de la ruta y meterme entre esas callejuelas de tierra, siento como si me estuviese transportando en el tiempo hacia otras épocas. Épocas de remera estirada, bermudas y alpargatas con respiradero. Épocas de desaparecer al alba y volver tarde, bien tarde, listo para el baño casi quirúrgico y comida de quedarse dormido sobre la mesa.

Un mercadito de ramos generales, tipo dispensario de pueblo, es una de las pocas referencias que nos dieron para llegar.

Avanzamos esquivando pozos entre eucaliptos gigantes que bordean prolijamente la calle. Un viejo de cuento que monta una bici ídem, nos pasa haciendo fino por el costado derecho del auto y hace un movimiento como demasiado arriesgado, todo para saludarnos con mano bien levantada y boina al viento. Sabe a dónde vamos.

Derecho dos cuadras, una a la izquierda y otras dos a la derecha. El cartel de bienvenida es más bien chico y, como el sol ya se está metiendo, me cuesta ver bien lo que dice. Así que bajo la ventanilla y el aire fresco, que entra como piña, me avisa que estamos ante algo grosso, de verdad. Algo fuera de lo común nos espera ahí adentro.

Mi hermana Hayluz se va a vivir a Brasil. Lo contó hace algunos días en reunión familiar y el murmullo fue inevitable.

Hayluz forma parte de una comunidad que se desvive por dar una mano a adictos que ya no quieren serlo. Una comunidad que propone un estilo de vida simple y familiar a través de redescubrir la oración, el trabajo, la amistad, la fe. Pero a Hayluz no le resulta fácil explicar cómo labura la comunidad. Hay que verlo, hay que sentirlo, nos dice. Por eso estamos acá.

Cruzamos la tranquera y avanzamos muy despacio porque tenemos miedo de romper algo. Porque hay armonía, sobra armonía. Se respira sencillez pero sobre todo armonía, que no sabemos de dónde viene.

Nos reciben el Tano y el Carioca. Los dos son pura simpatía. Los dos se ríen con la boca bien abierta, como si la alegría o la jocosidad pudieran medirse en milímetros cúbicos. Los dos tienen motivos de sobra para revolear tanta buena onda, porque los dos tuvieron un pasado complicado y hoy la vida les guinea un ojo con dedo pulgar para arriba.

Carioca nos muestra los animales que tiene la comunidad y el galpón gigante que están levantando con sus propias manos. Acá siempre se labura, nos dice en un portuñol gracioso. Y si no hay nada que hacer, hacemos un pozo grande y después lo tapamos. Se ríe, pero lo dice en serio.

Tano y Carioca son dos de las casi cuarenta afortunados que la vieron a tiempo e intentan enterrar ese mal paso que dieron. Y lo hacen ellos, porque la comunidad son ellos. La comunidad depende de ellos. Cada uno es tutor del que tiene al lado. El éxito depende del éxito propio pero también del éxito del que está al lado. Y siempre con el Barbas de testigo y a tiro.

Llama la atención la prolijidad, mucha prolijidad por todos lados. Pero prolijidad de quien se mata por lograrla, no una prolijidad por abundancia.

Una construcción blanca y grande -de un estilo que no podría definir- rompe con tanto verde que hay alrededor. Está como salida de contexto. Nos sentimos en medio del campo, como si estuviésemos dentro de una granja amish. Pero es otra cosa, claramente.

Tano y Carioca nos hacen pasar a una capilla, de pisos de madera y decoración austera, que destila una especie de atmósfera de recogimiento obligado.

Uno a uno van apareciendo los miembros de la comunidad, que nos saludan con sonrisa y cejas levantadas, como si fuese un reencuentro y no un vernos por primera vez. Se ubican en sus lugares después de sacarse los zapatos y dejarlos junto a la puerta. El último que entra es el cura que va a celebrar la misa.

Cuando arranca la ceremonia, la conexión es evidente, se palpita. Nosotros, los que la jugamos de visitante, estamos pero no estamos. Los tipos le agradecen al Barbas, bailan. Ellos se mueven y nosotros nos movilizamos. La cosa tiene mucho de coreografía pero también mucho de espontáneo, de natural, de agradecimiento genuino. Cada uno sabe que el esfuerzo es personal pero también que necesita una mano grande de arriba.

El cura abre el juego y cada uno dice su plegaria del día, lo que pinte. Yo voy con un delay de segundos, como en diferido, porque hago foco en el que termina de hablar y trato de imaginarme su vida pasada, lo que habrá repercutido su traspié en su familia. ¿Tendrá familia? Hoy sí tiene una, porque esto parece tener todo lo que necesita una familia.

Termina la ceremonia y nos invitan a cenar. Sale una pizza casera impresionante, preparada desde cero por ellos mismos. Son ellos los que cocinan, los que ponen la mesa, los que la levantan, los que lavan. Son ellos los que se procuran la comida, los que se matan por ganársela.

En frente la tengo sentada a Hayluz, que me sonríe y parece querer desentrañar en qué estamos pensando. Ella ahora está ahí porque es una ocasión de visita. Ella está ahí porque se siente parte de esta comunidad y cree necesario estar en contacto con ella. Ahora se va a Brasil para unirse a un grupo de misioneros y misioneras que quieren abrir misiones para los meninhos da rua, los chicos de la calle. Hayluz está convencida de que es mucho más lo que recibe que lo que da. Hayluz está radiante.

La comida se interrumpe dos veces. En la primera, un tipo petiso, morrudo, tonada paragua, se separa de una de las cuatro mesas grandes y nos explica lo que va a hacer. Busca un cuaderno y nos lee una especie de reporte personal de todo lo que hizo en el día, lo que le salió bien, lo que hubiera preferido hacer distinto. Datos y sensaciones mezclados, mucho desorden, repeticiones, pequeñas confesiones. Silencio profundo del resto que agradece cuando termina.

La segunda pausa es casi al final de la comida. Como si fueran topos que se asoman y se esconden, uno a uno se van parando en su lugar y haciendo un rapidísimo balance de su día, no más de diez palabras cada uno. Piel de gallina.

La sensación es difícil de describir. Una especie de admiración, de que vale mucho más un levantarse después de una caída importante que mantenerse en pie. O mejor dicho, mantenerse en pie después de haberse levantado de una caída importante.

Ya es tarde cuando nos vamos y salimos en silencio. Mientras caminamos hasta el auto, lo único que se escucha en esta noche cerrada es el zumbido del viento que sacude levemente las hojas de los árboles. Hasta que un coro de voces, casi imperceptible, se acerca hasta donde estamos y pasa de largo como si no estuviéramos. Tano y Carioca encabezan el grupo. Le están dedicando al Barbas sus últimos minutos del día.

Estamos a oscuras pero la sonrisa, amplia, de Hayluz es imposible de no ver. Hayluz se prepara para otra experiencia fuerte y nosotros la bancamos a muerte.
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El shopping es lugar de paso



Todavía ni llegué al estacionamiento pero ya me voy haciendo el bocho y me imagino escenarios posibles. Tengo todo: bolsa original, ticket de cambio, todas las etiquetas puestas, y la pilcha casi tan bien doblada como vino. El papel de envolver no lo pude poner igual porque es imposible.

El cambio de regalo es una fija. Si a nosotros en general nos cuesta un huevo elegir los propios, mucho más difícil es que le dé en el clavo alguien que tiene que elegir para nosotros. Si yo tengo que regalarle algo a mi tía le pifio seguro, porque ¿qué somos, mi tía?

Cruzo las puertas corredizas y lo primero que me pregunto es qué carajo le ve la gente a meterse en un shopping sabiendo que no se va a comprar nada. Qué tiene de copado ir chocándose con otros que ya llegaron de mal humor y que se ponen de peor humor porque los pasillos están hasta la manija y la cosa se convierte en quién pone el hombro más fuerte. Qué tiene de programón caerse con los pendejos que no paran de hacer quilombo y encima manguean todo lo que se les pone delante.

En eso estoy pensando cuando un grito agudo, de falsa emoción, casi que me perfora los tímpanos. Son dos antiguas amigas que por lo visto se reencuentran después de pila de años.

Las minas se saludan onda efusiva. Se saludan y se escanean mutuamente con un paneo vertical que arranca por los zapatos y termina en el peinado. Hablan cordial, recuerdan viejos tiempos, se preguntan por amigos en común, se ponderan entre ellas. Todo de la lengua para afuera, porque internamente se están matando en una mezcla de envidia, indiferencia y ninguneo. Combinan devolución de sonrisa con miradita sobre el hombro. No les puede interesar menos lo que dice la otra. Se despiden prometiéndose un café que nunca van a concretar porque van a pasar otros muchos años sin verse y ninguna lo va a lamentar.

Me dan ganas de biorsi. De lo primero, porque al dos en un shopping no me le animo ni arrastrando un cuadro jodido de gastroenterocolitis. Le dejo un par de monedas al encargado de limpiar porque lo admiro y lo compadezco al mismo tiempo. La baranda es una cosa de locos, ¿será posible que la gente se inspire en un shopping? En un shopping, dejate de joder.

