Concentramos a lo Romario


Roma tiene su Coliseo, Paris su Torre Eiffel, Londres su Big Ben.

Polvorines tiene su Viccenza, un bolique que la rompe toda y que no es patrimonio de la humanidad por esas cosas de la injusticia universal.

No hay que morirse sin conocer Viccenza, dijo un reconocido referente de la cultura vernácula. Por eso no me quedó otra que darle para adelante cuando el team propuso que el bolique fuera testigo de nuestros festejos por haber zafado del descenso.

La movida arranca con viaje en remis hasta la zona en cuestión. El remisero parece ser de los que les gusta prender la radio. La propia.

El tipo me habla sin parar desde troncos de talar hasta el cruce de la 197 con la boulogne sur mer. Sólo toma un poco de aire cuando necesita hacerme una pregunta. Una boludez. Pero no me da tiempo a responder porque empieza a sonar Arjona y pone la radio al taco. Hay interferencias y se escucha como el culo pero al remisero meloso no le importa y tararea que el escote en su espalda llegaba justo a la gloria.

El tipo juna Polvorines porque vive ahí y se ofende porque le pregunto si conoce Viccenza. Vos preguntá si conocen a Tuqui y después hablamos.

Hago escala en lo de Jota. Me encuentro con la muchachada dando el mismo espectáculo que dieron en cada uno de los partidos que jugaron desde que se quedaron sin su enganche goleador. Dando lástima.

En la mesa de dos por tres y medio no entra un solo cadáver más. Salvo alcohol de quemar no falta nada. Me dicen que recién están entrando en calor y les respondo que el cuadro se parece a un partido ya perdido por goleada. A Nolo no le causa gracia y sigue con su numerito de mini equilibrista en donde son protagonistas una botella, dos tenedores y un monda quebrado. De todo por dos pesos.

MKT está en llamas. Saca un cuento detrás de otro y entretiene a la tropa con actuaciones grotescas. Tanta energía le pone que termina consumiéndose todo el crédito del escabio. Uno menos para Viccenza.

Durante las casi dos horas en las que el hincha de Racing intenta hacerle sombra a Nolo tratando de sacar el corcho de adentro de una botella, los demás se pisan para hablar sobre las mejores jugadas del torneo. De un torneo que no jugué por la lesión que terminó en cuchillo y me alejó de las canchas. Los relatos se repiten y hasta se mezclan con situaciones de campeonatos anteriores.

Si no los conociera pensaría que están hablando del Milan de Gullit y Van Basten. Pero tengo claro que lo de inflar un poco la cosa es parte del folclore. A falta de un programa que repita las jugadas desde todos los ángulos, la posta es dejar volar la imaginación y agrandar la trucha para sentirnos un poco profetas de la caprichosa.

El alcohol corre que da calambre y los cuentos son cada vez más fantasiosos. Sólo me sale pensar cuánto tiempo tardaríamos en colgar los timbos si alguna vez pudiéramos vernos jugando al fulbo por TV. Jogo cero bonito.

Se hace la hora y nos mandamos en masa a Viccenza.

La cuadra está hasta las manos. Campo Indoamericano un poroto. De Soldati a Polvorines sin escalas.

El gordo chimichurri custodia la puerta y se maneja con muecas. Vos si, vos también, vos si, vos también... con tal de facturar un par de morlacos dejan pasar a cualquiera. Hasta el patrón Bermudez podría pasar sin llamar la atención.

No piden identificación pero sí te hacen levantar brazos y separar gambas. Le toca al gordo Chimichurri y a la bolsa de anabólicos que lo acompaña meter mano y palpar de armas. La pinta de facineroso no entra entre los elementos prohibidos.

Chiqui es nuestro anfitrión y nos hace la visita guiada. Chiqui anda por los dos metros, es nuestro nueve goleador y ya tiene domicilio en Viccenza. Todos le chantan beso y el tipo se mueve como pez en el agua. Un pez gordo en todos los sentidos.

Chiqui se aleja unos metros y copamos la parada. Tratamos de jugarla de local pero nos escanean con una intensidad que se siente en la piel y nos calan enseguida. Nuestro lateral izquierdo tiene tres pelos castaño claro y el contraste es un escándalo.

Entonados con el escabio que trajimos puesto, mandamos baile con pies juntitos, brazos doblados en noventa grados para adelante y palmas abiertas hacia abajo. Improvisamos pasito y nos movemos al ritmo del chiquichic-chiquichic que propone el bolique como única variedad musical.

Entre el show de luces llama la atención un punto rojo que cada tanto baila sobre la cabeza de alguno de nosotros. Demasiado speed con vodka me trae la imagen de un pequeño buraco en la frente y un hilo de sangre que baja suave por entre lo ojos. Chiqui aparece en escena y nos explica que las estrictas normas de sana convivencia del bolique prohiben levantar el trago mas allá de la altura del hombro y que hay un símil Gordo Chimichurri apostado en cada esquina. La primera avisa con el láser. La segunda te saca de las pestañas.

La muchachada baila como poseída. Saco el celular para retratar el momento y el saco de anabólicos no tarde ni quince segundos en palmearme la espalda. Nada de fotos papi. Chiqui se me acerca por el costado y me grita en el oído. Detrás de esa bocanada con niveles etílicos para nada despreciables, llego a entender que me está diciendo que no le dé pelota. Pretende que haga de cuenta que el grueso que ahora me hace marca personal en realidad no está ahí.

Guardo el celular en el fondo del bolsillo y no lo vuelvo a sacar. Chiqui saca el suyo y dispara como loco. El grueso lo mira jodido y se cagan de risa. Entre gorilas se entienden.

Sigue la joda y ahora el capitán se nueve frenético por toda la pista. Manos detrás de la nuca y codos en alto aleteando sin pausa. No le tenemos mucha fe porque está cada vez mas cerca del partido homenaje, pero el tipo se las arregla para flexionar rodillas y avanzar en cuclillas de acá para allá y viceversa. Un mostro.

El Negro Figura, otro abonado al bolique, saca a relucir su peinado techo a dos aguas y también se adueña de la escena. Se encara todo lo que le pasa por al lado y tenemos que agarrarlo entre cuatro porque no hay forma de que el novio de la flaca no se le venga al humo. Zafamos por el momento.

El clima se pone denso en todo sentido y decidimos que mejor picarnos el champion. Son casi las cinco de la matina y Chiqui quiere que salga torneo de pool. Cuesta encontrar la salida y el pibe pretende que le emboquemos a la pelotita. Ni en pedo.

Al lado nuestro, el Negro Figura sigue buscando que algún novio celoso le llene la cara de dedos pero se asegura que valga la pena. También se queda.

No, pa, ya no estamos para estos trotes.

Las crónicas de Mameluco: la verificación


Maté dos pájaros de un tiro. Aprovechando que tenía que hacer la verificación del auto para venderlo, me mandé con anotador y lápiz para cubrir este trámite que todos pintan como un verdadero dolor de ganglios. El grabador digital y la cámara ídem no pude llevarlos porque me los afanaron en la marcha contra la inseguridad.

Caí a eso de las nueve de la matina y la fila de autos daba toda la vuelta a la manzana. En materia de parque automotor tenías de todo: naves de no creer, otros que ni fu ni fa y más de uno de esos que se arrastran pidiendo a gritos un tiro en el cigüeñal y que se publican como mecánica joya nunca taxi. Entre estos últimos está el mío.

Soy Mameluco, un tipo de contactos. Por eso llegué sabiendo que no había que darle bola a la fila y que tenía que preguntar por el oficial Luna. El uniformado me iba a evitar la espera a cambio de un veinte bien dobladito.

Luna me atendió con una cara de orto que le llegaba a las rodillas. Le dije que venía a hacer la verificación mientras le guiñeaba un ojo de manera aparatosa. Me mandó a hacer la fila como todo el mundo.

Las casi tres horas de espera que me esperaban me animaron a buscar algunos testimonios.

El primero en hablar fue un tipo de unos cincuenta que amablemente bajó unos cinco centímetros el vidrio de su Audi A4. "Estoy desconsolado. Hace quince minutos que tendría que haber empezado mi clase de scuba diving y acá me ves, esperando que la burocracia corrupta se digne mirar si el numerito del motor coincide con el que figura en la cédula verde. Y encima mezclado con autos de todo tipo, un horror. Debería haber un vip para gente como nosotros".

El dialogo se interrumpió porque apareció un empleado de la dependencia policial con una manguera y una especie de taladro de punta cuadrada. El empleado le informó al señor del Audi que por ochenta pesitos le hacía el grabado del número de chapa en los vidrios.

El tipo se bajó de un salto, aterrado de que el flaco le hiciera cagar el auto con esa cosa.

"Pero jefe, los cristales ya están grabados".

"Sí, papi, pero cambió la legislación. Ahora hay una ley que obliga a que los grabados sean arenados. Los que se hicieron con químicos, como es su caso, no corren más".

"Pero por qué no te vas a la recalcada de tu madre".

Lo dijo con la mirada, no hizo falta que la frase saliera de esa boca de dientes apretados. Aparte le hubiera salido carísimo porque sobraban milicos con cantiporras que buscaban costillas.

El hombre se seguía quejando y entonces el empleado policial sacó a relucir toda su diplomacia de tipo que juega en primera: "si querés me podes hablar toda la mañana y yo te voy a responder con fundamentos".

Le dijo también que si quería hacer el grabado en otro lado que ningún problema, pero que se cuidara de que fuera con el método homologado por ley. El hombre del Audi se tuvo que bajar los lienzos y bancarse que le hicieran el grabado "oficial" que escondió al auto detrás en una gran nube de polvo.

Un par de lugares más atrás había un gacel ochenta y nueve, boliche móvil donde sonaba al taco la última entrega de Don Omar. El gesto del vago que lo manejaba era de absoluta resignación y desconsuelo.

El oficial le gritaba sobre la musica una y otra vez: "papi, qué querés que le haga. Volkswagen va con ve corta, tenes que llenar el formulario de nuevo". Preferí que mejor no hacerle nota por falta de garantías.

A la que sí encaré fue a una mina de unos treinta que insultaba en todos los idiomas. Se había fumado una cola de tres horas y el verificador le decía que tenía que lavar el motor y volver en otro momento porque no se podía leer el número de chasis.

"Son unos inútiles, me hacen perder el tiempo como si no tuviese nada que hacer".

"Señora, si no quiere perder más tiempo haga más rápido lo que yo le digo así terminamos antes el trámite".

La señora estaba en llamas. Se me acercó y me dijo en secreto que tenía una automática debajo del asiento y que en cualquier momento abría fuego contra toda esa manga de burócratas inútiles. Decidí buscar otro testimonio.

Volví a mi bólido. Como lo había dejado apagado y sin nadie adentro, cuatro o cinco autos me habían esquivado y pasaron a estar adelante mío. En una hora no habia avanzado ni medio metro.

¿Qué somos, todos vivos? Sin dudarlo enfilé derecho para uno de los colados, un corsita verde con los vidrios polara. Ahí nomás le grité que le daba treinta segundos para correrse y dejarme pasar.

Se lo dije antes de que bajara el vidrio. Error. El cristal iba bajando lentamente y lo que aparecía del otro lado era la interminable cabeza de una especie de Kanghai el Mongol que refunfuñaba y me preguntaba qué carajo quería.

Sólo atiné a pedirle fuego para un faso que no tenía. Segundos después me di cuenta de que no me creyó.

El horco estaba doblado tipo tríptico adentro del auto, pero enseguida se incorporó y se me puso enfrente. Mi vista quedó a la altura de una hebilla copada con las iniciales del chabón: TM.

