Día de brazos levantados




Hoy en el laburo escuché, ponele que accidentalmente, una conversación que no habría sido tan siniestra si no fuera porque trabajo en una empresa alemana.

Llegué a la oficina bien temprano porque tenía que liquidar un par de asuntos de ésos que necesitan un nivel de concentración que ni en pedo encontrás en la corporate rush hour, que es como llamamos los que tenemos clase al momento de máxima ebullición sonora dentro de una empresa.

Desensillé, prendí la computadora y me arrimé hasta el dispenser de agua caliente para no demorar el mate, brebaje que con el tiempo logró convertirse en el soma que alguna vez imaginó Aldous Huxley en su Mundo Feliz.

La pantalla de comunicación interna de la empresa pasaba el tráiler de “Thor: Ragnarok”, una peli de Marvel que se estrena esta semana. Me quedé enganchado porque justo hace un par de días mi hijo me pidió permiso para ir a verla. El permiso incluye las dos gambas para la entrada, otra dos gambas para mc donalds más helado y ya que estamos me pidió que le haga ida o vuelta a él más ocho amigos que viven en ocho barrios cerrados distintos en cada uno de los cuales para entrar te piden licencia de conducir, seguro del auto, seguro médico, análisis de orina, green card, comprobante de cuit, factura de un servicio a tu nombre, promedio universitario arriba de ocho y fotocopia certificada de afiliación a sindicato si correspondiera.

El tráiler terminó justo cuando el termo acabó de llenarse y el agua, más caliente que de costumbre, ya me había quemado dedos índice y pulgar. Siempre agarro el termo de abajo mientras lo lleno y lo hago solamente para hacerle la contra al señor que se ocupa de la seguridad dentro del edificio. El tipo, en cuya tarjeta dice gerente de calidad seguridad y medio ambiente, trabaja de dar charlas en donde dice cosas tan perspicaces y reveladoras como por ejemplo: “antes de sentarse en su silla, por favor chequee que la misma esté ubicada exactamente en el lugar donde usted cree que esté”. O por ejemplo: “cuando se baje de su vehículo en el estacionamiento, antes de cruzar la calle por favor mire para los dos costados y asegúrese de que ningún otro vehículo se esté aproximando”. Y el tipo gana plata por eso, no lo hace ad honorem. Bueno, también dice que cuando te servís agua caliente nunca tenés que agarrar el termo porque el agua se puede derramar y quemarte las manos. Eso fue exactamente lo que me pasó hoy pero acepto el dolor con enorme regocijo.

Terminé el trámite del agua y emprendí el regreso hacia mi escritorio. La oficina estaba desierta, un placer, música para mis oídos. De tan desierta, la voz de la mujer se escuchó clarita, potente y punzante, sin una sola gota de nerviosismo. Supe quién era en el mismo momento en que la escuché. No la voy a escrachar por acá, no soy tan hijo de puta. Sólo voy a decir que es una de las integrantes del Cuarto Reich, tal como hemos bautizado a un grupete de mujeres todas rubias, todas ojos celestes, todas de sostenerse el brazo derecho con el izquierdo para evitar que se le levante solo. Una de ellas fue la que me dio la bienvenida, cuando arranqué acá hace algunos años. Me llevó hasta la máquina de café para convidarme un capuchino y en eso apareció una mina medio petisa, pelo bien negro y mirada algo tímida. La integrante del Cuarto Reich le aplicó un escaneo vertical violento y me largó, sin anestesia: “así como la ves, con ese aspecto, ella habla alemán”.

Me quedé bien quieto en el pasillo, justo al lado del box donde estaban las mujeres. Me quedé quieto no porque me hubieran paralizado las palabras poco caritativas que salían de esa cloaca con botox sino porque no quería que notaran mi presencia. Me acerqué un poco más y saqué el celular, como para disimular y dar una situación lógica si alguien me veía allí. Lo que la señora contaba es el drama que hoy está viviendo: la casa se le llenó de gatos. La gata de un vecino se le metió en la casa y parió no sé cuántos gatos justo sobre su parrilla. Y ahí se quedaron, instaladitos. Y ella quiere comprar un poco de carbón y hacerlos vuelta y vuelta. Cada diez palabras la mina repetía, como si hiciera falta, que odia a los gatos porque “es un animal que no sirve para nada” (sic). La otra mujer que la escuchaba, también integrante del Cuarto Reich, asentía cada una de sus afirmaciones lapidarias y no hacía más que tirarle nafta a esa diatriba encendida y fulminante. La conversación giró hacia otros métodos más escalofriantes para deshacerse de esos gatitos, de su madre, de su padre, de sus primos, de sus vecinos y de su abuela. Y si su abuela ya está muerta entonces la desenterramos y la volvemos a matar, pendeha verraca.

Fueron apenas cinco minutos en los que escuché maldades que nunca imaginé, ni siquiera en mis despiadadas épocas de vacaciones en el campo con esa banda de asesinos seriales que formé con varios de mis primos. Fueron sólo cinco minutos porque mi celular, que jamás never ever está en función sonar, hoy sí lo estaba y justo recibí un llamado que alertó a las mujeres y dejaron la conversación para otro momento. Y encima era un pelotudo que me quiere vender publicidad hace un año y que no encuentro forma de hacerle entender que en la puta vida le vamos a poner un aviso. Capaz que le pido a uno de las mujeres que me enseñe algún método eficaz para convencerlo y encuentro allí la solución final. Ojo ahí.

Así se maneja un vestuario



El técnico chileno Pellegrini ganó en casi todos los equipos que dirigió pero en Real Madrid le fue como el culo. Tenía a los mejores jugadores del mundo en el club más grande de todos. El drama de Pellegrini fue no aguantar la presión de un vestuario lleno de estrellas que hacían lo que se les cantaba el orto. Pero no es el único caso. Les pasó a unos cuantos que se metieron a dirigir en clubes grandes como Juventus, Barcelona, Milan o Tigre y que se los comieron crudos a la primera de cambio. Hubo otros, en cambio, que supieron manejar la presión y dominaron el vestuario poniendo los huevos sobre la mesa y tomando las decisiones que había que tomar. Son los menos, pero entre ellos estuve yo.

Mi hijo había recibido una invitación para un encuentro de fútbol. Lo de ‘encuentro’ en lugar de ‘torneo’ no es casual. La organización fue muy clara en este aspecto: el fútbol era sólo una buena excusa para que los pibes despuntaran el vicio. No había ganadores, no había campeón, no había goleador. Los resultados no se ponían en ninguna planilla ni había acumulación de tarjetas amarillas. Incluso el réferi tenía luz verde para bombear sin escrúpulos y equilibrar un partido si había baile.

El torneo que no era torneo despertó en mi hijo una expectativa tremenda, desgastante, casi febril. Durante semanas, papel en mano, se la pasó armando, borroneando y reescribiendo la lista de buena fe. El pibe quería a los mejores en su equipo y yo le insistía en que llamara a sus amigos. Con amigos siempre la vas a pasar bien, me acuerdo que le decía. Fue duro pero al final lo convencí.

