Nos devoran los de afuera


Mientras Del Potro y Cilic se cagaban a pelotazos en ese cuarto partido para el bypass, yo yacía echado como una morsa pero atento a cada jugada con la adrenalina al mango. Hasta las ganas de mear me aguantaba.

El primer timbrazo ni lo escuché. El segundo sí pero ni en pedo estaba en mis planes levantarme en ese momento, total siempre hay alguien para abrir. Pero sonó una tercera vez y ahí ya no quedó otra que exigir los abdominales y levantarme de un salto. La puta madre que lo parió.

Adelante mío salió Toto, que siempre quiere abrir la puerta. Cada vez que sale disparado tengo que gritarle que no, que un chiquito no puede abrir la puerta porque del otro lado puede haber algún hijo de puta esperando que un chiquito le abra para entrar a afanar. No se lo digo con esas palabras pero más o menos. Esta vez no fue la excepción porque le grité y el pibe fue igual. Tardé en encontrar la llave así que lo agarré recién cuando volvía:

- Pa, hay un señor que viene a pedir algo, no le entendí nada.

- ¿Cuántas veces te dije que no tenés que salir a abrir? ¿Cuántas veces te dije que es peligroso que un chico de tu edad…?

No pude seguir con mi discurso porque el pendejo se fue corriendo, ofendido. Lo único que me faltaba, que se me ofenda un hijo cuando le bajo línea con algo tan básico como una medida de seguridad que es de manual. La puta madre.

- Amigo, ¿tendrá un poco de agua para darme?

El grito llegó desde el otro lado del portón. Un vaso de agua no se le niega a nadie pero este tipo me venía a pedir uno justo en medio del partido. La puta madre. Le dije que me bancara, medio de mala gana. Fui directo a la heladera y agarré la primera botellita que encontré. Esas botellitas tienen dueño, siempre. Mis hijos se las preparan para llevarlas al colegio y putean cuando alguien se las chorea. Ellos putean y yo le digo al resto que está muy mal agarrar una botella ajena. Pero esa regla vale siempre salvo cuando estamos jugando la final de la Davis y un infeliz me hace levantar de mi platea preferencial. Así que la agarré de una, disparé para el portón y se la pasé al tipo por el hueco que queda entre el portón y la reja.

- Mirá que ya tengo botellita, no necesito otra.

- No importa, quedatelá.

Algo más me dijo pero no le di tiempo para nada y lo dejé hablando solo. Me volví al partido dando saltos de canguro para no perderme ni medio game más y medio me sentí un hijo de puta por ni siquiera haberle abierto la puerta para por lo menos verle la jeta. Pero el remordimiento me duró lo que tardé en acomodar mi anatomía entre mullidos almohadones moldeables para seguir disfrutando de un Del Potro brutal.

Cada tanto Toto se me aparecía para ponerme cara de culo y hacerme acordar que todavía estaba ofendido. Yo miraba para otro lado y el pendejo se ponía peor porque necesitaba que alguien viera lo mal que estaba. En su mirada podía ver que algo quería decirme pero su orgullo no se lo permitía, así que sólo se limitaba a ponerme cara de culo y darle patadas a todo lo sonoro que hubiera por allí.

Después vino la tremenda definición del partido en el quinto set, el paseo de Delbonis en el último turno y la vuelta olímpica. Gran festejo gran y la imagen del sediento que desapareció por completo de mi radar. Hasta hoy, cuando me agarró mi hermano José María Pizarro apenas llegué a casa de mis viejos:

- Che, gracias por ayer. Después de tanta bicicleteada, tu botellita de agua me vino al pelo. En una de esas la próxima aprovecho para hacerte una visita, si no te jode hacerme pasar.

Un cross al orgullo


Creí que ya había cubierto mi cuota de maratón del fin de semana cuando volví de un asado a las dos de la matina, me tiré dos horas, la busqué a la nena en el centro, repartija por el barrio, me tiré dos horas más y me levanté arrastrando mi anatomía para llevar a los pibes a la fiesta del deporte en Pilar. 

Creí que lo tenía cubierto hasta que me desayuno que la competencia deportiva es algo más que depositar a mis hijos en una cancha y echarme abajo de un árbol para alentarlos desde afuera entre cebada y cebada de unos buenos matungos. 

- Allá tenés que anotarte para el cross familiar. 