Lo último que escuché antes de perder el conocimiento fue lo que dijo una señorita que iba del lado del acompañante: "al fin aparece alguien para desquitarse de estas dos horas de espera".

Desperté al rato en una especie de camilla dentro de una salita del destacamento. Me acompañaban dos policías que habían querido intervenir y también cobraron. Ni rastros del horco.

Cuando me vieron levantarme me devolvieron los pedazos de dos caninos y un premolar que habían metido prolijamente en una bolsita y me despidieron: "Su auto no pasaba la verificación ni que la hubiera hecho Andrea Bocelli. Pero dice Luna que un desparramo como el de hoy no se ve todos los días y nos mandó a aprobar el tramite lo mismo".

El veinte me lo aceptaron igual.
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Mameluco la va de periodista (II)


La que agarró la batuta fue una señora de unos cuarentilargos que mostraba una seguridad como que demasiado apabullante para el gusto de Mameluco, que se movía en puntas de pie.

La mujer se presentó como la responsable de llevar la voz de los indios a la comunidad. Dijo sentirse uno de ellos y capaz que hasta lo parecía si no fuera por dos faros turquesas que rajaban la tierra y un apellido que la ponía mucho más cerca de los Balcanes que del Río Reconquista.

El sol ya no pegaba de frente y pintó fogón, como todas las tardes de los últimos ciento cuarenta y ocho días. Le hicieron un hueco a Mameluco y les chiflaron a los que habían estado tomando sol, que se calzaron unos atuendos de cotillón que remataban con terribles llantas tres tiras de La Salada, especial para la ocasión. El mate con hierbas daba vueltas y los daba vuelta.

Mientras la mujer no paraba de hablar sobre la irresponsabilidad de los empresarios y la falta de reacción de las autoridades que deberían tomar cartas en el asunto, Mameluco la escuchaba con atención y asentía con la cabeza onda cuánta injusticia. Cada tanto pispeaba la cara de esos personajes que se parecían más a un elenco de dobles que andan al salto por un bizcocho que a un grupo minoritario que busca reivindicar los derechos de sus ancestros.

Pegado a Mameluco, un flaco que se debatía entre el mate y una damajuana sin etiqueta no le sacaba la vista de encima.

Cuando se le acabó el speech, la señora croatoba lo invitó a Mameluco a embarcarse en una lancha que los llevaría a ver in situ los restos de un cementerio indígena que estaba siendo arrasado por un empresario de la zona. Los indios quieren que el empresario done las tierras para levantar allí un museo de restos arqueológicos y el tipo, que ya tiene los huevos al plato de tanta toldería, contragolpeó con un proyecto para hacerle un monumento a Julio Argentino Roca y su campaña del desierto. En eso están.

La chata, las típicas del delta, en uno de los costados llevaba la inscripción Ahora Somos Nueve. Mameluco sólo entendió el significado cuando el pibe le explicó -con índice y pulgar levantados girando de un lado a otro- que no habían podido usar el nombre querandíes por cuestiones de propiedad intelectual.

Antes de que Mameluco se subiera a la chata, se le acercó el mestizo de la damajuana con una idem vacía y se le puso a cinco centímetros de la cara. En una oleada etílica que casi lo voltea, le susurró al oído que si le conseguía otra de ésas iba a escuchar la historia secreta del acampe y de todos sus personajes.

A Mameluco le brillaban los ojos. Se subió a la lancha con la croatoba y con el dueño, que cada dos minutos le tiraba indirectas para que de onda lo mencionara en la nota porque de verdad que cualquier aparición, por mínima que fuera, le vendría al pelo para darle un empujoncito a su incipiente negocio de turismo arqueológico.

Los navegantes avanzaron un par de kilómetros por el canal. La mujer, con lagrimas en lo ojos, repetía lo mucho que le dolía en el alma que los vecinos ya no pudieran disfrutar de esos espacios verdes porque los empresarios, además de no respetar la memoria cultural, se habían adueñado de esas tierras a partir de oscuras negociaciones con el poder de turno. Mientras, el timonel hacía lo imposible para esquivar los pañales y botellas de plástico que pintaban la superficie del canal. Mameluco solo estaba pensando en volver, pen-san-doen-volveee-que-gánas-de-volvéer... para poder sacarle data al mestizo antes de que el escabio acabara con él.

Llegaron a una especie de islote con pajonales inmensos y les costó un huevo encontrar un lugar para bajarse. Cuando finalmente lo hicieron, el dueño de la chata se sacó la gorra y se dobló en noventa grados para decir unas plegarias en un dialecto que Mameluco no entendía. Le sonaba jeringoso pero no estaba seguro. La croatoba también se puso en onda contemplativa y le explicó que aquello era un acto de reparación por las agresiones que sufrían los restos mortales de quienes habían habitado la zona.

Después de la ceremonia, la anfitriona encabezó la recorrida por el islote buscando restos de huesos removidos y dispersados. Cuando ya se dieron cuenta de que no iban a encontrar ni un huesito dulce, el dueño de la chata dijo que sorry, que se había equivocado de islote. Ya se había hecho de noche y entonces le batió a Mameluco que si necesitaba fotos de huesos podía entrar a wwww.ahorasomosnueve.com.ar y bajarlas de ahí, que le daba una foto gratis por cada cliente que le consiguiera para hacer el paseo arqueológico.

Ya de regreso al campamento, Mameluco fue a la carpa proveeduría y compró una damajuana para el mestizo. Lo encontró un poco alejado del resto y lo encaró libretita en mano.

El mestizo no esperó ni un segundo y arrancó diciéndole a Mameluco que tenía que desconfiar un poco de los fines nobles que persigue la A.A.D.L.H.Q.S.P.A.H.D.P.P.Q.S.D.Q.S.Q.S. D.A.I.Q.M.M.C.Y.P.Q.S.E.A.M.P.E.D.V.M.Q.E.D.L.E.Q.S.P.E.L.G. (Asociación Amigos De Los Huesos Que Se Parecen A Huesos De Perro Pero Que Si Decís Que Son De Ancestros Indígenas Queda Mucho Mas Cool Y Capaz Que Salis En Algún Medio Porque Ese Discurso Vende Mas Que El De Los Empresarios Que Solo Piensan En La Guita). Que no confíe tanto porque hay indicios de que estaría integrada por personajes no del todo comprometidos con la causa.

Mameluco no se perdía detalle y anotaba todo. Estaba como loco. Le preguntó qué razones lo habían empujado a él a ser parte de la movida y le respondió que no todos los días vienen unos señores generosos que te ofrecen arreglarte la casa, conectarte el agua caliente y regalarte un par de entradas para ir a ver a Piola Vago. Y que él había sido elegido porque el perfil le cerraba diez puntos.

Mameluco le pidió alguna precisión sobre esos señores generosos pero no tuvo respuesta porque el mestizo se quedó dormido. Igual estaba en llamas. Se fue del campamento sabiendo que estaba ahí de cerrar una nota que tenía destino de tapa. Un golazo.

Pasaron unos cuantos días pero Mameluco aún conserva las esperanzas de que algún otro medio publique su nota. Si el director de la revista la cajoneó y nunca más le atendió el celular tendrá sus razones. Mameluco cree en el periodismo independiente. De nada sirve dejarse llevar por los rumores que hablan de una visita amistosa de los señores generosos a la redacción de la revista.

Mameluco sabe que no le faltará oportunidad para demostrar lo que vale.

Mameluco la va de periodista


Mameluco está de vuelta. Lo deportaron por haber sido el autor intelectual de una trifulca que arrojó el escalofriante resultado de catorce griegos empalados, ocho barras argentinos con mordeduras y un hincha de Platense envuelto en un escándalo amoroso que involucraba a uno de los milicos sudafricanos que se metieron a separar.

El proceso que le siguieron para darle el raje fue una boludez al lado de todo lo que vivió en esos treinta días, los últimos veinte en el hospital.

Antes de depositarlo en el aeropuerto, las autoridades le preguntaron si quería buscar sus pertenencias pero prefirió que no. M’Busaka lo quería de vuelta en la posada para que fuera su mano derecha en un nuevo emprendimiento que el morocho estaba por parir: lucha de eunucos en el barro. Había hecho la convocatoria por Internet y en dos días ya tenía sesenta inscriptos, entre ellos un conocido personaje televisivo que ahora es jurado en un impresentable programa -supuestamente de entretenimiento- que de una manera inexplicable se mantiene en el aire hace bocha de años. Pum para abajo.

Mameluco no tenía ni doce horas de aterrizado en nuestro país y ya se había puesto en campaña para conseguirse una changa que le permitiera empezar a levantar el rojo carmesí que tenía en la cuenta bancaria. Antes tuvo que recurrir a un diseñador amigo que a puro Photoshop le armó algunas fotos donde aparecía en la cancha, envuelto en banderas y alentando a la selección. Porque no tenía ninguna chance de que su mujer le creyera esa sarta de barbaridades que había vivido en Sudáfrica. Las fotos terminaron amorosamente enmarcadas sobre la chimenea de su casa hipotecada.

Después de su experiencia en Sudáfrica, Mameluco terminó tomándole el gustito a esto de ser una especie de colaborador periodístico y se embaló como loco. Por eso no dudó un segundo cuando de una conocida revista le ofrecieron un laburito que no pudo rechazar.

Al día siguiente de su llegada al país, Mameluco salió bien temprano de su casa, tratando de no hacer el menor ruido. Así y todo su hijo lo interceptó a mitad de camino y le preguntó qué onda el souvenir que prometió traerle de Sudáfrica. Mameluco le respondió que estaba en la valija que se había extraviado y que tuviera un poco de paciencia.

Mientras caminaba a la estación del tren, pensaba de qué carajo se iba a disfrazar cuando su hijo le reclamara otra vez por su souvenir. La solución apareció ya estando él arriba del tren cuando vio aparecer un vendedor ambulante por la puerta del vagón. El tipo ofrecía unas jabulani imitación medio pelo pero bastante bien de pinta. Si a los jugadores profesionales la original les parecía chota, no había razón para que su hijo sospechara algo si le caía con una de éstas.

El detalle era que Mameluco no tenía una moneda. Había que pensar rápido. El vendedor hizo la rutina de siempre, que consiste en caminar todo el vagón dejando la bola a la ida para levantarla a la vuelta. Cuando el pibe estaba en la otra punta del vagón, Mameluco aprisionó bien el esférico con las dos gambas y le chantó la punta de la birome. En diez segundos la había desinflado por completo y se la guardó en la mochila. Cuando volvió el vendedor, Mameluco lo saludó con sonrisita y un ademán buena onda con la cabeza. El tipo se le quedó parado al lado por unos instantes, desconfiado, pero Mameluco se puso a silbar la Marsellesa mientras miraba por la ventana.

Mameluco llegó a la estación y se sentó en un banco a esperar porque le habían dicho que un remis lo iba a levantar para llevarlo al destino. En eso estaba cuando se puso a mirar la cartelera que tenia enfrente, las típicas donde todo el mundo pega afiches y papelitos tipo clasificados de barrio, todos encimados. Le llamó la atención uno que aparecía desde el fondo, un toque tapado por otros y en donde llegó a leer: busco perra de catorce años, cariñosa, blanquita, recompensaré. Hay cada pervertido, pensó.

