Yo fui pionero en el fenómeno wikileaks


Mientras estudiaba en la facultad me tocó hacer una pasantía en una revista de negocios. En teoría me contrataron para recibir las inquietudes de los lectores pero parece que los lectores no tenían tantas inquietudes y entonces terminé haciendo lo que a mi jefe le pintaba.

Mi jefe se llamaba Daniel y era el editor de la revista. Era un tipo que padecía algún tipo de trastorno de autoestima y usaba la redacción como su espacio de poder. De poder forrear a alguien y sentirse bien por eso. Para Daniel yo era una especie de punching-ball de descarga emocional. Sólo dos cosas voy a decir sobre su aspecto físico, muy a tono con su naturaleza: el tipo se engominaba el pelo como Ronaldo y usaba tiradores abrochados a un pantalón sin cinturón. Una fotocopia borrosa del lobo de Wall Street.  

Daniel tenía una secretaria que se llamaba Sandra. Su personalidad era la única que puede tener una secretaria que se llama Sandra. Como para que tengan una idea del tipo de mina que estoy hablando, pongan “mujer repelente” en google imágenes: las primeras cincuenta fotos son de ella y después arrancan las de Cristina.

Con mi inocencia corporativa de entonces, para mí era inconcebible que mi jefe y su secretaria tuvieran algún tipo de relación que fuera más allá de lo profesional. Para mí era casualidad que salieran siempre juntos a almorzar y que se tomaran más de dos horas. Para mí verlos volver con el pelo mojado significaba que se habían jugado un partidito de squash o que los había agarrado una tormenta saliendo de una reunión que se hizo muy lejos de la oficina porque en la oficina no había caído una sola gota.

Mi jefe y Sandra se turnaban para romperme bien los huevos. En la “job-description” de cada uno de ellos, entre las principales responsabilidades decía bien clarito: “hacer todo lo que esté al alcance para que el pasante de turno la pase como el orto”. Para ellos, pasantía era sinónimo de colimba.


Mi horario de laburo era de dos a seis de la tarde. La rutina era siempre la misma: cursaba en la facultad hasta el mediodía, sándwich en el bondi y de ahí directo a la redacción, en pleno microcentro. Mi espacio de laburo era el extremo de una mesa llena de revistas viejas arrumbadas en pilas altísimas siempre a punto de derrumbarse. Llegaba con mi mochilita, sacaba el cuaderno espiral y esperaba los veinte segundos que demoraba Daniel en aparecerse apenas me sentía llegar. El tipo se paraba de costado a mi rincón, se estiraba los tiradores con los pulgares y me daba las consignas del día, que yo anotaba prolijamente en el cuaderno. Consignas lógicas para un estudiante de comunicación: estar atento al teléfono por si llama algún lector, fotocopiarle al hijo el quijote de la mancha, buscar una corbata en la tintorería, chequear los números ganadores del quini seis, juntar la plata para la pava eléctrica y otras tareas del estilo, siempre estrictamente ligadas a mi profesión.

Las cuatro horas se me hacían eternas pero yo lograba cortar un poco la tarde aprovechando las fichas que muy generosamente me regalaba la revista para tomarme un café en el boliche que estaba pegado a la oficina, sobre Corrientes casi Alem. El café me duraba cinco minutos y para estirar un poco la vuelta me encerraba en el biorsi un rato más.

Cuando ya tenía casi un mes en este circo, una de las tardes que bajé a cumplir con la rutina coincidí con mi jefe en el baño del bolichito. Cuando él entro, yo ya estaba encerrado en uno de los cubículos para decantar el pavoroso guiso de lentejas con panceta y chorizo colorado que me había lastrado la noche anterior. Él no sabía que yo estaba ahí. Se metió en el cubículo de al lado y llamó a su secretaria. Con algún preámbulo un poquitín subidito de tono, le pidió que por favor se metiera en su cuenta de mail para chequear la dirección de una reunión que tenía esa tarde. Y para que pudiera meterse en su correo le pasó su usuario y contraseña. Agradecí tener una birome en el bolsillo del saco y agradecí también que el papel higiénico de ese baño mugriento se pareciera mucho más a un cartón de embalaje que a un suave y reconfortante pedazo de seda para limpiarse los mocos. En ese bendito pedazo de cartón quedaron inmortalizados los datos para acceder al mail de mi jefe.

Desde ese día empezó mi veranito pasantero. Subí hasta la oficina y cambié la posición de la computadora eterna que me habían asignado, de modo que la pantalla quedara mirando hacia la pared. Nadie podría advertir mi maniobra.

El primer mail que vi fue uno que mi jefe le había escrito a César, uno de los redactores de la revista, diciéndole que el título de su nota sobre las tres estrategias genéricas de Michael Porter parecía escrito por un nene de diez años. Había un par de mails más que confirmaban la trampa de Daniel y Sandra pero ya con el otro tenía suficiente como para arrancar mi raid cuasi delictivo.

