Lo del espejito no fue tratando de estacionar


Mis viejos se están enterando ahora. Nunca una palabra, ni a ellos ni a nadie. Por las dudas aviso que pasaron más de veinte años, ya prescribió.

Para la época en que yo cursaba cuarto año del colegio, en casa paraba un primo, el Mono, que la vieja casi que había adoptado porque era su ahijado y su familia vivía en Tres Arroyos.

El Mono es un tipo callado pero gamba de los bien gamba, siempre listo para dar una mano. De más pendejos andábamos siempre en yunta y no dejábamos cagada por hacer. Pero ahora el Mono paraba en casa porque iba a la facultad y le había pintado una onda mas seria.

Antes de eso, el Mono había vivido casi siempre en el campo y aprendió a manejar autos antes de subirse a una bici. El pibe todavía no había cambiado la voz y sus viejos ya lo mandaban al pueblo a hacer las compras. El Mono le chantaba un par de almohadones al asiento de la renoleta y era el tipo más feliz del mundo.

Con tantas horas de vuelo, para esos tiempos en que estaba en casa el Mono era un capo del volante. Y para devolver gentilezas por el techo y la comida, le hacia de chofer a la vieja. Hacía las compras, llevaba, buscaba, traía, dejaba. Todo, en una Combi Volkswagen blanca que teníamos esos años y que rajaba la tierra, un fierrazo.

Yo lo acompañaba bastante y la verdad que me rompía los huevos no saber manejar, así que un día le pedí que me enseñara. Yo andaba por los 16 y todavía me faltaba un año para poder sacar el registro.

Al principio el Mono me sacó cagando porque no era su auto, pero lo convencí.

Nos fuimos a la pista de tierra que hay al costado de la Panamericana, a la altura del puente Uruguay, y me tiró la posta sobre lo básico.

A la semana ya más o menos me defendía y la verdad que a la tercera vueltita a la pista de tierra quería ponerle un poco más de pimienta a la cosa.

De ahí saltamos a las calles tranquis de Beccar, que en esa época eran diez veces más tranquis que ahora. Todo al pelo.

Cuando vi que ya estaba para un poco más, un día me mandé por Diego Palma, que no era el quilombo que es ahora pero ya tenía un tránsito importante.

Las primeras cuatro cuadras las hice a veinte, atrás de un camioncito que repartía verduras. Hasta que me hinché los huevos, hice rebaja y me mandé a pasarlo.

Del otro lado venía un sierra pero estaba lejos. Lo que yo no sabía era que adelante del camioncito iba un súper Europa que también parecía no entrarle la tercera. No me quedó otra que pasarlo también.

"Lo paso fácil" me acuerdo que pensé justo antes de que el Mono me puteara bien fuerte para decirme que hay que terminar de pasar el auto antes de volver al carril.

El súper Europa tuvo que subirse un toque a la banquina y pegó tres saltitos antes de volver a acomodarse.

No había sido para tanto así que seguimos como si nada. Hasta que sentimos un golpe en el techo y vimos pasar al Súper Europa con el acompañante asomado por la ventana hasta la cintura y con el dedo en la sien, puteándonos en cinco idiomas.

Frente al espectáculo, no tuve mejor idea que bajar cuatro falanges y dejar la del medio bien arriba. Error.

Los muchachos empezaron a frenarme el auto a escasos centímetros de la trompa de la Combi, sin saber, pobres, que la inexperiencia al volante del que-te-dije podía terminar en un desastre.

- Doblá a la derecha en la que viene y corréte.

Fue todo lo que me dijo el Mono, que a esa altura quería pasarme por la maquina de picar carne.

Se hizo cargo del volante y salimos levantando polvo por todas esas calles de tierra que se conocía de memoria.

Hicimos unas quince cuadras dando vueltas hasta sentirnos seguros de que los flacos no vendrían a buscar la vendetta.

En eso estábamos cuando de la nada el Súper Europa nos cruzó por atrás con una destreza admirable. Ya no había nada más que hacer así que nos quedamos piola en el auto, pensando cómo carajo íbamos a pedir disculpas.

El que manejaba se vino, sacado, hasta donde yo estaba y le chantó una trompada el espejito, que voló en mil pedazos.

El otro tipo se fue hasta donde estaba el Mono, pero antes se ocupó de levantarse la camisa y mostrar el fierro que le brillaba como si lo hubiera lustrado dos horas seguidas.

A todo esto, en el asiento trasero del Súper Europa venían las mujeres de los flacos con tres o cuatro pendejos que miraban casi sonrientes y divertidos, como si sus viejos se dedicaran a apretar gente todos los días de su vida. Capaz que era así.

Con la mano ensangrentada, el tipo me arrancó del auto y me puso cara contra el vidrio haciéndome una especia de doble Nelson que me dejó inmovilizado. Se me prendió a un mechón de la nuca y, sin dejar de putearme, me sacudía la cabeza contra el vidrio, que por suerte resistió el embate de semejante elemento contundente.

Pensé que la quedábamos ahí y me preocupaba sobre todo la imagen que los viejos podían guardar de nosotros. Por eso rogaba el cielo que mi vieja no encontrara los cinco paquetes vacíos de jamón que me había choreado ese día. Bueno, otra confesión.

A través de la ventanilla lo veía al Mono, que no le quedaba ni un solo pigmento en la piel. Después supe que había sentido el frío del fierro apoyado en la espalda.

Cuando los tipos nos vieron al borde del colapso, decidieron que ya nos habían apretado lo suficiente y se fueron sin decir nada más.

Tardamos unos veinte minutos en volver a subirnos a la Combi. Parecíamos Michael Jackson y John Travolta de lo que nos temblaban las piernas. Nos volvimos a casa y acá no ha pasado nada.

Vieja, ya sabés: lo del espejito no fue intentando estacionar.


La ventana fue de papá



El pibe estaba instaladísimo y totalmente convencido de que nadie lo movía de ahí.

Calzaba unos auriculares gigantes conectados al celular y un justin beeber al mango en cualquier momento le perforaba los tímpanos.

El pibe había agarrado la revista del avión y simulaba una lectura atenta y de lo más concentrada. El pibe no tenía ni diez años.

Me paré en seco en el pasillo y me convertí en una especie de dique para esa marea de gente que avanzaba desesperada buscando su asiento. Algo me putearon porque les hice perder esos segundos clave que te ponen en riesgo de no conseguir lugar para el bolso de mano. Es que hoy cuesta conseguir un hueco porque la gente se zarpa con los bultos que lleva arriba. Les da una paja tremenda el tramite de buscar el equipaje cuando llegan al aeropuerto y entonces mandan todo arriba.