De uno de los cubículos sale un flaco de unos cuarentilargos con un pibito de cuatro o cinco. El pibito lleva gorrito muy prolijo y tiene cara de susto. Y el que te dije, que maneja presupuesto aparte para comprarse quilombos por donde quiera que vaya, se acuerda del powerpoint del martes.

Me le pongo en frente y lo miro fijo al pendejo.

Hola, ¿éste es tu papá?

En el momento que termino de preguntarle semejante pelotudez, me doy cuenta de que no pueden ser más parecidos. Son iguales. Qué boludo, pordió.

El borrego mira a su padre con cara de ¿este no es el tío, no? El padre mide arriba de dos metros y me clava una mirada que me hace imaginar lo que habrá sentido Apolo Creed cuando Ivan Drago lo tenía contra las cuerdas.

Trato de explicarle que justo hace unos días recibí uno de esos correos que hacen terrorismo dándole manija a mitos urbanos siniestros, como el del flaco que se levantó a una mina y amaneció en una bañadera repleta de hielo y con una cicatriz que le daba toda la vuelta porque le habían choreado un par de órganos. Le reconozco que creí que le había puesto ese gorro porque lo había pelado o teñido para llevárselo, cruzarlo por Misiones y venderlo en Brasil.

Al flaco le da pena tenerme ahí diciendo tantas boludeces y le pone un poco de onda.

Pasame el dato que en cualquier momento lo vendo directamente yo.

El alma vuelve al cuerpo pero igual no me olvido de los cuatro o cinco fowarderos compulsivos que dedican tres cuartas partes de su día al Apocalipsis etéreo. Van directo a correo no deseado, ni hablar.

El negocio me cambia la pilcha sin chistar. Una desilusión grande, porque vine con ganas de pelearme con alguien, de armar un escándalo de dimensiones superlativas. Pelearme con la palabra, mi fuerte. La palabra precisa, pero sin sonrisa perfecta. Yendo a las manos no, porque el falso secuestrador me hubiera dado una paliza para el campeonato. El vendedor también.

El patio de comidas está lleno de prisioneros. Prisioneros porque es una especie de campo de concentración, diría Protervo, donde los reos deambulan con sus bandejas, buscan su morfi, y después tienen pavada de desafío: encontrar un puto lugar donde sentarse.

Hay boliches malos, pero malos en serio, que te dan porciones categoría cumpleaños infantil, te cobran los cubiertos, la coca viene aguada y el morfi, bueno, lo dejamos ahí. Lo dejamos ahí, sobre la mesa, porque es incomible. Y estos boliches subsisten porque existen muchos JPP que buscan su ración donde la fila sea más corta. En el ene hache de San Martín y Tres Sargentos, por diez mangos más, se come de puta madre. Un despropósito.

Me voy del patio de comidas tan rápido como puedo porque el patio es para morfar y rajar. Nada de sobremesa.

Mirá que ya no hay muchas cosas que me llamen la atención, pero hay algo que sí. Digo, el tumulto en un local que exhibe cartel gigante de "sale". ¿Sale qué?, ¿sale con fritas?, ¿sale como trompada? Y la gente, pordió, se abalanza sobre las prendas, se la tironean, hacen cola para el probador. Y todo porque hay un cartel que dice “sale”. No se fijan en el precio, no tienen con qué compararlo. No hay oferta, hay sensación de oferta. Y la gente entra como por un tubo.

Me voy del shopping tan rápido como puedo porque el shopping es para comprar o cambiar. Nada de diversión.
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Sólo para entendidos


Las vacaciones terminaban y el balance no podía ser mejor. Diez días de arriba en una cabaña con vista al lago y a la cima del volcán, y unos pocos días en una posada que ni punto de comparación tenía con la otra pero que también tuvo un gustito especial porque el dueño era un amigo que, cerveza va cerveza viene entre recuerdos de vivencias compartidas, terminó casi regalándonos la estadía.

Habíamos ido con la familia a pleno, que en ese momento la completaban mi mujer, dos criaturas del vientre materno para este lado y otra que esperaba su turno. Eran las vacaciones perfectas. Eran.

No fue la inseguridad ni la sensación de inseguridad la que nos regaló una anécdota para contar. Fue el auto traidor, que decidió pasar a mejor vida cuando recién habíamos hecho los primeros cien kilómetros de la vuelta a casa. Así, sin decir agua va, le dio un toque nihilista a nuestras vidas dejándonos en medio de la nada más absoluta.

Mañana gélida en la ruta y sin señal de celular. Las alternativas no eran muchas. Una, me iba yo a buscar ayuda y dejaba a la embarazada y a la crianza en ese lugar desolado; descartada. Dos, nos íbamos todos pero entonces a la vuelta ya no habría nada que remolcar. Tres, que se fueran ellas y yo me quedaba esperando en la ruta; también arriesgado, pero no había otra.

Cruzamos al sentido contrario y fuimos estudiando el panorama. Primer candidato, torino tuneado, vidrios bajos y cuatro personas meta golpetear la parte de afuera de la puerta al ritmo de una cumbia que era una afrenta a la memoria de Gilda. Pase nomás. Siguiente, un carromato viejo de esos que ya no pagan patente, comandado por una septuagenaria que circulaba con el volante a seis centímetros de la cara. Menos, se nos iba a vencer el seguro antes de que la mujer llegara a la civilización.

La tercera es la vencida, posta. Matrimonio joven, buena onda, se compadecieron y cargaron al resto de mi familia. Muy gambas los flacos, pero no llegaron a entender del todo la situación: como dos tórtolos no pasaron los cincuenta kilómetros por hora porque era la primera vez que iban por ese lugar y todo les llamaba la atención. Hasta paraban para sacarse fotos. Unos capos.

No era de noche cuando llegaron a la estación de servicio pero por ahí andaba la cosa. Mi mujer agradeció, se bajó de un salto y entró al mini shop mientras miraba de reojo a la mujer que salía. Era la septuagenaria.

Intentó comunicarse con la compañía de seguros pero no tuvo suerte: una vocecita de lo más simpática le decía que debía esperar. Y ella esperaba, hasta que se cortaba la comunicación. Una, dos, tres veces. Terminó contratando remolque de otra empresa.

A todo esto, un Grisham tan atrapante como insulso hacía lo suyo para amenizar mi espera. El tránsito no era lo que se llama fluido y hacía un frío importante. Era pura desolación, nada de nada, pasaban uno coma dos autos por hora más o menos. Dejaba el libro, salía del auto, estiraba las piernas, le tiraba piedras a un palo donde imaginaba al mecánico que me había hecho el último arreglo y de vuelta al auto, de vuelta Grisham.

Habían volado casi doscientas páginas más cuando paró un auto detrás del mío. Bajó un flaco desconocido de unos cuarenta y me llamó por mi nombre. Ahí nomás pensé que me había llegado la hora de afinar el arpa. Que me había quedado dormido, pasó un Scania doble acoplado a más de ciento cuarenta y me agarró de lleno. El flaco era bastante parecido a la parca, un poco más feo. Estaba en el horno.

No sé si habré pensado todo eso en voz alta, pero me pareció escucharle decir el tipo algo como que el frío me debió haber afectado un poco. Al toque me miró y me dijo que mi mujer, con quien se había encontrado en la estación de servicio, le había pedido que me avisara que el remolque estaba en camino. No llegué a decirle ni gracias porque salió arando.

La espera se había puesto tan pero tan insoportable que la llegada del remolque me encontró leyendo el manual de instrucciones del auto y jugando a aprenderme las partes del motor. El flaquito no medía más de metro sesenta y caminaba como Billy the Kid mientras se acercaba al auto. Abrió la tapa. Miraba el motor como quien acaba de encontrar un cadáver en el río. Meneaba la cabeza de un lado a otro y demoraba el diagnóstico como esperando que el clímax fuera el adecuado. Estaba por agarrarlo del cuello.

- Está muerto.

Siguió una especie de reflujo y tuve que cerrar la boca para que no saliera la espuma.

- No me digas, pero vos sos un genio.

Le seguí la corriente y le pregunté cuán muerto estaba. Me respondió que absolutamente muerto. Un gurú el enano.

Fue para poner en un marquito la cara de las niñas cuando vieron cómo subían el auto en el camión remolque. Nos costó bastante explicarles que estaba... muerto, absolutamente muerto.

Llegamos al taller de un mecánico que parecía doctorado al lado del otro. Nos dijo que el arreglo nos costaría tres cuartos de fortuna y demoraría una semanita.

El combo del chiste incluyó pasar la noche en un hotel de cuarta, comprar los pasajes más caros para la vuelta porque no había otros, pagar el remolque y, sobre todo, poner cara de feliz cumpleaños como si estuviera todo diez puntos. Pensaba que la situación no podía empeorar, ni en pedo. Hasta que nos avivamos de que el chupete de mi hija había quedado en el auto.

No viene al caso detallar lo que fue viajar con una borrega que lloró catorce de dieciocho horas. Ni tampoco sobre lo cerca que estuve de armar un desparramo con los que le chistaban para que se callara.

En uno de los pocos momentos de no-llanto, en los que sólo se escuchaba algún ronquido y los retumbes de algún ipod al taco, le escuchamos decir, entre sollozos: - se rompió la vaca, se rompió la vaca.

Lo que nos faltaba, que se nos traume la pendeja por ver un accidente.

