La Navidad es tiempo de armonía y fraternidad


Se acercan las Fiestas y todavía no sé si me van a invitar al encuentro familiar. Parece que la última vez no dejé un buen recuerdo.

La historia empezó mucho antes del 25 de diciembre del año pasado. Arrancó doce meses antes de eso, cuando mi viejo recibió un lechón de regalo. El bicho vino entero y, así como llegó, fue a parar al freezer. Y se olvidaron de hacerlo para las Fiestas. Y ahí quedó.

Cada vez que cualquiera de nosotros abría el freezer, la mirada resentida del lechón era como una daga que se te clavaba en el corazón y te hacía sentir el peor de los remordimientos. Era como esos cuadros que no sé cómo hacen pero que el tipo retratado te está mirando siempre, sin importar desde qué ángulo lo mires. Llegamos a un punto en que nadie quería ni acercarse al freezer. Preferíamos tomar la Coca caliente antes que buscar hielos y tener que someternos a una experiencia tan traumática como aquella.

Pero todo tiene un límite. Pocos días antes de la última Navidad, la vieja se cansó de que su freezer fuera una morgue. Así que lo encaró al viejo y le dio un ultimátum: o lo cocinaba o el chancho iba a parar a la vereda, así paradito y duro como estaba, hasta que alguien lo levantara.

Cuestión que terminé siendo yo el encargado de cocinarlo, el 23 de diciembre. Clavé el asador en el medio del jardín, prendí las brasas y lo puse a cocinar a fuego lento. Cinco horas y quedó hecho una manteca.

Con el bicho ya cocinado, la vieja aflojó y nos dejó meterlo en la heladera hasta el día siguiente, día del encuentro familiar en lo de mis primos. Para que el pánico no volviera a cundir en casa, esta vez lo puse con la cara mirando hacia el fondo de la heladera, tapado con un par de repasadores.

La casa ya estaba llena de gente cuando llegamos al festejo así que decidí escabullirme con el chancho en bandeja por un costado de la casa y entré directo por la cocina. Lo puse sobre la mesada y procedí a desmenuzarlo. Lo único que quedó sobre la mesada fue la cabeza del animal, con la misma mirada intimidante, aunque un poco más aterradora porque le faltaba el resto del cuerpo.

Llevé al comedor la súper bandeja con el lechón listo para armar los sándwiches y rápidamente se convirtió en gran protagonista en la mesa principal. Muy en segundo plano quedaron los vittel tone, arrollados de jamón, zanahoria y huevo, ensaladas de ananá y palmitos, peceto y todos esos menús originalísimos que la gente lleva cuando se hace una comida navideña fría a la canasta.

Cuando volví a la cocina, lo que me encontré fue la imagen de un pibe petrificado, boca abierta y mirada clavada en los ojos del chancho. De lo que quedaba del pobre lechón. Era mi sobrino de ocho años.

Le pasé por al lado y acerqué mi oreja hasta la boca del bicho, como si fuera a decirme un secreto.

- Dice Porky que quiere ser tu amigo.

La cara de mi sobrino empezó a desfigurarse. Y repetí la secuencia.

- Ahora dice Porky que los hombres no pueden tener miedo.

Ahí fue cuando el borrego derramó su primera lágrima. Me había ido a la banquina. Me acerqué para calmarlo pero el pibe salió disparado y desapareció en el jardín. No pude encontrarlo.

A la que sí encontré fue a mi prima, su madre, o mejor dicho me encontró ella a mí. Me dio un speech interminable y me dijo que ya había decidido mi castigo.

Y así fue que terminé la velada navideña metido adentro de un traje de Papá Noel que, entre la tela sintética y los almohadones de relleno, me hizo subir la temperatura corporal hasta límites intolerables. Era eso, o disfrazarme de camello para el Pesebre Viviente. Así, fui entregando el regalo a cada uno de los casi sesenta borregos que había en la casa, deformando la voz para que no me reconocieran.

El último que se acercó fue mi sobrino, con la cara todavía marcada por el lagrimón:

- Este regalo es para vos. Te lo manda Porky.

Y ahí la terminé de pudrir. 

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