La Navidad es tiempo de armonía y fraternidad


Se acercan las Fiestas y todavía no sé si me van a invitar al encuentro familiar. Parece que la última vez no dejé un buen recuerdo.

La historia empezó mucho antes del 25 de diciembre del año pasado. Arrancó doce meses antes de eso, cuando mi viejo recibió un lechón de regalo. El bicho vino entero y, así como llegó, fue a parar al freezer. Y se olvidaron de hacerlo para las Fiestas. Y ahí quedó.

Cada vez que cualquiera de nosotros abría el freezer, la mirada resentida del lechón era como una daga que se te clavaba en el corazón y te hacía sentir el peor de los remordimientos. Era como esos cuadros que no sé cómo hacen pero que el tipo retratado te está mirando siempre, sin importar desde qué ángulo lo mires. Llegamos a un punto en que nadie quería ni acercarse al freezer. Preferíamos tomar la Coca caliente antes que buscar hielos y tener que someternos a una experiencia tan traumática como aquella.

Pero todo tiene un límite. Pocos días antes de la última Navidad, la vieja se cansó de que su freezer fuera una morgue. Así que lo encaró al viejo y le dio un ultimátum: o lo cocinaba o el chancho iba a parar a la vereda, así paradito y duro como estaba, hasta que alguien lo levantara.

Cuestión que terminé siendo yo el encargado de cocinarlo, el 23 de diciembre. Clavé el asador en el medio del jardín, prendí las brasas y lo puse a cocinar a fuego lento. Cinco horas y quedó hecho una manteca.

Con el bicho ya cocinado, la vieja aflojó y nos dejó meterlo en la heladera hasta el día siguiente, día del encuentro familiar en lo de mis primos. Para que el pánico no volviera a cundir en casa, esta vez lo puse con la cara mirando hacia el fondo de la heladera, tapado con un par de repasadores.

La casa ya estaba llena de gente cuando llegamos al festejo así que decidí escabullirme con el chancho en bandeja por un costado de la casa y entré directo por la cocina. Lo puse sobre la mesada y procedí a desmenuzarlo. Lo único que quedó sobre la mesada fue la cabeza del animal, con la misma mirada intimidante, aunque un poco más aterradora porque le faltaba el resto del cuerpo.

Llevé al comedor la súper bandeja con el lechón listo para armar los sándwiches y rápidamente se convirtió en gran protagonista en la mesa principal. Muy en segundo plano quedaron los vittel tone, arrollados de jamón, zanahoria y huevo, ensaladas de ananá y palmitos, peceto y todos esos menús originalísimos que la gente lleva cuando se hace una comida navideña fría a la canasta.

Cuando volví a la cocina, lo que me encontré fue la imagen de un pibe petrificado, boca abierta y mirada clavada en los ojos del chancho. De lo que quedaba del pobre lechón. Era mi sobrino de ocho años.

Le pasé por al lado y acerqué mi oreja hasta la boca del bicho, como si fuera a decirme un secreto.

- Dice Porky que quiere ser tu amigo.

La cara de mi sobrino empezó a desfigurarse. Y repetí la secuencia.

- Ahora dice Porky que los hombres no pueden tener miedo.

Ahí fue cuando el borrego derramó su primera lágrima. Me había ido a la banquina. Me acerqué para calmarlo pero el pibe salió disparado y desapareció en el jardín. No pude encontrarlo.

A la que sí encontré fue a mi prima, su madre, o mejor dicho me encontró ella a mí. Me dio un speech interminable y me dijo que ya había decidido mi castigo.

Y así fue que terminé la velada navideña metido adentro de un traje de Papá Noel que, entre la tela sintética y los almohadones de relleno, me hizo subir la temperatura corporal hasta límites intolerables. Era eso, o disfrazarme de camello para el Pesebre Viviente. Así, fui entregando el regalo a cada uno de los casi sesenta borregos que había en la casa, deformando la voz para que no me reconocieran.