Con la lista definida, los pibitos organizaron juntadas en casa para diseñar formaciones, definir esquemas tácticos y discutir durante horas sobre cómo debía llamarse el equipo. Cuando se pusieron de acuerdo con el nombre -un originalísimo Los Mini Messi-, el eje de la discusión se corrió hacia la camiseta. Arrancaron con la idea de mandar a hacer una especial pero los hice desistir rápidamente. Terminaron siendo muy originales también en esto: eligieron la de Barcelona.

Todo este proceso previo se daba de frente con el espíritu del torneo que no era torneo. Me tuve que poner la pilcha de psicólogo y mostrarles cómo venía la mano. Con el estado de excitación que cargaban, no fue fácil explicarles que no iban a salir campeones y que eso nada tenía que ver con que jugaran bien o mal. Había que verles la cara cuando les decía que era lo mismo ganar 2 a 0 que perder por goleada o empatar en la última jugada. Yo trataba de hacerles entender y ellos me miraban como si fuera un extraterrestre. Incluso mi hijo llegó a creer que sus amigos le iban a perder el respeto y me pedía por lo bajo que terminara con aquel sermón sin sentido.

El torneo que no era torneo tenía una característica curiosa: los chicos jugaban y los padres se turnaban al arco. Parece fácil pero ni en pedo, básicamente por dos razones. Primero, porque a los ocho años los pibes ya desarrollaron una potencia de disparo que no es la de un nene de cuatro que te patea en un patio de edificio. Los de ocho te lastiman. Y, segundo, porque cada arco tenía un área chica de no más de dos metros cuadrados que el arquero no podía abandonar nunca. Te salías del área, te cobraban penal en contra. O sea que el borrego encaraba el arco con pelota dominada y no podías salir a hacerle el achique. Así, en la mayoría de los casos nos enfrentábamos a una situación de fusilamiento sin ningún tipo de contemplaciones.

La semana previa fue tremenda. Los amigos de mi hijo se aparecían por casa prácticamente todos los días. No había forma de bajarles la ansiedad. El viernes se juntaron todos y me hicieron comprarles un pedazo de tela blanco que tenía un metro de ancho y casi quince de largo. Lo desplegaron en el piso hasta ocupar todo el largo del patio y uno de ellos sacó de un bolso una colección de pinturas. Durante casi tres horas estuvieron aplicando su arte a ese pedazo de género, con un entusiasmo fuera de lo común. El resultado fue un trapo de cancha con una inscripción que tal vez no estaba del todo alineada con el espíritu del torneo que no era torneo: “Los Mini Messi. Pasión y locura hasta la muerte”.

Para simplificarles la vida a los otros padres, alojé a todo el equipo en casa la noche previa, cosa de poder salir a la mañana siguiente directo hacia el predio. Una decisión solidaria para con los otros padres, pero tal vez no del todo acertada para nosotros porque los pendejos se fueron cebando mutuamente y terminaron delirando hasta las tres de la mañana con cánticos, palmas y murgas improvisadas.

El torneo que no era torneo arrancaba a las diez de la mañana. Con salir de casa una hora antes estábamos bien. Pero los pibes, con mi hijo a la cabeza, se me aparecieron en el cuarto a las seis de la mañana, todos cambiados y con los botines puestos.

- Ya estamos listos, pa. ¿Vamos yendo?

Cuando llegamos al predio no estaba ni el sereno. Hubo que esperar casi una hora hasta que nos abrieran el portón de ingreso.Tenía a casi todo el equipo ahí, salvo uno de los chicos que no había podido quedarse en casa. Con todo el predio para nosotros, armamos un picado intenso entre nosotros para liberar energías y bajar un poco las ansiedades.

Al rato cayó el jugador que faltaba, pero no vino solo. Con él se apareció también un amiguito del barrio que había dormido en su casa. Una cagada, porque ya de movida la lista de buena fe venía cargadita, con tres suplentes. Con el vecinito colado terminábamos siendo cinco en cancha y cuatro esperando afuera. Había que ingeniárselas para rotar a los jugadores sin que ninguno se me ofendiera. Ningún jugador y ningún padre.

El fixture no nos fue favorable en cuanto al horario, porque para el debut nos tocó el turno más tarde que nos podía tocar, así que tuvimos que alargar la previa. Los pibes estaban que se salían de la vaina y se hacía cada vez más difícil controlarlos. Durante todo ese rato se dedicaron a mirar los partidos de los futuros rivales, haciendo conjeturas, identificando a los más habilidosos y adaptando el esquema de juego que durante tanto tiempo habían estado elucubrando.

Ya más sobre el arranque de ese primer encuentro, los junté a todos al costado de una las canchas y les recité de nuevo las máximas del torneo que no era torneo. Después de anunciar la formación titular, el vecinito colado se me acercó, fuera de sí, y me recriminó en la cara levantándome el dedito:

- Vos no sabés nada de fútbol. Yo no puedo ser suplente.

El insolente me agarró totalmente desprevenido y me hizo tragar el chicle. Y se me quedó mirando, como si yo le debiera una explicación. Conté mentalmente hasta diez y opté por ignorarlo.

- Vamos chicos, acuérdense que vinimos a divertirnos. Salgan a la cancha y diviértanse. Los suplentes se sientan al costado de la cancha y esperan.

Resalté con énfasis especial las palabras ‘suplentes’ y ‘esperan’, mientras miraba de reojo al pendejo, que seguía rojo de la furia. En ese momento aparecieron algunos padres. El mensaje de que entre todos teníamos que turnarnos al arco parece que nunca les llegó. Los tipos cayeron de jean, náuticos, sillita playera que acomodaron a la sombra y la deportiva de La Nación bajo el brazo.

Así arrancó nuestro primer compromiso. Un partido de trámite tranquilo, sin un claro dominador. Desde el arco tenía una visión más que aceptable como para ir dando algunas indicaciones y administrando los cambios. La mirada odiosa del vecinito colado era cada vez más intensa, porque veía entrar y salir a sus compañeros mientras él seguía masticando su bronca sentado en un costado.

La paridad la rompimos promediando ese primer tiempo, cuando nuestro delantero pescó un rebote en el área y fusiló al arquero-padre que hizo todo para despejar, pero sin éxito. Hasta ahí la cosa venía más o menos tranquila. Pero sobre el final de la primera parte se sucedieron dos jugadas que me movieron la estantería. Primero fue el empate del otro equipo. No por el gol en sí, que me importó poco y nada, sino por la reacción del arquero-padre rival. El tipo pegó un alarido bestial y, totalmente desencajado, corrió veinte metros para abrazarse con el autor del gol mientras gritaba como loco para los cuatro costados de la cancha. No me gustó la actitud y así se lo hice notar con tremenda cara de orto cuando me pasó a pocos metros en su celebración desmedida. La segunda estocada vino dos minutos después. Nuestro extremo derecho desbordó y echó un centro llovido que terminó en cabezazo a quemarropa de mi hijo. Era gol y el pibe ya se relamía levantando un brazo y apretando el puño. Pero el arquero-padre se estiró todo lo que pudo, se sostuvo horizontal en el aire y la manoteó al córner. Y celebró la salvada con otro grito fuera de contexto. El muy hijo de puta, lejos de entender el espíritu del torneo, acababa de darle un golpe certero a la ilusión de mi hijo. Y se había regodeado de eso.