Miré al pendejo, miré a la madre. Ninguno de los dos se dio por aludido y no me quedó otra que ser un poco más explícito.

- El pibe está en mi asiento.

La madre se apuró en decirle que se corra y que cómo se había sentado en un lugar que no era el de él. Como si hubiera sido toda idea del pendejo, cachafaz.

El pibito dudó un toque pero se animó. Y le mandó a la vieja que no se iba a levantar porque había llegado antes que el señor.

Fue como si un torrente de ácido sulfúrico me subiera hasta la cabeza en menos de cinco segundos, mientras el pendejo se daba vuelta como dándole un corte al asunto y la madre me decía con un gesto que el niño se había pronunciado.

¿Señor? ¿Señor??? El pendejo de mierda me dijo señor. Olvidate.

- La ventana es mía, así que por favor movete en este instante.

El pendejo amagó hacerla difícil pero imagino que se habrá dado cuenta de que sólo faltaba una chispa para que dos mil kilos de trinitotolueno volaran por el aire.

Ya sintiéndose derrotado, el pendejo peló una cara de orto que no le vi ni al Malevo en sus peores momentos.

La señora tardó en levantarse para liberarme el paso, como queriendo estirar el trámite para que esos segundos me resultaran incómodos por estar dejando al pibe sin el sueño del pibe. No se me movió un músculo de la cara.

Se terminó de levantar la señora y el pibe se desabrochó el cinturón echando putas y golpeando el zapato contra el piso para hacer bien visible su calentura, como si quedaran dudas.

Los que no podían avanzar por el pasillo también mostraban su descontento chistando lo más ruidoso que les salía. Un poquito de paciencia por favor.

Me senté en mi asiento y al toque me puse a mirar por la ventana.

Se sentía como un rayo en la nuca la mirada que me estaba clavando el pendejo, que se había quedado en el asiento del medio. Hacía lo imposible para que yo lo mirara pero yo seguía mirando por la ventana. Rojo de furia estaba el pendejo.

Tanta calentura tenía que no quería volver a abrocharse el cinturón. La madre le decía que se lo pusiera y el pendejo le hacia vacío mientras me miraba a mí, como desafiante, como si yo me fuera a tomar el laburo de rogarle que se lo pusiera.

El pendejo seguía haciendo el rebelde y entonces yo me desabroché el mío. Momento de desconcierto. Terminó abrochándoselo mientras yo le sonreía de reojo.

De haber sabido lo que iba a romper las pelotas durante el vuelo le habría dado el asiento ventana envuelto y con moño. Pero una vez en el baile no podía permitirme semejante derrota, así que me la banqué como un duque.

Al final le regalé el alfajor y terminamos mas o menos en buenos términos.

Pero la ventana fue de papá, de punta a punta. Vamo lo pibe.




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Fiambre en las vías es accidente personal



Cuando TBA dice accidente personal casi siempre significa que un flaco peleado con la vida se tiró abajo del tren.

Un flaco que está tan en las malas que no le da el mango para comprarse un frasco de pastillas y pegarse el raje en un acto más privado.

Un flaco que nadie conoce pero que quiere dejar huella y entonces decide joderle la vuelta a todos los que nos movemos en tren.

Llegar sobre la chicharra y encontrar un lugar vacío no es cosa de todos los días. Pero así como me senté se prendieron los altoparlantes y el botón de turno dijo que había accidente personal en San Isidro. Y que el tren no salía. Y que sorry las molestias.

Una hora sentado en un tren parado no es grave. Es igual al viaje que hago todos los días pero sin ruidos ni sacudones ni movimiento del paisaje.

No es tan grave. De última te ponés a boludear con el teléfono y podés compartir el garrón con todos los que están conectados o ponerte a garabatear un post, como ahora.

Cuando ya algunos músculos empezaban a ponerse tensos, el botón se puso de nuevo al micrófono y tuvo sus deliciosos treinta segundos de tener agarrados de las bolas a miles de pasajeros, y dijo siete veces seguidas que la formación sólo hacía la mitad del recorrido.

Festejé la noticia con puño apretado con el único objetivo de contrarrestar las puteadas de los pelotudos de siempre que salen a la calle convencidos de que hay un complot universal en su contra.

Frente al escenario de riesgo de quedarte a mitad de camino, tenés dos opciones: o te buscás de entrada otra forma de viajar o te encadenás al asiento y que sea lo que Dios quiera.

Me decidí por lo segundo y me salió como el culo.

En la primera estación se subieron las ochocientas cuarenta y siete personas que acumularon bronca durante hora y media chupando frío en el andén. Se mandaron al vagón con un nivel de desesperación como si algún ser extraño los estuviese corriendo para obligarlos a ver un partido de la selección del checho.

Como no podía ser de otra manera, en el malón había embarazadas, abuelos que no sabés si llegan vivos a la siguiente estación, pendejos que necesitan sentarse y alguno que otro arrastrando una gamba. Todos los que podían aplicar para ligar mi asiento estaban en ese vagón.

La más embarazada de todas se paró justo al lado mío. No tuve necesidad de pispear de costado para notar su presencia. Fue suficiente que una panza que parecía llevar a toda una salita de jardín me tapara de golpe toda la visión.

Le cedí amablemente el asiento mientras comentaba en voz alta que capaz estaría bueno tener a una partera cerca. No le hizo gracia.


Con la densidad humana que tenía ese metro cuadrado del vagón, no fue fácil el trámite de hacer que la señora Riganti llegara al asiento sin pasarme por encima. Tuve que hacer un movimiento de contorsión y cerrar con un saltito que me hizo perder dentro de una masa de albañiles alérgicos al jabón.

El tren iba lento. Cuando pasa algo, el tren siempre va despacio. Por las dudas, vio.

En Olivos se frenó para no volver a arrancar. Esta vez no hubo puño apretado. No daba. Todavía me quedaba patear unas quince cuadras y enganchar un bondi.

Frente a la boletería se parapetó un señor ejecutivo que llevaba sobretodo Perramus con cuello levantado, bufanda al tono, tragedia primera marca y unos pepés Guido que rajaban la tierra.

Al tipo le salió redondita la movida de dejar el bólido en casa y tomarse el tren para evitarse el estrés de manejar en el centro.

El señor arremetió a los golpes contra la persiana de una boletería que hacía rato estaba totalmente sellada. A grito pelado, el señor exigía que se le consiguiera un remis.

Desde atrás de la persiana todo lo que se escuchó fue una carcajada que se lanzó con poco disimulo.

- Y queres que te preparemos un fernét por si se demora el remis?