El último que se acercó fue mi sobrino, con la cara todavía marcada por el lagrimón:

- Este regalo es para vos. Te lo manda Porky.

Y ahí la terminé de pudrir. 

Les tiré la posta





Hubo un momento en el fin de semana en que ningún canal de televisión estaba pasando fútbol. Ninguno. No había ni fútbol local, ni europeo, ni del ascenso. Ni siquiera alguna repetición de las eliminatorias asiáticas para el próximo mundial.



Me puse entonces a hacer zapping y me enganché con el mundial de atletismo. Se estaba definiendo la prueba de salto en alto y el mayor de mis pibes me pidió que dejara en ese canal.



Un rubio, creo que era ruso, estaba frente a su tercer intento para quedarse con la medalla de oro. El tipo repiqueteaba en el piso y hacía la mímica del salto levantando los brazos. Las gambas le arrancaban a la altura del esternón y calzaba una musculosa violeta que rajaba la tierra.



Apenas arrancó la carrera, supe que no la iba a pasar. Lo leí en su mirada, en su forma de moverse, en la actitud de encarar la varilla. Y lo dije en voz alta. Y la tiró. Y entonces uno de los pibes me preguntó cómo sabía que la iba a tirar.



- Yo conozco del asunto porque más de una vez fui campeón de salto en alto, con varios records incluidos.



Los tres se miraron como desafiándose mutuamente a ver quién largaba primero la carcajada. Eso también supe leerlo en sus miradas.



No había forma de convencerlos desde la dialéctica así que pasé a la segunda instancia. En algún lado tenía que estar la caja bordó donde metí las casi cincuenta medallas que gané durante los años del colegio.



Revolví toda la casa. Fueron casi cuarenta minutos de profunda angustia frente a la posibilidad de no poder respaldar mi declaración y perder un pedazo grande del respeto que aún me tienen mis hijos.



El grito desencajado que pegué cuando la encontré resonó en todo el barrio. La caja estaba sellada con una cinta de embalar que costó un huevo sacar. Pasé un momento de incertidumbre, pensando que tal vez las medallas ya no estaban ahí y en su lugar habían puesto, por ejemplo, la colección de botones y gemelos que heredé de mi abuelo, más algunas monedas de soles que me quedaron de la última vez que viajé a Perú.



Pero no señor. Allí estaban. Se las fui mostrando una por una, mientras los espiaba de reojo para ver sus reacciones, que no fueron gran cosa. Hasta que me frené en una que me llamó la atención porque decía primer puesto en la posta cuatro por cien, torneo de San Andrés. La velocidad no era lo mío. Capaz que en un picado si la tiraba larga, a un par de defensores les ganaba en carrera, pero de ahí a competir...



Y entonces me acordé de ese día.



El torneo de atletismo del San Andrés era un caño. Primero porque duraba dos días y siempre se hacía en la semana, o sea que te garantizabas faltar dos días al colegio. Y segundo, porque el asunto era mixto y era la chance ideal para cancherearla un poco.



Como de costumbre, yo me había clasificado para mis dos pruebas de cabecera: salto en alto y salto en largo. Esas eran las dos razones que me eximían de ser un “lungo al pedo”.



A la mañana del primer día hice salto en alto y terminé segundo. Me acuerdo que me ganó un boludito que se la pasó boqueando desde que arrancamos. Delante de todo el mundo, le hablaba fuerte a su entrenador diciéndole que esa competencia era muy poco para él. Los demás queríamos hacerle un enema de jabalina pero no teníamos ninguna a mano. Esa misma tarde hice salto en largo y terminé tercero.



Con las dos competencias liquidadas, el segundo día lo tuve de regalo. El profe me invitó a acompañar al resto de la delegación, aunque no tuviera que competir, y la verdad que me dio lástima dejarlos solos, así que fui.