Nos asomamos por la ventanilla y lo que se alejaba era un camión cargado de vacas con destino al matadero.

Analogía sólo para entendidos.
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La pantomima del Señor Caverna


Señor Caverna no sabía cómo pedirme perdón. Cabeza gacha, mirada al piso y discurso armado. Que era conciente de que me había cagado como de arriba de un poste, pero que había estado muy bajoneado, con medicación incluida, que su mujer no le hablaba, que su vida era una calamidad.

Y yo respondiéndole que, a esa altura, sus cuestiones personales me importaban tanto como el resultado de la regata quinientas millas del Río de la Plata, categoría optimist timoneles. En otro momento de mi vida lo habría hecho pasar a tomar un café para escucharlo y darle un toque de contención. Aunque en realidad no estoy seguro de si ese otro momento de mi vida alguna vez existió.

Señor Caverna quería que lo invitara a pasar pero yo no le abrí el portón y terminamos hablando de globito, uno de cada lado del cerco, porque quería hacerle sentir el rigor.

Señor Caverna hablaba bajo, pausado, con silencios inteligentes. Quería hacer el papel de víctima pero yo nunca lo dejé porque le hablaba fuerte y le hacía cambiar el tono. Dos vecinos se asomaron para preguntar si estaba todo okey. Con Señor Caverna nada podía estar okey.

A ver si nos entendemos: a señor Caverna no le agarró un ataque de culpa, ni en pedo. Estaba ahí porque, un par de días antes, yo le había hecho llegar una amable carta diciéndole, palabras más palabras menos, que si no me terminaba el laburo le iba a meter una demanda y me iba a ocupar de que nunca más en su puta vida volviera a trabajar. Delirios de grandeza y poder los míos, pero con resultados a la vista: no le dieron las gambas para venir a llorarnos la carta.

Meterse en una obra es cosa seria, che. Lo nuestro fue reciclar una casa que ya no podía disimular sus ochenta primaveras y pedía a los gritos una cirugía general urgente.

La tarea le fue encomendada a Señor Caverna, que al tiempo demostró ser tan cirujano como un estudiante de medicina que anda a los tumbos por el cebecé.

De movida parecía un relojito. Se la pasaba boqueando y batiendo tecnicismos que sonaban de lo más profetas. Nosotros, obvio, nos tragábamos la píldora porque ni puta idea teníamos sobre el tema.

La primera luz se nos prendió cuando Señor Caverna se cayó con la cuadrilla de laburo que nos había vendido como si fuera la que usaron los chilenos para levantar el unicenter. El team arrancaba con un veterano que portaba una sonrisa extra large que me acalambraba la mandíbula de sólo mirarlo, de esos que no se sabe cómo carajo se las arreglan los días que no tienen motivo para sonreír. Y terminaba con una especie de versión gris de Chuck Norris, que en lugar de tirar patadas se dedicaba a cebar mate y levantarse a las empleadas domésticas de la cuadra. De laburo ni hablar.

Le insinuamos al Señor Caverna que, laburando al ritmo de ese dúo dinámico, el calamar iba a clasificarse para la Libertadores antes de que nos entregaran la casa. Y Señor Caverna encontró una solución de lo más inteligente. Contrató a dos ene ene que tocaron el timbre pidiendo laburo. A la final resultó que sus únicos antecedentes en el rubro habían sido pico y pala en el penal de Olmos. Los tumberos se dedicaron a escabiar tres cuartas partes del día, se choreaban bolsas de cal y cemento para venderlas en otra obra, y terminaron apretando al Señor Caverna para obligarlo a pagarles doble indemnización -a pesar de que se rajaron por las suyas- con fierro en el cinturón y al grito de dos gambas o te quemo.

Señor Caverna sabía tener una chata más o menos decente, que había comprado con el acumulado de dos años de laburo. La tuvo hasta que se la chorearon justo el día en que la tenía cargada con seis gambas en materiales, herramientas nuestras y hasta un portón de chapa listo para colocar. No tuvo mejor idea que intentar recuperarla en la villa donde se habían metido los cacos. Lo recibieron con una paliza de colección que le dejó la cara hecha un buñuelo.

Señor Caverna, que no tenía asegurada la chata, acusó depresión y desapareció. Pero desapreció en serio. El veterano le ponía onda pero hacía una cagada detrás de la otra. Sobre todo porque Chuck seguía ejerciendo de macho latino y le huía a cualquier actividad física fuera de eso.

La obra marchaba a ritmo babosa. Ya había pasado tres veces el plazo prometido y ahí lo teníamos aquerenciado a Chuck, que ya figuraba en guía con nuestra dirección. No estuve lejos de hacer la de mi amigo que tenía su obra demorada unos dos añitos: cayó con dos bidones de nafta y le dijo al constructor que tenía quince minutos para dejar el obrador antes de que lo prendiera fuego. Lo prendió fuego y nunca aclaró si fue con o sin constructor adentro.


Señor Caverna seguía ahí, del otro lado del cerco. Me prometió, me aseguró, me repitió que vendría el lunes a primera hora.

No apareció el lunes y pasó un tiempito más sin aparecer, pero todavía le juego unas fichas. Me pareció verlo, pero de verdad, con ganas de redimirse. Va a venir. Así tenga que esperar otras treinta y ocho mil doscientas cuarenta y seis horas, no le pierdo la fe.

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Calavera no chilla


La discusión va tomando temperatura. El repositor le explica que la promo dice claramente que la oferta es hasta agotar stock. La señora clienta le responde que lo que se está agotando es su paciencia, que no hay forma de que se hayan terminado los acolchados a menos de una hora de haber abierto. El repositor tiene puesto el cassette y deja claro que no le pagan por razonar, así que repite la misma frase unas tres o cuatro veces.

La clienta, que ya no tiene forma de levantar ese piña-va piña-viene de la lengua, deja caer su piel de señora bien y le dedica una frase que mejor no pongo porque hay gente que curte onda inadi dando vueltas por el blog. Y no son gente fácil.

Me fumo todo este peloteo contra el frontón mientras espero que se libere el muchacho. Necesito preguntarle por qué carajo donde un día están los enlatados, al mes encontrás los productos de belleza que la consumidora promedio cree que sirven posta porque lo dice una señorita linda en la tele. O sea, venís dos o tres veces, te aprendés dónde está cada cosa y, tomá, te cambian todo de lugar.

Amago encararlo pero la verdad que no quiero escuchar el lado B del cassette, así que nada, lo dejo ir y me quedo parado frente al plasma viendo las diez repeticiones del gol de Pasculi a Uruguay en el ochenta y seis. Pienso qué será de la vida de Pedro Pablo y de golpe me acuerdo que hace unos días me pareció verlo en la zona de San Fernando atendiendo un boliche de empanadas regionales. Casi seguro que era.

Pelo la listita de lo que tengo que comprar. La listita está buena para no tener que dar vueltas al pedo por todo el súper. Pero como tengo todo anotado sin ningún criterio lógico, voy a terminar dando vueltas al pedo lo mismo.

Arranco por góndola de criaturas. La patrona me pidió óleo y algodón, pero a mí me van las toallitas. Porque a la hora de los bifes, óleo más algodón es demasiado trámite.

Lo que gastás si tenés un pibe es una cosa de locos. Pero lo que te parece una torta termina siendo un vuelto al lado de lo que te cuesta el pibe más crecidito. Y cuando son más de uno ni te cuento. Decí que son muy borregos para entender, pero no estaría mal hacer un arreglo para que esa inversión tenga algún tipo de retorno cuando nos metan en un geriátrico. De mínima, que no nos toque uno de ésos en donde te encierran en un sótano y te dan para desayunar una pastillita que te deja como piña de Tyson.

En la punta de la góndola me encuentro con uno que anda en situación más o menos como la mía. Maniobra con dos carros y uno lo tiene lleno de pañales. Si es porque están de oferta voy a aprovechar para stockearme. Pero no: después de encontrar los precios -que para variar están corridos de lugar por obra y gracia de un remarcador disléxico- veo que no, que no están en oferta. O sea que el flaco de verdad usa todo eso.

Paso haciendo un par de fintas para esquivar los dos carros pero no puedo evitar impactar en el segundo. Le pido perdón con una mueca y me hago el buena onda:

Tené cuidado cuando salgas porque con lo salado que es todo eso sos número puesto para un asalto de salidera supermercaria.

La intervención me sale como el culo porque no le hace gracia. Ni una media sonrisa, nada. En cambio, no se qué carajo me ve pero termino siendo una especie de válvula de escape.

Aprovechá la vida porque cuando llegan los hijos la cosa da una vuelta en el aire. Los hijos son lindos pero te chupan toda la energía, física, psíquica y económica. Te obligan a hacer mucho sacrificio y terminan afectando la estabilidad emocional de la pareja.

No, che, este muchacho necesita ayuda profesional. Estoy a punto de decirle que su consejo me llega once años tarde pero prefiero desaparecer silbando bajo y dejarlo con su mujer, que acaba de aparecer en escena con unos trillizos que lloran a tres voces. Su mujer quiere saber cómo es eso de la falta de estabilidad emocional.