Ahí nomás me transformé. Me acerqué a un costado de la cancha y pedí un par de guantes que tenía mi otro hijo en un bolso. Me calcé también una gorra y me pelé las rodillas volando de un palo a otro para sacar todo lo que me tiraron en esos minutos finales del primer tiempo. Sonó el silbato y atravesé la cancha de punta a punta, sólo para cruzarme con el arquero-padre rival y echarle una mirada lo suficientemente violenta como para que quedara claro que ahí había un duelo aparte. Junté a todo el equipo en la mitad de la cancha y empecé a dar algunas indicaciones. El pendejo colado se me puso justo enfrente, bien visible, como para recordarme que era el único que no había tenido ni un minuto en cancha. Lo hice entrar.

El segundo tiempo arrancó a pura adrenalina. El pendejo la tenía atada y en cinco minutos clavó tres goles, uno mejor que el otro. El arquero-padre rival hizo todo lo que pudo pero el insolente en una le pegó tres dedos al segundo palo, en otro le dio de volea y el tercero fue de cabeza al ángulo. Con el partido 4 a 1 y un baile que ya empezaba a ser demasiado alevoso, me acordé de vuelta del espíritu del torneo. Que el arquero-padre rival la estuviera sufriendo me chupaba un huevo, pero daba pena ver a los gurises del otro equipo con caras largas, puteándose entre ellos, pasándola mal.

La oportunidad de reivindicarme llegó sobre la mitad de ese segundo tiempo. Uno de los delanteros contrarios quedó increíblemente solo frente a mí y me la tiró suave a un rincón. Era una bola fácil, pero decidí tirarme un segundo más tarde. La bola entró mansita al lado del palo frente a la mirada atónita de mi hijo y de sus compañeritos, que no podían concebir semejante torpeza. No había ninguna chance de que los pibes entendieran que me había dejado hacer un gol para disimular la goleada. Desde ya que no esperaba que se acercaran uno a uno a felicitarme por mi buena acción, pero lo que tampoco me esperaba ni en pedo era que el único en encararme fuera el vecinito colado, que tenía un agrande de novela. En pose canchera de brazos en jarra, y lo suficientemente fuerte como para hacerse escuchar, el pendejo me tiró sin anestesia:

- No podés ser tan choto.


Fueron los únicos diez minutos en cancha que el pibe tuvo durante todo el torneo. Ese partido lo terminamos 4 a 4 y el resto los perdimos todos. Pero di cátedra de cómo se maneja un vestuario. 

Yo fui pionero en el fenómeno wikileaks


Mientras estudiaba en la facultad me tocó hacer una pasantía en una revista de negocios. En teoría me contrataron para recibir las inquietudes de los lectores pero parece que los lectores no tenían tantas inquietudes y entonces terminé haciendo lo que a mi jefe le pintaba.

Mi jefe se llamaba Daniel y era el editor de la revista. Era un tipo que padecía algún tipo de trastorno de autoestima y usaba la redacción como su espacio de poder. De poder forrear a alguien y sentirse bien por eso. Para Daniel yo era una especie de punching-ball de descarga emocional. Sólo dos cosas voy a decir sobre su aspecto físico, muy a tono con su naturaleza: el tipo se engominaba el pelo como Ronaldo y usaba tiradores abrochados a un pantalón sin cinturón. Una fotocopia borrosa del lobo de Wall Street.  

Daniel tenía una secretaria que se llamaba Sandra. Su personalidad era la única que puede tener una secretaria que se llama Sandra. Como para que tengan una idea del tipo de mina que estoy hablando, pongan “mujer repelente” en google imágenes: las primeras cincuenta fotos son de ella y después arrancan las de Cristina.

Con mi inocencia corporativa de entonces, para mí era inconcebible que mi jefe y su secretaria tuvieran algún tipo de relación que fuera más allá de lo profesional. Para mí era casualidad que salieran siempre juntos a almorzar y que se tomaran más de dos horas. Para mí verlos volver con el pelo mojado significaba que se habían jugado un partidito de squash o que los había agarrado una tormenta saliendo de una reunión que se hizo muy lejos de la oficina porque en la oficina no había caído una sola gota.

Mi jefe y Sandra se turnaban para romperme bien los huevos. En la “job-description” de cada uno de ellos, entre las principales responsabilidades decía bien clarito: “hacer todo lo que esté al alcance para que el pasante de turno la pase como el orto”. Para ellos, pasantía era sinónimo de colimba.


Mi horario de laburo era de dos a seis de la tarde. La rutina era siempre la misma: cursaba en la facultad hasta el mediodía, sándwich en el bondi y de ahí directo a la redacción, en pleno microcentro. Mi espacio de laburo era el extremo de una mesa llena de revistas viejas arrumbadas en pilas altísimas siempre a punto de derrumbarse. Llegaba con mi mochilita, sacaba el cuaderno espiral y esperaba los veinte segundos que demoraba Daniel en aparecerse apenas me sentía llegar. El tipo se paraba de costado a mi rincón, se estiraba los tiradores con los pulgares y me daba las consignas del día, que yo anotaba prolijamente en el cuaderno. Consignas lógicas para un estudiante de comunicación: estar atento al teléfono por si llama algún lector, fotocopiarle al hijo el quijote de la mancha, buscar una corbata en la tintorería, chequear los números ganadores del quini seis, juntar la plata para la pava eléctrica y otras tareas del estilo, siempre estrictamente ligadas a mi profesión.

Las cuatro horas se me hacían eternas pero yo lograba cortar un poco la tarde aprovechando las fichas que muy generosamente me regalaba la revista para tomarme un café en el boliche que estaba pegado a la oficina, sobre Corrientes casi Alem. El café me duraba cinco minutos y para estirar un poco la vuelta me encerraba en el biorsi un rato más.

Cuando ya tenía casi un mes en este circo, una de las tardes que bajé a cumplir con la rutina coincidí con mi jefe en el baño del bolichito. Cuando él entro, yo ya estaba encerrado en uno de los cubículos para decantar el pavoroso guiso de lentejas con panceta y chorizo colorado que me había lastrado la noche anterior. Él no sabía que yo estaba ahí. Se metió en el cubículo de al lado y llamó a su secretaria. Con algún preámbulo un poquitín subidito de tono, le pidió que por favor se metiera en su cuenta de mail para chequear la dirección de una reunión que tenía esa tarde. Y para que pudiera meterse en su correo le pasó su usuario y contraseña. Agradecí tener una birome en el bolsillo del saco y agradecí también que el papel higiénico de ese baño mugriento se pareciera mucho más a un cartón de embalaje que a un suave y reconfortante pedazo de seda para limpiarse los mocos. En ese bendito pedazo de cartón quedaron inmortalizados los datos para acceder al mail de mi jefe.