Le dio un poco de calor cuando vio aparecer a un gordo de saco arremangado con un cartel gigante que tenía escrito su nombre. Mameluco lo saludó rápido y le dijo que ya podía guardar el cartel. Se fueron raudos hacia el auto y Mameluco no tuvo que darle ninguna indicación para que lo llevara a la zona se conflicto. Tampoco tuvo que rogarle para que le diera charla. Mameluco le tiró un poco de la lengua para conocer su opinión sobre el asunto que lo llevaba hacia allí y el tipo se despachó de lo lindo. Que los empresarios son todos iguales, que no tienen vergüenza, que con tal de hacerse unos mangos son capaces de arrasar lugares históricos de gran significación para la gente que habita el lugar desde tiempos inmemoriales.

La perorata del remisero duró unos cuarenta minutos. El viaje quince. Mameluco se lo fumó tranqui y hasta con cierto entusiasmo porque lo consideraba una fuente confiable. Ahora, cuando el flaco arrancó con que aquel sitio sagrado había sido habitado por los comanches, Mameluco empezó a dudar. Y cuando vio los restos del Rocinante Rosado en tetra que agonizaban junto al embrague, ahí sí pensó que quizá no era tan buena idea tomarlo como fuente confiable.

Llegaron al acampe y el remisero se saludó con beso con los tres o cuatro que le salieron al encuentro mientras se golpeaba el pecho con puño apretado onda los banco a muerte.

Aquello era una suerte de toldería bastante decente. Había un grupo de personas tomando sol a la vera de una laguna, untándose unos a otros con hawaiian tropic y leyendo números viejos de la Condorito. Otros cebaban mate y fumaban sustancias que a Mameluco no le eran extrañas pero que tampoco eran de su consumo diario.

Mameluco sentía que estaba a las puertas de una nota periodística del carajo. Una nota que lo iba a poner en carrera para llegar a codearse con los morales solá, los grondona y por qué no los graña. Mameluco se meó de sólo pensarlo.

To be continued

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Mameluco en fuego cruzado


En el fondo, muy en el fondo, Mameluco se sentía feliz. Hacía una semana que no hablaba con su mujer y los pibes, se había perdido los dos partidos de la selección, y en la posada M’Busaka lo tenía bailando la tarantela para ganarse las dos comidas diarias y una especie de cama que disfrutaba cinco horas al día.

Igual se sentía feliz. Sabía que aquella era una experiencia que ni en pedo volvería a vivir, sobre todo porque su cuerpo no lo soportaría. Lo exótico lo atraía, por eso se sentía feliz.

Dos días después del partido contra Corea, Mameluco estaba meta pasar el plumero en la sala común de la posada mientras los griegos, que habían llegado para el partido contra Argentina, miraban un noticiero donde pasaban un informe sobre los peligrosos barras argentinos. Mameluco reconoció en la pantalla al negro Fiorucci, de la barra de Tigre, cuando le tocó cobrar como loco después del partido que le ganaron a Chicago cuando lo mandaron al descenso.

Uno de los griegos se reía y gesticulaba onda qué miedito me dan estos muchachos. Otro llegó a decir que pagaría una fortuna por tener cinco minutos mano a mano con un barra argentino.

Los griegos al toque se dieron cuenta de que Mameluco le estaba prestando demasiada atención a la conversación y a las imágenes que salían de la mini tevé. Se le acercaron y le preguntaron de dónde era porque ser tan blanco entre tanto morochaje llamaba un poco la atención. Le hablaban en inglés aunque no hacía falta porque Mameluco sabía algo de griego. Lo había aprendido de un tío suyo que vivía en Grecia y que cada tanto viajaba a Argentina hasta que descubrieron que se dedicaba a la trata de blancas. Estuvo en Caseros hasta que la hicieron volar por el aire, con el tío adentro según algunas versiones.

Cuestión que los Sorba se le pusieron todos alrededor en actitud demasiado amenazante para su gusto. Mameluco dijo que era uruguayo y que aguante Forlán, la rambla y el porongo. Sobre esto último tuvo que hacer algunas aclaraciones, porque los griegos empezaban a entusiasmarse.

Como nos lo veía del todo convencidos se apuró a ofrecerles algo de lo que se arrepintió en el segundo siguiente a decirlo.

Los griegos se miraron entre ellos y no hubo uno solo que le hiciera asco a la idea. Eran como treinta y los ponía de la nuca el solo pensar en la posibilidad de cruzarse con los barras argentinos en la escuela donde se alojaban. Vamos a ver si estos argentinos son tan machos como se venden.

M’Busaka llegó a la ultima parte de la charla y enseguida se prendió a la idea. Les dijo que aquello seria una suerte de Safari, casi tan riesgoso como el otro, y que Mameluco los acompañaría a cambio de cincuenta dólares por pera. Agarraron todos.

La escuela estaba en el centro de Pretoria. Hasta allá fue el grupete de griegos enardecidos que se habían fumado hasta el potus que M’Busaka le había encomendado especialmente a Mameluco. Se habían pintado la cara pero no de color esperanza. Los pibes iban a la guerra y venían tan empastados que habían perdido noción de tiempo, lugar y peligro. Y ahí estaba Mameluco a la cabeza.

No fue difícil encontrar la escuela. De los balcones colgaban decenas de trapos que Mameluco alguna vez había visto cuando fue a la cancha. Aguante Mataderos. Barrio Infico es de Tigre. Borracho y sabalero. Al palo por Dálmine. Si muero que sea de lepra. De la cuna al cajón.

Lo que le faltaba. A Mameluco alguna vez ya le había tocado correr cuando la hinchada de enfrente los triplicaba en cantidad. Pero ahora no se enfrentaba a una hinchada. Ahora tenía que vérselas con una especie de selección de hinchadas. Los más hijos de puta de cada una habían formado una suerte de asociación y estaban todos ahí.

Mameluco iba abrigado al mango porque abajo de todo traía la celeste y blanca, por si las dudas tenía que pelarla. Corrió ese riesgo porque entre que se lo empomaran los griegos o esos animales elegía lo primero.

A medida que se iban acercando a la entrada, Mameluco fue aminorando la marcha para no quedar al frente del pelotón, hasta perderse entre los últimos. Pero cuando un gordo gigante alérgico al jabón se les puso enfrente y les cortó el paso, los griegos lo buscaron a Mameluco y le pidieron que le dijera que si tenían tantos huevos como dicen que los esperaban en el patio del edificio abandonado que había en la otra cuadra. Mameluco estaba que se meaba.

El gordo lo miraba fijo y le hacía gestito de qué mierda quieren estos payasos. Mameluco le batió que eran un grupo de griegos que admiraban la pasión y la entrega que tiene el hincha argentino y que por eso les gustaría hacer algunas fotos, todos juntos, en el edificio abandonado.

El gordo infló el pecho y dijo que ma-vale-fiera-todo-piola. Se fue para adentro y al rato volvió peinado y con el mejor buzo tres tiras que tenía, uno verde aceituna que no le cerraba del todo. Detrás de él venían unos personajes que escapan a cualquier intento de descripción. Traían trapos y bombo, revoleaban camisetas y el que no salta es un inglés.

Los griegos se sorprendieron por la tranquilidad de los muchachos que estaban a un par de minutos de meterse en una trifulca que ni te cuento. Pero igual los siguieron de atrás silbando bajo y sacándole lustre a los nudillos.

Llegaron al predio abandonado y los barras, que eran unos treinta, se pusieron todos para la foto, con una sonrisa general que no sumaba cuatro dentaduras completas. Los helénicos se les fueron al humo y casi no les dieron tiempo de reaccionar. Se armó tremenda goma general, volaban piñas desesperadas, patadas y algún que otro cadenazo. Cada tanto se asomaba el barra gordo y preguntaba que dónde estaba la cámara.

En medio de la confusión hubo dos barras de Cambaceres que le cayeron encima a Mameluco, que se apuró por levantarse la pilcha para mostrar que tenía la camiseta argentina.

Ete encima nos bardea mostrando nuestros colores.

Fue lo último que recuerda Mameluco. Despertó a los tres días en un hospital de Pretoria y le dolían todos los huesos. Compartía habitación con tres morochazos que metían miedo y con otros dos griegos que tampoco se acordaban cómo había terminado la joda.

Al fondo de la habitación había una tevé que al lado de la que había en la posada parecía un elecedé cuarenta pulgadas. Y encima era color. Y pudo ver la repetición de la victoria argentina sobre Grecia.



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Mameluco de safari


Al día siguiente del partido contra Nigeria, Mameluco tuvo que bajar la cabeza y llamar a su jermu para manguearle un giro porque estaba en rojo furioso. Se comió una buena cagada a pedos pero consiguió que su suegro, un buena onda al que no le importó que alguna vez Mameluco se hubiera llevado a su hija en orsay por un fin de semana, le depositara unos mangos para tirar unos días.

Pero tenía que pensar en algo porque no era suficiente. Cuando pasaron los tres días que había garpado por la posada antes de salir, M’Busaka se compadeció y le bancó la estadía. Le dio pensión completa a cambio de barrer, limpiar, cocinar, lavar, planchar y un par de cositas más. En la media hora que tenía libre por día, Mameluco veía el resumen de la fecha del mundial en la tevé siete pulgadas.

Se venía el partido contra Corea y Mameluco no sabía qué carajo hacer. Tenía su entrada y pensó seriamente en venderla para hacerse de unos mangos más. Pero como ya se había perdido el primero prefirió guardarla y en todo caso después vemos. Se lo planteó a M’Busaka y el grone aceptó a regañadientes darle ese día libre, pero a cambio debía hacerle de asistente en el safari que tenía organizado para el día anterior al partido de Argentina. Su acompañante habitual no podía esa vez porque todavía tenía el muñón en hielo mientras seguían abriendo cocodrilos para ver si encontraban su mano.

Además de la posada, M’Busaka tiene este mini emprendimiento que consiste en llevar turistas al parque nacional para ver de cerca todos los animales salvajes que ofrece el lugar. Animales salvajes pero de los que van al frente, no como en el zoo de Luján que te dejan entrar en la jaula de los leones y los podés acariciar y hasta hacerles un nudo con alambre de púas en las bolas que no se van a mover de lo dopado que están.

El target de gente que lleva M’Busaka es la que gusta del turismo aventura pero aventura posta. Los mismos que vienen a nuestro país y piden hacer un tour por la isla maciel o compartir paravalancha con la guardia imperial, después se anotan en el safari de M’Busaka para intentar sentir más adrenalina. Algunos lo logran.

Justamente por no ser parte del circuito turístico, el itinerario del safari no es, digamos, lo convencional. No, la joda arranca ingresando al parque por una zona que en teoría está vedada a cualquier presencia turística porque está habitada por una tribu de caníbales que no te dejan ni el caracú. Pero M’Busaka, viejo zorro, se los metió en el bolsillo trayéndoles agua potable, medicamentos y tirándoles cada tanto algún turista para calmar un poco la ansiedad.

Antes de salir, los convidados al safari se juntaron en el galpón que M’Busaka tiene al fondo de la posada y los hicieron meterse en la caja de una chata destartalada que había allí. El morocho les dijo que permanecieran acostados debajo de una lona verde que los cubría por completo, sin moverse, sin hablar, sin hacer el mínimo ruido. Nadie tenía que saber que en esos seis metros cuadrados había quince personas.

Durante las dos horas que marcharon con destino incierto y saltando como locos, Mameluco intentó por todos los medios desenterrar su nariz del sobaco del francés que tenía al lado. No pudo.