Sigo caminando las góndolas y pasando al lado de productos que termino de cargar en la cuarta o quinta pasada por falta de timing. Al rato el tráfico de carros se pone jodido. Me topo con una vieja que deja su carro en el medio del pasillo, mientras se baja un toque las gafas y lee la fecha de envasado de las aceitunas negras que finalmente no va a llevar. Paciencia.

Me cruzo otra congestión en zona fiambres. Cola de diez o doce personas esperando su galletita con porción miserable de bondiola. Hace un rato que desayunaron pero como esto es gratis hay que entrarle igual.

Cuando creo que ya tengo todo, me pongo a repasar la listita. Pero no tengo birome para ir tachando así que el chequeo lo hago una vez, dos veces, tres veces. Tengo todo, incluidos los caprichos que no están en la canasta básica y que provocan la ira de la patrona a la que siempre se le exige afinar el lápiz a la hora de gastar.

No quiero caer en el clásico de que me toca la caja más lenta, pero es así. Siempre es así. Es como cuando el auto te deja de garpe y pide taller: siempre va a ser con el tanque lleno. Y el mecánico, muy amigo de la manguerita, te deja lo necesario para llegar a la estación de servicio más cercana. Antes de eso te bate con cara de velorio que tuvo que cambiarle un repuesto que yo no sabía ni de su existencia pero que nos hizo ahorrar unos cuantos mangos porque él los consigue más baratos. Sarpullido me sale, mirá.

Posta que el trámite en la caja se está demorando. Lo que me molesta no es tanto el tiempo que puedo perder sino la reacción de los que están en la fila. Empiezan a chistarle a la cajera como si la cajera se divirtiera haciendo esperar a la gente, dejáte de joder. Entre todos éstos hay un fierita que se divierte, que se la toma con soda, o sin soda porque así pega más pega más.

Mami, a ver si nos apuramos que se me vence el yogur.

Las carcajadas son contagiosas, de verdad. Hasta la cajera, albina por decisión, esboza una media sonrisa que le hacer olvidar el mal trago del cliente anterior, que se acordó de todo su árbol genealógico porque no le pasaba la tarjeta. Después de todo lo que se morfó adentro, al gordo desagradable lo tendrían que haber pasado por el escáner para mandarlo en cana.

Mi turno llega después de que ya me leí entera la revista que edita el supermercado, que es todo lo interesante que puede serlo una revista que edita un supermercado. Me la dejaron ver de onda, porque encima la cobran.

En el estacionamiento tengo que frenar dos veces antes de llegar al auto. Primero, para correr la cadena que en general ponen en el lugar para embarazadas para que nadie se meta. Un cráneo el de la idea, porque si hay algo que a una embarazada le cuesta hacer, entre otras sesenta y ocho cosas, es bajar y subir del auto.

La segunda parada la hago porque escucho que de un auto salen los gritos de una enajenada que le está cantando las cuarenta a un pobre chabón que no hace más que bajar la cabeza. En el asiento trasero lloran los trillizos.

Calavera no chilla diría mi vieja.

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El subte apesta a cualquier hora


En el primer intento hago agua porque voy directo a la boca donde todos suben. Hasta la escalera sube. El aire sauna también. Miro como quien no quiere la cosa y veo que la de bajar está a casi una cuadra y además hay que cruzar la avenida para llegar. No hay forma de embocarle de una, ni para entrar ni para salir.

No es hora pico porque en hora pico no te piso un subte. Pero lo mismo está hasta las manos.

En el hall hay un James Brown versión cono sur que la rompe toda. El subte está lleno de tipos como éste, tipos a los que les picó el bicho de la música en el lugar y en el momento equivocados. Talento ninguneado por autómatas que prefieren poner el ipod al taco y lesionarse los oídos con Daddy Yankee o Don Omar, altos poetas.

Bajo al andén por la escalera mecánica. Y voy parado, porque para eso es mecánica: yo me quedo quieto y la escalera me lleva. El que esté apurado que salga con tiempo. El que quiera hacer ejercicio que suba por la fija. O que se anote en Megathlon si le da el cuero para gatillar tres gambas mes pagando semestre adelantado sabiendo que se abandona a las dos semanas. Pero no hay caso, el control remoto de la masa viene sin pause.

Permiso, señor, permiso. Libere el lado izquierdo por favor.

La pendeja ésta se cree que estamos en la Panamericana, dejáte de joder. Pero lo que en realidad me duele más es el señor en medio de la frase. Me quedo quieto porque, lo dijo Don Rodrigo, mi honra está en juego y de aquí no me muevo. Me chistan pero a ver si me entendés: no me voy a mover.

Llegamos al andén pero nos hacen esperar al segundo tren porque tienen prioridad los señores piqueteros de pasaje subsidiado. Hoy toca bardo en lugar y causa a confirmar.

Mientras espero, me acerco al quiosco de revistas y me sumo a los consumidores de tapas. Lo que llama la atención, obvio, son todos esos retratos femeninos en primer plano y en posiciones de lo más espontáneas. En la otra punta sobresale un titular en letra casi catástrofe, en amarillo violento sobre fondo negro. Es la revista Barcelona, que en nueve de cada diez números pela una tapa que es para aplaudir de pie.

Por una de esas casualidades, la puerta se abre justo donde estoy parado. Sigo la lógica de primero dejar salir y después mandarse, pero la presión del ganado me arrastra para adentro y me llueven las puteadas de los que buscan la salida. De golpe entiendo lo mal que la pasan los pobres flacos de atención al cliente de cualquier empresa cuando tienen que fumarse reclamos por cagadas que hacen los de atrás.

La masa es impenetrable en todos lados menos en el subte. Parece al tope pero sigue subiendo gente y la presión es cada vez mayor. Suelto el bolso y me llevo la mano a la cabeza porque se me posó un mosquito y la verdad que no llego a ver si es un aedes aegypti o el de siempre. Ahora que la prensa dejó de ocuparse de la gripe A y le vuelve a dar bola al dengue, le tengo más cagazo al mosquito que al emo que me está estornudando encima. Liquidado el mosquito, trato de llevar el brazo a su posición original pero un obeso se me pega como chicle y su buzarda queda en medio del recorrido. Así que tengo que dejar el brazo ahí arriba, como si estuviese haciendo el saludo militar.

Al que tengo en frente lo conozco de algun lado pero no puedo sacarlo. Si fuera treinta centímetros más bajo diría que fue el muchachito de los resortes que le ganó en el salto al más lungo de nuestro equipo y nos clavó un testazo increíble. La cosa se aclara cuando se vacía un toque el vagón y el pobre pibe puede volver a apoyar los pies en el piso. Era.

Estoy parado a un paso de la puerta así que puedo ver de cerca a los dos tipos que acaban de subir. Hay algo que no me cierra porque el clima es sofocante y los dos calzan impermeable largo. Cierro los ojos y me imagino la tapa del Diario Popular: terroristas suicidas hacen volar un subte en pleno viaje. Entre los restos encuentran una blackberry llena de relatos de literatura barata.

Se paran en los dos extremos del vagón y se abren el impermeable al mismo tiempo. Pum. Lo que aparece no es una carga de explosivos sino un par de ridículos disfraces de payaso. Si los payasos siempre dieron pena, no sé cómo definir a éstos. El numerito es para un dos choris sobre diez y nadie les da pelota, como si no estuvieran. Nadie salvo uno que le quiere poner un poco de onda respondiendo un par de preguntas muy boludas y termina sudando tinta china porque lo agarran de punto hasta el final del show.

Me bajo una estación antes porque el subte se volvió a llenar y me falta el aire.

Me bajo una estación antes porque el duo de falsos abdules arranca con otra improvisación y soy número puesto para hacer el ridículo.

Me bajo una estación antes porque el gordo me dejó una aureola en mi camisa de reuniones y hay que ventilar.

Pico y no pico. El subte apesta a cualquier hora.


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Nos están matando


Me bajo del tren con paso acelerado. Se me hizo tarde en el laburo y sólo quiero llegar a casa porque me está esperando la tropa.

Salgo de la estación y me sale al cruce una manifestación que me corta el paso. No son una guarangada de gente pero suman, y por eso hay cámaras.

La masa pide justicia para el pibe que fusilaron a sangre fría por el pancho y la coca. Sus amigos lo lloran, sus familiares están desconsolados. Los vecinos se arrimaron con pancartas y hacen un abrazo simbólico que consiste en agarrarse de las manos y armar un gran círculo. Silencio total, no vuela una mosca y a mí me corre un frío violento por la espalda.

Me meto entre la gente porque tengo que cruzar, no me queda otra. Pero me freno y me sumo. La señora que tengo al lado me ofrece la mano. Amago hacerle un ole pero en dos segundos me convence con la mirada. Le doy la mano. La señora andará por los sesenta y pico, y es madre, porque tiene mirada de madre, de eso no tengo dudas. La señora llora, pero llora para adentro, con una mezcla de bronca, resignación, tristeza. Nos están matando, me dice entre dientes.

Nos están matando. Parece una frase cliché, es una frase cliché. Pero escuchada en ese contexto de tanta sensibilidad, me lleva a hacer un toque de empatía con quienes se ven obligados a cambiar los planes de un día para otro. Hoy, en este momento, el chico asesinado tendría que estar volviendo de la facultad o poniéndose los cortos para darle a la redonda con los amigos que ahora lo están llorando. En cambio, está guardado adentro de un estuche de plástico y su familia no sabe cómo carajo se las va a arreglar para salir adelante.