Desde ese día empezó mi veranito pasantero. Subí hasta la oficina y cambié la posición de la computadora eterna que me habían asignado, de modo que la pantalla quedara mirando hacia la pared. Nadie podría advertir mi maniobra.

El primer mail que vi fue uno que mi jefe le había escrito a César, uno de los redactores de la revista, diciéndole que el título de su nota sobre las tres estrategias genéricas de Michael Porter parecía escrito por un nene de diez años. Había un par de mails más que confirmaban la trampa de Daniel y Sandra pero ya con el otro tenía suficiente como para arrancar mi raid cuasi delictivo.

Cerré la casilla de mails y borré el historial para no dejar rastros. Como quien no quiere la cosa, le pedí a César una copia de la nota y, como me puso cara de para qué mierda la querés, le dije que me interesaba la temática por un trabajo práctico de la facultad. César era un tipo que no sonrió nunca en esos cuatro meses que estuve allí. Siempre con la misma barba desprolija que nunca se afeitaba pero que tampoco le crecía. El tipo tenía un chaleco bordó de cashmere todo raído y al que le faltaban un par de botones. Mi teoría era que sólo dejaba de usarlo el día que lo lavaba, que fueron dos veces en todo el cuatrimestre. César empilchaba también un pantalón gris de Chemea que de tanto uso tenía los bolsillos deformados, como si le gustara guardarse pelotas de tenis. El flaco, alma de explorador, tenía la simpática costumbre de enterrarse el índice en una de las fosas nasales buscando andá a saber qué. El tipo parecía querer rascarse la nuca del lado de adentro y el desafío para quienes compartíamos la oficina con él era no mirarlo en el momento exacto en que extraía el fruto de sus esfuerzos de retro excavación nasal.

De mala gana, César me acercó copia de la nota y me acomodé en mi escritorio. La leí como diez veces. A la hora de darle vueltas y vueltas se me ocurrió un título y lo anoté bien grande sobre el borde superior de la hoja. Fue un instante de inspiración y me salió un título que le calzaba once puntos a la nota. César desconfiaba un poco de mi emoción mal disimulada pero ni en pedo se esperaba algo como lo que estaba a punto de pasar.

Apenas mi jefe entró en la oficina, no le di tiempo a nada y lo encaré de una:

- Daniel, estuve mirando la nota sobre Porter y se me ocurrió un título alternativo. Acá lo escribí sobre la copia que gentilmente me dio César.

Mi jefe agarró la copia sin dejar nunca de mirarme, mientras en la nuca yo sentía una daga que me atravesaba de lado a lado. Era la mirada de César, que de haber podido ahí nomás me tiraba por el agujero del ascensor o me clavaba el pinchapapeles en el ojo.

Daniel agarró la copia con algo de desconfianza y no me sacaba la vista. Yo le sostenía la mirada con algo de agrande y no pude evitar una mueca burlona que se convirtió en sonrisa casi descarada cuando Daniel le dio tres golpecitos a la hoja y soltó:

- No es nada del otro mundo, pero está bastante mejor que la bazofia que puso César. Queda éste título.

Daniel pegó media vuelta pero antes de irse le dedicó a César un gesto como diciendo “mirá el lujo que te tiró el pendejo”. César no me dijo nada pero me clavó una mirada que fue una declaración de guerra. Desde ese día nunca más me habló. Nunca más me contó sobre las monerías de su gato siamés. Nunca más me relató sobre sus charlas de astrología con el cajero no-chino del súper chino que había a la vuelta de su casa. Nunca más me aconsejó salir abrigado cuando afuera había treinta grados. Me pegó durísimo su cambio de actitud, no se dan una idea.

A partir de entonces, todos los días a la misma hora entraba al mail de mi jefe y elegía bien mi maniobra. Un mail de un periodista yanqui aconsejando incluir en la revista un tema de posicionamiento se convirtió rápidamente en una sugerencia propia, aplaudida por mi jefe y recelada por el pobre César que veía caer sus acciones de manera abrupta. Un mail de la responsable de recursos humanos de la revista, pidiéndole a mi jefe que regularice mi contratación tan floja de papeles, derivó en un pedido de reunión que le hice a mi jefe casualmente para aconsejarle que tal vez debiéramos firmar algún papel para evitar posibles multas. Y hubo varios más.

Fueron semanas de salsa y jolgorio. Las palmadas de mi jefe frente a cada intervención exitosa me hicieron popular de la noche a la mañana. Sandra no podía más de los celos. César ni hablar. Pero me cebé y me fui de mambo. Me acuerdo que fue un viernes previo a un fin de semana largo que pesqué un mail donde el ceo de la revista le pedía a mi jefe que bajara costos en mensajería porque el pedido de motos se había ido al carajo. Con menos tacto que Scioli en su mano derecha, no tuve mejor idea que proponerle a mi jefe que contratara a un amigo mío que andaba en la mala y estaba dispuesto a ser cadete. “No sé, pensálo Daniel, capaz nos pueda servir para bajar costos de mensajería”.

Semejante guarrada de alevosía fue el principio del fin de mi veranito laboral. Daniel me dijo que lo iba a pensar pero al día siguiente ya no pude entrar a su mail. Probé una vez, probé dos veces, probé cuarenta veces. El tipo le había cambiado la clave. Nunca supe posta si el cambio fue por mi torpeza emocional o si fue una medida de seguridad del sistema pidiendo un cambio de clave, por ejemplo. Preferí pensar en esto último, sabiendo que fue lo primero.


A partir de ese día todo volvió a ser gris en esa oficina de mierda. Volvieron los desaires de Daniel, los maltratos de Sandra y los relatos de César. Pero quién me quita lo bailado.