Cuando finalmente sacaron la lona que los cubría, Mameluco y el resto de los turistas se encontraron a la entrada de un poblado perdido en el medio de la nada más absoluta. M’Busaka les pidió que por ninguna razón salieran de la chata y se fue. Mameluco recorrió el lugar un poco con la mirada y casi le da un infarto cuando vio a un grupo de morochos que calzaban la camiseta argentina. Uno de ellos, totalmente sacado, gritaba vaaaaaaaaaamos argentina vaaamosss, con una pasión como desproporcionada. Otro se acercó a la chata y mostraba su billetera con la foto de dos nenas, que no eran lo que se llama modelos de calendario. Hasta ese día Mameluco creía que Lesotho era un invento de coca cola.

Al rato volvió M’Busaka y dijo que ya podían bajarse y pasear un rato. Mientras los turistas hacían migas con las morochas, M’Busaka le pegó una revisada a la chata porque venia haciendo un tracatrac-tracatrac que no le gustaba ni medio. Preguntó por un mecánico y lo mandaron al único que había en ese lugar, M’Buhía. Al final se tuvo que arreglar solo porque M’Buhía solamente atendía Volvo.

Cuando retomaron el safari, el ruido era peor pero M’Busaka mostraba su sonrisa gigante y decía que estaba todo okey, que no había de qué preocuparse y que se prepararan para el tramo de los leones. Mameluco preguntó si la chata no debiera tener alguna malla metálica protectora o algo similar. M’Busaka agrandó todavía más su sonrisa.

A los pocos kilómetros tuvieron que parar porque el ruidito inofensivo se transformó en una correa rota y la chata dijo basta pa. El poblado había quedado unos quince kilómetros atrás y no se veía más que una llanura inmensa y una loma un poco más allá. M’Busaka se paró encima del techo de la chata para ver si veía algún movimiento. Enfocó un toque a través del polvo que volaba y no dejaba ver bien y pudo divisar uno de esos bondis que hacen safaris top, que venía a los pedos y haciendo slalom. También llegó a ver cuando derrapaba, daba dos trompos y volcaba sobre el costado del camino.

M’Busaka se bajó del techo y dijo que necesitaba dos valientes para caminar esos dos o tres kilómetros que los separaban del bondi accidentado y ver qué había pasado.

Dos boludos querrás decir, llego a balbucear Mameluco.

M’Busaka interpretó su intervención como ofrecimiento y antes de que Mameluco pudiera meter bocado le tiró un rifle y un machete, por las dudas. Un turco que venia con ellos y que estaba más loco que la mierda también se sumó.

Tardaron casi una hora en llegar porque M’Busaka cada tanto se paraba en seco y les hacia dar un rodeo para evitar a las serpientes. El turco flasheó con una que se acercaba intimidante directo a donde estaban ellos. Le impresiono el tamaño, lo negra que era y como se movía. Mameluco le mando que si tenía pensado quedarse en la posada que mejor aprendiera a defenderse de esa especie porque son letales.

Cuando los del bondi los vieron acercarse se creyeron salvados y gritaban de alegría. Mameluco no tardó en reconocer al que parecía manejar al grupo. Era el chino Garcé. Tenía razón el diego cuando dijo que el chino era líder y que por eso lo había llevado al mundial. Al lado de él había uno con terrible cara de gil, cachetes colorados y sonrisa nerviosa. Era Fernando Niembro, otro que estaba de regalo en el mundial.

A Mameluco enseguida le llamo la atención un pibe que lloraba como un nene en un rincón del bondi dado vuelta. Era Leo Di Caprio, que no podía disimular el cagazo padre que le producía la situación.

Niembro se había instalado bien pegadito a Di Caprio y le tiraba onda. Hacia comentarios pelotudos como por ejemplo que al lado de todo lo que tuvo que bancarse Leo en Diamantes de Sangre, aquello tenía que parecerle una huevada. También llegó a preguntar a todos los que estaban allí si sabían cuánta carne necesita comer un león para completar su dieta diaria. Comentarios no muy diferentes a los que tenemos que soportar en todas sus transmisiones, donde tira datos que no le importan a nadie y hace chistes que sólo entienden los que trabajan con él. Un pelotudo que está palo y palo con Cristian Garófalo, lo cual es mucho decir.

M’Busaka fue a ver al chofer que permanecía en la misma posición que quedó con el vuelco. Parece que se había agarrado un pedo de novela porque uno de los turistas le había convidado de su petaca y el morocho nunca antes había probado el alcohol. El tipo seguía diciendo que tuvo que hacer esa maniobra brusca porque se le había atravesado una manada de búfalos entre los que aseguraba haber visto al Ogro Fabbiani.
M'Busaka sacó la correa del bondi y se le metió en la campera. Dijo que ya no la iban a necesitar.

En un momento Di Caprio dejó de llorar y se acercó a Mameluco. Sacó la chequera y ofreció cincuenta lucas verdes si lo dejaba ocupar su lugar en la chata. M’Busaka lo trompeó a Mameluco con la mirada, manoteó el cheque y se alejó con el turco y Leo.

Mameluco se la bancó bastante bien los dos días que permanecieron todos encerrados en el bondi para que no se los devoraran las fieras. Lo único que rompió la monotonía de la escena fue un jeep que apareció presuroso para buscarlo a Niembro porque tenía que ir a relatar el partido contra Corea. A Garófalo lo dejaron porque se había hecho una encuesta en tyc sports preguntando a la audiencia si valía la pena hacer un operativo para salvarlo y los resultados digamos que no lo favorecieron.

Finalmente M'Busaka volvió con la chata para buscar a Mameluco porque la posada ya era una cosa insufrible y necesitaba una buena limpieza. La goleada contra Corea ya era historia y Mameluco no tuvo tiempo ni para ver la repetición. La entrada que nunca vendió se la metió bien en el (biiip) y puso todas las fichas en el último partido de la primera fase, contra Grecia.

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Mameluco viene con delay


M'Busaka es un morocho muy morocho con cara de bueno. Es el dueño de la posada donde todavía fica Mameluco, donde fica de garrón desde que se cumplió la semana que garpó por adelantado.

El día que Mameluco llegó arrastrándose después de caminar desde el aeropuerto, M'Busaka lo esperó en la puerta de la posada porque no había ningún cartel ni numeración que la identificara. M'Busaka prefería el bajo perfil porque su boliche venía flojo de papeles y durante el mundial los inspectores se pusieron especialmente rompe huevos.

Mameluco llegó de noche y ahí se encontró con una sonrisa blanca gigante flotando en el aire y moviéndose para los dos lados. Al resto de M'Busaka sólo pudo verlo cuando el morocho se le fue encima y casi lo ahoga con ese abrazo que pretendía ser cariñoso. Con un par de palmaditas en la espalda le preguntaba a los gritos que cómo estaba la familia. Le decía sobrino y no lo soltó hasta que cruzaron la puerta de la posada. Eran igualitos, capaz que pasaba por sobrino.

Una vez que M'Busaka se aseguró de que ya ningún botón lo viera en orsay recibiendo huéspedes, llevó a Mameluco hasta su habitación. Recorrieron unos pasillos tan oscuros como la gente que se le cruzaba y le echaba miradas magnum, y llegaron hasta una sala común que estaba llena de morochos embanderados con los colores de Nigeria frente a una tevé siete pulgadas blanco y negro.

Siguieron un poco más y M'Busaka le señaló su habitación. Mameluco entró y se encontró con cuatro cuchetas de tres camas cada una. Es que la promo venía con habitación compartida. En el centro de ese habitáculo que no tenía más de diez metros cuadrados, cinco posesos practicaban un ritual que consistía en clavarle agujas a un muñeco gordo, petiso, barba zorrino, brazos cruzados y mentón hacia arriba. Llevaba la diez de Argentina y la tenía adentro (a la aguja). Mameluco saludó tímido y quiso pasar desapercibido, pero fue imposible. Los nigerianos le hablaron con señas y lo invitaron a sumarse a la ronda. No le dieron mucha opción y ahí estaba Mameluco pinchando y maldiciendo al diego.

Según M'Busaka le contó más tarde a Mameluco, los nigerianos habían llegado para ver a su selección pero los engramparon con entradas falsas y tuvieron que quedarse a verlo en la posada. Los restos no comestibles del gitano que se las vendió fueron repatriados ese mismo día.

Mameluco decidió archivar la camiseta argentina y se calzó la de Platense, el club de sus amores. Total, si fuera del gran Buenos Aires nadie conoce al calamar, qué mierda se iban a dar cuenta los morochos de que era un club argentino. Les dijo que eran los colores del campeón uruguayo, que tenía ciento por ciento sangre charrúa.

Los grone terminaron su ritual y se fueron todos a la sala común. Mameluco le había pifiado fulero cuando cambió la hora y creyó que tenía tiempo de sobra para desensillar y pegarse un buen baño. Lo último lo dejó para otro momento porque no había agua caliente y porque además el jabón usado estaba que parecía un chimpancé. Pero sí se tiró un rato en la cucheta más alta y sólo se despertó a las dos horas cuando se prendió de golpe la boca de ventilación que le pasaba a diez centímetros de la cara.

Cuando salía de su habitación, Mameluco se cruzó con los morochos que se paseaban con el muñeco prendido fuego.

(Qué feo sonó esta frase).

Los oscuros andaban con una cara de orto que no se podía creer. Mameluco empezaba a preguntarles si podía serles útil en algo pero justo apareció M'Busaka que desde atrás de una puerta le hizo gestito de acercate. Con mano tapando la boca le dijo muy despacio que serles útil en ese momento sólo podía significar una cosa y que no se lo recomendaba. Que mejor no hacer migas con ellos en ese momento porque la derrota contra Argentina les había pegado duro y estaban intratables. Pero si todavía no jugaron. Sí, ya terminó. Dale pa no me jodas.

Ya habían jugado posta.

Mameluco corrió a la sala común y la encontró vacía. Había restos de gallinas, maíz y algunas velas consumidas. Creyó ver también la yema rebanada de un dedo pero no podía asegurarlo.

La tevé blanco y negro seguía prendida. Estaban pasando el resumen del partido comentado por alguien que hablaba un idioma totalmente desconocido para Mameluco. Llegó, sí, a interpretar algunas frases porque los gestos del comentarista eran alevosos. Era nigeriano y no le daba la lengua para putear más.

Mameluco no sabía si cortarse un huevo por haberse perdido el partido o si encerrarse en un ropero para pegar un par de gritos por el debut con triunfo.

Cuando Mameluco ya iba por la septuagésima tercera vez que veía la palomita del gringo y las celebraciones poco estéticas del diego, se cortó la luz en toda la posada y el pobre quedó en medio de las tinieblas de la sala común.

Salió a tientas y avanzó por el pasillo agarrándose de las paredes. Los nigerianos podían estar parados allí y él nunca los iba a ver. Cuando pudo llegar a su habitación y abrió la puerta, el olor le fue directo como trompada al mentón y lo dejó tambaleante. Ahí estaban los once rúnmeits que le habían tocado en gracia. Su cama era la única libre. Once respiraciones palpitantes, once torsos descubiertos y hediondos, once nigerianos que le iban a hacer compañía copada durante su estadía en la posada de M'Busaka.

Fin de la primera jornada de Mameluco en tierras sudafricanas. Sorry el delay, pero Mameluco escribe los informes en una remington que M'Busaka le presta a cambio de darles una repasadita diaria a los dos baños que comparten los sesenta huéspedes. Los escribe en la máquina de escribir y los manda por fax. Veremos con qué nos viene la próxima.

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Pluma tiene corresponsal en Sudáfrica


El presupuesto del blog apenas llega a cubrir el Tienda León hasta Ezeiza. No había forma de mandar corresponsal a Sudáfrica así que la dibujé tirándole el laburo a un conocido, Mameluco Aguirre. El tipo ya tenía el viaje armado y agarró enseguida a cambio de un póster desplegable del matador Kempes que yo atesoraba desde que salió en la revista Goles hace treinta y dos años.