Termina el larguísimo minuto de silencio pero la señora no me suelta. La madre que hace pocas horas vio morir a su hijo sin poder hacer nada, ahora enfrenta a las cámaras. Dice que si los asesinos salen libres ella se va a ocupar de poner las cosas en su lugar con sus propias manos. Su hija, ahora hija única, parece no entender bien lo que pasó. Parece, porque cuando agarra el micrófono se manda un discurso que me hace temblar las piernas.

Hay un personaje parecido a José Larralde que le grita a las cámaras que él paga sus impuestos y que va a ir a la municipalidad a exigir que alguien dé la cara. Grita como fuera de contexto y rompe ese clima de velorio comunitario. Algunos lo torean y lo alejan del lugar.

Yo sigo en formato reflexivo. Al pibe lo mataron, eso es dato. Que los medios agranden es anécdota. El pobre está en una bolsa y sólo va a salir de ahí para que lo metan cinco metros bajo tierra. Pienso lo mucho que nos cuesta poner la bocha bajo la suela y ser concientes de que esto le puede pasar a cualquiera. A cualquiera. Imposible blindarse contra tanta locura. Esta familia tiene perro, alarma, portón automático y no sé cuántas otras medidas de seguridad.

Sigue hablando la hermana y por un momento la conozco. Está hablando sobre lo mucho que va a extrañar a su hermano, que por un momento es mi amigo. A cualquiera.

La señora a mi lado parece una estatua. Me aprieta firme la mano cuando la gente se anima a un canto por el que ya no está. La lágrima rebelde le sale con los tapones de punta y la pobre mujer me pregunta si tengo hijos. Sí. Me pide que no termine mi día sin abrazarlos. Que los abrace por mí y en nombre de una madre que nunca más, nunca más en su vida, va a volver a abrazar a su hijo.

La saludo con un nivel de afecto poco común en mí, me salió así. No le pregunto porque no da, pero me queda la sensación de que esta película de terror ya la tuvo a ella de protagonista alguna vez. Me voy con la angustia de no saberlo posta.
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Hoy sale Gladiador


Los veo venir y se me aparece la escena de Gladiador donde arrastran a los pobres carne-de-león, encadenados, en fila y pura resignación.

Qué buena está Gladiador. Se la compré trucha a quien se hace llamar el Jack Sparrow del devedé, y la vi como quince veces. Mi mujer no entiende por qué tanto fanatismo, por qué eso de engancharme hasta cuando la agarro empezada por cable. No entiende que es emocionante, que es alta motivación. Hasta la usó el cuerpo técnico del Barca -antes de la final de la Champions- para motivar a sus jugadores, como si no fuera suficiente incentivo el numerito de seis cifras euro que les depositan todos los meses en la Banelco. Y pensar que yo pago por jugar, y nadie grita ni aplaude mis goles.

Los veo venir y no sé por dónde seguir caminando, porque ocupan toda la vereda. Puedo ensayar el paso-contra-paso de bajar a la calle y al toque subir de vuelta, pero prefiero evitar el riesgo de que me despeine el espejo de algún bondi de esos que pasan haciéndole fino a la vereda. El Barbas es grosso, si no no se entiende cómo es que las vidrieras y los semáforos no están decorados con restos de masa encefálica de los que se le animan a la calle para ganarle al tráfico de vereda.

Me freno para ver qué onda. No hay por dónde avanzar así que me meto en una joyería. Me atiende Alfred, el mayordomo de Bruno Díaz, con una formalidad fuera de lo común. Cuando le cuento que ando buscando una alianza, el amigo arranca con una encendida perorata sobre lo trascendental que es para una pareja formalizar su unión a través de algo tan intenso y sagrado como el matrimonio. Y que el anillo es simbólico. Y que lo más importante es que la llama no se apague nunca. Y que lo que me espera es una vida llena de satisfacciones. Un divino el viejo, sólo le falta decir que la pollera va cinco dedos debajo de la rodilla y que la interné está llena de degenerados.

Gracias abuelo, pero hace más de diez años que ya estoy en este baile. Sólo quiero reponer la alianza que dos pendejos mal paridos hijos de una gran puta le chorearon a mi mujer.

Error. Ni el tono ni el vocabulario le caben al anciano Alfred, que acusa el golpe con una tos semi tuberculosa. Me acerca una silla, me dice que espere y se va para el fondo del larguísimo local. Sigue la tos por allá por el fondo.

Lo que sigue es una secuencia que no dura más de cinco minutos. Timbre, el socio clon del abuelo que abre y un nuevo cliente que hace una especie de entrada triunfal con pasitos acelerados y dejando caer el saco para que abuelo-clon lo levante. El tipo lleva un anillo brillante cero distinción y un rolex que raja la tierra. La pilcha no está nada mal, pero el perfume lo manda en cana: o funcionario ex chofer-sindicalista o dueño de una bailanta con timba clandestina.

El hombre se arremanga la camisa para que el tremendo orologio quede más visible aún y habla alto, medio seseando. El trámite es renovar el rolex porque siente que el actual ya no le da esa distinción que un hombre de su clase necesita. Abuelo-clon le da la razón y le muestra la colección en una vitrina inmaculada. Me siento en un sketch de Gasalla.

Este impresentable está haciendo fulbito para la tribuna, no hay forma de que se lleve alguno de esos relojes que no bajan de las diez lucas dólar. En eso pienso cuando elige uno de doce lucas y lo paga con tarjeta. Me pone mirada para-vos-nene y sale con los mismos aires de la entrada. Trato de no pensar cuántos yogures de litro sancor de durazno me alcanzarían con esa guita. Unos quince mil.

Vuelve Alfred y me pide disculpas por la demora. Le respondo que todo bien, que igual no fui yo el que se perdió una venta de doce lucas verdes. Otro ataque de tos. Traigan un vaso de agua que se nos va. Clon me muestra la variedad de alianzas y la más barata es cuatro veces lo que tengo pensado gastar. Antes de irme hago un poco de show. Miro, pregunto, comento y aseguro que paso más tarde. Mentira.

Salgo en dirección a Liberty Street y de nuevo la jauría. Catorce perros, todos juntos, sin bozal. Los veo venir y me pregunto cómo carajo hace el paseador para que no se caguen a tarascazos entre ellos. Los paseadores tiene ese don. Ése, y el de hacerles creer a las dueñas que sus perros salen a correr y descargar energías y no a pasarse la hora atados a un alambre mientras los paseadores fuman y ceban mate.

Compro la alianza en negocio gris de Liberty Street y le pego un llamado a mi mujer. Hoy hacemos morfi frente a la tele. Hoy sale Gladiador.
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Con olor a revancha


La situación era lo más parecido a lo que seguramente habrán sido los días previos al diluvio universal.

Nuestro Noé era una suerte de lo que hoy la crueldad adolescente llama nerd. Creo que en esa época no existía la palabra nerd, quizá porque casi nadie tenía computadora. Cuestión que este flaco era nuestro Noé y el resto de sus compañeros de carpa veníamos a ser los animales que supuestamente se iban a salvar.

El cielo no podía estar más celeste. Y en esa zona de sierras (sieyas, porque era en Córdoba) el cielo era más celeste todavía, casi azul. Estaba, ponéle, prístino. Sí, prístino suena bien, siempre me gustó esta palabra pero no tenía dónde usarla. O sea, si venís de afuera y alguien te pregunta qué onda el clima vos no le respondés joya, cielo prístino. Pero acá calza perfecto. Cielo prístino entonces.

Con un cielo así, tan prístino, no tenía sentido lo que estábamos haciendo. Pero, no me pregunten por qué, había algo que nos hacía bancar a muerte a nuestro Noé, que había pronosticado soretes de punta para esa misma noche. Aunque hubiera cielo prístino.

La cosa fue que toda la pendejada se divertía tirándole cuchillos a una iguana que encontramos muerta. Sí, muerta, nosotros no la matamos, tengo testigos. Al bicho lo colgaron de un árbol, sostenido con alambres, y la joda era atravesarle la piel que era más dura que la mierda. Por supuesto que nadie pudo. Bueno, todo el mundo andaba en eso menos nosotros, que chivábamos como locos cavando una canaleta gigante alrededor de la carpa, levantando los bordes con ramas y reforzando el sobretecho con lo que tuviéramos a mano.

Igual que en la historia bíblica, todos se nos cagaban de risa, con ganas, pero nosotros nos golpeábamos el pecho con puño apretado y señalábamos a nuestro Noé. Ya van a ver.

En los campamentos donde no pasan muchas cosas, la clave es coparse con algo que sirva para llenar el tiempo. Así que nos obsesionamos con el operativo impermeabilizante, y de tan metidos en la cosa se nos pasó la hora del almuerzo. Ahí nomás largamos todo y rajamos para la zona del morfi.

Nos recibió una batalla campal. Los cachos de polenta, incomible, volaban onda proyectiles contundentes por un cielo todavía prístino. El cachafaz que había intentado cocinarla no tenía ni puta idea de cómo se hacía, pero se ofreció porque era eso o salir a buscar leña.