Más carcajadas, también de la gente que iba saliendo de la estación.

- Manga de fracasados, por algo están donde están.

Más carcajadas.

Con el numerito del señor que no daba para más, me sumé a la marea de gente que inundaban las calles laterales a la estación.

La masa caminaba mirando el suelo y echando putas como si estuviera abandonando el estadio donde su club de toda la vida acababa de descender.

En la avenida las paradas de bondi estaban imposibles. Tres o cuatro bondis nos dejaron de garpe y recién pude subirme a los veinte minutos de divertirme mirando las piruetas que hacían mis compañeros de parada para frenar alguno.

Pero me faltaban veinte guitas. Se me agujereaban los bolsillos de la cantidad de monedas que tenía, pero me faltaban veinte guitas. No hubo forma de arreglar con el fercho y me tuve que bajar a las quince cuadras.

Cincuenta y ocho mangos me salió el remis.

Los fujimoris te acribillan



Al viejito se le va la poca vida que le queda tratando de subir la valija en el maletero. Pero no la puede ni mover. Me acerco canchero y le ofrezco una mano.

Hago un movimiento brusco y casi la quedo ahí. Lo que pesa, dejate de joder. Por un momento me imagino que el viejo está llevando de contrabando los restos de su mujer todavía sin cremar y me da un cacho de idea.

Pesa como la gran puta pero ya estoy a medio camino, no puedo volver a mi asiento. Mi orgullo no resistiría un embate de esta naturaleza. Porque además del viejo hay dos minas que miran con cara de ternura al joven buena onda, yo, que se compadece del anciano y lo ayuda. A un anciano que de pedo puede dar cuatro pasos seguidos sin tambalearse pero que igual se manda a volar con un bulto que debe andar por los ochenta kilos.

Hago un segundo intento y siento que dos vértebras se me ponen de culo y me piden a gritos que largue esa valija.

No señor, hay que subirla a como dé lugar. Aprieto los dientes y a la mierda. La valija suena contra el fondo del maletero y el viejo sonríe. Las minas también, pero con un toque de sorna, como sabiendo que casi sacrifico mi movilidad para no hacer un papelón.

Medio encorvado hacia adelante, me arrastro hasta mi lugar y me tiro sobre el asiento. Viejo de mierda.

Levanto la cabeza y el geronte me sigue sonriendo. Cree que de alguna manera tiene que retribuir mi gesto y yo trato de hacer telepatía para pasarle el mensaje de que no necesito charla.
El asiento al lado mío está vacío y me preparo para desparramarme de una manera guaranga cuando el anciano se levanta y se me sienta al lado. Lo que me faltaba.

Arranca preguntando si ya conozco Peru y yo como un boludo le digo que es la primera vez que voy. Para qué.

El viejo se pone el cassette de guía turístico y me quema la cabeza hablando sin parar durante quince minutos. Y el avión todavía no sale.

No me queda otra que hacerme el dormido, pero a los cinco minutos los párpados se me empiezan a acalambrar de tanto hacer fuerza. Vuelvo a abrir los ojos y el viejo pone el lado B.

De golpe el viejo considera que es hora de volver a su asiento y pide que lo disculpe. Disculpado.

Con el viejo de vuelta en su asiento, me levanto un toque para una ultima estirada de piernas antes de despegar.

Cruzando el pasillo hay un gordo que mira nervioso a todos los que enfilan para su lugar. El tipo sufre de que le toque alguien al lado porque no hay lugar ni para un valdivieso.

Se cierran las puertas y el gordo respira aliviado. Nadie al lado. O tuvo ojete, o el otro vio de lejos cómo venia la mano y prefirió hacerse el boludo y buscar otro lugar.

Pero al gordo la sonrisa se le borra en un segundo. La azafata, la muy hija de puta, avanza por el pasillo como si fuera la princesa de Monaco, con los brazos abiertos mientras muestra a quien lo quiera ver un cinturón de seguridad XL.

La mina va directo al gordo, que enseguida se da cuenta de qué se trata, y se lo da sin disimular ni un poquito, para mandarlo bien al frente.

La mato. Me lo hace a mí y te juro que la mato, a esta forra que se pasa la mitad de su vida explicando a los pasajeros lo que tienen que hacer si por ejemplo el avión se cae al mar. Tomátelas.

Antes de volver a mi asiento miro un poco el perfil del pasaje y veo que está lleno de ponjas. Hay fujimoris por todos lados, y todos tienen su camarita en posición de disparar a cualquier cosa que se mueva.

Me siento y arrancamos. Uno de los fujimoris, el que está justo adelante mío, pela su réflex digital y, trac-trac-trac-trac, saca sin parar. El dedito queda bien firme sobre el shut y es una foto atrás de la otra.

Miro por la ventana y trato de entender para qué mierda el tipo se gasta una memoria de cuatro gigas sólo en el despegue. En fin.

El vuelo tranquilo. La llegada es otra historia.

Domingo en el puerto es para matar a alguien


Little J venía pidiendo un poco de exclusividad y por eso encaramos para el puerto de frutos un domingo. Hace años que no iba un domingo y van a pasar otros cuantos antes de que vuelva.

La excusa era ver qué onda un placard para el cuarto de los pibes, porque estamos tratando de darle alguna lógica a un reducto que parece Kosovo.

Nos fuimos a gamba porque la última vez estuve a dos minutos de cargarme a un trapito que me pedía cinco mangos atrás de una pechera que decía "Coordinador de tránsito". Sólo por calzar esa pechera se merecía dos martillazos en la cabeza.

Enfilamos para el boliche de muebles. Me atendió un denso y durante los primeros quince minutos me la pasé tirándole centros para que se avivara de que yo no era un turista de esos que se piensan que por comprar en el puerto están comprando barato. No quería ser víctima de estos inescrupulosos que te empoman con productos autóctonos que si mirás bien les encontrás la inscripción de made in China.

Por eso le hablé de dos fabricantes de Carupá que son clientes de mi suegro y que me habían recomendado ese boliche. Le hablé también de Chelo, el único que vende fruta en el puerto de frutos y de quien soy gran amigo porque más de una vez me hizo un flete. Vi colgado un banderín de Tigre y entonces le dije que aguante el matador que nos quedamos en primera.

Después de esos quince minutos en los que Little J me tiraba de la manga porque estaba hinchado las bolas se las huevadas que yo decía, el flaco me dijo que no conocía a nadie porque era de Mar del Plata y había empezado a laburar diez días antes.

Encontré finalmente el placard que a Tishei le había gustado y le pedí al flaco que me presentara al dueño del boliche, así le hacía el laburo fino para sacarle algún descuento.