A Jürgen no lo salva ni Goebbels


Hoy tengo reunión en el centro y me tomo el tren después de mucho tiempo. La sensación es tremenda porque me devuelve un poco de lo que perdí hace unos años cuando me cambié de laburo y dejé de moverme en tren. Yo trabajaba en el centro, cerca de Plaza San Martín, y me tomaba todos los días este tren que hace Tigre a Retiro. Como Tigre es la primera estación, lo agarraba vacío y elegía siempre el mismo asiento en el mismo vagón. Eran cincuenta minutos para disfrutar de mi propio no-lugar, como bautizó Marc Augé a esos espacios de transitoriedad que no tienen suficiente importancia como para ser considerados lugares. En la ceremonia de perderme entre gente ignota, encontraba el ámbito ideal para ejercer mi derecho al anonimato y consumía ese rato navegando por un mar convulsionado de pensamientos y reflexiones. El diario del día o el libro de ocasión eran sólo una fachada. Lo mágico del momento era resetear la cabeza y llenarla de gansadas mirando por la ventana un punto fijo u observando a mis compañeros de vagón para tratar de imaginar qué historia contaba cada uno a través de gestos y posturas. Y escribía. Sacaba mi Blackberry y le clavaba los pulgares frenéticamente para inmortalizar esos momentos. El WhatsApp Dementor todavía no nos había chupado la existencia y yo era un caso raro cuando me pasaba todo el viaje sin levantar la vista del celular. Con el tiempo me volví un adicto al boludeo sobre rieles y no te tocaba un auto ni con un puntero láser. Pero cuando cambié de trabajo y me instalé en un edificio de oficinas sobre Panamericana, de la noche a la mañana dejé de viajar en tren y empecé a experimentar un vacío casi existencial. El destino cercenó mi derecho al boludeo y caí en las garras implacables del hacer sólo aquello que derive en efectividades conducentes.

Estoy sentado en el segundo vagón, en asiento que mira hacia adelante y del lado de la ventana. Apenas pasamos Virreyes el tren se llena de gente. No es la misma gente de aquellos años pero lo mismo les hago un paneo y me detengo en cada una tratando de adivinar su historia. El paneo se interrumpe en una cabellera rubia que sobresale en el tercer asiento individual. Es Jürgen. Hay un momento de contacto visual pero se hace el boludo y clava la mirada en su celular. Me levantaría para encararlo pero no quiero perder mi asiento.

Jürgen Wagenknecht alguna vez fue mi mejor amigo, hace como treinta años. Éramos vecinos cuando yo vivía con mis viejos y, aunque íbamos a distintos colegios, andábamos como culo y calzón por el barrio haciendo todas las cagadas que nos entraban en esos ratos libres que no eran pocos. Jürgen iba a un colegio alemán, como toda su familia, y yo me lo imaginaba marchando con sus compañeritos todos juntos, sincronizados, prolijos y con el brazo derecho extendido mientras saludaban a la autoridad. Jürgen me enseñaba puteadas en alemán. No le copaba mucho pero yo le insistía, y al final le arrancaba una de sus cuatro sonrisas anuales cuando me hacía una galleta en la lengua tratando de repetirlas. Nuestro barrio no era nada de otro mundo. Calles de tierra -o asfaltadas medio pelo-, mucha bicicleta y una baldío cada dos casas. Los baldíos eran nuestro lugar en el mundo. Ahí improvisábamos las pistas de bici-cross, nos bajábamos las galletitas choreadas de alguna despensa o simplemente nos escondíamos después de hacerle alguna joda pesada al viejo que nunca quería devolvernos la pelota cuando se nos caía a su casa. Jürgen era de carácter más bien jodido, siempre concara de perro malo. Alguna que otra vez nos agarramos a piñas porque yo le decía que todos los alemanes eran nazis y que su viejo era igualito a Goebbels. Una animalada. Parece que la joda le llegó al viejo porque una vez me mandó a decir por mi hermana que no tenía ni idea lo que estaba diciendo. Y no, no tenía.

Jürgen fue mi mejor amigo hasta que un día dejó de serlo. Fue un jueves a la noche. Yo estaba comiendo en casa con mis viejos y mis hermanos cuando sonó el timbre. Rarísimo, porque a esa hora de un día de semana ya nadie andaba por la calle. Se levantó mi viejo y cuando abrió la puerta fue como si hubieran puesto de golpe una grabación del mismísimo Führer arengando a la tropa. Desde la mesa no se veía la puerta pero los gritos se escuchaban clarito. Mi viejo volvió a la mesa y le hizo un gesto a mi vieja para que lo acompañara hasta la puerta. De vuelta los alaridos del Führer, que duraron un par de minutos más y se apagaron de golpe. Se cerró la puerta con vehemencia y los viejos volvieron al comedor. Me miraron fijo e hicieron un gesto inequívoco que sólo podía significar discurso de postre. Me llevaron para un costado y mis hermanos se quedaron mirándose unos a otros, mucho más intrigados que preocupados. La cuestión fue que a Jürgen le había desaparecido un jueguito electrónico, y la Gestapo local decidió ponerme a la cabeza de la lista de sospechosos. Me acuerdo perfecto del jueguito, era el mítico western bar, y me acuerdo también que yo se lo envidiaba como loco. Por eso la sospecha. Esa noche mis viejos le bajaron un poco los humos al Goebbels de cabotaje pero igual me metieron en el escritorio, puerta cerrada, y arrancaron con el interrogatorio. Detector de mentiras no había, pero en realidad no me querían hacer confesar sino más bien que les tirara una pista que le pudiera servir al Führer en su aventura de jugar a hacer inteligencia.

Jürgen tenía dos hermanos bastante más grandes que él. Y si mi amigo daba el perfil de chico malo, los hermanos directamente te hacían mear en los pantalones. Ni a ellos ni al viejo los veía seguido, ni siquiera cuando estaba en su casa. Eran como fantasmas porque siempre se las ingeniaban para perderse en algún cuarto o en el tercer piso de esa casa que yo veía gigante y recóndita. Una sola vez yo había subido al tercer piso y me encontré a toda la familia manipulando unos frascos de plástico transparentes con un líquido medio amarillento. Fue la segunda vez que le escuché al viejo decirme algo distinto a hola o chau. La otra había sido cuando le colgué un trapo de Argentina después de la final del mundial de México. Tiempo más tarde mi vieja me contó que los Wagenknecht tenían un negocio familiar de productos para los piojos, pero a mí siempre me quedó la idea de que andaban en algo raro. Con la desaparición del jueguito electrónico, el viejo y los hermanos de Jürgen se embarcaron en una cruzada de acoso psicológico, buscando hacerme confesar sin importar cómo. Uno de los hermanos, Klauss, una vez me acompañó las cuatro cuadras que yo hacía siempre hasta la parada del bondi, medio metro atrás mío, y me susurraba que iba a ir en cana, que el cura de la parroquia no me iba a perdonar nunca y que era un hipócrita porque llevaba colgada una cruz como si fuera una buena persona.

Si el objetivo era hacerme sentir culpable, la estrategia estaba funcionando. Llegó un momento que estuve a punto de escribirles una carta confesando el crimen con tal de que la cortaran con ese mecanismo perverso de amedrentamiento y desgaste psicológico. Durante casi seis meses, toda mi logística giraba alrededor de un único objetivo: que la Gestapo no se cruzara en mi camino. Salía de mi casa en horarios siempre distintos, daba vueltas de más y trataba siempre de estar acompañado. Si no me quedaba otra que pasar frente a la casa de Jürgen, entonces avanzaba a paso firme y mirando el piso, sin poder evitar sentir como una puñalada en la espalda la mirada del viejo de Jürgen, que parecía estar congelado atrás de la ventana del tercer piso, midiendo cada uno de mis pasos. La cosa se ponía cada vez más densa hasta que un día la hostilidad se cortó de golpe. No hubo más presión psicológica de los hermanos y la imagen del viejo se borró de la ventana. Hasta la vieja de Jürgen me saludó por primera vez en su vida. La situación me desorientó. Claramente me había perdido de algo. Hasta que la hermana de Jürgen, que más o menos se llevaba con mis hermanas, vino con el cuento de que habían descubierto que la señora que limpiaba su casa había sido la que se afanó el jueguito electrónico. Se lo encontraron entre zapatos, ropa y guita que también les había choreado. La Gestapo, fiel a un estilo, nunca lo reconoció públicamente. Más de una vez me lo crucé a Jürgen pero el que miraba para otro lado era él. Más de una vez me los crucé a los hermanos y los tipos ni la hora. Nunca un mea culpa, nunca una explicación.