Caí vestido con la pilcha de deporte (era requisito) y con el bronceador. Me pasé toda la mañana echado como una iguana, con las gafas oscuras y el walkman al mango. Sí, el walkman, boludo, algún problema?



Esa segunda jornada cerraba con la posta cuatro por cien, que no me la perdía ni en pedo porque teníamos un equipo de la gran puta y porque además se había armado un lindo clásico contra el San Andrés, que ahí la jugaba de local.



Justo antes de la posta se corría la final de los cien metros llanos, otro hermoso atractivo porque corría nuestra gran estrella, que lógicamente también era la figura de la posta. El tipo corrió que parecía tener un petardo en el culo, pero en los últimos metros sintió un tirón en el aductor. La carrera la ganó igual, pero la preocupación se adueñó de todos nosotros porque se venía el plato fuerte, la posta, y el pibe maravilla estaba en una gamba.



Al tipo se le practicó todo tipo de tratamiento express pero no hubo forma de recuperarlo. Terrible baja. El profe resopló con bronca y empezó a mirar para todos lados, buscando la solución. Las alternativas de reemplazo no eran de lo más tentadoras: un lanzador de bala, un corredor de fondo, un lanzador de martillo y yo.



El profe se juntó con sus dos ayudantes y luego de un rápido cónclave, los tres me clavaron la mirada. Miré para atrás para ver si había alguien más y, muy timorato, me señalé el pecho para confirmar la cuestión. Los tres asintieron.



La estrella lesionada era el cuarto hombre en la posta, o sea el que cerraba la prueba, el que tenía la presión de llegar primero para ganarla. Imaginé que esa posición se la darían al segundo más rápido. Imaginé mal, el cuarto era yo.



Además del atractivo que la posta despertaba por sí misma, hubo otro condimento especial: se hacía justo antes de la entrega de premios, era el cierre de toda la competición. O sea, TODO el mundo (masculinos y femeninos) pendiente de esa carrera.



En dos minutos el profe me explicó cómo se corría una posta. Que vos te parás acá, que no te podés pasar de esa línea, que tratá de que no se te caiga el testimonio.



Al toque me paré en mi posición, al lado de mis contrincantes. Intenté hacer los mismos movimientos que los flacos, estirando los músculos y moviendo el cogote en círculos. Todos con unas gambas que parecían dos patas de jamones serranos y un calzado especial con punta de clavo para lograr mejor adherencia a la superficie. Yo, en patas, parecía Piernas Locas Crane.



El disparo de largada me puso de vuelta en el asunto. Mi compañero arrancó como loco y le sacó varios cuerpos al que lo seguía más de cerca, casualmente del San Andrés. El segundo relevo nuestro también le metió tremendo tranco y su contrincante del San Andrés quedó como diez metros atrás. Y ni hablar del tercer relevo, que apenas agarró el testimonio se despegó todavía más del segundo.



Pude sentir que el público ya daba por cerrada la carrera. Mi equipo le sacaba media cuadra al San Andrés con un solo relevo por correr. Lo que no tomaba en cuenta la gente era que ese cuarto relevo era yo, un especialista en… salto en alto…



Recibí el testimonio en perfecta sincronización con mi compañero y encaré como loco esa recta final. Allá a lo lejos, a la altura de la llegada, lo vi al profe que me gritaba y gesticulaba como loco. “Relajá, papá, esto es papita pa’l loro”, pensé yo. En un momento, no tuve mejor idea que mirar para atrás, casi como un acto reflejo. Y ahí lo vi al pibe del San Andrés que venía como una locomotora. Durante los dos segundos que lo miré, el pibe recuperó mínimo unos diez metros. La puta madre.



Aceleré el ritmo, si es que eso era posible, y enfoqué la mirada en la cara del profe como para evitar que otra cosa me distrajera. Error. El tipo estaba fuera de sí, rojo como un constipado que hace tres días que no procede. Faltaban diez metros y empecé a sentir la respiración de los que venían atrás. En un arresto de coraje, pegué un último sprint de antología y me tiré en tremenda volada para adelante.