Cerré la casilla de mails y borré el historial para no dejar rastros. Como quien no quiere la cosa, le pedí a César una copia de la nota y, como me puso cara de para qué mierda la querés, le dije que me interesaba la temática por un trabajo práctico de la facultad. César era un tipo que no sonrió nunca en esos cuatro meses que estuve allí. Siempre con la misma barba desprolija que nunca se afeitaba pero que tampoco le crecía. El tipo tenía un chaleco bordó de cashmere todo raído y al que le faltaban un par de botones. Mi teoría era que sólo dejaba de usarlo el día que lo lavaba, que fueron dos veces en todo el cuatrimestre. César empilchaba también un pantalón gris de Chemea que de tanto uso tenía los bolsillos deformados, como si le gustara guardarse pelotas de tenis. El flaco, alma de explorador, tenía la simpática costumbre de enterrarse el índice en una de las fosas nasales buscando andá a saber qué. El tipo parecía querer rascarse la nuca del lado de adentro y el desafío para quienes compartíamos la oficina con él era no mirarlo en el momento exacto en que extraía el fruto de sus esfuerzos de retro excavación nasal.

De mala gana, César me acercó copia de la nota y me acomodé en mi escritorio. La leí como diez veces. A la hora de darle vueltas y vueltas se me ocurrió un título y lo anoté bien grande sobre el borde superior de la hoja. Fue un instante de inspiración y me salió un título que le calzaba once puntos a la nota. César desconfiaba un poco de mi emoción mal disimulada pero ni en pedo se esperaba algo como lo que estaba a punto de pasar.

Apenas mi jefe entró en la oficina, no le di tiempo a nada y lo encaré de una:

- Daniel, estuve mirando la nota sobre Porter y se me ocurrió un título alternativo. Acá lo escribí sobre la copia que gentilmente me dio César.

Mi jefe agarró la copia sin dejar nunca de mirarme, mientras en la nuca yo sentía una daga que me atravesaba de lado a lado. Era la mirada de César, que de haber podido ahí nomás me tiraba por el agujero del ascensor o me clavaba el pinchapapeles en el ojo.

Daniel agarró la copia con algo de desconfianza y no me sacaba la vista. Yo le sostenía la mirada con algo de agrande y no pude evitar una mueca burlona que se convirtió en sonrisa casi descarada cuando Daniel le dio tres golpecitos a la hoja y soltó:

- No es nada del otro mundo, pero está bastante mejor que la bazofia que puso César. Queda éste título.

Daniel pegó media vuelta pero antes de irse le dedicó a César un gesto como diciendo “mirá el lujo que te tiró el pendejo”. César no me dijo nada pero me clavó una mirada que fue una declaración de guerra. Desde ese día nunca más me habló. Nunca más me contó sobre las monerías de su gato siamés. Nunca más me relató sobre sus charlas de astrología con el cajero no-chino del súper chino que había a la vuelta de su casa. Nunca más me aconsejó salir abrigado cuando afuera había treinta grados. Me pegó durísimo su cambio de actitud, no se dan una idea.

A partir de entonces, todos los días a la misma hora entraba al mail de mi jefe y elegía bien mi maniobra. Un mail de un periodista yanqui aconsejando incluir en la revista un tema de posicionamiento se convirtió rápidamente en una sugerencia propia, aplaudida por mi jefe y recelada por el pobre César que veía caer sus acciones de manera abrupta. Un mail de la responsable de recursos humanos de la revista, pidiéndole a mi jefe que regularice mi contratación tan floja de papeles, derivó en un pedido de reunión que le hice a mi jefe casualmente para aconsejarle que tal vez debiéramos firmar algún papel para evitar posibles multas. Y hubo varios más.

Fueron semanas de salsa y jolgorio. Las palmadas de mi jefe frente a cada intervención exitosa me hicieron popular de la noche a la mañana. Sandra no podía más de los celos. César ni hablar. Pero me cebé y me fui de mambo. Me acuerdo que fue un viernes previo a un fin de semana largo que pesqué un mail donde el ceo de la revista le pedía a mi jefe que bajara costos en mensajería porque el pedido de motos se había ido al carajo. Con menos tacto que Scioli en su mano derecha, no tuve mejor idea que proponerle a mi jefe que contratara a un amigo mío que andaba en la mala y estaba dispuesto a ser cadete. “No sé, pensálo Daniel, capaz nos pueda servir para bajar costos de mensajería”.

Semejante guarrada de alevosía fue el principio del fin de mi veranito laboral. Daniel me dijo que lo iba a pensar pero al día siguiente ya no pude entrar a su mail. Probé una vez, probé dos veces, probé cuarenta veces. El tipo le había cambiado la clave. Nunca supe posta si el cambio fue por mi torpeza emocional o si fue una medida de seguridad del sistema pidiendo un cambio de clave, por ejemplo. Preferí pensar en esto último, sabiendo que fue lo primero.


A partir de ese día todo volvió a ser gris en esa oficina de mierda. Volvieron los desaires de Daniel, los maltratos de Sandra y los relatos de César. Pero quién me quita lo bailado.

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