De cabeza al Cielo


San Pedro lo ve venir de lejos y lo primero que hace es tirarle una número cinco. Fran la amortigua con el empeine, la hace rebotar un par de veces en el muslo y se la lleva a la cabeza.

Una, dos, tres, cuatro, cinco... La bola no se le cae. San Pedro codea al de al lado y lo señala levantando las cejas. El otro asiente con la cabeza.

Diez, once, doce, trece... La redonda -mansita y obediente- hace lo que Fran quiere y sigue rebotando una y otra vez.

La gente que va y viene empieza a arrimarse y forma un círculo alrededor de Fran, que mientras sigue haciendo jueguito hace señas para los costados, invitando a alguien para que lo acompañe y le haga la segunda.

"Voy yo!", grito bien fuerte y hago retroceder a dos o tres irreverentes que amagaron meterse de prepo.

"Dale Juampi, que no toque el piso", me dice Fran con esa sonrisa inabarcable que siempre fue su marca registrada.

Veintiséis, veintisiete, veintiocho…

La gente que nos rodea, cada vez más numerosa, termina rindiéndose frente a la magia y empieza a aplaudir. El mérito es todo de Fran, yo sólo tengo que seguirle la corriente. Así es él, siempre adueñándose de la escena, con una frescura, energía y alegría inagotables, haciéndonos sentir de puta madre a los que estamos alrededor suyo.

Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro…

Cuando no me toca cabecear, pego el cogotazo para pispear alrededor. Me siento como en un casamiento bailando el waltz con la novia y con todo el mundo queriendo meterse. Pero yo no me corro ni en pedo, porque me siento de la hostia compartiendo este momento con Fran.

“Extra-ordi-nario, Juampi!!!”

La frase me pega fuerte. Es SU frase, la tiene patentada y se la escucho desde que tengo uso de razón. Es una frase que voy a empezar a usar, en honor a él y porque resume un montón de cosas que le vamos a extrañar a morir. Resume pasión, resume cariño infinito, resume compañerismo, resume amistad. Voy a usar esa frase y además voy a tomar mucha coca. Y la voy a combinar con chori y lomo, el mejor maridaje.

Cuarenta y cinco, cuarenta y seis, cuarenta y siete…

No siento el cansancio. No quiero que esto termine. Pero yo sé que termina, sobre todo cuando se me acerca San Pedro y se me pone al lado. No lo quiero mirar de frente porque ya sé lo que me quiere decir, y yo quiero seguir a full con Fran.

Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco, cincuenta y seis…

Cuando tengo totalmente decidido no moverme de mi lugar, veo con tristeza que el cabezazo de Fran cambia su recorrido y va a parar a la cabeza de San Pedro.

Siento el bajón de verme afuera del jueguito, pero el alma me vuelve al cuerpo cuando Fran me guiña un ojo mientras se alejan los dos, dando pasitos de costado para que la bola no se les caiga. La bola no se cae.

Cuando ya están casi fuera del alcance de nuestra vista, Fran no le devuelve a San Pedro el cabezazo. La para de pecho, la baja al muslo y le pega de volea tres dedos. La bola me cae en las manos.

“Juampi, quedate con la pelota. Y sigan haciendo jueguito, que en esta familia sobra pasta. Y arriba ese ánimo, que no decaiga”.

Fran querido: te sabemos más que bien acompañado por el Barbas y toda la gente linda que ya nos dejó. Pero la puta madre, cómo te vamos a extrañar.


El dolor de orgullo no se cura fácil


Picadito de fuchibol en el campo de un amigo, con hijos propios y ajenos. Inocentes con edad en que todavía nos ven como si fuéramos futbolistas de elite y están atentos a todo lo que hagamos.

De un lado tres padres. Del otro lado esa masa embravecida de borregos que se salían de la vaina por emular a un Agüero, un Di Maria, un Messi o, muy a nuestro pesar, a un Klose, un Ozil o un Schweinsteiger.

Estaban dadas todas las condiciones para el show. Estaba montado el escenario ideal para tirar algún lujo y recrear épocas de buen fútbol y mejor estado físico.