El dueño era un crack. Un tipo divertido que desparramaba onda de la mejor y que conocía a mi suegro y que conocía al Chelo y que era hincha de Tigre. Bingo.

Otros quince minutos de chamullo para terminar llevándome el placard a precio turista y lrpmqlp.

Pasamos a saludar a Chelo porque lo conozco posta y Little J me miraba fulero como diciendo todo bien con Chelo pero dejémonos de joder que tengo hambre.

Había un señor que vendía empanadas que llevaba en una mega bandeja, medio haciendo equilibrio y asegurando que estaban calentitas recién saliditas del horno. No se veía ningún horno cerca porque el chabón estaba en el medio de la calle entre negocios de antigüedades, pero había que creerle. Las empanadas tenían buena pinta pero Little J no quiso saber nada.

Nos mandamos entonces a un puestito de panchos y nos atendió un flaco con la jeta que no le quedaba un solo espacio para un grano nuevo. Mirá que yo de pendejo tuve granos pero a éste parecían crecerle pornocos adentro de otros pornocos.

Little J no podía sacarle la mirada de encima y yo no sabia cómo carajo distraerlo. Al final lo conseguí acompañando el pancho con unas fritas, una coca, otro pancho y un push-pop, que vendría a ser un chupetín, de mierda pero con marketing, que roza los diez mangos. Me cago en Discovery Kids.

Little J ya parecía satisfecho pero guardaba en la manga un último reclamo, la manzana acaramelada con pochoclos.

Me vino entonces a la cabeza el simpático recuerdo de cuando fuimos de pendejos a un circo, en La Cumbre. Circo de señoras exhibiendo su celulitis atrapadas dentro de unas bikinis XS, y de leones que se alimentaban a base de perros que la pendejada llevaba a cambio de una gaseosa.

Me acordé del pibito que se paseaba por abajo de los asientos levantando los palitos que tiraban los que ya le habían entrado a la manzana acaramelada. El pibito se los llevaba al señor puestero que así como llegaban volvía a insertarlos en otra manzana. Un amor el reciclaje.

Me acordé de todo eso con un poco de idea pero se la compré lo mismo. Crea anticuerpos, diría mi cuñada Sofi.

Con el borrego bien pipón emprendí la retirada. El pibe que apareció en ese momento me hizo acordar enseguida al gordito malcriado que entró con Willy Wonka a la fábrica de chocolate. Andaría por los cinco o seis o pirulos, no más.

El pendejo quería un chocolate gigante y los papis le decían que si sumaba un golosina mas iba a dolerle la pancita.

El escándalo que armó el gordito era para darle mínimo dos días de calabozo.

No había forma de calmarlo. Estaba como poseído y gritaba como si se hubiera agarrado un huevo con el cierre.

Hasta que de golpe se calmó y cambió la estrategia en el aire.

- Les prometo que si me lo compran no les rompo más las pelotas.

Lo agarré a Little J del brazo y me rajé rápido para no sacudirle al gordito un coscorrón que habría terminado en bochorno.

El gordito me sacó casi más que las dos horas entre tanto turista. Y el desquite lo sufrió el pobre señor de las empanadas, que seguía asegurando que las empanadas estaban calentitas. Las mismas empanadas de hacía dos horas.

Le compré una sólo para demostrarle que no estaba ni calentita ni recién salidita del horno. Y se la devolví. Y medio que me puteó. Y medio que le puse cara de orto. Y medio que Little J me miró con gesto de no cazar un fulbo.

Congelé la cara de culo hasta cruzarnos con el coordinador de tránsito. Después todo bien y nos volvimos.





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Los gitanos se dejaron la Pepsi



El guardia de seguridad tiene una gorra que es un par de talles menos. Las orejas no le entran y la cabeza parece el trofeo de la champions.

El guardia es un rehén cibernético y está meta mensajear con su Nokia ultimo modelo. No levanta nunca la cabeza pero tiene radar de vigilante y me engancha llevando comida en una bolsa.

Me señala la bolsa y me hace que no con la cabeza. No saca la vista del celular.

Le digo que es para mi vieja que está famélica porque la máquina expendedora de la salita sólo vende Pepsi. Me hace puchero y dice que okey, pero que sea la última.

El botón tuvo sus cinco segundos de poder y se decidió por el indulto.

La máquina expendedora sólo vende Pepsi porque los gitanos hicieron estragos.

Los gitanos son un grano en el orto para la clínica, que ya no sabe qué hacer con estos tipos que se chorean todo lo que tienen a mano.

El modus operandi, diría el impresentable que cubre policiales en TN, es que una gitana se hace internar y la viene a visitar toda la parentela, en su mayoría señoras obesas que se esconden bajo la ropa vajilla, sábanas, almohada, toallas y si me apurás hasta el secador de pelo.

Para vaciar la máquina expendedora lo que hacen es llenar la salita de propia tropa y hacer un quilombo de novela mientras dos de ellos montan una obra de ingeniería para inclinar la máquina, meter los garfios y llevarse hasta las barritas de chocolate con pasas.

Subo dos pisos por escalera y llego a la salita donde me espera mi vieja. No hay nadie más, sacando al señor barbudo que está echado en uno de los sillones y ronca que no tiene nombre.

Está por arrancar en sony la serie que no me pierdo nunca y me dispongo a verla mientras disfruto el chegusan que le acabo de comprar a un quiosquero que se ofendió porque le pregunté si el producto es fresco. Es.

Como si estuviera sonámbulo, el señor barbudo se incorpora de golpe, camina hasta la tele que no es plasma y la pone muda.

Listo, quedamos así.

El señor barbudo vuelve a su sillón, abre una especie de bibliorato y se pone a recitar en hebreo, con los ojos medio cerrados. Le importa un carajo que mi vieja lo mire de reojo y que yo le clave una mirada magnum media medida de desconcierto y la otra media de admiración.

El señor barbudo se sienta bien derechito y se calza el sombrero que parece choreado a uno de los personajes de un cuadro de cacería. Mata la onda de las trenzas que le caen por cada lado de la cabeza y que le hacen juego con la barba XL.

Un capo el señor barbudo. Me sacaría el sombrero si tuviera. Y si tuviera sombrero querría uno igual al del señor barbudo. Las trenzas paso.

La vieja no se prende a la serie muda y yo le hago la segunda. Apagamos la tele y nos ponemos a hablar sobre cómo vamos a hacer para que el viejo baje dos cambios mientras se esté recuperando de la operación. No se nos ocurre nada.