A Mameluco no se le cae una moneda, la vive peleando. Durante cuatro años juntó franklin sobre franklin para ver realizado su sueño de estar en un mundial. Para ahorrarse unos mangos, durante casi dos años almorzó todos los días en una pizzería cuarto pelo que abrió el dueño de Ugis cuando fue absuelto luego de indemnizar a los cientos de intoxicados. A los que sobrevivieron. Mameluco salió muy bien de la cirugía que tuvieron que practicarle para salvarle el hígado, y para su increíble recuperación fue fundamental el buen estado físico que logró por la rutina de las cuarenta y ocho cuadras diarias que se pateaba para ahorrarse un par de morlacos más.

Todo esto -sumado a un par de laburitos no del todo ortodoxos que no puedo detallar acá- le permitió a Mameluco hacerse de una suma que fue juntando en una caja de zapatos que tenía escondida atrás de unas valijas vacías en un viejo placard de su casa.

La ilusión era grande, pero la vida le puso una prueba de fuego. Su mujer, que ni puta idea tenía sobre esta movida, quiso hacerle una sorpresa y llamó a un carpintero para que arreglara el mueble. El buen hombre encontró la caja y le pintó llevársela como souvenir, justo un par de meses antes de que arrancara el mundial. En lugar de un Bonadeo, a Mameluco le salió una operadora de movistar en el dedo de tanto llamar al carpintero, que dio de baja su celular para que nunca más lo ubicaran.

Fue un momento duro, una decisión difícil. Porque hay que tener huevos para endeudarse y tomarse el palo igual sabiendo que la familia va a alternar polenta-arroz-fideos más vacaciones en pelopincho de patio durante unos cuantos años. Un valiente Mameluco, aunque no tome coca light.

Cuando Mameluco puso un pie en el avión un par de cosas lo desvelaban: que le fuera bien a la tropa de d1Os y que en su casa no cortaran el gas por falta de pago. Bueno, también lo desvelaba saber si al gordo fragancia subte-be-hora-pico le iba a tocar asiento en su misma fila. Le tocó.

Hacía tiempo que Mameluco no viajaba en avión. La última vez había sido cuando se hizo pasar por enfermo para viajar a Bariloche en el avión sanitario que manejaba su cuñado. La joda terminó con cuatro días de calabozo. Su cuñado maneja un coche de alquiler.

Mameluco estaba como con una ansiedad difícil de disimular, pero la emoción por rumbear para un país tan exótico se le fue antes de terminar el primer tramo de los ocho trasbordos que tenía ese vuelo de promoción. Eran casi todos argentinos y aquello no le pareció tan diferente a tomarse el charter sin habilitación que hace Retiro Aldo Bonzi.

Las azafatas les dieron la bienvenida y al toque se guardaron en algún cubículo del avión, lejos del alcance de esa manga de impresentables que eran garantía de bardo a bordo.

El avión venía demasiado generoso en calefacción y el gordo compañero de fila empezó a pelar pilcha hasta quedar con los shores tres tiras y una musculosa tiro alto que no llegaba a taparle el ombligo. Los lípidos se montaban sobre el apoya brazos y avanzaban sobre el asiento de Mameluco, que hacía la parabólica humana para alejarse de esa masa aceitosa.

El gordo no venía solo. Lo acompañaban otros doce barras de Deportivo Riestra que le pusieron calor, color y sobre todo mucho olor a las treinta nueve horas totales que sumó el viaje.

Después de usar los marcadores cortesía de la aerolínea para recuperar parte de su fisonomía, Mameluco se bajó del avión con el resto de la muchachada y se encontró con un ejército de policías comandado por uno bien oscuro que sacudía una lista para todos lados. Los barras estaban junados y querían mandarlos de vuelta.

Los vagos trataban de hacerse entender para convencer a los milicos de que ellos nunca habían tocado el pianito en una comisaría. Pero si de pedo se les entendía en castellano, en inglés no tenían chances. Mameluco tiene hasta segundo año de icana y no tuvo mejor idea que ofrecerse de intérprete. Error, lo sumaron a la lista.

Mameluco y los barras fueron a parar a un cuartito decorado con láminas que mostraban a leones gigantes almorzándose a gacelas indefensas. Esperaron un par de horas hasta que apareció el oscuro. Lo acompañaba un rati de la federal, buzarda prominente cementerio de medialunas conseguidas siempre de garrón. Poco importó que no tuviera primario completo cuando lo mandaron para hacer inteligencia e identificar a los argentinos que fueron a hacer quilombo. El poli argento y el oscuro se comunicaban con señas porque el nuestro sabía menos inglés que los barras.

Después de un interrogatorio que duró cosa de media hora, se fueron los milicos y los dejaron otra vez en el cuartito. Los barras empezaban a impacientarse porque habían llegado medio sobre el pucho y el partido contra Nigeria era ese mismo día.

A la media hora irrumpieron los canas y se llevaron a ocho barras, gritando que tenían que volverse. El gordo quiso resistirse y durante los cinco minutos que duró la paliza mandó las mejores puteadas que Mameluco escuchó en toda su vida. A los otros barras los largaron pero a Mameluco lo retuvieron un rato más para preguntarle qué carajo tenía que ver con los deportados.

Cuando le dieron luz verde para tomárselas, Mameluco se encontró con que la camioneta que tenía que llevarlo a la posada se había hinchado las bolas de esperar y se había tomado el palo. Averiguó con un par de taxis pero le cobraban el equivalente a siete noches en la posada.

Mameluco pensó que si alguna vez se tomó el 146 que va a Ciudadela Norte y llegó a presenciar cómo le cortaban dos falanges al chofer, qué riesgo podía correr tomándose un bondi en un país que es casi primer mundo. Bondi entonces.

La parada estaba a una cuadra pero no había hecho diez metros y se vio rodeado por cuatro dikembes mutombos que se le acercaron tanto que podía sentirles el aliento a murciélago recién desayunado. Mameluco se dio por afanado antes de que le dijeran una sola palabra. En un inglés poco claro le pidieron amablemente que les entregara todo el efeté que llevaba encima. O sea todo.

Mameluco les respondió que sólo tenía pesos argentinos y trató de explicarles que si acá ya no valen una mierda mucho menos allá. Los morochos se miraron entre ellos y Mameluco entendió que si seguía hablando, además de afanarlo lo iban a dejar sin invicto. Igual hizo un último intento gritando bien fuerte los nombres de Maradona y Messi. La cosa parecía mejorar porque los morochos sonrieron y asintieron con la cabeza. Por unos segundos se creyó salvado pero al toque lo levantaron entre los cuatro y le manotearon el fajito que guardaba secretamente en una de esas riñoneras que van por adentro de los lienzos. Los morochos se alejaron haciendo pulgar para arriba y gritando los nombres de Messi y Maradona.

Mameluco caminó las ochenta y siete cuadras que lo separaban de la posada y pudo ver en tele blanco y negro el resumen del primer partido de la selección.

Hay más de Mameluco en tierra sudafricana pero no da poner en un mismo post todo lo deprimente que tuvo que bancarse. Será la próxima.
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Que empiece a rodar la caprichosa


Esta vez no hay un solo aviso que rompa con la calma chicha que todos tenemos en la antesala del espectáculo deportivo que le pasa el trapo a cualquier otro.

No hay uno solo como aquel de hace ocho años, el de tanta gloria tanto fútbol. Ni en pedo. Lo pasaban cien veces y las cien veces la piel de pollo asomaba desvergonzada y el efecto eran unas ganas locas de pegar un grito amplificado al cielo para que el aliento le llegara a los jugadores. Después nos volvimos en primera ronda, pero ésa es otra historia.

No señor. Quilmes relajó y esta vez parece haberle encargado el comercial a un creativo junior que se pasó de rosca con el faso e hizo lo mejor que pudo. El arranque emotivo quedó en amague y el escalofrío te lo debo.

El de Claro es como que tiene algo más, pero tampoco. Y encima cuando le hicieron una versión más corta para ahorrarse un par de segundos de publicidad, le sacaron lo mejor que tenía: el muñequito de metegol que se suelta de la varilla y festeja arrodillado.

Los de YPF le sacudieron las telarañas a Clemente pero se quedaron a mitad de camino, porque los temitas que canta la barra tienen menos onda que las medias a rombos. Y encima se olvidaron de la mulatona, que estará vieja pero sigue siendo la mulatona. ¿O acaso alguien discute a la alfano por más que tenga más operaciones que la bolsa de Nueva York?

La previa te mata.

No hay un carajo para ver. Desde que terminó el torneo local y las ligas de otros países, te tenés que conformar con ver discutir a dos diplomados en la escuela de Mauro Viale sobre si el narigón gatorei le prometió entradas a los barras o no.

Cambiás y te encontrás con programas especiales del mundial, con los enviados que no tienen nada para decir de la selección porque el diego decidió entrenar a puertas cerradas y entonces le hacen una nota de veinte minutos a un argentino que se gana unos mangos limpiando vidrios en los semáforos de Johannesburgo.

La previa te mata.

Hace un mes que mis hijos están on fire con el álbum oficial del mundial. Es el oficial posta, el mismo que se vende en todo el mundo. Mi sobrino yanqui también lo tiene. No se tomaron el laburo de hacer uno para cada país y entonces te encontrás con que está en siete idiomas, último el español. Por eso el Malevo me dice que si Argentina pierde, él va a alentar por Hellas.

El paquete de figuritas pasó a ser, lejos, la mejor herramienta de extorsión. Si ordenás tenés fichus, si te bañás tenés fichus, si comés todo tenés fichus. Y los dos pendejos están hechos un relojito, una cosa de locos.

Ayer el Malevo andaba de capa caída porque en seis paquetes le vino repetida seis veces la del ocho de Japón. Si fuera de Messi, el pibe chocho, las pega por todos lados. Pero el ocho de Japón... dejate de joder. Al final le dije que las pegara una al lado de la otra, sobre los espacios vacíos de otros ponjas, total son todos iguales. Me contestó que así no tiene gracia y medio que se ofendió.

La previa te mata.

Hace un par de días me reencontré con mister músculo y anduvimos a los abrazos porque fueron años sin vernos, tantos que ya ni me acuerdo. Fue para sacarle brillo a la pantalla de veintinueve que se sale de la vaina por traernos fintas, firuletes, murras y goles.

La previa te mata.

Y todo lo que pasa en la previa, incluido este post, no le interesa a nadie.

Por favor que empiece a rodar la caprichosa.

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La anestesia total me deja stand by


Tengo que llegar con doce horas sin haber probado bocado. Ni café, ni pan, ni agua. Nada de nada. Los pibes le entran sin asco al desayuno que hoy está especialmente pulenta por eso, porque no puedo ni probarlo. Debería romper el ayuno solamente porque Little Jey decidió que hoy sí convida de los cereales de chocolate que se apropió desde que descubrió que están liquísimos. Nada de nada.

Despachamos a la tropa y nos preparamos para rumbear hacia el sanatorio. Antes de abrir la puerta que da a la calle, cogoteo desde la ventana porque no me quiero cruzar con ningún vecino. La última vez me topé con la señora mayor que saca a pasear al perro más feo de zona norte y me tuvo quince minutos parado en una gamba y apoyando sobacos en las muletas. Que qué es el platillo tibial. Que dónde está. Que si duele. Que cómo me lo quebré. Que cuánto tiempo tengo de muletas. Qué cómo me trata la banda de críos. Que cómo anda el Malevo que es tan simpático. Que si me enteré de que el verdulero se ganó el telekino pero no lo pudo cobrar porque no tiene los papeles en orden. Todo eso tuve que responder, más de una vez cada pregunta, mitad porque es sorda, mitad porque se olvidaba.