El tren baja la marcha porque ya estamos entrando en Retiro. Entre tanta gente no llego a ver si Jürgen ya se bajó en otra estación o si sigue por ahí con la mirada clavada en el celular. Dejo mi asiento y me dejo arrastrar por la marea de gente. Lo veo a Jürgen unos cinco metros delante pero no hay espacio para el sobrepaso. Quiero hablarle, quiero interpelarlo. Apuro el paso y dos pendejos me putean porque los empujo. Perdón, muchachos. Ahora son apenas dos metros los que me separan del alemán. Mi fila para pasar el molinete se frena porque hay un boludo no sabe cómo apoyar la sube sobre el lector. Jürgen pasa antes por otro molinete y se aleja a paso acelerado. La puta madre. Paso mi tarjeta y lo corro, ya sin disimular la persecución. Le grito y no me escucha. El conchudo se mete en la boca del subte y ahí lo pierdo definitivamente.

Voy a tener que esperar a la próxima reunión en el centro. Mismo horario, mismo vagón, pero apostado en la puerta. Y no lo salva ni Goebbels.



No seamos neandertales


A vos, amigo o amiga que tenés algún hijo en edad escolar, quiero acercarte un decálogo estratégico paso-a-paso, que puede servirte para que no se siga erosionando el poco prestigio que te queda como padre o madre frente a tus hijos.

El decálogo tiene la particularidad de no llegar a diez puntos. Mirá que le puse huevo, eh, pero no llegué. Capaz que algún día lo completo. La otra particularidad es que las recomendaciones no estarían del todo alineadas con los presupuestos básicos de la psicología infantil. Eso lo tengo claro. Pero es lo que hay, amigo: tómalo o escúpelo. 

1. La premisa básica es la siguiente: cuando un hijo te pida que le des una mano en su tarea escolar, no vayas en bolas. Tomá todos los recaudos necesarios para que esa experiencia fascinante no termine siendo un bochorno del que es muy difícil volver. Lo que hoy aprenden los niños tiene muy poco de aquello que se nos enseñó en nuestra época prehistórica. Y si además, como yo, siempre fuiste un mitad de tabla para abajo en desempeño académico, las chances de fracasar se multiplican. Y acá vale la pena abrir un paréntesis  (

2. Cuando te sentás con tu hijo, tené siempre a mano un teléfono de línea inalámbrico de esos que tienen un botón que cuando lo apretás suena como si alguien estuviera llamando. Si no tenés uno, cómpralo, el gasto vale la pena. El teléfono es más importante que un manual, una calculadora o un papel secante. Ya vas a ver.

3. Aseguráte de que tu celular tenga conexión a internet en todo momento, sobre todo cuando te sentás con el pibe. Preferentemente con conexión wifi de máxima velocidad, porque una demora de pocos segundos puede ser determinante para llevarnos al fracaso. El celular va en el bolsillo, listo para desenfundar.

4. Apenas recibas una pregunta cuya respuesta desconoces, que vendría a ser en el noventa por ciento de los casos, tenés que activar el plan primario: muy disimuladamente, mientras asentís con la cabeza y hacés que estás procesando mentalmente la pregunta mirando el infinito, apretás sutilmente el botón del inalámbrico que ubicaste en algún lugar fuera de la vista de tu hijo. La chicharra del teléfono va a romper con el microclima del momento y vos lo vas a atender, mientras te paras de un salto y te alejás haciéndole señas a tu hijo, como diciendo “bancame que este llamado es importante”. Una vez fuera de ese ambiente, recurrís al celular y buscas la respuesta a la pregunta. Luego volves con tu hijo y le tirás la respuesta. Tiene que ser rápido, así evitás quedar como un boludo por olvidarte la respuesta cuando ya dijiste que la sabías. Po las dudas, nunca está de más decir que la llamada se cortó y que probablemente vuelvan a llamar (siempre puede aparecer otra pregunta complicada).

5. El plan primario tiene una vida útil limitada. A la tercera vez que querés usarlo puede pasarte que ya tengas menos credibilidad que un funebrero cuando te da el pésame. Tené en cuenta que la nueva generación viene bastante más avivada que la nuestra. En otras palabras, que los hijos no son tan boludos como los padres. Es momento entonces de pasar al plan secundario, que no es sencillo porque precisa de una alianza estratégica con tu mujer. Tienen que jugar en equipo y hacer una dupla algo más exitosa que la de Fren y Maradona cuando dirigieron a Mandiyú de Corrientes. La mecánica es sencilla: uno de los cónyuges se sienta con el pibe y el otro se ubica en algún punto cercano que esté fuera del alcance visual pero lo suficientemente próximo como para escuchar el diálogo. Apenas surja la pregunta desestabilizadora, el cónyuge escondido busca en google a toda velocidad y da con la respuesta. No hace falta que sea la mejor respuesta porque lo que prima es la velocidad. No olvides que el objetivo no es que nos vean como un Einstein sino evitar quedar como un boludo. Practicá mucho, hace falta tener la gimnasia de saber buscar. Con la respuesta en el buche, el cónyuge se acerca a la zona de guerra y le pide al otro que por ejemplo salga a darle de comer al gato. Si no tenés gato, bueno no sé, algo se te va a ocurrir. Un poco de creatividad propia se le puede agregar a la táctica. Con la vía libre, el otro cónyuge que ya sabe la respuesta se sienta y retoma la conversación como quien no quiere la cosa y al toque la tira. Es clave que los cónyuges se vayan rotando en la función, cosa que el pendejo los perciba lo suficientemente capacitados como para pedirle ayuda a cualquiera de los dos. 

6. Si alguien te refuta alguno de estos procedimientos, vos acordate siempre que te estás sentando con el pibito para ayudarlo, no para que el pendejo te pise la pelota y te la haga pasar entre las gambas. No pierdas esa poca autoridad paterna que todavía te queda. Que no se erosione la dignidad.


7. A definir.

Con Ottavis en el Bernabeu


Hay clásico de Madrid en semifinales de Champions. Y, como cada vez que juegan, no puedo no acordarme de mi primera vez en el Bernabéu, justamente para ver el mismo clásico, hace siete años. Ganó el merengue con baile. En el Aleti jugaba Agüero y en el Madrid ya estaba Ronaldo. Pero la nota no estuvo en el partido sino en la experiencia insólita que me tocó vivir en los pasillos de uno de los estadios más imponentes del mundo.