El coordinador principal del campamento, el que en teoría tenía que calmar los ánimos y poner un poco de orden, estaba en primera línea del frente de batalla meta revolear esas especies de cascotes que se desarmaban en el aire. Digamos que le sobraba polenta.

Cuando se calmó un poco la cosa, todavía quedaba la difícil misión de calmar a las fieras famélicas que querían saquear la carpa despensa. A uno de los coordinadores se le ocurrió cocinar un revuelto gramajo para los treinta. Usó cincuenta huevos en una mega sartén que sosteníamos entre cuatro, y le metimos jamón, fritas de paquete, queso y algún que otro garzo made in algunos de los graciosos que nunca faltan. Tremendo almuerzo.

Lo que viene, lo que viene, nos dijo el coordinador, es el desafío de los sobrevivientes. El asunto consistía en llevarnos en la caja de una camioneta, tapados por una lona, hasta algún punto en el medio de las sierras. Ahí nos dejaban, en grupos de a cuatro, con una botellita de agua, una lata de paté cerrada y una brújula que nadie sabía usar. La joda era volver al campamento antes del anochecer, mientras los coordinadores se pegaban una siesta criminal sin pendejos rompiendo las guindas alrededor. Programón.

Antes de salir, los de las otras carpas les rogaban a los coordinadores que suspendieran la actividad. Decían que era muy peligroso salir con un clima tan fulero como ése. Otra vez las risas socarronas bajo un cielo... prístino.

Salimos poco después de la una y a eso de las siete y media ya estábamos de vuelta. Ni una puta nube. Todos se concentraron en la gastada para los boludos que se habían pasado toda la mañana haciéndole caso a un desquiciado que se las daba de Dennis Quaid en El día después de mañana.

Fueron cinco minutos, a lo sumo diez. El cielo se puso negro negrísimo, el viento volaba carpas armadas como el culo y las copas de los árboles se movían al ritmo de los truenos y relámpagos que le daban más dramatismo a la cosa. Y no tardaron en aparecer unas especies de gotas asesinas que golpeaban sin piedad. Fue todo tan rápido que no hubo tiempo de disfrutar la cara de pánico de los que corrían desesperados sin saber qué hacer.

Nuestro Noé andaba más ancho que el mismísimo Peucelle. Su profecía ya era una realidad y se sabía respetado por toda la gilada, incluido eu.

La tormenta perfecta no aflojaba, las corridas afuera se multiplicaban y nosotros no hacíamos más que disfrutar nuestra revancha. Hasta que pasó lo impensado.

La primera señal fue un sutil aroma que logró romper la buena onda que había en la carpa. Silencio de tensión. Treinta segundos fueron suficientes para que el hedor se hiciera insoportable. Un pedito podrá ser divertido, como dice mi hijo Little J, pero aquello superaba el umbral de lo tolerable. Lluvia o cámara de gas, ésa era la cuestión.

Fui el primero en disparar. No tuve ni tiempo de buscar la campera, y a los dos metros ya estaba mojado como si me hubiera caído en un arroyo. Me metí, al pedo, debajo de un árbol y al toque me siguieron los demás. Todos menos el gurú de la meteorología, que decidió quedarse en la carpa por razones obvias.

Así concluyó la simpática historia del tipo que supo predecir los soretes de punta pero no pudo controlar los propios. Un capo.
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Crónica de un final no anunciado


Serían algo así como las dos de la mañana y Sancho dormía como una morsa en su casa cuando escuchó ruidos que venían de la planta baja. Fue a ver qué onda y se encontró con dos mini chorros que se paseaban sin preocuparse mucho por ser silenciosos.

Uno estaba prendido al celular meta mandar mensajes y fue el otro el que lo vio aparecer.

Nada de hacerte el loco porque te quemamo, te metemo bala, ¿dónde tán lo billete?

Sancho todavía andaba medio dormido pero tenía claro que su caso iba directo al noticiero de Crónica. Y lo que menos quería era que las imágenes lo mostraran desfilando con las gambas para adelante y en una bolsa plástica negra con cierre. Por eso optó por quedarse en el molde. Al menos hasta que viera cómo venía la mano.

Cuando los inimputables le preguntaron si había alguien más en la casa, Sancho agradeció que su mujer lo hubiera dejado de garpe para irse con el profesor de pilates y que ya no viviera con él. Porque con sus ataques de histeria, la joda habría terminado con bala para ella, por insufrible, y bala para él, por haberse casado con ella.

Tampoco estaban sus dos hijos, así que se las tenía que arreglar solo con estos dos reos que todavía no habían cambiado la voz y ya salían de caño.

Sancho no podía creer su mala suerte. En su casa nunca había un mango salvo ese fin de semana porque había cobrado de la compañía de seguros un siniestro ocurrido dos años antes. Y era una guita importante que guardaba en un cajón bastante a la vista.

Primero pensó que alguien lo había botoneado y que los pibitos venían con ese dato. En ese caso no se iban a ir hasta que les hubiera entregado billete sobre billete. Pero no parecían estar al tanto, ni de eso ni de muchas otras cosas. Estaban como en formato semi alfa.

El dueño de casa era cinturón negro en karate, pero la cosa venía despareja porque los caquitos, que empezaban a impacientarse, andaban bien calzados y le apuntaban a la cabeza.

Copáte con algo para comé, viejo choto, hace bocha que no comemo nada.

Lo de "viejo" fue mucho más grave que lo de "choto". Lo agarraron a Sancho por el lado que menos les convenía. Y Sancho, que se mataba a ejercicios para intentar mantenerse hecho un pibe, se olvidó del juego conservador y mandó a todos sus jugadores al ataque.

¿Pero qué se creen, pendejos, que esto es un restorán? Dejensé de romper los huevos y liquidemos el asunto, que me quiero ir a dormir porque mañana tengo que laburar.

La diatriba los descolocó, así que se animó a subirles la apuesta. Les propuso amablemente que se fueran como habían llegado, a cambio de que él no les diera una tunda.

Los pibes chorros se miraron. Había algo en la propuesta que no les cerraba.

En eso estaban cuando escucharon ruidos de llaves en la puerta principal. El que parecía más canchero corrió escaleras abajo y el otro se quedó con Sancho, temblando como loco. Sancho aprovechó la confusión y se le fue al humo. El pibito le gatilló dos veces pero el tiro no salió. Sancho enseguida entendió que el cartelito de fiambre ya lo tenía colgado, así que en un par de movimientos certeros lo desarmó. Lo desarmó en todo sentido, porque primero le sacó el fierro y al toque le regaló una paliza de colección que lo dejó casi inconciente.

Sancho se asomó por una ventana y vio que el que acababa de llegar era uno de los hijos, mucho más polvorita que él y capaz de hacer cualquier locura. Por eso agarró el fierro lo más rápido que pudo y se mandó para abajo. Antes de llegar, escuchó un disparo que lo paralizó y al toque un portazo y corridas. Nada bueno podía estar pasando.

Les debo el final porque el tipo que contaba la historia se bajó antes que yo. Si lo vuelvo a ver por el tren le pido que me diga cómo terminó la cosa.
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Más boludo que supersticioso

Raro ver un domingo a la tarde a una cuadrilla de pintores pegándole una lavada de cara al banco.

Raro porque es domingo y raro porque la verdad que la pintura que ya tiene no está nada mal. Si fuera mi casa, tranquilamente la hago que tire un par de años más, pero para un banco que atiende como el culo a sus clientes, la imagen es todo lo que le queda. Una buena fachada es fundamental.

Los artistas de la brocha gorda se despliegan por todo el frente del edificio y la única opción que tengo para entrar al cajero es pasando por debajo de la escalera de uno de ellos. Y sí, vamos para adelante. El muchacho de la escalera -que calza un mameluco que pide cambio a los gritos- me mira espantado y casi que no le dan las gambas para bajar de a cuatro los escalones. Con la mirada parece decirme que no va a ser cómplice de mi desgracia.

En general no soy supersticioso. Pero me da cosa no seguir, de mínima, los tres o cuatro principios básicos que pregonan los que se animan a manejar la moto con una sola mano para tocarse el izquierdo cuando se les cruza un gato negro. Por eso dudo un poco antes de mandarme. Y sí, de sólo verlo al pibe tan convencido de sus creencias, me hago el guapo para incomodarlo y demostrarle que tampoco hay que ser tan extremista. Así que paso como si nada.

Un supersticioso diría que llevarme la marca de pintura fresca en la mano es consecuencia inmediata de ese acto de rebeldía. O es de boludo, andá a saber.

Con la mano que me queda limpia meto el plástico en el cajero y miro de reojo. A través del vidrio lleno de polvo, el pintor me observa con cuidado. Lejos de estar planeando un golpe de salidera bancaria, el pibe está más bien horrorizado por mi desparpajo para desafiar al destino. No sé, capaz que está esperando que la máquina me deje frito con una descarga eléctrica o algo así. Me da un escalofrío jodido, no puedo evitarlo. Por eso no me parece tan grave que el aparato me tire un mensaje de saldo cero. Hubiera jurado que algo tenía pero no es nada de otro mundo que funcionen mal estas máquinas que en teoría reemplazan al hombre para lograr mayor eficiencia.