Camino despejado, no hay nadie. Tishei, que se la banca diez puntos, dejó todo preparado para poder acompañar al inválido. Hacemos check list y tenemos todo, así que nos picamos el champión con destino opereta.

Los cráneos que diseñaron el sanatorio nuevo se olvidaron de que los mortales suelen moverse en auto. O capaz que decidieron cagarse en los clientes barra pacientes. La cosa es que llegás y lo más probable es que no encuentres dónde mierda dejar el auto. Tishei viene acumulando bronca desde la última vez que fue, con la flaca hecha una estufa a kerosén de la fiebre que tenía, y tuvo que dejar el bólido a cuatro cuadras, día de lluvia y rato largo para cruzar la avenida. Graciadió había un hueco en la puerta.

El hall del sanatorio es gigante. Apenas cruzo la puerta me como la primera mano: el olor a cafecito recién hecho que viene del barcito me deja tambaleante. Mientras yo avanzo muleteando de lo lindo, Tishei arrastra el bibliorato donde metimos todos los estudios, certificados y demás yerbas que tenés que mostrar antes de que te pongan una mano encima. Hasta la vtv te piden.

El día recién arranca y por eso la señorita recepcionista todavía está sonriente. Nos atiende un lujo y nos hace sentar en unos silloncitos noventa grados más incómodos que mocasines sin medias. Que esperemos un rato que me van a llamar por mi nombre.

El que tengo enfrente tiene una cara de orto que no se puede creer. Santo Biasatti un bufón al lado de este pibe. De una que también tiene que pasar por el quirófano porque todos a esta hora, en este sector, están para cirugía. Sus viejos lo acompañan y le dicen cosas buena onda para animarlo, pero el pendejo responde tan zarpado que si yo fuera el viejo firmo los pelpas para que lo operen sin anestesia, para que aprenda.

Me llaman una vez y antes de que agarre la segunda muleta ya me están llamando de nuevo. Relajá mami, el pique corto lo tengo prohibido. Al final se va Tishei a hacer el papelerío y vuelve con una sonrisa que no le entra en la jeta. Que ya vienen con la silla de ruedas a buscarme. Las pelotas. Es la única manera. Ni muerto. Reglas del hospital, no hay con qué darle. Ni en pedo.

No pasan ni diez minutos y ahí estoy, recorriendo todo el hall del sanatorio en esta silla de ruedas que encima anda floja de engrase y no deja de rechinar, como para llamar la atención de todos los espectadores. Ningún llevarme por zonas internas, ni ahí. No me queda otra que clavar pera en esternón y no levantar la vista mientras desfilamos por cafetería, sala de espera general, zona de guardia, otra sala de espera, hasta llegar a la puerta que da a los pasillos internos.

Tishei se caga de risa y me dice que peor fue la vez que me operaron el dedo. Aquella vez el paseo fue parecido pero en camilla, ca-mi-lla, y hasta me dieron un cuarto. Después de todo el circo salí del hospital con una curita.

El camillero me la juego que es un estudiante de los últimos años de medicina y se la pasa yendo y viniendo con los pacientes por todo el hospital. Las enfermeras que se cruza le sonríen buena onda y él responde con un guiño que deja ver que acá hay más de una historia picante del estilo Grey’s Anathomy. Mientras avanzamos por los pasillos pispeo que hay unas cuantas salitas oscuras a los dos lados y me convenzo de que el camillero no la pasa nada mal. Mamita, si esas paredes hablaran.

El flaco me deposita en una habitación y me deja sobre la cama el taparrabo siglo veintiuno que viene con gorrito y coso para los pies. Tiene más onda la pilcha que te dan para presenciar los partos porque viene con lompas y no hay riesgo de chiflete. Termino de cambiarme y le doy a Tishei otro motivo para cagarse de risa. Me apunta con la camarita del celular y me bate la frase que Billy The Kid les decía a los flacos antes de vaciarles el tambor de su pistola mango de marfil: I’ll make you famous. Sólo consigo que vuelva a enfundar cuando la amenazo con cortarle la tarjeta de crédito.

Entra una enfermera a medir la presión y todo eso y me pregunta si me rasuré las partes. ¿Qué partes? La rodilla, ¿no te operás la rodilla vos? Ah, sí, más vale. De golpe sobrevuelan los fantasmas de cuando me operaron de apendicitis y siento alivio cuando me toco la rodilla lisa. La rodilla no puede picar tanto.

Ahora toca camilla y a desfilar de nuevo, pero esta vez por pasillos internos. Llegamos al quirófano y me recibe el traumatólogo que se zarpa de simpático. Lo acompaña otro especialista que intenta ser gracioso y me dice que van a apurarse así no llego tarde al partido de fútbol que tengo en un rato. Me río de Janeiro.

Ahí nomás me chantan el pinchazo en el brazo y al toque empiezo a experimentar una sensación que es lo más parecido a aquella vez que hace unos años me junté con unos amigos…

La anestesia total me deja stand by.

Felicidad que es parte y es todo


No sé si es real o si es una percepción. No sé si todo este circo es de verdad un circo o si es la película que me hago porque el ánimo bien arriba me tiene a control remoto.

Los que están acá son amigos de toda la vida. No hace mucho que los conocí y no sé si alguna otra vez coincidiremos en este mismo lugar, pero igual son amigos de toda la vida. Sin necesidad de sacudirse, desparraman ese no-sé-qué que me empuja a tirar de la puerta pesada para que pasen los miedos, los sueños, las preocupaciones.

Mi alma gemela también está. Sin ella, este momento no existe. Ella me aísla con la mirada y me hace sonrisa de estar de acuerdo en todo eso que digo con palabras atropelladas.

El tren avanza en un traqueteo ensordecedor, y ya no puedo escuchar más que a esa voz hueca anunciando que ya estamos entrando en la estación. Quiero llegar ya. Todos los que estuvieron dicen que es algo imposible de describir. Yo ya estuve ahí más de una vez y digo lo mismo. Pero cada vez que voy es una sensación diferente. Puedo imaginar lo que me espera, pero sé que ese momento va a borrar de un plumazo el cuadro inconcluso que desde hace un tiempo pinto con la imaginación.

El tren no clava los frenos. El tren intenta un desenlace suave y progresivo para que la llegada no sea abrupta. No lo logra. El plot point llega brusco, como todo plot point, y me descoloca, no hay manera de evitarlo. Todos los que están conmigo se van sin irse. Mi alma gemela no. Ella sólo se corre un poco para que yo pueda avanzar arrastrando toda esa capacidad de asombro que pide pista para derrapar.

Mis amigos vuelven. Me saben embobado pero tienen pasta de sobra para lidiar con alguien así. Para eso son mis amigos.

Como en cada una de las cuatro veces anteriores que estuvimos acá, no hay nada como llegar y encontrar esa pizca de felicidad que es parte y es todo.
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No tengo autoridad moral


El equipo grande, mi equipo, empataba cero a cero con otro tan del montón que ni me acuerdo el nombre.

Llovía como para levantar un arca y ahí estaba yo, solo, entre cuarenta mil desconocidos, saltando y moviéndome para hacerle frente al frío y a la humedad. Al pedo.

El partido era tan horrible que no podía evitar que el bocho estuviera en cualquiera. Repasaba pendientes del laburo y puteaba al francés y a sus amigos -que ya eran casi como mis amigos por eso de compartir tribuna todos los domingos- porque me habían dejado de garpe a último momento.

Cada tanto tenía que desviar la vista porque el viento soplaba de frente y el agua no me dejaba ver una mierda. Y entonces lo vi. El tipo estaba con su hijo de unos seis años, haciendo lo imposible para protegerlo de la lluvia, pero con el pecho bien inflado y luciendo al borrego tipo trofeo. El sueño del pibe para cualquier fanático. Yo quería lo mismo. Pensaba que cuando tuviera un machito lo iba a asociar al club grande antes de inscribirlo en el registro. Pensaba que le iba a comprar vincha, gorro y camiseta antes que el pijamita de Carters.

Todavía faltaba media hora y los pingüinos de punta no aflojaban ni un poco. La pregunta apareció, por primera vez, repentina y artera como un planchazo de lleno en la canilla. Qué carajo hacía yo ahí, cagándome de frío, mientras en casa Tishei y las chancles pasaban una desapacible tarde de domingo entre mates, juegos improvisados y películas infantiles. Capaz que ellas habrían preferido no tenerme cerca para no tener que bancarse el humor de mierda que me agarraba cuando el equipo no andaba derecho. Seguramente.

Más agua, más viento, más insufrible lo que hacían ahí abajo esos once tipos que cobran una fortuna para dar espectáculo y que cobran lo mismo aunque den lástima. La pregunta me seguía dando vueltas como banda de cuzcos que no te podés sacar de encima.

El partido terminó sin que se quebrara el cero y, de salida, navegué en medio de esa marea de gente con quien no tenía nada en común, más allá de esa especie de ceremonia religiosa de dejar a un lado todo lo que es prioritario durante los otros seis días de la semana.

Caminé las diez cuadras que separan a la cancha de la estación de tren, bajo esa lluvia de mierda que ya casi ni se sentía. Los boleteros estaban en onda guantes de seda y ninguno quiso aceptarme el billete porque estaba mojado. No me quedó otra que sumarme a las quinientas personas que viajaron sin boleto porque, ma-vale-pa, los viáticos para la cancha nunca se garpan.

El tren se rompió dos veces. En la segunda nos hicieron bajar, en una estación que no tenía una sola lámpara, porque la formación tenía que entrar en taller. Había un grupete de pibitos inquietos que se cansaron de esperar y entonces decidieron que era hora de afanarle a alguien. De una que me habría sumado a la movida si no hubiera sido yo al que decidieron afanar. Les di el billete mojado y las new balance que moquearon un poco porque habían sido miles los kilómetros recorridos juntos.

Seguía lloviendo. Y el agua logró colarse hasta el cerebro. Y el lavado fue total. Según Tishei también hubo cortocircuito y algunos cables quedaron sueltos, pero ésa es otra historia.

La de ese día fue la última vez que pisé el cemento de aquella tribuna. Fue algo así como dejar de fumar, una decisión repentina pero conveniente. Era eso o la posibilidad cierta de alcanzar un grado de locura que ponía en riesgo la armonía de mi mundo.

El primer pibe llegó un par de años después. La gente esperaba que hasta la medallita de bautismo llevara los colores del equipo grande. No señor, no hubo nada de nada. Cero condicionamiento.

La terapia de desfanatización venía de diez. Hasta el día que recibí esa propuesta indecente que me hizo el juez, tío de mi mujer y enfermo seguidor del equipo de barrio. Tarde de sol a pleno, temperatura un caramelo y un par de entradas que le sobraban fueron suficientes para encontrarme, de golpe, subido en el bólido infernal con rumbo a la cancha de ese equipo de barrio. Un once que andaba a la deriva en la tercera categoría del fútbol argentino, y con serios riesgos de bajar un escalón más todavía. Pero resultó que el equipo de barrio, ese mismo día, arrancó una carrera loca que en cuatros años lo puso en la primera división, en donde viene haciendo campañas más que aceptables.

El juez, cabulero al mango, enseguida interpretó que la levantada se debió a mi presencia. Y no me largó más. Si hacía falta me buscaba, me llevaba, me traía, me esperaba. De locales, de visitantes, a todos lados.