Durante algunos segundos, no se sabía quién había ganado. Yo a mi profe no lo quería ni mirar. Me quedé tirado en el piso, mirando el cielo, hasta que escuché la bendita voz del altoparlante. Habíamos ganado. Por décimas, pero ganadores al fin. Los muchachos me invitaron a practicar una especia de vuelta olímpica, de cara a la gente del San Andrés. Les contesté que fueran arrancando, que yo después me sumaba.



Mis pibes escucharon la crónica sin que volara una mosca. No derramé una lágrima porque era un papelón. Lo que sí fue un papelón fue la manera de cerrar el cuento, que quiso ser en silencio pero se escuchó clarito, casi como un grito de triunfo:



- La tenés adentro, San Andrés.

De tal palo, mejor astilla




Jornada increíble en el campo de unos amigos. Grandes, medianos y chicos en cantidades, disfrutando a pleno el solo hecho de estar en el medio de la nada sin hacer nada. O casi nada.

Uno de los pendejos se le animó a un eucalipto de treinta metros y decidió treparlo. Y trepó. Y trepó. Y siguió trepando. Hasta perderse entre las ramas que ya casi ni se lo veía.

Parecía gustarle quedarse en las alturas, o al menos eso pensábamos los que nos habíamos quedado al nivel del mar. Pero cuando se escuchó el primer alarido enseguida nos dimos cuenta de que tan a gusto el pendejo no estaba.

La reacción primaria fue hacerme bien el boludo porque me imaginaba por dónde venía el asunto. Pero enseguida vino el segundo alarido y la patrona que me puso cara de “esto es cosa de hombres, ocupáte”.

Me acerqué a paso cansino y arrancó un diálogo que, por la distancia que nos separaba, fue algo subidito de tono:

- ¿Qué pasa?

- No me puedo bajar.

- ¿Y quién te mandó a subir tan alto?

- Nadie. Me subí porque quise.

- Era una pregunta retórica.

- ¿Una qué?

- Nada. Bancá ahí que me subo.

El primer gran desafío que tuve que enfrentar fue la primera rama. La primera, ¿podés creerlo? Una puta rama que arrancaba a casi metro y medio del suelo, por lo cual debía proveerme de alguna ayuda externa que me sirviera de plataforma intermedia. Hace veinticinco años, época que te saltaba un metro ochenta bajo la atenta mirada del Beto Alzamora, hubiera alcanzado la rama pegando un saltito sin siquiera tomar carrera. Este año, claramente no.

Miré para los cuatro costados pero a simple vista no había nada que me pudiera servir. Y para colmo, el grupete de personas en ese momento decidió que en lugar de charlar, caminar o tomar sol, sería más divertido ver cómo me las arreglaba para enfrentar tan tremenda cruzada y se dedicaron a observarme.

Mientras la transpiración empezaba a hacer estragos, me acerqué al grupete y agarré mi silla, siempre mirando al suelo para evitar cualquier contacto visual que me distrajera de mi empresa.

Aunque puse la silla bien pegada al tronco del eucalipto, todavía quedaba un trechito largo entre el punto de apoyo y la primera rama. Imposible para mi orgullo pensar en ese momento en otra alternativa, así que cerré los ojos, apreté los dientes y revoleé la gamba de manera aparatosa. Todo lo que conseguí fue pasar la pierna derecha por arriba de la rama, pero no de manera completa, de modo que la otra gamba me quedó colgando mientras hacía una fuerza increíble para que no se me soltaran las manos. Volver de un papelón semejante se me habría hecho muy cuesta arriba.

Con un esfuerzo sobrehumano logré subir la gamba que había quedado suspendida y gracias a todos los santos del cielo pude afirmarme sobre esa primera rama. Esa, puta, primera, rama.