El señor barbudo se cansa de recitar y vuelve a su posición horizontal. Tarda unos veinte segundos en activar esa máquina de ronquidos que nos obliga a subir un par de decibeles el volumen de la conversación.

Se abre la puerta del ascensor y un pibe tipo cuarenta, visiblemente impaciente, cruza la salita a los pedos y se manda directo a la puerta que comunica a terapia. Viene con envión y se da el palo porque pensaba que estaba abierta pero no.

El muchacho impaciente pregunta por un paciente a través del portero eléctrico. Terapia a esta hora ya cerró la puerta y cualquiera que quiere entrar o salir tiene que anunciarse y esperar que alguna enfermera interrumpa el solitario y lo deje pasar.

El impaciente está nervioso porque están operando a su mujer y pregunta si no hay una forma más práctica de comunicarse que no sea ese portero de mierda.

Del otro lado le responden que no se escucha bien, que por favor repita más fuerte. El tipo repite más fuerte. De vuelta que no se escucha. Al tipo le da vergüenza y no insiste. Cancheras las enfermeras.

La puerta se abre al toque y el tipo se abalanza. Pero la enfermera nos busca a nosotros. Que el viejo salió diez puntos de la operación. Y que necesita descansar. Y que ella entiende que el viejo tenga hambre después de doce horas sin meterse bocado, pero que el pebete de crudo y rúcula no es lo recomendable para un postoperatorio.

Saludamos al viejo y nos picamos el champión.
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Atravesamos la sala y dejamos atrás al señor barbudo que sigue roncando y ahora también se babea. Y al muchacho impaciente que le da a la singer como loco y acumula bronca para cuando conozca a la persona dueña de esa vocecita que lo bardeó por el portero.

Se abre la puerta del ascensor y nos cruzamos con una banda de gitanos.

Vienen por la Pepsi.

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Señor Cagabronce está feliz




Lo cultural no es para mí.

Me terminó de caer la ficha el día que me planté frente a la señorita guía del Museo del Prado y le pregunté en qué piso estaba la Gioconda.

Un tipo con ese nivel de desorientación me parece que tiene que llenar su tiempo de ocio con otra cosa. Mirá que le pongo garra, pero no hay caso.

Pienso en esto mientras me paro sobre las mismas baldosas por las que alguna vez el prócer paseó su malhumor. Estoy en la casa del prócer de la cara de culo, y no puedo evitar mimetizarme un poco.

Pero esto no es ocio. Estoy acá por laburo, que consiste en hacer que la prensa se interese por el libro que hoy presenta Señor Cagabronce, mi cliente.

El libro habla sobre las casas donde vivió el prócer, incluida la que estoy ahora. Y es todo lo entretenido que puede ser un libro que habla sobre las casas donde vivió un prócer.

Señor Cagabronce es relativamente joven pero habla como si fuera de la época del prócer. La audiencia le festeja cada frase llena de telarañas y eso para Señor Cagabronce es una caricia en el ego.

Mientras avanza la perorata, voy practicando mi propio discurso. Tendré que explicarle por qué los periodistas no comparten su idea de que este evento es el hito cultural del año. Tendré que explicarle que capaz tenían algo más importante que hacer que venir a esta especie de montaje donde un tipo habla con simulada pasión y la comunidad del prócer le devuelve la pared con un entusiasmo que roza lo cretino.

La sala está llena y estoy al borde del sofoque. La casa del prócer es intocable y por eso no pueden chantarle un aire acondicionado. Y a eso sumale el cóctel de perfumes de feria que se echaron encima todas estas señoras que juegan para el equipo de querer pertenecer.

Señor Cagabronce termina su presentación y estallamos en un aplauso sostenido. Ya era hora.

La gente se le tira encima y se saca fotos como si fuera Vargas Llosa. Señor Cagabronce infla el pecho y responde con una sonrisa como muy formal. Abrazos y besos en abundancia. Promesas de lectura que no se van a cumplir.

Los amigos incondicionales que vienen a hacerle el aguante llegan a último momento para hacer saludo de atrio.

Con un timing tremendo, entran en escena los cazadores de cócteles que se leen la sección agenda de todos los diarios y van a cuanto evento haya para llenarse el buche con algún canapé o una copita de tinto.

Señor Cagabronce quiere asegurarse que todo el mundo se lleve el libro. Nada de montar mesita con promotora y quedar a merced de algún familiar o amigo muy amigo que lo compre aún sabiendo que va directo a nivelar esa mesita que no para de moverse. Por eso regala un ejemplar a cada presente.

De golpe entro en el radar de Señor Cagabronce y se me acerca casi a los saltos. Apoya el champú en una mesa y me chanta abrazo etílico para darme las gracias como si yo hubiera tipeado el libro. Le digo al oído que esto recién empieza y que hasta el Nobel no paramos.

Señor Cagabronce está feliz. Mucho más que Riquelme. Y yo también porque en dos movimientos gano la calle y dejo ese universo que no me cabe ni medio.

Ricky nos debe la foto



Hubo paella de calamar en ese último capítulo y el matador se trepó a la b nacional después de ganar apertura y clausura en campañón de antología.

Con el pescador, el juez y evo saltamos a la cancha para dar nuestra propia vuelta olímpica y hasta nos animamos al avioncito de rambert con aterrizaje y derrape incluidos.

En el medio de los festejos asomó la figura de un Ricky Sarkany sacado al mango. En cuatro patas y actitud frenética, el tipo arrancaba un pan de pasto para llevarse de souvenir.

Ricky tenía cámara y nosotros lo mirábamos con una envidia más enferma que la enfermedad itself porque nos habíamos olvidado la nuestra.

A Ricky le sobra onda así que se sacudió la tierra de las manos, peló su mejor sonrisa y se ofreció a retratarnos.

El marco era un caramelo porque a la pinta de los modelitos sumale un fondo enrojecido a pura bengala. Bengalas de tirar para arriba, no de apuntar a la gente.

Ricky se creyó en una de sus producciones mega y nos tuvo un rato posando y exhibiendo sonrisa de acalambrarse la mandíbula mientras disparaba desde todos los ángulos.

Nos despedimos con beso y le anotamos nuestro mail en un papelito.

Ricky se perdió entre la gente y como estábamos bien para arriba nos mandamos a dar otra vuelta olímpica.

El que entró en escena al trote fue el Beto Casella. Nos pusimos a la par y lo acompañamos algunos metros mientras le gritábamos que su programa de entonces era de lo más pelotudo que había en el aire. El tipo nos sonreía y asentía en medio del quilombo que no dejaba oír una goma.

El final de la joda nos encontró tratando de mandarnos a los vestuarios para festejar con los jugadores, pero la cana andaba de cachiporra fácil así que nos fuimos a la mierda.