No tardaron en aparecer camiseta, gorro y bandera con los colores del equipo de barrio. Tampoco el carnet de socio. Tishei presenciaba el proceso con un dejo de resignación, como un derrapar inevitable por una pendiente pronunciada.

Hace unos días se enfrentaron el equipo grande contra el equipo de barrio. Picada frente a la tele con el Malevo y Little Jey. El Malevo iba por el equipo grande porque todos sus amigos son del equipo grande. A Little Jey sólo le importaba la picada. Antes de terminar el primer tiempo, el equipo grande se había comido cinco y fue entonces que el Malevo decidió que en realidad le tiene más cariño al equipo de barrio.

Alguien con autoridad moral jamás se lo perdonaría. No es mi caso.

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Salgo con el equipo muleto


Las muletas calzaron justo y quedaron trabadas. La base contra lo que vendría a ser la parte de abajo de la guantera y la sobaquera contra el marco de la puerta del acompañante.

Tishei cogotea para todos lados buscando un hueco para estacionar. Pone balizas y se banca, inmutable, los reclamos histéricos de los impacientes.

No hay un puto lugar. En veinte años la zona creció como forúnculo en el tujes y lo siento como una usurpación. De pendejos hacíamos bici cross -y alguna que otra maldad que rozaba lo satánico- en baldíos donde hoy se levantan edificios con muchos negocios y pocos escrúpulos. De alzar la mano para saludar al afilador de cuchillos pasamos a levantar el dedo mayor para responder a la maniobra temeraria de una mina 4x4 que nos tira la chata encima. Miles de personas yendo y viniendo como hormigas, perfectos desconocidos, productos de una ola de okupas sociales que se diseminó por todo el barrio y lo convirtió en este verdadero hachazo al baúl de los recuerdos.

Termino bajándome en medio de la calle porque no me queda otra. Para destrabar las muletas y salir de ahí, hago un par de movimientos que incluyen todo lo que el médico me mandó no hacer. No sólo apoyo la gamba sino que también la uso como eje de la aparatosa ceremonia que implica llegar a la vereda. No hay con qué darle: el médico es un gran estratega que te tira el concepto pero no te dice cómo carajo cumplirlo en el día a día.

Clavo muletas y me hamaco en un balanceo que no tiene ni un poco de sincronización. Avanzo mirando bien el terreno porque no quiero la del flaco que labura con nosotros. Tuvo la misma lesión que yo y andaba de acá para allá con sus muletas, casi canchereando, hasta que fue a dar con una superficie demasiado lisa y un toque húmeda. El acto reflejo para no apoyar la gamba, después del resbalón, terminó en una fractura de fémur que lo tuvo tres meses mirando el techo y otros tantos sin pisar.

Un flaco que reparte volantes me ve arrastrarme con las muletas y me ofrece volante igual. Le doy una segunda oportunidad de darse cuenta de que no tengo con qué carajo agarrarlo y me hago un poco el boludo mirando para otro lado. Pero el capo sigue ahí, con el brazo extendido, haciendo esa especie de chasquido de dedo contra papel que está buenísimo y que nunca me salió. Entonces le pido que suba un toque el brazo así el pelpa me queda a la altura de la boca y lo puedo agarrar con los dientes. Volantero no quiere ver la ironía y con tal de bajar la pila de volantes, amaga mandarlo nomás y me obliga a mover la cabeza de golpe.

Llego a la puerta principal de la clínica y, justo antes de entrar, me hago el langa y dejo pasar a la niña que viene por el otro lado. Ella me mira de reojo y me pone cara de mejor pasá vos, acompañado de una mueca casi compasiva. Trompada al orgullo que me obliga a actuar rápido: con una muleta me mantengo en pie mientras que con la otra hago un esfuerzo padre para trabar la puerta. La que te dije pasa como un suspiro y me agradece con la sonrisa. Yo le devuelvo otra, bien falsa, mientras la gamba sana me empieza a temblar por la fuerza que estoy haciendo para mantener abierta esa puerta pentágono.

Encaro hacia el mostrador y pregunto por kinesiología. La simpática recepcionista, una especie de ventrílocua que habla sin que se le mueva la sonrisa kolinos, me dice que primer piso por escalera. Lo qué. Me doy vuelta y ahí se despliegan, desafiantes, los setenta y ocho escalones con tres descansos. De lo más práctico.

Un rato después y a fuerza de movimientos espásticos tratando de combinar muletas, resonancia en sobre tamaño baño y pata extendida, llego a una sala de espera que está hasta las manos. Se me hace que es una sala común a todos los consultorios que hay en la clínica, porque hay de todo. Se respira aire de cabaña en Mina Clavero, donde los espacios compartidos son compartidos posta. Donde si hacés asadito ya sabés que hay que compartirlo con los jubilados de la cabaña que tenés a cinco metros.

Antes de sentarme muleteo por un corredor que termina en un mostrador donde se supone que debo anunciarme. La recepcionista está de divertidísima charla con su compañera de pupitre mientras yo pongo cara de orto porque se me cansa la gamba sana. Entonces me acuerdo de cuando la tana Ferro se presentó para la entrevista en el programa de radio, pero la verdad que no me da para armar tanto bardo. Las chicas agotan el tema de conversación y una de ellas me atiende y me manda de vuelta por el corredor hasta la sala de espera.

Me siento en el único lugar vacío, bien pegado a un flaco de unos ventimedios que mata el tiempo con un jueguito del ipod touch que está muy bueno hasta que se da cuenta de que estoy espiando y entonces lo apaga.

Lo único que se escucha son los gritos de los chicos que van, vienen, se caen, se levantan, le hacen caras a la señora seria, agarran una revista y no le dejan una pagina en su lugar, miran desafiante a su madre y vuelven a hacer eso que les acaban de decir que no hicieran. Y se supone que están todos enfermos. Nada que ver con nosotros, que si tenemos medio grado más de temperatura que lo normal no nos podemos ni mover. No, nada que ver. A los pibes es como si les dieran una descarga de dos veinte, no paran.

Uno de los chiquitos se me acerca y se para enfrente. Me mira y mira las muletas. Parece no saber lo que son. Me hago el distraído pero sigue mirando muy serio y como preocupado, como si fueran dos itacas que estoy a punto de usar para abrir fuego contra todos. Se acerca un poco más y cuando ya casi está tocando las muletas, las sacudo de golpe y las hago golpear contra el piso. El pendejo sale corriendo que no le dan las gambas y no se vuelve a mover de al lado de su vieja.

Al lado tengo una señora que no larga el celular ni para decirle a su pibe que deje de dibujar la pared. Y dale con los mensajes de texto, un diálogo silencioso que avanza al ritmo de un timbre insoportable que anuncia la llegada de cada mensaje y de la emoción indisimulable de la señora que festeja con una risita cada una de sus ocurrencias.

Pegado hay otra, de unos cuarenta, que le pega un grito al hijo cada vez que se mueve. Le chista, lo calla, no lo deja vivir. Me pregunto cual será la dolencia del niño además de la madre.

Me llama la atención la mujer que está justo enfrente del televisor. Me llama la atención porque mira sin pestañar un programa aburridísimo, de esos que produce el propio sanatorio con los recursos que tiene a mano y que dan consejos prácticos sobre cuidados de la salud. Aburridísimo.

Cuando escucho mi nombre y me paro para que me atiendan, me cruzo con un conocido que enseguida se interesa por mi lesión y me pregunta cómo fue. Le contesto que lea mi blog y lo dejo hablando solo. Si hay algo que me rompe los huevos -mucho más que mantener una conversación desde Tigre hasta Retiro- es tener que explicar mil veces lo mismo.

Con el kinesiólogo hago una excepción y le cuento. Fractura de platillo tibial con hundimiento, le digo con voz casi melodramática. Al pibe es como si le hubiera dicho que se espera cielo parcialmente nublado con algunas precipitaciones aisladas, le chupa un huevo. Agarra la resonancia, la sacude un poco y la analiza como quien ya sabe lo que va a decir. Mientras no deja de mirar ni por un instante a la mulatona que hace ejercicios al lado nuestro, el tipo prende el cassette y me da una clase teórica de fisioterapia con conceptos que me voy olvidando automáticamente a medida que los voy escuchando.

Lo que sigue no es gran cosa. La rutina de torturarse un toque con los electrodos que te dan una descarga eléctrica y que sirven para desinflamar la zona, la aplicación de magneto que según algunos no sirve para una mierda y los ejercicios que se hacen hasta que te duela y entonces mejor aflojamos. Todo en un clima de cuasi velorio porque estamos todos que nos salimos de la vaina para volver a patear una número cinco. Todos menos el viejo áspero que acaba de entrar puteando al kinesiólogo porque la espalda le duele como la gran puta y porque desde que viene a esta clínica cada vez le duele más.

Mientras encaro toda la ceremonia para hacer pasillo, escalera, puerta pentágono y subida al auto, pienso que mi amigo el capitán tiene razón cuando me dice que no tengo timing. Cuánto mejor hubiera sido el reposo en época de mundial.
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Algún día tenía que pasar


Hoy amanecí en formato pachorra mental. Cuando el remisero pregunta a dónde se dirige el joven, le doy dirección y que tome por donde más lo haga feliz.

El tipo se hace el guapo y me dice que derecho por tres de febrero salimos a panamericana. Tres de febrero es de tierra y con lomos de burro y son como treinta cuadras. Se lo digo pero él es capo filcar y me insiste. Pachorra mental se hace fuerte cuando la exigen y entonces lo dejo hablar. Y entonces me banco las sacudidas, las frenadas, las aceleradas y los saltos. Capo filcar dijo que por ahí es más rápido y quiere ser coherente.

A las quince cuadras ya acepta que la está pifiando. Me doy cuenta porque le cazo justo por el retrovisor esa mirada rápida con gesto de mentón elevado y cejas para arriba. No lo quiere reconocer y me hace el cuento. Que por la avenida es peor. Que la semana pasada fue por ahí y estuvo cuarenta minutos para hacer doscientos metros porque no se puede creer la cantidad de autos que hay en la calle. Que por suerte no todos conocen cómo ahorrar tiempo yendo por adentro y que por eso vamos por adentro.

Capo filcar no para de hablar. Hace zapping de un tema a otro como si se hubiera quedado trabado el botón de ese control remoto que parece no tener función pausa. Seis o siete respuestas con monosílabos no son suficientes para que por lo menos perciba que no hay animus parlandi. Cuando nadie quiere escucharnos, nosotros le hablamos a nuestro otro yo. Ellos le hablan al cliente.

Un tipo serio no prende el ipod porque es una falta de respeto hacia el chofer del coche de alquiler. Yo lamento que se haya quedado sin batería.

La voz de capo filcar ya se confunde con el rechinar de un amortiguador que hace rato pide relevo. El cóctel de sonidos me da ese instante de reflexión y entonces maldigo el momento en que me propuse sacar post todos los jueves. Pachorra mental más rodilla al hombro más baile de laburo me da un jueves sin post. Algún día tenía que pasar.

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La rodilla teclea pero el lomo está una manteca


Un fondo negro tirando a azul, ideal para aplicar chroma key y poner la imagen que a cada uno le pinte. Ése es el marco donde la cara del Beto flota como dando semicírculos para un lado y para el otro.

El Beto sonríe bien amplio, a carcajadas, y deja ver hasta la última carie que adorna su tercer molar superior. Nunca lo vi tan feliz desde aquella vez que se golpeaba el pecho y sonreía a las cámaras por haber sido testigo privilegiado -y gran hacedor- de mi record prematuro de salto en alto.

