Un pelotudo graduado con honores




No sé de qué carajo se ríe el gringo. Lo tengo sentado al lado y hace media hora que trata de seguir la charla del resto. Si en un ambiente silencioso el tipo ya entiende poco y nada de castellano, con este quilombo de música y murmullo insoportable que hay en el restaurante directamente está en pelotas. Pero el gringo se ríe con ojos achinados como quien sigue el hilo de la conversación porque no quiere incomodar. A mí me incomoda mucho.

El gringo se llama Casey y es el capo global de un área cuyo nombre completo no te entra en una tarjeta personal. Vino por un par de días en uno de esos viajes que se inventan para hacer un poco de turismo por países exóticos y de paso repasar alguna cuestión de laburo. Como cada vez que viene un peso pesado, siempre a alguno de los boludos locales le toca sacarlo a comer a algún boliche a los que ni en pedo iríamos si la tuviéramos que poner nosotros. Hoy me toca a mí. Y como no quería tener un mano a mano con el gringo, busqué desesperadamente que alguien más se sacrificara por la causa. El único que agarró viaje fue Gerardo, un pelotudo profesional que no pierde oportunidad de hacer política para avanzar algún casillero en su perversa carrera de progreso corporativo a base de humo. Lo dejé a Gerardo elegir el restaurante porque me gusta hacerle la segunda cuando se la da de especialista gourmet. Terminamos en Lola, sobre la costanera, y a último momento se sumó también Sebastián, otro pelotudo que anda al salto por un bizcocho.

El restaurante está hasta las manos y la espera se hace larga. Cuando el mozo aparece pidiendo disculpas por la demora, Gerardo se adueña totalmente de la escena y nos primerea para agarrar la carta de vinos. “El vino me lo dejan a mí”, dice mientras se saca los anteojos del bolsillo del saco. Recorre las páginas de la carta con deliberada parsimonia  y se decide por el vino más caro, total paga la corpo. El mozo asiente fuerte la elección y a los dos minutos vuelve con la botella para que Gerardo la analice con atención. Está todo ok así que sirve un fondito en la copa de Gerardo, que infla el pecho y pone en escena la pantomima de la ceremonia de cata: mira fijo la copa, la huele, la mueve en círculos, vuelve a olerla y se manda un sorbo. Mantiene el líquido por unos segundos, se lo traga y repiquetea los labios con la mirada perdida a media altura. Algunos segundos de deliberación y el fallo inapelable que cae como mazazo: “No señor, este vino no está bueno. Hacéme el favor de cambiarlo”. El mozo ensaya una tímida defensa pero Gerardo no le da margen y lo aleja con un gesto que roza lo despreciable. Mientras siento el impulso de saltar sobre la mesa para sacudirle con el empeine a la altura del mentón, el mozo apoya la botella de vino en la mesa auxiliar que hay justo detrás de Gerardo y va en busca de una segunda botella.

No hay forma de que el tema de conversación se mueva de los carriles corporativos y decido entretenerme buscando el mejor ángulo para sacarle una foto al pelado de la otra mesa que no puede ser más parecido a Bruce Willis. No es fácil porque el pelado no se queda quieto. El gringo me adivina aburrido y pregunta por mi familia y le digo que bien gracias. Fin de la conversación.

El mozo de la otra mesa pasa por al lado de la nuestra y percibe que todos tenemos nuestras copas vacías y que hay una botella en la mesa auxiliar, la que había dejado el mozo anterior. Sin preguntarle a nadie, toma la botella y le vuelve a servir a Gerardo, que nunca lo ve porque el muy hijo de puta ni siquiera se da vuelta para mirarlo a los ojos. Sin darse cuenta de que es otro mozo, Gerardo toma la copa y repite la farsa de la cata. Segundos de suspenso y el veredicto que no hace más que confirmar su condición de pelotudo graduado con honores: “Ahora sí, maestro, este sí que está bueno”.