Lo que me quedaba por delante no era un desafío menor. Necesitaba idear un plan para transitar esos veinte metros que me separaban del borrego, porque no es lo mismo pesar lo que pesa un pendejo de siete que pesar lo que pesa un pendejo de cuarenta. El objetivo era claro: nada de depositar todo el peso sobre un mismo punto. Había que dosificar para evitar que cualquier fractura de rama, que no fueron pocas en ese duro trajín, terminara en un descalabro fenomenal. Paso a paso dijo Mostaza, y así fue.

En la media hora siguiente logré subir unos cinco metros. A esa velocidad de cero coma cero diez kilómetros por hora, el pendejo iba a pasar su cumpleaños y navidad arriba del árbol. Así que no me quedó otra que apurar el paso y tomar algunos riesgos de más. Y así fue que logré subir otros cinco metros en un tiempo mucho menor. Feliz y satisfecho.

Fue en ese momento que lo sentí pasar como una exhalación. Yo nunca había levantado la mirada porque iba muy concentrado en ver bien dónde apoyaba cada pie. Por eso no me percaté de que el pendejo al final se cansó de esperar que su padre superhéroe llegara a salvarlo y decidió bajar por las suyas.

Apenas me pasó por al lado, con una destreza que casi me deprimió por completo, le pegué un grito por insolente. El tipito me miró con cara de nada y desembuchó sin hacerse problema:

- Al final pude bajar, pa, no te preocupes.

No, claro, qué me voy a preocupar. El pendejo se deslizó por las ramas y en menos de diez segundos  ya estaba en tierra firme, mientras yo lo miraba desde lo alto abrazado al tronco como un koala.

El que casi pasa cumpleaños y navidad arriba del árbol fui yo, la puta madre.

La herida no va a cicatrizar nunca




Durante casi toda mi infancia, en el fondo de la casa de mis viejos había un terreno baldío desocupado. El dueño se lo prestaba a mi viejo a cambio de que lo mantuviera limpio y en funcionamiento para evitar que se le metiera gente o se le llenara de bichos.

Fueron años esplendorosos en los que todavía no existían ni las canchas de fútbol cinco para alquilar ni los torneos amateur, salvo los del jockey, el sic, atalaya y un par más. Tener algo así era un lujo.

Por la “Canchita de los Pizarro” pasó todo el mundo. Roberto Carlos un poroto al lado de todos los amigos que yo tenía en esa época y que se daban una vuelta por el templo. Pasaron también primos, vecinos, parroquianos, gallinas, bosteros, yanquis. Buenos, malos, peores, habilidosos, agrandados, calentones, fanáticos. Todos se te aparecían en cualquier momento y siempre había lugar.

Eran épocas con más estado físico y menos responsabilidades. Los partidos podían durar cuatro horas y terminar en una mezcla de fútbol y rugby de narices ensangrentadas y hasta algún huesito roto. Las peleas eran lo normal. Peleas que, parafraseando a los futbolistas profetas que la casetean delante de un micrófono, siempre se resolvían adentro de la cancha.

Los límites de la canchita no eran del todo convencionales. Se jugaba sin lateral, al estilo papi fútbol. De un lado tenías el cerco con ligustrina que daba a mi casa y a la del vecino, y del otro un paredón blanco mal revocado que te dejaba a la miseria si te tocaba disputar el balón con algún generoso de anatomía. Yo todavía tengo algunas marcas.

El encanto que despierta el fútbol ya de por sí, ahí se volvía todavía más fascinante por lo que había del otro lado del paredón. El vecino era un tipo que circulaba por la vida con las bujías siempre empastadas. Un renegado social que no podía soportar siquiera nuestra presencia muro de por medio. Y cuando la bola se iba para su lado, casi que había que darla por perdida, como en la película “Historia de un verano”, la de los pendejos que jugaban al baseball y cada vez que la bocha se les iba a lo del vecino ni la buscaban porque había un perro asesino. En este caso no había perro, pero el viejo ortiva hacía las veces de vecino más animal, dos en uno.