La fresca hizo que los primeros minutos fueran de los pibes. Mientras entrábamos en calor con una copa de vino todavía en la mano, los dejamos jugar, los dejamos progresar en la cancha, los dejamos meternos un par de pepas.

En el momento en que los pendejos tenían un agrande que ni te cuento, decidimos largar con nuestro repertorio. Quiebres, amagues, tacos y rabonas. Los enanos pasaban de largo, se caían, nada por acá, nada por allá. Una fiesta para nuestro regodeo, un banquete para alimentarnos el ego.

Hasta que el picadito tuvo su momento de quiebre. Casi literal.

Enceguecido por una suerte de éxtasis futbolero, ensayé con otro de los padres una doble pared en el aire, incluyendo sombrero a uno de los gurises. El último pase me vino de emboquillada y clavé la mirada en la bocha, mientras me imaginé durmiéndola con el pecho y devolviéndola redondita. Pero el esférico voló un poco más de lo calculado y me obligó a dar dos pasos para atrás, mientras que el cerebro recibía como única señal la premisa de no sacarle la mirada para no echar a perder esa fantasía. Todo lo demás dejó de importar en ese momento.

La secuencia fue rápida y furiosa.

Sentí en mi talón un breve toque desestabilizador, casi imperceptible pero suficiente para correrme del eje y hacerme perder de vista la pelota para pasar a ver un cielo frenético con alguna que otra nube, mientras mi humanidad perdía la vertical y se precipitaba a tierra.

Lo siguiente fue un dolor hijodeputesco en la espalda al impactar de lleno contra una superficie dura e irregular, inesperada en un parque abierto como aquel, que me obligó a arquear el cuerpo hacia un costado para intentar amortiguar el golpe. La secuencia terminó con quien suscribe boca abajo con la frente hundida en el pasto.

Después de algunos segundos de desorientación absoluta, logré ubicarme en tiempo y espacio. La responsable de la zancadilla fue una base de sombrilla que alguna mente perversa había dejado en medio del parque. Yo ya la había visto minutos antes y hasta me había proyectado la imagen de alguno de los borregos llorando a grito pelado después de llevársela puesta. Pero nunca me había imaginado a mí en esa hipotética escena. No se podía ser tan boludo.

La superficie contra la que impactó mi espalda fue un tronco que sobresalía unos treinta centímetros sobre el nivel del mar. El podador había decidido dejar en el lugar la base del árbol, esgrimiendo algún motivo decorativo pintoresco, cuando está claro que lo hizo por lo complicado que suele ser sacar también las raíces.

Así las cosas, mi alma se debatía entre largar una puteada estruendosa para liberar por algún lado ese dolor generalizado que me había poseído, o llamarme a silencio simulando que aquello no era más que una caída entre tantas, algo de todos los días. Ya lo dijo alguna vez Mafalda: el orgullo puede doler mucho más que cualquier lesión física.

No hizo falta girar la cabeza noventa grados y desenterrar la nariz del pasto para darme cuenta. Los quince enanos me rodearon la manzana y me observaban como si fuese un cetáceo encallado en la playa. No me quedó más remedio que exagerar la cosa y hacerme el desmayado, como sí aquello fuera un jueguito con los niños, manteniendo los ojos cerrados e intentando no moverme en lo más mínimo, lo cual me venía de perlas porque me dolían hasta los ligamentos del meñique.

Lo complicado venía después. En algún momento esa pantomima debía terminar y tenía que reaccionar con espontaneidad, metiéndome en el bolsillo cada uno de mis padecimientos.

"Me parece que tu papá está hecho mierda", soltó uno de los gurises, como queriendo romper con un silencio que a esa altura ya era algo incómodo.

Me quedé inmóvil, ansioso por saber cómo seguía ese diálogo. Confiaba en la astucia de mi hijo para salir al cruce de semejantes declaraciones. Pero la respuesta del enano vino al toque, con una frialdad lapidaria, y no tuve otra alternativa que forzar la máquina y levantarme lo más ágilmente posible.

"Yo no veo sangre por ningún lado, está perfecto, sigamos".

Me alejé silbando bajo. El balance no fue tan catastrófico. Nada que no pueda curarse con quince minutos de hielo en zona comprometida cada ocho horas durante algunos días. Y otra vez al ruedo.