Efecto guillotina


La reunión estaba pautada para las ocho y media, en punto. Yo no tenía ni dos días en esa empresa y Osvaldo, mi jefe, me había convocado para ponerle plazo al millón y medio de asuntos que habían quedado colgados del pincel cuando a mi antecesor se le pelaron los cables y se fue a vivir a una granja menonita en La Pampa. También convocó a Héctor, un histórico que durante los treinta años que estuvo en la empresa fue rotando por todos lados. Le decíamos superintendente porque el hijo de puta se sabía de punta a punta cualquier proceso y siempre tenía una respuesta para todo. A Héctor no le entraba una sola bala, era un inimputable que nunca iban a rajar porque para pagarle la indemnización hubieran necesitado vender acciones de la empresa.

En mi primer día de laburo, Héctor me llevó hasta la máquina de café empetrolado para darme algunas directivas informales sobre la empresa. Me dijo que lo más importante para Osvaldo era la puntualidad. El tipo era un enfermo de la puntualidad. Me contó que en la primera reunión de equipo (yo todavía no estaba en la empresa) la gente llegó quince minutos tarde y el flaco, con lágrimas en los ojos, les contó que él amaba tomar el desayuno con sus hijos pero que ese día no había podido hacerlo para poder llegar puntual a la reunión y que, por ende, cada uno de los que habían llegado tarde lo que hicieron fue cagarse en sus hijos. Así de jodido era el Osvaldo.

El día del encuentro decidí llegar a las siete y media para no estar ni cerca de cagarme en sus hijos. En la oficina no estaba ni el sereno. Me preparé el mate y me puse a leer un mail desordenado que Osvaldo me había mandado para ponerme al tanto de los asuntos pendientes. Después de leer el mail unas cuatro o cinco veces, el quilombo en mi cabeza era todavía mayor. Osvaldo manejaba la gramática y el estilo como yo la mecánica cuántica. Me fui haciendo algunas anotaciones como para no quedar en pelotas pero llegó un momento en que seguir leyendo hubiera sido más contraproducente todavía.

A eso de las ocho apareció Osvaldo y pasó por mi box. Sin sacarse el sobretodo ni largar el portafolio se señaló el reloj e hizo un movimiento de labios clarito: “ocho y media, ni un minuto después”. Todavía faltaba media hora. Al que no veía por ningún lado era a Héctor. Sus cosas estaban sobre su escritorio pero el tipo no estaba. A las ocho y diez Osvaldo volvió a pasar por mi box y me dijo que la íbamos a adelantar diez minutos porque le había surgido algo pero que no encontraba a Héctor por ningún lado. “Buscálo por todos lados, ya”, me dijo sin darme mucho margen. Héctor no estaba en su oficina, no estaba en la máquina de café, no estaba en los pasillos. Tenía que estar en el baño.

Los baños de la multinacional tienen una zona común, de lavatorios y meaderos, y una zona de compartimentos para cuando hace falta despedir algún amigo del interior. En la zona común Osvaldo no estaba pero uno de los cinco compartimentos tenía la puerta cerrada. Era una opción. Cuando me debatía entre si golpearle la puerta o no, escuché que sonaba un ringtone de Benny Hill desde adentro del cubículo. Sonó dos veces y se cortó. Volvió a sonar dos veces, se cortó. Sonó por tercera vez y se escuchó clarito: “¿Qué mierda le pasa a este viejo puto? Ya ni se puede cagar tranquilo”. Era la voz de Héctor. El teléfono volvió a sonar dos o tres veces más. “Pero la concha de su puta madre”.

La puteada de Héctor todavía rebotaba en esas paredes inmaculadas cuando se abrió la puerta principal de golpe. Era Osvaldo. Me miró y se miró el reloj. Eran las ocho y veintiuno. Mientras yo me lavaba las manos a toda velocidad, Osvaldo pegó un grito como medio desproporcionado. “Héctor, ¿estás ahí?”. Silencio. “Héctor, sé que estás ahí. En dos minutos en mi oficina” y se fue dando portazo. Héctor apareció desde el cubículo terminando de abrocharse los pantalones y con la cara casi desfigurada. Avanzó dando pasos cortos hasta el lavatorio y abrió la canilla caliente. No parecía apurado. Me lo quedé mirando un rato y le pregunté si necesitaba algo. “Gracias, estoy bien. Lo que pasa es que es la primera vez en mi vida que un jefe me obliga a aplicar la guillotina. Esto en una granja menonita no te pasa ni en pedo”.