La película de aquel día se me vino a la cabeza cuando vi la gráfica de una mina mostrando pepés made in Ricky. Pepés que son mas feos que agarrártela con el cierre pero que no te salen menos de cinco gambas.

Se me dio también por pensar si Ricky, que vende la imagen de un tipo progre y gay friendly, fabricará o no zapatos para travestis que son horma ancha y no te bajan de un 43.

Debimos habernos imaginado que no podíamos esperar mucho de un tipo que no llega al metro sesenta y que además usa barba candado.

Ricky, copate y mandanos las fotos.

En Tigre pero jugándola de visitante


El tipo está nervioso. Parece que se acaba de fumar hora y media de cola para subir a la lancha colectiva pero no pasó por boletería.

El pica boletos no quiso cobrarle en la lancha y lo mandó para acá. Y el tipo ahora se encuentra con que también hay una multitud para sacar boleto. Y está convencido de que no tiene que hacer fila otra vez.

No opinamos igual todos los que hace dos horas nos venimos bancando la baranda de los que le huyen al jabón. Y entonces saltamos como violeta cuando el flaco amaga saltearnos a todos.

La posibilidad de alguna que otra escena de pugilato me levanta un poco.

El flaco se sabe contra las cuerdas y se las agarra con el pobre boletero. Pela tono de ofendido y le bate que deberían ponerse de acuerdo porque afuera le dicen una cosa y acá adentro otra. Y que si no hacen algo, la cosa va a degenerar y va a terminar con todos a las trompadas.

- Todos a las trompadas no. No te confundas. Acá el único que va a cobrar sos vos.

Kanghai el Mongol es un playmobil al lado del dueño de la amenaza. Y ahí nomás nos prendemos todos, total si el flaco reacciona tiene que pasar primero por el hurso y ahí la queda seguro.

- A fumarla, papá!

El grito sale casi a una sola voz mientras le señalamos el final de la cola que ni siquiera podemos ver de tantas vueltas que da.

Malevo y Little J miran todo muy divertidos. Los borregos se sumaron a la patriada de recurrir al transporte público fluvial porque en la chata del suegro no había más lugar, y no daba sobrecargarla porque la prefectura está más rompe huevos que nunca.

Los mexicanos que están justo adelante de nosotros también se ríen, chochos de poder llevarse un cuento divertido. Es lógico, Argentina no es México. Para ellos es mucho más novedoso contar la pelea ridícula entre unos macacos que se estresan hasta cuando salen a pasear, que hablar sobre un par de turistas empalados y decapitados por guerrilleros narcos.

Tardamos dos horas en llegar a la ventanilla. Un trámite. Ya se hizo la hora de la lancha y entonces le pregunto al amable boletero si todavía hay tiempo de llegar al muelle antes de que salga. Que sí, pero que corra.

Salimos que no nos dan las gambas.

Little J no puede aguantar el ritmo vertiginoso y medio que se rinde. Lo agarro bien fuerte de la muñeca y lo arrastro flameando entre un mar de gente mientras el Malevo hace gala de una cintura prodigiosa -heredada de ya sabés quién- para esquivar obstáculos.

Fin de semana en Tigre junta más bichos que una lampara prendida a la noche en el medio del campo. Bichos que nos invaden cada siete días como plaga descontrolada.

Bichos a los que quiero preguntarles qué carajo le ven de reparador y terapéutico al show de amucharse y hacer fila hasta para tirarse un pedo.

Avanzamos entre los bichos. Y hay de todo.

Hay señoras obesas que calzan jean deshilachado cortado a tijeras, musculosas ajustadas que hacen parecer de ciento cuarenta lo que no tiene más de ciento veinte y ojotas que no pasan del milímetro de espesor. Señoras que tienen como hobby abofetear y putear a sus hijos cada vez que se les alejan un par de metros.

Bichos.

Hay grupos de emos vestidos de negro pero bien negro y tatuados hasta las encías. Tipos que disfrutan haciéndose agujeros por todos lados en una especie de carrera frenética para ver quién se chanta un piercing en el lugar más doloroso.

El Malevo se frena en seco para mirarlos y yo dejo que los mire unos segundos, a pesar del apuro. Quién te dice, capaz que me ahorro la ida a Temaiken.

Bichos.

Hay también turistas del norte de Europa que portan un enorme signo de interrogación en la frente. La desorientación de estos muchachos es total. Turistas seguramente empomados por alguno de esos impresentables engominados que contaminan la calle Florida vendiendo paseos por el delta y entradas para una gaucho party. Turistas que capaz ayer pagaron cinco gambas por pera para morfar berreta viendo a dos muertos de hambre que intentan hacer dos pasos de tango seguidos. Hoy los enhebraron con un paquete más caro que navegar por Venecia.

Bichos los estafadores.

Hay parejas con gorra, pelo atado y gafas oscuras. Parejas que medio se esconden y no levantan la vista. Parejas de trampa, ni hablar.

Bichos no tan raros.

Llegamos al embarque y el pica boletos alcahuete me bate que Little J también tiene que ponerse con el pasaje.

- No, pa, tiene cuatro.

- Pagan desde los cuatro inclusive.

- No.

- Sí.

- No, desde los seis. Si querés te traigo el cartel que está pegado en la boletería.

- Dale, flaco, pasá que me estás demorando la salida.

- Cuando se descomprima un poco la cosa fuera de joda date una vuelta por boletería y mirá el cartel.

La lancha se llena en cinco minutos. Todavía hay gente en la fila pero acá no entra ni Peter Crouch. Los hacen entrar igual y el nivel de sofoque llega a un punto casi limite cuando una pierna grasosa y chivada se me pega como ventosa. Hago un movimiento torpe para alejarla pero la gamba vuelve a la carga y se me pega peor. Lo miro feo al dueño de la gamba, onda qué necesidad de hacernos tan amigos, pero no acusa recibo.

Bichos.

El chofer de la colectiva tiene que rebuscarselas para no aburrirse haciendo siempre el mismo recorrido. Entonces se divierte pasandole fuerte y bien cerca a un kayac que hace lo imposible por mantener el horizontal.

El remero primero le hace palmas para abajo para que le afloje un poco. Ni bola. El remero se saca y los manda a la recalcada cosa de su madre.

El chofer le hace media sonrisa a su acompañante, el pica boletos alcahuete, y chocan falanges celebrando la jodita.

Bichos.

Una hora a la deriva hasta que vemos aparecer el muelle y nos bajamos de un salto.

Tremenda jornada en la isla del suegro, con chapuzón en el río y dorado a la parrilla como parte del menú.