El tipo era el casero y los dueños no venían nunca. La quinta no era gran cosa, no mucho más que un quincho con cocina y la pileta en medio de un parque que el loco cuidaba como si fuera un hijo.  

Cada vez que se iba la pelota, nos subíamos a un pasamanos desde donde se podía ver la inmensidad de ese parque por encima del paredón. Ahí, chiflábamos como enajenados y el tipo ya sabía que queríamos la pelota. Lo primero que decía siempre era que ahí no había caído ninguna y que como era otra casa, privada, nosotros no podíamos estar ahí mirando. El hijo de puta decía eso y la bola estaba a la vista. Y recién cuando la señalábamos el tipo nos respondía que cuando se desocupara la iba a pasar. Mínimo media hora promedio, si es que volvía.

El quiebre definitivo con el viejo se dio en un festejo de mi cumpleaños. Éramos unos treinta pendejos y nos pasamos toda la tarde fulbeando a los gritos, peleándonos, rompiendo bien los huevos. Tipo previsor, ese día me procuré cuatro pelotas para tener de repuesto. Se cayó una, no la pedimos. Se cayó la segunda, tampoco. Cuando se fue la tercera, ahí ya hicimos el intento pero el forro dijo que no había caído ninguna. Se nos fue la última pelota y ahí quedamos en ídem.

Con toda la tarde por delante y sabiendo que el viejo se iba a hacer el boludo de nuevo, esperamos agazapados que se fuera a hacer su rutina diaria de la tarde, que consistía en calzarse unas antiparras, una gorra con la visera para atrás, en cuero, lompas caqui Pampero y ojotas. Y así, como estaba, el vago salía a la calle con una carretilla y destino desconocido, para volver a la media hora.

Ya le habíamos tomado el tiempo, así que apenas dobló la esquina, dos de nosotros saltamos el muro y buscamos las pelotas. Encontramos las dos que estaban más a la vista y de las otras dos, nada. Hasta que llegamos a un pino súper tupido, de esos que tienen ramas al ras del piso. Nos metimos adentro y fue como descubrir un cementerio oculto. Creo que hasta nos persignamos. Había por lo menos ocho pelotas, todas degolladas sin piedad, con las cámaras que se salían de los gajos. Nuestro nivel de estupefacción era mayúsculo y quedamos como atontados. Hasta que escuchamos los gritos.

Uno de mis amigos se había quedado de campana en la esquina, y apenas lo vio aparecer pasó la voz para que apuráramos el trámite. Pero el tranco del viejo fue más veloz que nuestra capacidad de reacción y no tuvimos tiempo de salir. Nos quedamos lo más quietos que pudimos, acostados entre las bochas exánimes, sin siquiera respirar.

El viejo nos pasó a dos metros y desde ahí podíamos sentir una respiración agitada, como si fuera un toro soltando el aire por la nariz de manera violenta. Sentimos también un tremendo olor a chivo de quien claramente tiene al jabón en el primer lugar de la lista de enemigos.

Mi amigo y yo nos quedamos inmóviles por un rato. Entre los claros de las ramas podíamos seguir los movimientos del viejo, que primero dejó la carretilla en un rincón y después se tiró a la pileta así como estaba, con antiparras, pantalón largo y ojotas. Mi amigo estaba al borde del colapso. Ya me lo imaginaba saliendo con los brazos levantados, entregándose con mansedumbre. Me costó un huevo pero pude contenerlo.

Estuvimos ahí por lo menos una hora. Lo que más preocupaba, además de ver cómo mierda salir de ahí, era que llegara la hora de soplar las velas del cumple y mi vieja no me encontrara por ningún lado. O que lo vinieran a buscar al otro pibe.