Yo estaba en Madrid por laburo. Antes de viajar le había escrito un mail a un íntimo amigo de mi hermano, que laburaba en una multinacional con sede en esa ciudad. Le escribí para pedirle dos cosas. Primero, que me armara una reunión con la directora de comunicación de esa empresa para destrabar un asunto clave para el futuro de nuestra agencia. Y segundo, que me consiguiera una entrada para ver el clásico. Le aclaré también que si sólo podía cumplirme uno de los dos deseos, que se olvidara de la reunión.

El amigo de mi hermano me pidió expresamente que no diga su nombre porque no quiere llegar mañana a su oficina y encontrarse cientos de pedidos para ir a la cancha. O para armar reuniones. A los efectos del cuento, el pibe se llama Juan.

Juan me tuvo hasta último momento con los huevos de moño porque hasta el día anterior al partido no sabía si alguien de su empresa iba a usar el palco que tenían en el estadio del Real Madrid. Un palco, sí. No era la chance para una entrada sin numerar en una tribuna con tablones de madera o gradas de cemento que a los cinco minutos te dejan el culo como si te hubiera inyectado una pedidural. No, señores, la empresa tenía un palco en el Santiago Bernabéu.

El partido era el sábado a la noche y el mail de Juan me entró el viernes a eso de las cuatro de la tarde. En ese momento yo estaba reunido con el presidente de uno de los clientes que teníamos en España. Había que resolver un quilombo y por alguna razón inentendible me habían elegido a mí para pilotear el asunto. El mail de Juan era muy escueto:

"Tengo el pase. Vení a buscarlo antes de las cinco porque me estoy yendo a Turquía hasta el lunes. Te espero".

Terminé de leer el mail y la excitación me hizo perder todo tipo de sentido del espacio y el tiempo. El presidente me hablaba y yo sólo pensaba cómo mierda rajar de ahí para llegar en menos de una hora hasta la oficina de Juan, que quedaba en las afueras de Madrid y no había un transporte directo. La solución que encontré, algo tosca y primitiva, fue pedirle por mail a un amigo que me llamara al celular. Tuve que prometerle una camiseta del Real Madrid para convencerlo porque el miserable no quería gastar en una llamada de larga distancia. A los tres minutos entró el llamado y fruncí la cara mientras el presidente me auscultaba con la mirada como tratando de adivinar de dónde tanta preocupación repentina. La llamada duró veinte segundos pero yo seguía con el celular en la oreja porque todavía no sabía qué mierda decirle al presidente. Hasta que hubo un momento en que tuve que hacerle frente:

- Usted me va a disculpar, señor Sánchez Ruiz, pero tengo que ausentarme por un rato. Me llamó mi primo porque me traje su llave y no puede entrar al departamento. Justo estoy parando estos días ahí. Le doy la llave y vuelvo. Espero sepa disculparme pero es un asunto de fuerza mayor.

Ni lo miré cuando salí de su oficina. Agarré el bolso y rajé que no me daban las piernas. Metro, combinación, trote sostenido bajo una llovizna molesta y pique virulento las últimas dos cuadras. Juan me esperaba en la recepción de un imponente edificio corporativo con el impermeable puesto y la valija lista para rajarse a Turquía. Agarré el sobre con una solemnidad absurda y lo besé. Primero al sobre y después a Juan. Sólo dos cosas me dijo antes de subirse a su taxi. Que empilchara con camisa blanca, saco y zapatos. Y que si alguno me preguntaba algo, que dijera que trabajaba en el BBVA. Y se fue.

El partido arrancaba a las ocho de la noche y ésa sería mi única actividad productiva del sábado. Me levanté a eso de las once, caminé por el barrio para bajar un poco la ansiedad y me compré un pedazo de jamón serrano en el boliche de un vasco cerrado que no quiso venderme galletitas de agua porque el jamón serrano se come con pan, siempre. Después volví al departamento, me comí todo el jamón casi sin respirar, metí casi dos litros de agua al buche para desempastar los circuitos y me tiré a dormir la siesta con la previa del clásico puesta en la tele de fondo.

El departamento estaba en el corazón del barrio Chamberí, a unas veinte cuadras del estadio, y me hice todo el trayecto caminando. Llegué dos horas antes. Le di un rodeo completo tipo vuelta olímpica, como para identificar la puerta de ingreso, y me senté en un cordón a mirar a la gente que iba y venía muy tranquila. Algunos cantaban tímidos y otros empinaban su cerveza gritando por el Madrid. Todos eran felices. Éramos felices.

En la puerta de ingreso a la zona de palcos me atendió una promotora muy atenta y me hizo subir por el ascensor hasta el tercer piso del estadio. Aproveché el espejo del ascensor y me acomodé del cuello de la camisa y el saco con hombreras. Ni en mi civil había empilchado tan elegante.

Mi palco estaba justo de frente saliendo del ascensor. Para llegar atravesé un hall y sobre mi derecha pude ver un grupete de gente sacándose fotos junto a una vitrina. Era la orejona, la copa de la Champions. Me acerqué sin poder disimular mi entusiasmo casi infantil y pedí a un pibe que me retratara. En esa época todavía se usaba la cámara de fotos. Yo tenía una que me había comprado en un shopping el mismo día que llegué a Madrid. Con esa fiebre enfermiza por comprar barato, me cebé con un combo de camarita más memoria más estuche. Y esa misma noche, cuando llegué al departamento se me ocurrió hacer la conversión. Me habían abrochado fulero.

En la puerta del palco, otra amable señorita me pidió el saco, lo colgó en un placard de caoba pulido al mango y me acompañó hasta mi asiento. Durante los cuarenta minutos que pasaron hasta que arrancó el partido, la señorita me ofreció tragos, variedades de jamón serrano y otros bocaditos que estaban para chuparse los dedos hasta los hombros. No podía parar. Se vaciaba el vaso, me lo volvían a llenar. Se hacía algún hueco en el plato de delicias, me lo ponían al mango de nuevo. Fue un desafío a mi organismo, que respondió relativamente bien.

El palco se fue completando de a poco hasta que se ocuparon todos los asientos. Al lado mío se sentó un gordito que me llamó la atención porque calzaba una remera blanca de Kevingston. Me llamó la atención por dos razones: primero, porque no es una marca que se vea en otros países; y segundo, porque la inscripción de la remera no se condecía del todo con la percha: “una estampida de facha”. No soy bueno para describir gente así que les voy a decir una sola cosa para que puedan hacerse una idea del sex appeal del muchachito: José Ottavis.