Tremenda jornada porque en la isla no hace falta repelente.

Soy mucho más que una pegada bonita


Si no fuera porque a las ocho de la matina ya me habían amenazado de muerte, si no fuera por ese detalle menor, te diría que la de hoy fue una mañana normal.

Venía de una gloriosa noche de fulbo después de casi un año de verlo de afuera y de pensar si este puto deporte es lo mío ahora que me acerco peligrosamente a los cuarenta.

La noche del regreso me puso bien pum para arriba. Venía demorando la vuelta de cagón nomás, por no saber si la rodilla iba a estar a la altura. Por lo menos a la altura de la otra rodilla.

Volver a pisar una cancha fue una sensación casi tan fuerte como el tufo que me agarró desprevenido cuando abrí el bolso y me encontré las mismas medias, las mismas vendas y la camiseta todavía húmeda que fueron testigos de aquella fatídica tarde del crac.

Venía de esa noche gloriosa y veía un arco en todos los ángulos de noventa grados que había en ese furgón.

Y entonces la vi. La botellita de plástico vacía de yogurísimo estaba en inmejorable posición para que le diera de lleno con el empeine.

No había nadie en el vagón, pero ese principio de éxtasis que me había poseído casi por completo me traía miles de hinchas con las gargantas enrojecidas de tanto cantar.

Fruncí la frente y enfoqué el ángulo superior derecho de esa especie de murito cuadrado que se levanta junto a la puerta de ingreso al vagón.

Volví a mirar la botellita, la medí y me perfilé. Tomé unos pasos de carrera y me acordé del zapatazo del apache contra los mexicanos.

Lo calcé justo a media altura. El envase plástico dibujó una hermosa parábola en el aire y se elevó medio metro por encima de aquel arco imaginario.

Dos cosas descubrí segundos después del impacto. Que la botellita no estaba vacía del todo y que yo no estaba solo en el vagón.

- La concha de tu madre, gato, te vi'a matá.

Lo que apareció de atrás del murito fue una mezcla perfecta entre el patrón Bermúdez, la hiena Barrios y ricky Fort. El tipo estada sentado justo atrás del murito, fuera de mi vista.

El resto de yogur que me envolvía el zapato derecho no era nada al lado de la estela que le quedó a esa especie de orco que se paró de un salto y me echó una mirada el hijo de puta que me hizo temblar las rodillas. La buena buena y la no tanto.

Antes de santiguarme y pedirle al Barbas que cuide de mi familia, pensé en el pelotudo que no se terminó el yogur. Con los nervios del momento se me ocurrió que ahí tenía otro interesante argumento para convencer a mis hijos de por qué siempre hay que terminarse el postre.

Miré para atrás y posta que no había nadie. No quedaban ni los hinchas.

El Barbas escuchó mis súplicas. En el instante en que al orco se le habían dibujado en la cara unas ganas locas de hacerme un enema de botellita, se abrieron las puertas del vagón.

Ahí nomas saqué a relucir los vestigios de lo que alguna vez fue una cintura prodigiosa. En un quiebre casi imperceptible más una finta de antología, logré hacerle un ole al orco y me perdí en el andén de la estación que no era la mía.

Cintura prodigiosa, fuera de joda. Soy mucho más que una pegada bonita.
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Salir sin desayuno me da acidez


El pelado habla por celular a los gritos. Gesticula como loco mechando sonrisa de costado con levante repentino de una sola ceja.

El pelado es pelado de los que se pasan cif y franela diaria.

El pasaje, que no tiene un huevo que hacer en este viaje de cincuenta minutos, de golpe se encuentra con algo que le sacude un poco la modorra. A los tipos los distrae que el pelado se zarpe con un par de decibeles de más porque se sale un toque del molde.

Divertirse por esto es casi tan patético como el que disfruta cuando ve que un gordo, apurando el paso, arrastra la buzarda durante cincuenta metros para agarrar el tren y el chancho hijo de una gran puta le cierra las puertas en la jeta. Y al pobre gordo no le queda aire ni para putear. Y a la gente eso le divierte.

El pelado grita y la gilada empieza a murmurar y a señalarlo con la cabeza. Ninguno se conoce con el de al lado pero el numerito en vivo del dolape los hace compinches por un rato.

En la gilada hay uno que me mira con gesto de gracia, esperando que yo le haga la segunda con alguna media sonrisita o similar.

Justo a mí, que de pedo socializo con la gente que conozco. Imagináte qué chance puede tener este pibe con quien no tengo más en común que ser parte del proletariado que viaja en tren.

Y sumále que hoy tengo acidez.

Y sumále que el tipo trae puesta una remera que dice giocatore. Si ya era de perdedor usarla cuando estaba de moda, calzársela ahora directamente es colgarse el cartel de pelotudo.

Sin despeinarme, en lugar de devolverle el gestito elijo pelar mi mejor cara de orto y lo hago rebotar como si se diera de lleno contra un scania doble acoplado.

El pelado sigue con su show. Me la juego que soy el único que lo reconoció. Es un ex juez federal al que le armaron una causa y lo cagaron como desde arriba de un poste. Falló un par de veces contra el gobierno y se lo cepillaron de dorapa.

El tipo es inocente. Tiene que ser inocente. Si no no se entiende qué carajo hace arriba de un tren después de haberse levantado los cuatro palos que dicen que se llevó en aquel famoso festival de coimas.

El pelado corta pero sigue gesticulando. Es como si se le hubiera cortado de golpe la conexión y le hubieran quedado en la bandeja de salida algunos gestos que se despacharon unos segundos más tarde.

Sigue gesticulando. Este muchacho no está bien.

Guarda el celular pero lo desenfunda al toque y se clava otra conversación para la gilada. Al pobre le agarró un ataque de melancolía y busca recrear aquellas noches en que se hacía dueño del programa de Grondona y metía seiscientas palabras por minuto para tratar de explicar el código civil en un solo bloque. Esta vez la audiencia es más modesta. Y pelotuda.

Que corte y se baje, por el amor de Dios. Y que lo sigan todos estos pelotudos que se siguen riendo.

Todavía falta un trecho para llegar y no hay un solo asiento libre, pero la cosa no da para más. Me levanto tocando bocina y les hago mirada magnum antes de cambiarme de vagón. Al pelado y a toda la gilada.

Manga de pelotudos.
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China ataca Kamchatka

La señora abuela estaba desconsolada y a punto de echar espuma por la boca.

Le dijo al oriental que lo iba a agarrar de las solapas y que lo iba a samarrear para todos lados.