Mientras me señala la mesa de inscripciones, yo miro al pendejo de reojo como tratando de adivinar si aquello va en serio o es una jodita para hacerme transpirar a cuenta. El pibe me ve tambalear en la oscilación y me asesta una piña que me da de lleno en el orgullo:

- Hasta la mamá de Pipe corre. No creo que sea tan difícil. 

Diez minutos más tarde estamos todos en la línea de salida, elongando lo que podemos, bajo un sol calcinante que parece advertirnos, sobre todo a los más senior, que no se hace cargo de lo que pueda pasar aquí. La placa de Crónica es categórica: "llega el calor bochornoso a Buenos Aires y se instala con especial ensañamiento sobre Pilar". 

Grupo variopinto de pibes, padres y madres. Muchos osados coqueteando temerariamente con la insolación. Mis hijos se me paran al lado y me miran con un estado de excitación nivel perro-que-sale-de-paseo-después-de-una-semana-guardado. No pueden creer que ahí estemos, a punto de correr juntos el cross familiar. Yo tampoco. 

La velocidad de la cuenta regresiva va a contramano de la ansiedad contenida y el malón se dispara en violenta estampida mucho antes de la señal. Nadie regula ni un poco. Mejor. En la última recta me los como crudos. El menor me sigue el ritmo durante los primeros cien metros, correteándome al lado como si fuera un cuzco feliz de la vida por poder acompañar a su dueño. Pero se encuentra con un amigo y lo pierdo de vista. Decido hacer la mía porque bajar el ritmo puede ser letal. 

Los primeros quinientos metros son una recta interminable. Los recorro al lado de dos pendejos que juegan a pegarse y picar para que el otro no se la devuelva. Van cagándose de risa y yo siento que se me acaba el aire de sólo mirarlos. Cinco lugares más adelante la veo a la mamá de Pipe y encuentro ahí mi objetivo de carrera. Acelero un poco el paso y me le pongo a la par, como quien no quiere la cosa, mirando para otro lado. Logro sacarle algunos cuerpos y el orgullo le lleva un poco de oxígeno a unos pulmones que ya empiezan a pedir el cambio. 

La carrera se corre por adentro del predio, con varias idas y vueltas delimitadas por una cinta de plástico a cada lado de la pista. Pasando el primer codo me topo con el primer obstáculo: una zanja con agua. No tiene más de un metro de ancho pero a mí se me representa como el canal de la mancha. La mido y pego el salto. Llego con lo justo pero el pie de aterrizaje sólo apoya la punta y el talón oscilante en el aire provoca un leve estiramiento del gemelo cuando baja buscando dónde apoyarse. El pinchazo es leve así que me hago el boludo y sigo. 

En el segundo codo ya quedo de frente a la multitud que espera a los corredores, allá lejísimos. Cogoteo y los veo a los pibes propios que vienen unos veinte metros detrás. Y veo también a la mamá de Pipe que viene acelerando el ritmo y ganando posiciones. Hora de apretar el paso. Le meto un par de metros por hora más rápido y siento que un gremlin se me prende a la pantorrilla y me chanta un tarascón en el gemelo con todas sus fuerzas. Después aparece otro y repite la maniobra pero en la otra gamba. La recta se me hace cuesta arriba pero quemo cartuchos metiendo un pique desquiciado para alejarme lo máximo posible de la amenaza que avanza fresquita y a los saltitos como si recién hubiera arrancado la carrera. 

Ya estoy logrando mi objetivo pero la sonrisa se me borra de una voladora al mentón. Resulta que el final de la recta no es el final de la carrera. Hay que pegar un giro de ciento ochenta grados y volver casi la misma distancia y volver a pegar un giro completo y meterle una recta más. Siento en la nuca que la amenaza se acerca peligrosamente y no puedo evitar cogotear otra vez. No la veo por ningún lado. Alivio. Los veo a los pibes propios que se acercan a buen ritmo, de la mano. La vida es bella. Sigo a buen ritmo con el aire renovado.

Curva, contra curva y recta final en una abstracción casi mística. Manos a la cara para aclarar al vista, nublada por el calor. Recibo el número con el puesto de llegada, el ochenta y ocho, y me desplomo como si un francotirador me hubiera atravesado le bocha de lado a lado. 

Lo único que llego a ver cuando vuelvo en razón es a la mamá de Pipe. No estaba cruzando la meta, volvía del kiosco. En una mano llevaba una cocucha y en la otra el número de puesto. El sesenta y lpmqlp.