Mi suegro el escribano

 


Se nos fue el suegro y hoy quiero homenajearlo con tres momentos Rexona que me tocó vivir con él cuando me puse de novio con Trini. Cuando digo “de novio” me refiero a cómo veía esa relación todo el mundo menos mi suegro, para quien yo no era más que “el nuevo amigo” de su hija.

El primer momento Rexona fue cuando todavía estábamos en el campo de nuestros amigos García Costa. La declaración fue la última noche, casi sobre la chicharra porque al día siguiente la señorita tenía que volverse a su casa. La jugada pedía improvisar un plan para intentar prolongar la estadía y sin pensarlo demasiado nos arrimamos hasta la delegación policial de Napaleofú, que era el pueblo más cercano. La casita funcionaba también como estafeta postal y tenía el único teléfono público del condado. Abro paréntesis: ¿¿pero qué se piensan?? ¿¿Que siempre hubo celulares?? Cierro paréntesis. Cuestión que llegamos a la casita y nos gastamos nuestras últimas monedas en una llamada de larga distancia. El desafío no era fácil: había que convencer a su padre, Don (Herr) Alejandro Jantus, para que la dejara quedarse unos días más. Por supuesto que el discurso no fue “me enamoré de un pibe y quiero ver si la cosa fluye” sino más bien algo como “la estoy pasando muy bien, levantando flores del prado, haciendo mermeladas de frutas silvestres y ayudando en todo lo que pueda a los dueños de casa que ahora quieren que me quede”. El teléfono no tenía altavoz pero no fue difícil adivinar cómo se venía desarrollando esa conversación. La charla fue tensa y por momentos el aire se cortaba con un tramontina. Sólo faltó que se hubieran comunicado por clave morse para que aquello terminara de parecerse a un diálogo con el mismísimo Führer. ¿Hace falta aclarar que el suegro, viejo lobo con un olfato implacable, casi que la amenazó de muerte para que se subiera al primer bondi al día siguiente?

El segundo momento Rexona fue unas semanas más tarde, cuando me tocó ir por primera vez a la casa Jantus, a conocer a mis suegros. Por alguna inexplicable razón sentí la necesidad de ganármelos ese mismo día. Nada de esperar a que la cosa fuera fluyendo de manera natural y espontánea, no señor. Había que hacer un gol en el primer cuarto de hora. Cuestión que caí más o menos bien peinado, dos toquecitos de colonia Pibes y Jugueterías, una pastafrola para el postre y la guitarra. El que me abrió fue Fernando. El terrible escaneo que me pegó apenas verme se frenó en la guitarra. Fue la primera alarma que me hizo pensar si había sido una buena idea llevarla. ¿Quién carajo cae a conocer a su posible futura familia política con una guitarra? Me acuerdo que pensé que la podría haber dejado en el auto para esperar si la cosa daba o no daba y en todo caso la buscaba después del postre si es que alguno me pedía que tocara algo y yo me hacía rogar un poco y me insistían y terminaba tocando en loop los tres temas que me sabía en ese momento. Pero había ido en bondi. Saludé medio rápido y me mandé para adentro. El saludo algo frío de Trini, que me esperaba en el comedor con mis suegros y algún cuñado o cuñada más, estuvo increíblemente a tono con el gesto impasible de Don Alejandro, que también se fijó en la guitarra. Segunda alarma que esta vez me hizo preguntar por qué mierda no la había dejado en la entrada. Y el que me la clavó en el ángulo fue el suegro: “Parece que el AMIGO de Trini nos va a hacer una serenata”. 

Apenas unos días después, cuando todavía seguía latente el bochorno de la guitarra, me tocó vivir el tercer momento Rexona con mi suegro en la que gracias a Dios fue la única anécdota de fútbol que nos tuvo a los dos como protagonistas. Como cada sábado, se armó tremenda tarde de fútbol en la canchita del fondo. Como éramos impares, el chomón no tuvo mejor idea que ir a buscar al suegro para completar la plantilla. Alejandro cayó a los cinco minutos con su pilcha deportiva y se puso a elongar a un costado de la cancha, estudiando un poco el panorama. Me vio de lejos peloteando en un arco y él se puso en el otro, dejando claro que íbamos a ser rivales a como diera lugar. Como era mi primer partido, tiré algunos lujos como para impresionar a la familia política y amigos históricos de la casa. El encuentro transitaba por los carriles normales, hasta que llegó la jugada bisagra. Al día de hoy sigo creyendo que el suegro midió cada uno de sus movimientos y hubo algo de premeditación en esa maniobra. Después de meterle una finta de antología a un rival, la tiré larga por la derecha y corrí a buscarla. La visión perimetral me permitió ver al suegro que se acercaba como un búfalo desquiciado hacia mi posición. La pelota ya había pasado pero yo todavía tenía que filtrarme por un espacio mínimo que quedaba entre la gigante humanidad del suegro y el cerco de ligustrina que daba a lo del vecino. Fue como en esas películas donde el protagonista intenta escapar de una trampa mortal por una puerta que se va cerrando. Creí que pasaba. Creí mal. Fue como impactar contra un ombú de ciento ochenta años. Mi figura estilizada se sacudió como una rama y salió despedida violentamente contra la ligustrina. Si no aparecí en lo del vecino fue porque en parte me frenó el alambre y en parte las puntas filosas del ligustro que casi me dejan como brochet. Tardé un rato en desprenderme de todo aquello y me dolía hasta el caracú. El suegro se quedó parado al lado mío, como esperando que me recuperara un poco y a mí la verdad me dio un poco de vergüenza que el tipo tuviera que pedirme perdón cuando apenas nos conocíamos. Pasaron unos minutos, esperó que se alejaran los demás y me habló al oído: “Acá se juega al fútbol y el fútbol es un deporte de contacto. Cortémosla con tanto teatro”.

 

Más de veinte años de todos estos momentos Rexona que fueron mi boleto de entrada a una familia particularmente pintoresca y liderada por un tipo fuera de lo común. Un tipo con el que podías estar de acuerdo o no con su peculiar forma de ver la vida, pero al que siempre admiré por su firmeza para no transar con nada que chocara con sus principios. Hay que tener huevos en este mundo para ir contracorriente. Un tipo que, especialmente estos últimos años, combinaba a la perfección esa máscara de hierro con una sensibilidad admirable y un sentido del humor fino y bizarro con el que tantas veces me sentí identificado.

Hasta siempre, escribano. Se lo va a extrañar por acá.