Casi susurrando, planeamos la salida. No era un plan de lo más sofisticado porque consistía en contar hasta tres y salir cagando sin mirar para atrás. Pero nos frenamos justo a tiempo, cuando escuchamos un “pst” que venía del pasamanos de la canchita. Otro de mis amigos me gritó que el viejo había salido de vuelta y teníamos la oportunidad de salir como entramos. Pero cuando estábamos ya decididos a disparar como locos, volví a fijar la vista en los cadáveres que nos rodeaban. Sólo quien tiene un amor tan grande por la caprichosa puede entender lo que se siente frente a semejante crimen, imperdonable y atroz. Eso no podía quedar así.

Cuestión que en lugar de ir para el portón nos metimos en la cocina del quincho. Mi compañero de andanzas no estaba del todo convencido pero no tuvo más remedio que acompañarme. Lo primero que encontré fue un paquete de harina en un estante. Lo agarré bien de abajo y lo empecé a zamarrear para todos lados hasta que la nube blanca ya no nos dejaba ver nada y el paquete quedó vacío. Lo siguiente fue poner un tapón en la pileta del lavadero y dejar la canilla prendida, como si fuésemos los chorros de mi pobre angelito. Y antes de irnos, justo nos topamos con un pomo de mostaza que pedía a gritos salir de su envase. Así fue como nos mandamos una obra de arte de pintura contemporánea sobre la puerta de la heladera y las hornallas.

El trámite no duró ni cinco minutos. Ahí sí emprendimos la retirada, con una sonrisa imposible de disimular. Atravesamos el parque a la velocidad de la luz mientras el resto de la tropa nos hacía de hinchada desde el pasamanos y, como si nada, nos pusimos a jugar con las pelotas recuperadas.

No pasaron ni diez minutos y lo vimos aparecer por el portón del terreno, con la cara desencajada. Parecía sacado de una película de terror. Todavía tenía las antiparras puestas y cargaba con una pala en la mano. El desbande fue fenomenal. Gritos, corridas, histeria. Nos metimos en casa que no nos daban las gambas y fuimos en búsqueda de mis viejos. A esa altura la valentía nos la metimos en el bolsillo.

Sólo volvimos a la canchita un rato largo después. El loco se había metido y estaba haciendo un pozo en el medio de la cancha. Mi vieja trató de calmarlo diciendo que iba a llamar a la policía, o algo así. El loco bramó que nosotros nos habíamos metido en su casa a hacer un bardo de antología y nuestra respuesta fue poner cara de “no sé qué mierda está hablando este desequilibrado que usa antiparras para sacar a pasear su carretilla por el barrio”.

Finalmente el viejo desistió de su reacción. Más que nada porque ya iba por el medio metro y ahí abajo se había encontrado una superficie más pedrosa y dura. Agarró entonces la pala, nos miró desafiante y se fue a la mierda. El partido no siguió por razones obvias.

El episodio fue el principio del fin. A mis viejos, la satisfacción de tener un potrero donde la tropa se sacara las ganas se les terminó de caer definitivamente.  Una cosa era bancar los gritos, las puteadas, la tierra que volaba para el lado de la casa. Pero quedar involucrado en algún incidente de índole policial ya era como demasiado.

Por eso a los pocos días recibieron con incontenible algarabía la noticia de que el dueño finalmente había logrado vender el terreno. Y no a nosotros precisamente. Las obras arrancaron muy poco después y en poco tiempo se levantó una casa. De nada sirvió que durante los primeros días entráramos a la obra por la noche para tapar los huecos de los cimientos, arrancar hilos y romper ladrillos. La hicieron igual. Y es desde ese día que miro con odio indisimulable a los habitantes.  A los primeros y a todos los que osaron y osan vivir sobre una porción de tierra cuyo destino inamovible era tener diez monos corriendo detrás de una pelota.

Pasaron como veinticinco años de este trágico y abrupto final. Todavía duele.