La señora abuela no podía concebir su almuerzo de sábado sin su tinto de siempre. De los chinos podía esperar una leche vencida, una mozzarella con hongos del tamaño de una cebolla o que le cobren la cucharita de plástico para el yogur. Pero jamás que la dejen sin su vinito.

Me están cortando las piernas, parecía decir con una mirada entre triste y enfurecida.

Es que el súper chino se cuadró enseguida cuando los muchachos de la muni cayeron en sus autos importantes con vidrios oscuros y dejaron una ordenanza que prohibía la venta de alcohol ese día.

Nada de material etílico porque había show musical en el playón de la estación de Tigre. Esta vez le tocaba a Fito Páez sumarse a la campaña "hagamos fulbito para la tribuna", encarada por el intendente que tiene como deporte nacional sacar a relucir el comedor que se hizo a nuevo con la guita de los jubilados y subirse las medias para las fotos de prensa.

La última vez había estado Nonpalidece y parece que los seguidores de los Marleys argentos se habían llevado hasta el alcohol de quemar y armaron un desparramo de novela.

El amarillo dueño del súper miraba el número que había montado la abuela y no podía reprimir esa sonrisita oriental que la hacen de los nervios pero que suena a burla.

La abuela se sacó del todo y le gritó que iba a terminar como los chinos que aparecen en los noticieros después de un ataque mafioso. Que no se iba a ir del local hasta que la dejaran comprar su vino.

El chino no se fue al mazo y también levantó la voz. Todo lo que se le entendió fue algo como "vino no, vino no, multa pol vendel, mas de veinte mil pesos".

La abuela no escuchaba, literalmente. Y en una reflexión filosófica sólo para entendidos, vociferaba que el almuerzo del sábado sin vino ya no podía ser su almuerzo del sábado.

La cosa se ponía cada vez más interesante porque ninguno cedía ni diez centímetros, pero pensé en la flaca, que me había acompañado y miraba con los ojos mas abiertos que de costumbre, lo que no es poco.

Pagamos y nos fuimos.

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Me dejaron a gamba


Quince días, a lo sumo un mes.

Arrancaba octubre y la vecina se tenía fe para que el permiso saliera rápido. Tishei y yo también. Y la tropa ni te cuento.

No había forma de evitar el trámite porque la pobre mujer era viuda y estaba en el medio del baile de la sucesión y todo ese rollo. Y para vender el auto necesitaba el permiso del juez de menores porque tenía pibitos menores de edad.

Pasaron los primeros quince días. Nada.

Fines de octubre y llegó la hora de rajarme para España por laburo. El panorama para Tishei era un espectáculo. A gamba y con la tropa sumida en la efervescencia que le causaban mi ausencia zarpada y los avatares del cambio de movilidad, que por el momento era inmovilidad.

Volví al mes. Ni la sombra del permiso. Al toque aparecieron los primeros síntomas de la urticaria porque los-quince-días-a-lo-sumo-un-mes ya habían sido dos meses con días que parecían durar entre treinta y treinta y cinco horas.

Los fondos se reían a carcajadas desde algún rincón de su escondite. Me provocaban sin miramientos y más de una vez pensé en hacerlos volar por el aire transformándolos en unas vacaciones primera división. La mesura ganó la pulseada solamente cuando el buena onda de Jota nos sumó a la lista de elite que disfrutaría de la mansión alquilada en la aldea andina.

Todavía había chances de cerrar algo a tiempo como para no dejar pasar esta oportunidad, pero sabíamos que la feria judicial estaba a tiro de piedra y no había lugar para ningún paso en falso. Si el permiso no salía, había que esperar a febrero.

La noticia fue como untarse aloe vera sobre una picadura de abejorro. La vecina dueña del auto mostró su sonrisa por primera vez en todo el proceso y convocó a conferencia de prensa para informar que el permiso había sido concedido. Y que al día siguiente teníamos cita en el registro automotor para abrochar la transferencia. Vamos vamos los pibes.

A primerísima primera hora rumbeamos en masa para el registro. La vecina cargaba con un bibliorato que rebalsaba de fotocopias, documentos judiciales, certificados y otras yerbas. La acompañaban sus dos hijos mayores que tenían que chantar su firma para dar conformidad a la venta. De nuestro lado fuimos Tishei y yo que nos salíamos de la vaina para darle un corte al asunto.

Esperamos nuestro turno con la tranquilidad de que ya estábamos a metros de la bandera a cuadros. Sólo un despiste podía dejarnos fuera de la carrera.

Interesantes duplas las que se arman en el registro entre vendedor y comprador. Los dos felices. El vendedor porque finalmente logra sacarse de encima ese muerto que ya se convirtió en una máquina tragamonedas. Y el comprador porque cree que ese muerto es en realidad un igual-a-cero que no le va a traer ningún problema.

El despiste llegó con forma de empleada pública. La señora, después de revisar las toneladas de papeleta, se bajó un toque las gafas de lectura para no perderse ni un detalle de la metamorfosis que sufrirían nuestras caras. Que lo lamentaba pero que a uno de los oficios le faltaba el número de DNI de los herederos y que no había forma de seguir con el trámite.

La vecina me decía por lo bajo que unos meses antes ella había vendido su otro auto con la misma documentación. Me lo decía a mí porque no quería hacerle frente a la señora que parece disfrutar dando malas noticias.

No me quedó otra que acercarme al mostrador con cara de malo. Le indiqué amablemente a la señora que ya se había hecho una operación con esa misma documentación y que tenía forma de comprobarlo si revisaba los archivos.

Pensé que me boxeaba. La mina perdió la poca compostura de la que gozaba y me tuvo larguísimos segundos contra las cuerdas. Me repetía en todos los dialectos que ella era la directora del registro, que sabía perfectamente cómo hacer su trabajo y que no necesitaba revisar nada.

Perdido por perdido, le canté la falta. Que por lo visto había cosas que escapaban a su estricto control y que a lo mejor le convendría rever los procedimientos.

Abandonamos el registro antes de que la señora llamara a seguridad. Con las manos vacías pero con esa satisfacción berreta que produce sostener una discusión caliente sabiendo que no lleva a ningún lado.

Entre los últimos gritos de la señora creímos escuchar que ya no había manera de concretar la operación antes de la feria. Parece que el oficio tenía que volver al juzgado, debían rehacerse los testimonios, o algo así, y luego volver al registro, donde la señora seguramente nos recibiría con los brazos abiertos.

Como todo eso no entraba en los pocos días que quedaban, salimos en busca de otra alternativa. Pero ésa es otra historia, todavía más bizarra, que en cualquier momento cuelgo del blog. Paciencia.