Señor Cagabronce está feliz




Lo cultural no es para mí.

Me terminó de caer la ficha el día que me planté frente a la señorita guía del Museo del Prado y le pregunté en qué piso estaba la Gioconda.

Un tipo con ese nivel de desorientación me parece que tiene que llenar su tiempo de ocio con otra cosa. Mirá que le pongo garra, pero no hay caso.

Pienso en esto mientras me paro sobre las mismas baldosas por las que alguna vez el prócer paseó su malhumor. Estoy en la casa del prócer de la cara de culo, y no puedo evitar mimetizarme un poco.

Pero esto no es ocio. Estoy acá por laburo, que consiste en hacer que la prensa se interese por el libro que hoy presenta Señor Cagabronce, mi cliente.

El libro habla sobre las casas donde vivió el prócer, incluida la que estoy ahora. Y es todo lo entretenido que puede ser un libro que habla sobre las casas donde vivió un prócer.

Señor Cagabronce es relativamente joven pero habla como si fuera de la época del prócer. La audiencia le festeja cada frase llena de telarañas y eso para Señor Cagabronce es una caricia en el ego.

Mientras avanza la perorata, voy practicando mi propio discurso. Tendré que explicarle por qué los periodistas no comparten su idea de que este evento es el hito cultural del año. Tendré que explicarle que capaz tenían algo más importante que hacer que venir a esta especie de montaje donde un tipo habla con simulada pasión y la comunidad del prócer le devuelve la pared con un entusiasmo que roza lo cretino.

La sala está llena y estoy al borde del sofoque. La casa del prócer es intocable y por eso no pueden chantarle un aire acondicionado. Y a eso sumale el cóctel de perfumes de feria que se echaron encima todas estas señoras que juegan para el equipo de querer pertenecer.

Señor Cagabronce termina su presentación y estallamos en un aplauso sostenido. Ya era hora.

La gente se le tira encima y se saca fotos como si fuera Vargas Llosa. Señor Cagabronce infla el pecho y responde con una sonrisa como muy formal. Abrazos y besos en abundancia. Promesas de lectura que no se van a cumplir.

Los amigos incondicionales que vienen a hacerle el aguante llegan a último momento para hacer saludo de atrio.

Con un timing tremendo, entran en escena los cazadores de cócteles que se leen la sección agenda de todos los diarios y van a cuanto evento haya para llenarse el buche con algún canapé o una copita de tinto.

Señor Cagabronce quiere asegurarse que todo el mundo se lleve el libro. Nada de montar mesita con promotora y quedar a merced de algún familiar o amigo muy amigo que lo compre aún sabiendo que va directo a nivelar esa mesita que no para de moverse. Por eso regala un ejemplar a cada presente.

De golpe entro en el radar de Señor Cagabronce y se me acerca casi a los saltos. Apoya el champú en una mesa y me chanta abrazo etílico para darme las gracias como si yo hubiera tipeado el libro. Le digo al oído que esto recién empieza y que hasta el Nobel no paramos.

Señor Cagabronce está feliz. Mucho más que Riquelme. Y yo también porque en dos movimientos gano la calle y dejo ese universo que no me cabe ni medio.

Ricky nos debe la foto



Hubo paella de calamar en ese último capítulo y el matador se trepó a la b nacional después de ganar apertura y clausura en campañón de antología.

Con el pescador, el juez y evo saltamos a la cancha para dar nuestra propia vuelta olímpica y hasta nos animamos al avioncito de rambert con aterrizaje y derrape incluidos.

En el medio de los festejos asomó la figura de un Ricky Sarkany sacado al mango. En cuatro patas y actitud frenética, el tipo arrancaba un pan de pasto para llevarse de souvenir.

Ricky tenía cámara y nosotros lo mirábamos con una envidia más enferma que la enfermedad itself porque nos habíamos olvidado la nuestra.

A Ricky le sobra onda así que se sacudió la tierra de las manos, peló su mejor sonrisa y se ofreció a retratarnos.

El marco era un caramelo porque a la pinta de los modelitos sumale un fondo enrojecido a pura bengala. Bengalas de tirar para arriba, no de apuntar a la gente.

Ricky se creyó en una de sus producciones mega y nos tuvo un rato posando y exhibiendo sonrisa de acalambrarse la mandíbula mientras disparaba desde todos los ángulos.

Nos despedimos con beso y le anotamos nuestro mail en un papelito.

Ricky se perdió entre la gente y como estábamos bien para arriba nos mandamos a dar otra vuelta olímpica.

El que entró en escena al trote fue el Beto Casella. Nos pusimos a la par y lo acompañamos algunos metros mientras le gritábamos que su programa de entonces era de lo más pelotudo que había en el aire. El tipo nos sonreía y asentía en medio del quilombo que no dejaba oír una goma.

El final de la joda nos encontró tratando de mandarnos a los vestuarios para festejar con los jugadores, pero la cana andaba de cachiporra fácil así que nos fuimos a la mierda.

La película de aquel día se me vino a la cabeza cuando vi la gráfica de una mina mostrando pepés made in Ricky. Pepés que son mas feos que agarrártela con el cierre pero que no te salen menos de cinco gambas.

Se me dio también por pensar si Ricky, que vende la imagen de un tipo progre y gay friendly, fabricará o no zapatos para travestis que son horma ancha y no te bajan de un 43.

Debimos habernos imaginado que no podíamos esperar mucho de un tipo que no llega al metro sesenta y que además usa barba candado.

Ricky, copate y mandanos las fotos.