Salgo del banco y paso de vuelta por debajo de la escalera. Menos por menos, más. El pintor se aleja unos metros moviendo la cabeza onda ahora sí que estás en el horno.

El día está diez puntos y Tigre está lleno de turistas, de esos que se instalan en un metro cuadrado de parque y la pasan bomba. Aire puro para cargar las baterías necesarias para soportar la vuelta a casa, compartiendo ruta con los otros sesenta y dos mil ochocientos paseantes que tuvieron la misma idea.

Mientras esquivo domingueros me parece ver algo que no me copa del todo. Lo que me faltaba: que se me cruce un gato negro. Bueno, casi negro, porque en realidad es tirando a gris topo. Pero en el fondo yo sé que es pelambre negro desgastado por los años de uso. Como para no dejarme dudas, el gato se para justo frente a mí. Me siento en una película de Mel Gibson, viendo asomar y esconderse la cara del pintor por detrás de la gente que hace del parque un enorme hormiguero. Me niego al gesto obsceno que ahuyenta la mufa. Demasiada gente, mucho borrego.

Cruzo el parque y se me acerca un cuzco de lo más patotero. No lo dejo ni llegar al tercer ladrido y lo calzo de lleno con el empeine para no darle la menor oportunidad. Sale disparado con la cola entre las gambas y me arrepiento. Me arrepiento primero, porque el pobre llora desconsolado y, segundo, porque esta historia va directo al blog y le temo a la crítica despiadada de los fanáticos defensores de los animales. Pero si no le pego me muerde, de una.

Llego a las vías y no sé qué hacer. Capaz que se me engancha un cordón en algún lado justo antes de que pase el tren o piso el tercer rail, el que está electrificado. Otra vez la cara del pintor, esta vez en las personas que saludan desde alguno de los dos trenes que dejo pasar. Sindudamente, el puente peatonal es la mejor opción, así que vuelvo un par de cuadras e intento cruzar por ahí. Subo de a uno los escalones, tranqui, no vaya a ser que me encuentre con uno flojo y a la mierda. En uno de los descansos hay dos pendejos prendidos a un tetra y me hacen gesto de te equivocaste. Si fuera un día normal no les doy ni la hora y sigo de largo, pero no es un día normal. Así que vuelvo sobre mis pasos.

Bajo y camino hasta la estación para no tener que cruzar las vías. Otra vez a los saltitos entre lonas, mates, reposeras y puestos de falsos hippies. La cumbia se mezcla con el estruendo que hacen los que le dan sin asco a las tumbadoras. Sobran los padres que, con pretensiones de salvación segura, no les dan respiro a sus futuros delpotros o messis y los hacen practicar casi hasta el desmayo.

Camino a través del playón donde cientos de personas demuestran lo malo que uno puede llegar a ser arriba de un par de rollers. Dos me pasan rozando y de pedo no me dejan dando trompos. Temo por mi integridad física, porque no es un día normal, y por eso decido que mejor va a ser bordear el playón, aunque el camino a casa termine siendo más largo. Ya casi llegando, pierdo algunos minutos más mirando varias veces hacia ambos lados de un cruce que, históricamente, tiene un promedio de uno coma dos autos por hora.

Ya en casa, le cuento el periplo a mi mujer y me dice que estoy loco. Mirá qué novedad. Para demostrarle que los planetas se alinearon contra mí, prendo la computadora y entro al sitio web del banco que, extrañamente, no se cuelga. Miro el saldo.

Definitivamente, soy más boludo que supersticioso.

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No tan feliz-feliz en mi día


Pasaron veintidós años pero qué difícil se hace borrar esa cara, ese gesto de esto no me puede estar pasando a mí.

La adolescencia es entrarle de volea a la puerta y llevarse la vida de atropellada. Es buscar en cada paso el componente rebelde, hiriente, provocador.

En mi clase no era lo que los gringos llaman popular. Ni cerca. Soy y siempre fui un tipo reservado, un pura sangre materna. Si te pagaran por cada sonrisa o cada palabra te morirías de hambre, me dice siempre mi mujer. Dicen que soy aburrido.

El que se guarda para adentro, cada tanto tiene que tirar una bombita para decir acá estoy. Pero hay bombas y bombas.

Era el día de mi cumpleaños número trece. Un numerito el trece. Estaba como afilado y andaba con ganas de hacer algo diferente, quería ser tapa de diario.

En esa época me movía de acá para allá con el Bocho, un buena onda con quien me había metido en una especie de carrera para ver quién hacía la cagada más importante. Veníamos palo y palo.

Los que trabajan de preocupar a padres de hijos inquietos dicen que hay pibes que son muy inteligentes y por eso se aburren en clase y por eso hacen quilombo. Yo compartía con este grupo sólo la última parte de la ecuación. Lo mío no tenía nombre científico.

Teníamos en el colegio una maestra de inglés que era diez puntos. Le sobraba onda y había logrado lo que pocos pueden hacer con un grupete de adolescentes, ser una más. Y a nosotros nos costaba uno y medio asimilar que hubiera una popular del otro lado del mostrador.

El golpe no fue planeado, para nada. Recreo largo, libertad para deambular por las clases, el Bocho y yo juntos con un par de tizas en la mano en frente del pizarrón. No había internet en esa época así que no sé de dónde sabíamos tantas expresiones que son una patada en las encías para quien las recibe.

Unos pocos minutos fueron suficientes. El repertorio de frases no aptas se desplegaba frente a nosotros y nos dolía de sólo mirarlas de reojo.

Bueno, como momento de alta adrenalina ya está, listo, ahora borremos esto que vamos en cana.

No encontramos un puto borrador ni en esa clase ni en el resto del piso.

Volvimos para borrar con la mano pero algún vivo, más vivo que nosotros, había trabado la puerta. No pudimos entrar.

De haber imaginado las consecuencias, habría roto el vidrio con la cabeza y borrado el pizarrón con la lengua. Pero dormimos, apareció la destinataria de nuestras caricias escritas y todo se desbarrancó.

La pobre estalló en llanto y se fue arrastrada por un mar de lágrimas. El que apareció enseguida fue el maestro de lengua que se las daba de una mezcla de Sherlock Holmes y Horatio el de CSI Miami. De pedo no se puso a levantar huellas digitales.

Nadie se mueva, nadie toque nada. La mueca de la letra eme es muy particular. Todos escriban palabras que empiecen con esa letra. Creo tener indicios de quién fue.

Qué manera de decir huevadas. Pero por las dudas me cuidé de no volver a hacer la mueca. Y la escribí con la zurda.

Pet Detective se quedó un rato como estudiando la escena del crimen. Miraba todo con atención y cada tanto nos echaba a todos una mirada calibre treinta y ocho. Se fue con una de las patillas de los anteojos en la boca, onda oficial de la CIA meditabundo.

Cuando llegué a casa me esperaba la torta de cumpleaños, que ese día tuvo un gustito especial. No pude pasar ni los confites.

Los días siguientes tuvieron un poco más de show de Proyecto Sherlock, que ya hablaba de autor intelectual y autor material y comentaba sus hipótesis. Frío, frío. La teacher no apareció por el resto de la semana.

La cosa era que si no abríamos la boca no tenían forma de saber quién había sido. Pero la mina era más buena que Jacinta Pichimahuida y ni en pedo se merecía eso.

Cuestión que finalmente bajamos la saviola, cantamos y pedimos perdón. Nos rajaron a los dos.

La joda terminó con un verano a full estudiando inglés para entrar a otro colegio. Sí, justo inglés, como si el destino se hubiera aliado con la teacher ofendida.

Final abierto a piacere del lector.

Uno, terminé en el colegio nuevo que estaba más o menos. Al toque me convertí en popular porque no tardaron en enterarse de que me habían expulsado del otro, y yo me encargué de inflar un poco la cosa.

Dos, me echaron también del colegio nuevo y pasé a un reformatorio donde me reencontré con el Bocho y le fajamos catorce puñaladas al tutor que nos dijo que no éramos populares. Escribo mi blog desde la cárcel porque las cárceles vienen con wifi.

Tres, me dieron la probation y me quedé en el colegio de siempre. El director me chantó un cuadernillo de caligrafía de seiscientas páginas para que hiciera buena letra durante toda la secundaria.

Elige tu propia aventura. La mía no.


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Mercaderes de bajo vuelo


Para mi abuelo, el british tea era sagrado. Podía tomarlo con cuarenta grados de calor y disfrutarlo como si estuviera escapándole al frío en algún gélido rincón de Ushuaia. Aunque de inglés no tenía ni la sombra, no había nada que pudiera hacerlo desistir de su infusión, que acompañaba siempre con tostadas y mermelada de naranja. Nunca una gaseosa cola, que para él era jugo de peine.

También eran sagrados los encuentros en su casa todos los domingos. Y cuando se hacían las cinco de la tarde, al viejo se le iluminaba la cara y exhibía una sonrisa que casi le daba toda la vuelta a la cabeza.

Así se dejaba ver siempre, salvo aquel día, poco tiempo antes de que el Barbas le comprara el pase. Estábamos en su casa y nos aprestábamos a compartir con él la ceremonia de cada domingo. Pero la sonrisa se había borrado y en su lugar había aparecido un gesto que era mezcla de preocupación y tristeza. Y nos contó.