Corro las manos que me tapan toda la cara y se hace la luz. La imagen del Beto se borra pero todavía escucho el eco de sus risotadas que suenan a revancha. El Beto está saldando esa cuenta pendiente que no sólo fue el desaire de aquella vez sino que ahora le sumó la humillación de saberse inmortalizado en este blog.

Ya sin Beto por ningún lado, hago foco y veo que unos quince tipos me rodean. Me miran con ceño fruncido y un gesto de empatía que acompañan con varias eses para adentro. Me agarro la rodilla y tanteo si está todo en su lugar, porque me duele como la gran puta. Por unos segundos, los flacos se calzan la bata blanca y empiezan a dar cátedra de cuáles tendrían que ser los próximos pasos para tratar la lesión. Lo dicen con tanta seguridad que casi que me convencen si no fuera porque me están tirando ocho consejos diferentes.

El médico llega como puede, arrastrando una bicicleta que a cada pedaleada se vuelve más y más pesada por las particularidades topográficas del terreno. La doctora Queen habría tardado menos en atravesar todo el Cañón del Colorado, pero es lo que hay. El médico salta de la bici en movimiento y corre a mi encuentro con el botiquín en una mano y el tenedor parrillero en la otra. Parece que las quejas por los precios del torneo obligaron a la organización a optimizar costos, y ahí lo tenemos al médico -un tipo que estudió como un condenado durante mil años- poniéndole chimichurri al choripán casi con la misma pasión que cuando aplica analgésico en zona inflamada.

Por las dudas le pido que deje el tenedor, porque en la volada capaz que se le cruzan los roles y me pincha la rodilla para que el líquido sinovial salte como grasa de salchichita. El tipo quiere dar perfil serio y hace como que no escucha mis comentarios que intentan ser jocosos pero que se pierden en el camino. Lo mismo pasó en mi lesión anterior, un par de años atrás. Cuando apareció el doc, mis compañeros de equipo le preguntaron si era veterinario. Lo decían por mí, no por él, porque sólo un veterinario podía curar a este burro. Pero el doc se lo tomó mal y devolvió la pared con ofensa y silencio.

El médico de ahora apoya el botiquín, se limpia un resto de salsita criolla que le chorrea de la manga y me pregunta cómo fue, qué pasó. Ni idea, pa, no registré el cuadro por cuadro del momento. Apenas si recuerdo la secuencia. Pelota dividida. Dos rivales a igual distancia. Uno de ellos que entierra las gambas unos diez centímetros por debajo del nivel del pasto y el otro que siente el impacto como si hubiera querido trabarle la bocha a un tronco centenario de ombú. Al primero apenas se le desacomoda el jopo y al segundo lo termina atendiendo un médico que tiene que apurarse para que no se le arrebate la bondiola.

En esos primeros minutos siento como si el Ogro Fabbiani me hubiera saltado sobre la rodilla. Tremendo. Pero el médico aplica no sé qué cosa y el dolor baja de golpe. Y me encuentro con que hay como demasiado circo para lo que parece ser una lesión más del montón. No queda otra que hacer un poco de teatro y exagerar un toque la cosa para estar a la altura de todo este quilombo que se armó. Salgo muy despacio apoyado en los hombros de dos rivales que lo único que quieren es tirarme a un costado de la cancha para poder seguir jugando.

Ya del lado de afuera, se me acerca el juez de línea y me pregunta que cómo viene la mano y le respondo sacudiendo la mano que ahí andamos, maso. El partido arranca de nuevo y el juez de línea me sigue dando lata con consejos tipo cuidate que cuando el cuerpo te habla tenés que escucharlo y otras huevadas por el estilo. El cachafaz le da la espalda al partido, se come un orsay grande como una casa y encima amenaza al cuatro con que lo va a hacer echar si vuelve a faltarle el respeto.

Termina el partido y voy derecho a agradecerle al médico porque el calmante hizo maravillas. Y para hacerla completa, le pido que le agregue jamón y queso al lomito que está una manteca.

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Cabalgata al más allá


Hace rato que José de Zer colgó el micrófono y fica recluido en su monoambiente de Chacarita. O tal vez está en algún rincón del universo estelar, secuestrado por alienígenas. Esa es la versión del Chango, su fiel compañero que se hizo famoso en todo el país sin haber salido nunca en cámara porque era el muñeco que la llevaba al hombro. Seguíme, Chango, seguíme.

José de Zer no tuvo sucesor. Hubo un antes y un después de este cronista que en cada aparición parecía morirse de un ataque de asma. Inolvidables transmisiones que no tenían más puesta en escena que esa respiración siempre agitada que buscaba darle dramatismo y suspenso a imágenes confusas que por sí solas no te decían una mierda.

Fue José de Zer quien lo dio entidad al asunto. Fue el que le dio bola a los pueblerinos que aseguraban haber visto ovnis dando vueltas por el Uritorco, el cerro que se levanta pegado a Capilla del Monte, en Córdoba.

El pueblo se revolucionó. Primero con un cagazo padre, lógico, porque no les hacía mucha gracia que Eté y su ballet se pasearan por allí. Pero después vieron luz cuando se dieron cuenta de que la cosa había rebotado fuerte y convocaba a gente de todas partes.

Se armó un circo de novela. Arreglaron el circuito para subir a pie hasta la punta del cerro y, como los curiosos aventureros llegaban a patadas, alguien tenía que alimentarlos, refrescarlos y ensartarlos con algún souvenir alusivo. El que salía como trompada era una especie de gauchito gil que en lugar del poncho rojo calzaba un traje como el que usaba la mujer lagarto que les entraba a los ratones como si fueran canapé.

Para esa época, el Gringo venía de capa caída con su negocio de alquiler de caballos. Los matungos parecían recién salidos de un campo de concentración y para hacerlos galopar les tenías que mostrar un bizcocho de grasa a unos doscientos metros.

Pero con la movida alienígena las acciones del paisano se fueron para arriba como pedo de buzo. El tipo, que de boludo no tenía ni la sombra, aprovechó la volada para organizar cabalgatas al Uritorco. Se vio la trilogía completa de la Guerra de las Galaxias para ponerse en tema y empezó a sacarle jugo. Así, rápidamente pudo enterrar en el pasado aquel percance que tuvo con unos flacos, uno de ellos conocido mío, que le alquilaron tres caballos y le devolvieron dos. Había uno que no la tenía clara galopando en sendero de montaña y terminó al fondo de un cañadón. Nunca nadie supo cómo carajo se salvó el jinete, que bloqueó el episodio por el julepe que lo violó aquel día. Cuando volvieron los otros dos al puesto del Gringo, al pobre le batieron que el tercero se había demorado y estaba al llegar. Todavía lo está esperando.

Con las expectativas renovadas, el Gringo se mandó a imprimir unos volantes que mostraban el dibujo de un caballo totalmente desproporcionado, parado debajo de una especie de plato volador que a su vez emanaba una luz que cubría todo un poblado. Y en letras gigantes, una frase bastante ilustrativa: 'cabalgatas al más allá'. No, pa, aquello era algo que no nos podíamos perder, así que nos prendimos de una. Un campeón del marketing precario el Gringo.

La cabalgata era de dos días porque había que hacer un rodeo grande y llegar a destino por la parte de atrás del Uritorco.

Arrancamos bien temprano. Éramos veinte, entre los que veníamos juntos -unos quince- y cinco fanáticos que estaban en estado alfa ante la posibilidad de algún contacto cercano. Hablaban raro, vestían raro, nos miraban raro. Los flacos venían equipados como si los visitantes se los fueran a llevar de paseo. Para nosotros la cuota supranatural casi que ya estaba cubierta, porque los alienígenas no podían ser muy diferentes a esos androides que venían con nosotros. Para desilusión de la banda, la rubia de Doritos no nos acompañó.

El Gringo había equipado a los caballos con unas generosas alforjas porque, aseguraba, allá arriba estaba llenos de objetos extraños que confirmaban el paso del ovni y que valía la pena llevarlos de recuerdo. El Gringo manejaba data que la propia ciencia desconocía, un capo.

El primer día de cabalgata fue de lo más tranquilo, a paso cansino entre valles con pastizales y algún que otro camino de corniza cuando nos tocó atravesar unas sierras. Lo único que rompió la monotonía en esa jornada de paspadura, fue el palo que se dio uno de los androides cuando levantó demasiado las gambas para cruzar un arroyo y se fue directo al agua. No mucho más.

No nos cruzamos ningún extraterrestre ni nada parecido. Con tanta alaraca previa, pensábamos que el Gringo iba a hacer algo parecido a lo que hacen los buscas que llevan a gente de afuera a pescar al sur y que contratan a un buzo para que le chante un par de truchas en el anzuelo, cosa que el turista no rompa los huevos y se vaya realizado. No sé, capaz que podría haber disfrazado de Eté a algún paisano medio cabezón para que nos hiciera el show y le metiera un poco de pimienta a la cosa. Pero no, nada. Por lo menos no en ese primer tramo.

Justo cuando febo se tomaba el buque y nos dejaba a oscuras, llegamos a un rancho donde se suponía que pasaríamos la noche. Estaba abandonado y, según el Gringo, había estado habitado hasta el día en que sus dueños se las tomaron porque la presencia de ovnis los atormentaba. Al toque de desensillar empezamos a escuchar ruidos que venían de la cabaña. Los androides ya estaban casi entregados. Pero no eran seres de otro planeta los que nos salieron al encuentro, no señor, ojalá. Alguien estuvo unos días antes que nosotros y se dejó algunos restos de basura. Al roedor más chico lo tuvimos que meter en el corral con los matungos.

Nadie durmió adentro de la choza. El Gringo aprovechó el fogón improvisado para arrancar con un repertorio de historias fantásticas, una más delirante que la otra, pero que en ese contexto logró ponernos en clima. El fuego crepitaba intenso y se reflejaba en la cara del Gringo, que por un momento se convirtió en el Narciso Ibañez Menta de las sierras. El tipo acompañaba sus relatos con una música onda new age que salía de las cuerdas de su guitarra y se desparramaba por cada rincón de ese páramo. Los androides estaban que levitaban.

Amanecimos con un principio de hipotermia porque habíamos estado a la intemperie sin mucho abrigo. Mate, bizcochos y otra vez en camino.

A media mañana llegamos al lugar donde supuestamente había aterrizado el ovni. Era una especie de explanada en la ladera este del cerro, con la hierba apisonada y cuatro restos de fogatas que formaban un cuadrado perfecto. El Gringo se sacó la boina y nos explicó que aquello eran las marcas de la nave. Para nosotros eran restos de terribles asados, pero si el Gringo dijo que allí bajaron, palabra santa, lo bancamos a muerte.

Mientras el Gringo hablaba, miré de reojo para donde estaban los androides, que siempre se movían en grupo sin hablarse y sin mirarse. Había cuatro, faltaba uno, definitivamente no estaba. El Gringo se subió de un salto a su caballo y salió al galope después de gritar que aquello podía ser obra de los visitantes. Esperamos como dos horas y no había noticias, ni del Gringo, ni del androide extraviado.

Uno de los que venía con nosotros conocía bastante la zona y nos dijo que sabía de un camino mucho más corto para volver. Lo seguimos de una, todos menos los cuatro androides que seguían como petrificados.

Tardamos tres horas en llegar al mismo lugar desde donde habíamos salido el día anterior. Ahí nos esperaba el ayudante del Gringo, que contaba sacudiendo la cabeza y no le cerraban los números.

Le devolvimos los caballos y le dijimos que el resto venía atrasado, que estaba al llegar.