Ottavis fue la primera persona del palco que quiso entablar algún tipo de conversación conmigo, más allá de los agradecimientos de rigor que había dirigido a la señorita moza a cargo del feedlot premium. Lo primero que me preguntó Ottavis fue de parte de quién había ido al palco. Me acordé de la advertencia de Juan y respondí, muy seguro, que trabajaba en el BBVA y estaba en Madrid por un workshop.

- Joder, hombre, que no puedo creer mi suerte. Hace unos meses estuve en la sede de vuestro banco en Buenos Aires, para ofrecerles una consultoría en sistemas. Los tíos se mostraron muy entusiasmados con mi propuesta pero, coños, desde entonces nadie responde mis llamados y mis mails. Como si los hubiera tragado la mismísima tierra. Pero tú ahora me vas a ser de gran ayuda. A mí el fútbol no me interesa pero yo sabía que hoy tenía que venir. Yo sabía.

Pero la concha de mi madre. Me acuerdo que lo dije casi en voz alta. Tendría que haberle hecho las cuatro señas que me aprendí en el tren el día que me amenazó un sordomudo por no querer darle una moneda y terminé comprándole diez flyers con las señas. El mismo sordomudo que años después me encontré en un bondi vendiendo a los gritos alfajores Terrabusi vencidos. Si le hacía creer a Ottavis que era sordo la cosa terminaba ahí. Pero no, soy un campeón metiéndome en quilombos que yo mismo me compro. La puta madre que lo parió.

Ottavis me pidió una tarjeta personal y le dije que no había llevado. Me pidió un número de celular y le dije que lo tenía en el saco y que no me lo acordaba porque era un celular muleto que usaba en Madrid. Después me lo das, me apuró. Sí, sí, obvio.

Durante todo ese primer tiempo nunca paré de lastrar. La señorita seguía trayendo manjares indescriptibles y yo no le hacía asco a ninguno. El denso de Ottavis me hablaba sin parar de los proyectos que tenía pensado para desarrollar en Buenos Aires y cada vez que me preguntaba algo o se quedaba esperando alguna acotación mía, yo me excusaba porque tenía la boca llena.

Se acababa el primer tiempo y el Madrid ya ganaba dos a cero con baile. En esa época todavía no estaba el Cholo y el Aleti deambulaba siempre de mitad de tabla para abajo, nunca era protagonista y no había forma de que ganara el clásico de visitante. En un momento de tiqui-tiqui que las gradas celebraban como si estuvieran en un teatro, el atrevido de Ronaldo hizo un pase con la espalda, innecesario. A partir de ese minuto Godín, férreo defensor uruguayo y emblema del equipo colchonero, lo persiguió por toda la cancha con el único objetivo de hacerle saber que el lujo había estado de más. Logró cruzarse con él recién cinco minutos después de la fantasía, de modo que la bronca había ido en aumento y el uruguayo era una caldera a punto de estallar. Lo agarró sobre el banderín del córner, en una jugada intrascendente, y le metió terrible planchazo a la altura del muslo que festejé parándome de un salto y lanzando una carcajada sonora. La gente se me quedó mirando pero el árbitro me salvó de tener que dar explicaciones cuando hizo sonar el silbato y señaló el final del primer tiempo. Todo el mundo se levantó de su asiento y desapareció. El palco quedó vacío.

Me fui atrás de la masa y llegué hasta uno de los anillos internos del estadio. Unas veinte mesas se habían dispuesto tipo casamiento y la gente pasaba a servirse su ración. Un lujo todo. Mi preocupación no era que ya casi no tenía lugar en mi organismo para alojar alguna de esas exquisiteces por todo lo que había lastrado durante el primer tiempo. Lo que realmente me desvelaba era volver a cruzarme con Ottavis.

Me decidí por un pollo al curry con papas a la mostaza y me aposté pegado a una columna. De ahí pude verlo a Ottavis que cogoteaba como loco. El hijo de puta me estaba buscando. Di un paso para atrás y me quedé justo detrás de la columna para desaparecer de su radar. Me comí el pollo en cuatro bocados y de ahí directo al baño que había unos metros más allá del ingreso a nuestro palco. Mármoles de carrara por todos lados, pisos relucientes y un violento aroma a quirófano. Como faltaban todavía unos minutos para el segundo tiempo y me habían dado una revista con la historia del Real Madrid, me metí en uno de los cubículos y me senté sobre la tabla a disfrutar de la lectura. Apenas cerré la puerta del cubículo, sentí que alguien entraba al baño y reconocí la voz, ya inconfundible, del hijo de puta de Ottavis:

- Juan Pablo, ¿estás por aquí?

Pongamos el freno de mano y tratemos de dimensionar la gravedad de la situación. Era mi primera vez en el estadio Bernabéu. Siempre había soñado con mirar fútbol, del bueno en serio, desde las gradas de ese mítico estadio que pisaron los mejores jugadores del mundo. Y en lugar de estar disfrutando de todo eso, me la estaba pasando jugando al gato y al ratón con ese petiso conchudo.

Por supuesto que no respondí a los llamados de Ottavis. Incluso me quedé unos minutos más y volví al palco cuando ya iba casi un cuarto de hora del segundo tiempo. Me fijé dónde estaba sentado el dolor de huevos y me fui a la otra punta. Pero el muy hijo de puta se levantó y se me sentó al lado. La concha de su madre. Ottavis se pasó todo lo que quedaba del segundo tiempo tirándome nombres de los tipos con los que había estado en Buenos Aires y yo respondiendo que me sonaban pero que no tenía trato directo con ellos.

No llegué al final del partido. Como esos plateístas amargos que se borran de la cancha unos minutos antes para no comerse el quilombo de la salida en masa, me fui en puntas de pie y le pedí a la moza que me alcanzara el saco. La moza se demoró unos minutos tratando de convencer a un pelado para que dejara de chupar porque ya no se podía mantener en pie. Esos minutos fueron letales. Ottavis adivinó mi maniobra y se me vino al humo.

- Tu número de móvil.

El tono imperativo del gordito no daba margen para ensayar algún tipo de evasiva. Saqué el celular del bolsillo del saco y no pude hacerme el boludo: el número, bien visible, estaba pegado sobre la funda. Ottavis empezó a anotar número por número pero dejó de mirar cuando faltaban los últimos dos dígitos. Vi mi oportunidad y no dudé. Guardé el aparato en el bolsillo y le canté los dígitos invertidos. Ottavis dudó pero terminó confiando.

Bajé a los saltos los tres pisos por las escaleras y cuando llegué a la calle levanté los brazos y caí con las rodillas en tierra. Había cumplido mi sueño de pisar el Santiago Bernabéu y, mucho más importante todavía, me había sacado de encima al gordito que parecía haberse propuesto ensuciarme el programa.

Ojalá la aventura hubiera terminado ahí. A los pocos días sonó el celular y atendí:

- Coños, hombre, que me costó encontrarte.

No lo dejé seguir hablando. Le corté. Apagué el celular. Lo desarmé. El chip fue a un tacho de basura. La batería a otro. Y, según las pericias, el celular murió de veinte voleas con el empeine.