Mi abuelo era un fanático incurable de los pájaros. Fanático de los que se conocen todas las especies, costumbres y etimología de las nombres. El tipo te reconocía cualquier animalito con alas y te tiraba la ficha técnica con detalles que no encontrás en wikipedia.

Tan apasionado era que se mandó a construir una pajarera gigante, de ésas que tienen forma de campana y que les podés meter pajaritos a lo loco. La tenía llena y cada mañana los plumíferos le regalaban un concierto de cantos fenomenal que lo hacía encarar el día con el ánimo por las nubes.

El bajón del viejo llegó porque un día les fue a dar de comer y se encontró a un par que estaban hinchados como una pelota de tenis y con las gambas duras para arriba. Y al día siguiente otros dos.

Con ese panorama poco alentador, llamó a un veterinario que le sugirió avanzar con una autopsia. Así como leés. Una autopsia. A un pajarito.

El viejo contaba todo esto en una mesa donde éramos entre quince y veinte personas. Cuando llegó a la parte de la disección fue muy difícil mantener el gesto adusto de sólo imaginar al plumífero acostado sobre una camilla y al forense rodeado de instrumentistas quirúrgicos analizando el cuerpecito frío del occiso.

Casi todos pudimos contenernos. Uno de mis hermanos no. Sin medir el impacto que pudiera tener su comentario, el pibe mandó que mucho más barato que contratar a un veterinario era comprarse más pajaritos.

Al abuelo no le dio un paro cardíaco porque tenía el bobo más fuerte que una piedra. Pero se hizo un silencio bastante incómodo y no me quedó otra que meter un bocado:

- Bueno, seguí, ¿cuál fue el resultado de la autopsia?, ¿de qué murieron los pobrecitos?

- De estrés.

Hasta ahí llegó nuestro esfuerzo por acompañarlo en el dolor. No hubo carcajadas groseras pero igual al abuelo le dolió en el alma que lo tomáramos en joda.

Para romper esa atmósfera que se cortaba con tijera, me la jugué y le ofrecí al viejo llevarlo a un bolichito que vende todo tipo de animales. Especialmente pájaros. Y especialmente si están en peligro de extinción.

Mi abuelo agarró viaje y a los dos días nos arrimamos hasta una especie de antro que despedía un olor violento y exhibía una increíble colección de aves, serpientes, ratas, iguanas, lagartijas, tortugas. De todo.

Había clientes que pedían por especies que yo ni sabía que existían. Y los dueños del local a casi nada respondían que no. Si el bicho no estaba en stock, prometían conseguirlo.

El viejo estaba como pibe en juguetería. Me hacía acordar a un sobrino mío que se divertía como loco cuando su madre lo subía a los autitos del shopping, pero que un día fue con la tía y descubrió que si le metés moneda hasta se mueven y hacen ruido. Mismo nivel de excitación.

Después de un par de vueltas, lo acompañé hasta la góndola de los pájaros. No podía creer que vendieran cardenales y se anotó con algunos. Pero lo que más le llamó la atención fue la oferta de un set de canarios machos cantores que se vendían a un precio irrisorio.

Nos fuimos de la tienda con los cardenales, los canarios machos cantores y algunos ejemplares más que compró para redondear la cifra. El tipo estaba feliz y se la pasaba comentando lo increíble de haber conseguido tan buena mercadería a tan bajo precio.

A los pocos días, de visita en su casa, lo noté un poco desanimado y me comentó que los canarios machos cantores no largaban ni medio acorde. Le sugerí que les diera tiempo hasta que se acostumbraran a su nuevo hogar y eso pareció tranquilizarlo.

Pasó el tiempo y no se volvió a tocar el tema. Hasta el día que llamó a casa y pidió por mí.

- ¿Te acordás de los canarios machos cantores? Acaban de poner huevos...

Para un culebrón


Señora Teja no es lo que se llama una fana de los curanderos, manosantas, sanadores. Ni ahí. Y en público capaz te dice que no son más que una manga de chantas que se aprovechan de los desesperados.

Bueno, en este caso ella vendría a ser una desesperada que no tuvo más remedio que ir a ver a uno de estos aprovechadores.

Es que la culebrilla la tenía de malas, pero de malas en serio. Le ardía como si le hubieran tirado alcohol después de apoyarle una plancha al mango.

Por eso ese día aflojó y le hizo caso a una vecina que hacía tiempo le venía insistiendo para que fuera a ver al Pai Oscar.

Señora Teja dijo en su casa que tenía cosas que hacer y se despidió. Que no la esperen a almorzar. Ni su marido estaba al tanto de la movida.

Antes de salir garabateó en un planito las instrucciones que le dio la vecina, que no sabía el nombre de ninguna calle y siempre había ido a este lugar manejando referencias muy vagas.

Tardó una hora y media en encontrar la casa. Antes había tenido que preguntar unas ocho veces porque ya no estaba más estacionado en la puerta el falcon gris sin cataforesis que recordaba la vecina.

Señora Teja estuvo varios minutos revoleando la gamba para un costado para sacarse de encima a una jauría de cuzcos afónicos que anunciaban nueva cliente. Señora Teja pensaba que lo único que le faltaba era que una de esas ratas ladradoras le dejara otra herida para curar.

Sepa usted disculpar la demora, es que mi asistente hoy está de licencia.

El curandero era una versión beta del padre Miguel, el cura que ídem en el cementerio de la Chacarita invocando a su madre muerta.

La recibió con un kimono de feria de garage que le bailaba por todos lados y un engominado violento sobre pelambre de lavado mensual. Las sandalias raídas le hacían juego con una cicatriz de pelea callejera que le adornaba un costado de la cara.

Capaz que el chamán podría estar viviendo en cómodo chalet, pero parte del show es mostrarse un toque espartano y desprendido de lo material. Esa onda es clave.

Entraron por una puerta angosta corriendo las cintas de colores onda almacén de barrio, y enseguida Señora Teja se encontró sola en un espacio bastante amplio, piolamente ambientado para dar esa sensación de estoy un par de escalones por encima del resto de los mortales.

El olor y el humo de los sahumerios eran una cosa de locos. Visibilidad reducida diría Mauri en el noticiero de la mañana del trece.

Señora Teja dijo ya estoy, así que vamos a liquidar el asunto. Le contó de la culebrilla y el Pai procedió.

Levantó la tapa de una especie de fuente que había en un rincón de la habitación y agarró al azar uno de los sapos que nadaban desesperados para huir de las garras del verdugo.

Pai Oscar, casi te diría que disfrutándolo, agarró a uno por las patas y lo apoyó sobre el sarpullido marca cañón que traía Señora Teja.

Recitó unas plegarias que Señora Teja nunca entendió, y la dejó sola diciéndole que en pocos minutos el batracio absorbería el veneno y la culebrilla desaparecería.

Señora Teja empezó a preguntarse si terminar allí había sido una decisión inteligente. Estaba ahí recostada sobre una mesa que en cualquier momento se venía abajo, con un sapo que la miraba fijo como queriéndole decir en un rato paso a mejor vida sólo para aliviarte un poco el dolor.

Cada cinco minutos se asomaba el Pai para ver qué onda el sapo. Porque según el ritual, se tenía que cagar muriendo por absorber el veneno.

Pero no fue el caso. El Pai entró y salió unas siete veces. El sapo estaba a las risas y la culebrilla seguía en el mismo lugar, incluso más irritada porque Señora Teja empezaba a impacientarse pero en serio.

Pasemos a la segunda fase porque esa culebrilla carga con demasiada energía negativa.

El Pai desapareció y volvió con un jarro de tinta china y una pluma gigante como de avestruz. Señora Teja alzó una ceja y amagó levantarse.

Pero en dos segundos el Pai había desparramado el líquido y había escrito sobre la zona afectada unas palabras que Señora Teja no pudo identificar.

Al toque agarró un recipiente con agua y empezó a mover como loco tres ramitas mientras rezaba a los gritos con ese tono que le ponen para que todo parezca más paranormal.

Yo iba por un caminito, me encontré con un santo, me preguntó qué tenía y yo dije que culebrilla, que con qué se curaría. El santo me respondió que con agua de la fuente y rama de Señora Teja.

Ni siquiera rimaba.

El Pai empezó a incomodarse porque Señora Teja ya no disimulaba su cara de pocos amigos. Hizo un esfuerzo importante para mostrarse calmo pero la realidad es que quería acabar con todo eso de una vez por todas.

Terminó la segunda fase y nada.

Transpiraba. El Pai transpiraba como loco. Señora Teja largó un grito algo contenido cuando intentó limpiarse la tinta con un trapo viejo que el Pai le había dado. El sarpullido ardía más que cuando entró.

Pai tomó un cuaderno que tenía sobre una repisa y se puso a escribir a las apuradas. Dobló el papel y se lo entregó a Señora Teja, que asegura haber visto al sapo guineándole un ojo mientras abandonaba el lugar.

La letra del Pai era lo único que podía asemejarlo a un profesional de la medicina. Pero con algo de esfuerzo Señora Teja lo descifró.

Lisalgil en cápsulas, una por día durante una semana, si sigue con molestias consultar al médico.
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